NOTAS PARA UNA ÉTICA DEL INFOESPACIO.


Hay quien lo dice en voz baja y hay quien, simplemente, se niega a aceptarlo. Pero a inicios del nuevo milenio la extensión de nuevas prácticas tecnocientíficas (computación evolutiva, nanotecnologías…) que ya no se dejan describir con el viejo arsenal de conceptos, hace que el entrañable ideal epistémico de ciencia universalista se nos vuelva confuso en la práctica. Por doquier aparecen anarquistas epistemológicos dispuestos a proclamar su anything goes, o simples escépticos en materias como la "teoría" de la ciencia, contrapuesta a una "práctica" que parece no precisar otra justificación que su sola existencia fáctica. Se nota en el ambiente académico una sensación de repliegue de las pretensiones analíticas, que antaño creyeron posible elaborar algo así como un modelo teórico apto para describir adecuadamente todo tipo de actividad científica. Incluso la propia palabra "ciencia", no ha tanto venerada, se relativiza ante el empuje de la nueva etiqueta "tecnociencia" que ofrece un producto de diseño y contenido renovado y resulta francamente más moderada en sus aspiraciones. Pero mientras la pretensión epistemológica y normativa parece decaer, la sociología del conocimiento científico y la ética aplicada -más preocupadas por el hacer que por el "ser"- recuperan un espacio central en la comprensión de la ciencia (o de la tecnociencia) como actividad.

La epistemología y las diferentes "lógicas de la investigación científica", arrastran una crisis desde que, a finales de la década de los ochenta del siglo pasado, la sociología de la ciencia mostró claramente dos cosas: por una parte, que no existe ningún modelo (popperiano, kuhniano, estructural…) capaz de justificar la diversidad de las prácticas científicas; y que -además- el conocimiento científico es también socialmente construido, sin necesidad de que ello deba entenderse como sinónimo de falso o de relativista. El impacto de ambas tesis sobre las posiciones ingenuas que situaban a la ciencia como un ámbito puro, "más allá del bien y del mal", ha sido enorme.

Aún con las limitaciones de la sociología de la ciencia (especialmente su propensión a un relativismo exagerado) es evidente que hoy tenemos una mayor conciencia de la importancia de los factores colectivos -a veces más emotivos que racionales- en la construcción del conocimiento. El constructivismo científico y social nos hace cada vez más sensibles a la interrelación ciencia-técnica-sociedad y se abre paso una concepción de la tecnociencia mucho más pluralista, dónde lo racional y lo subjetivo o emocional (e incluso para escándalo de algunos, lo racional y lo religioso) no aparecen como dos mundos separados por abismos, sino intercomunicados por vías más o menos fuzzy y, las más de las veces, tan profundas como sorprendentes.

A estas alturas, la cuestión epistemológica (qué es conocimiento) parece cada vez más difícil de separar de la cuestión sociológica (cómo y para qué conocemos) y de la cuestión ética (cuál es el bien al que aspiramos en el conocimiento). Cada una de estas preguntas es distinta, pero algunos debates tecnocientíficos (por ejemplo la discusión sobre los límites del control en la informática, o el debate sobre la manipulación genética) muestran que consideraciones de filosofía moral, teleológicas y deontológicas, no pueden estar al margen de una teoría de la ciencia supuestamente pura. La tecnociencia "piensa" en términos mucho más sociales, emocionales y económicos de lo que algunos viejos positivistas desearían. Tal vez una característica de nuestro momento sea la creciente conciencia de la dificultad para separar los diversos ámbitos del pensamiento y la comprensión de la unidad interna del conocimiento, pese a lo diverso de sus prácticas. Progresivamente se intuye una relación entre el valor epistémico de la ciencia y su valor moral de un alcance mayor al que supusieron los analíticos y positivistas lógicos. Asumir que la ciencia "pura" es una ficción, y que nuestro modelo de ciencia no está sólo compuesto de juicios de hecho sino que implica también un profundo nivel de valoraciones sociomorales, implica plantear la necesidad de un nuevo lugar para la ética en la tecnociencia.

La emergencia de este nuevo modelo de comprensión de la tecnociencia se ha apoyado también la irrupción -increíblemente veloz para lo que había sido hasta ahora el desarrollo de los conocimientos tecnocientíficos- de Internet y de toda la familia tecnológica asociada al fenómeno. El desarrollo de la nueva tecnología, entre Frakenstein y Pigmalión por decirlo con Luciano Floridi hace precisa una reconsideración global de la relación entre tecnociencia y humanismo. Desde el punto de vista epistemológico la existencia misma de la informática -y de todo el ámbito de las ingenierías que implica- mostraba la falacia de una distinción tajante entre ciencia y técnica, hoy insostenible. Éticamente, por su parte, la irrupción del infoespacio en nuestras vidas supone un reto por cuanto se trata de buscar normas procedimentales que impliquen, a la vez, el respecto por la innovación y la responsabilidad respecto a las consecuencias morales de la actividad tecnocientífica.

Si aceptamos que la ética es el estudio de las reglas que permiten jugar el juego de la vida buena, resulta evidente que la filosofía moral queda profundamente alterada por la extensión del infoespacio y el nuevo orden que le está asociado, en que se reconsideran conceptos como espacio, tiempo, verdad y orden. Lo tecnológico -y el infoespacio en que se mueve- representa un movimiento de fondo en la medida que no se limita a añadir una tecnología más, sino que lleva aparejado una forma de comunicación y, en general, un modo de vida que incluye también una nueva comprensión de los sentimientos humanos. Con Internet, que por ahora es sólo un mínimo esbozo de lo que llegará a ser, se acerca no solamente una innovación cuantitativa sino, por decirlo en jerga, un nuevo modelo de "visión del mundo". Llega una nueva forma de socialización cuyas consecuencias comienzan a interrogar al humanismo clásico…

Si las utopías clásicas pretendían la unidad de la humanidad por el conocimiento, la aparición del infoespacio parece retomar algunos aspectos del problema utópico por excelencia (muy especialmente el de la perfectibilidad y el de la universalidad). Pero mientras que las utopías tradicionales tenían un aspecto libresco y finalmente teórico, el infoespacio aparece como el ámbito de una utopía que se ha encarnado y que transforma no sólo el conocimiento sino la vida cotidiana. La necesidad de una infoética que dé cuenta de los cambios tecnológicos parece intuirse de una manera difusa pero bastante general. No son problemas epistémicos sino antropológicos y éticos los que se juegan en este envite.

Con Internet por primera vez se ha hecho posible en la práctica un solo espacio de comunicación que contiene todos los signos producidos por la cultura. De la misma manera que con la imprenta la cultura oral abandonó la escena cultural y pasó a convertirse en marginal (o etnológica), hoy la cultura pensable empieza a definirse en términos infoespaciales. Y, naturalmente, no habrá ganancia sin pérdida. El juego -y el riesgo- del futuro estará en la necesidad de ser creativos ya no como individuos sino como megaequipo humano. Las formas de comprensión de lo comunitario -entendiendo por tal cuanto afecta a la especie humana- necesitarán ser globalmente reconsideradas. A riesgo de ser tomados por ingenuos o por propagandistas del Imperio del Mal (sector Liberal-Globalizado), defendemos que la irrupción del infoespacio creará nuevos retos con obvias repercusiones éticas. Hoy se puede e incluso tal vez se debe ser antropológica y éticamente algo -y alguien- distinto a lo que nos ha sido dispuesto o propuesto por la tradición ilustrada clásica. Eso que Bill Gates llama de una manera estidente "estilo de vida en la red", crea necesidades y abre posibilidades que, simplemente, antes no existían y replantea formas de la experiencia que habrá que salir a buscar en nuevos ámbitos . Si la tecnología de la imprenta hizo posible el marco intelectual en que surgieron el libre examen y el protestantismo, es de suponer que también la informática y la genética abrirán formas de comprensión de lo humano que hoy únicamente oteamos. El tiempo tecnológico que nos ha tocado vivir arrastra el pensamiento hacia retos que no por ser a veces inesperados -e incluso vividos con aprensión- dejan de ser intensos e irreversibles. Pero ello no supone una derrota del humanismo sino que le propone un nuevo ámbito de posibilidades.

De la misma manera que la antropología -y con ella la teología- necesitan reconsiderar ya ahora mismo su concepto de lo humano ante el desarrollo de la genética, también la ética adquiere un nuevo sesgo cuya razón última se halla en la reconsideración que exige por su propio desarrollo interno el desarrollo del infoespacio. Estos cambios, lejos de ser "ciegos" o producto del azar, corresponden a un tipo de racionalidad a veces despectivamente llamada "instrumental" que obliga a una reflexión tan alejada de la actitud fundamentalista como de una simétrica ingenuidad tecnológica. En el campo de la moralidad el peso en la vida diaria del infoespacio supone un cambio en la manera de mirar, que implica otra forma de "ver" las relaciones humanas y políticas. Lentamente las últimas propuestas morales que se van escuchando proponen deslizarse del concepto de "utopía", en que todo era posible y nada estaba escrito, al de responsabilidad, en que los efectos -incluso a muy largo plazo- deben ser considerados junto a los logros, sea para moderar la euforia tecnológica o para perfilar las reglas de uso de la técnica en vistas a lograr el famoso "mayor bien para el mayor número".

Algunos autores (Jacques Ellul, Hans Jonas, incluso el segundo Heidegger…) han mostrado en trabajos pioneros cuánto hay de cambio de rectificación y ampliación -a veces perversa- del humanismo clásico en la tecnología que el hombre ha desarrollado a lo largo de los últimos doscientos años, hasta llegar a la situación actual que proclama "la novedad" y el imperio de "lo-nunca-visto" como el logos tecnológico. Si se asume que el infoespacio constituyen el nuevo logos de lo humano deberemos entender que las reglas morales para ese nuevo "parque humano" han de situarse en el centro mismo de la reflexión filosófica. Pero aún estamos demasiado acostumbrados a considerar que la "ética aplicada" es un campo secundario, de carácter más bien casuístico, y nos cuesta entender que la tecnoética, lejos de ser una pura "aplicación" de principios generales, crea también sus reglas y sus ámbitos. Si se entiende el significado de la tecnología para la experiencia, deberíamos concluir que se genera una nueva manera de comprender la acción y las relaciones sociales, donde cuestiones filosóficas clásicas (la libertad, la intimidad, la experiencia de lo común) se mezclan con nuevas exigencias cuya instrumentalidad no niega, sino más bien al contrario, confirma la exigencia de crítica.

La tecnociencia obliga a plantear la cuestión del bien en su ámbito contemporáneo que no es otro que el mundo surgido de las tecnologías del siglo XXI: genética, nanotecnología y robótica. Pero resulta tan ingenuo creer que de ellas depende la liberación del género humano como condenarlas en bloque, sin aplicar algún criterio de aristotélica moderación. Inevitablemente en todo debate infoético aparecerán dos tendencias: la de un cientificismo a ultranza dispuesto a plantear que el conocimiento humano ni puede ni debe tener barreras y -por otra parte- la de quienes defienden, como ha hecho Bill Joy, cofundador y jefe científico de Sun Microsistems que: la única alternativa realista es limitar la búsqueda del conocimiento. Personalmente tendemos a creer que una tecnociencia que defiende la ignorancia constituye en sí misma una contradicción, que se opone al mismo nervio de la actividad científica.

Si se trata de evitar que la técnica se convierta en la nueva divinidad, o -peor aún- en el nuevo Golem- deberemos prescindir de una actitud esteticista y de un neoludismo estéril, para comprender que el peligro es la otra cara de la oportunidad. Comenzamos a intuir hoy que la sociedad técnica no representa, por ella misma, ni el lugar del bien ni el espacio de la maldad. Constituye algo mucho más simple, radical y si se quiere brutal: el espacio del pensar. Como intuyó Ellul la tecnología crea su propio logos y no sirve de nada criticarla desde presupuestos que se quieren humanistas pero no han entendido todavía que la misma esencia de lo humano ha sido alterada por lo tecnocientífico. El lenguaje falsamente profético de Theodore Kaczynski, el brillante matemático que se retiró a Montana y se convirtió en el terrorista Unabomber se ha acabado convirtiendo una cantinela tecnófoba repetida las más de las veces desde una profunda ingenuidad conceptual. La revolución industrial y sus consecuencias -nos dicen- han sido un desastre para la raza humana, (…) la raza humana se colocará en una posición de dependencia tal con respeto a las máquinas que no tendrá otro remedio que aceptar todas las decisiones que éstas tomen. Pero reducir el debate sobre el impacto de la tecnología a una lucha entre fundamentalistas de distinto signo, situando a Unabomber como profeta de calamidades y a Bill Gates como ángel de la guarda tecnológico, suena a chiste ridículo o a repetición de la polémica entre quienes ven la botella medio llena y quienes se empeñan en considerarla medio vacía. En realidad, Kaczynski y Gates no son otra cosa que dos fundamentalistas empeñados en presentar una visión del mundo unilateral. Tal vez la filosofía debe seguir el consejo del viejo poeta catalán J.V.Foix que recomendaba que entre locos y sabios lo que realmente conviene es razonar.

Hay tres tipos de miserabilismo ético que necesariamente quedarán fuera de juego en las propuestas morales que arrastra la irrupción del infoespacio como nuevo lugar de la experiencia humana. Nos referimos al fundamentalismo utilitarista, al fundamentalismo naturalista y al fundamentalismo del deber. Pero eso, como habrá intuido el lector, es tanto como decir que ninguno de los tres grandes paradigmas de filosofía moral que han sido vigentes desde la Ilustración será inmune a las consecuencias de los cambios tecnocientíficos en curso.

Es hora ya de plantear una relación desacomplejada de lo ético y lo tecnocientífico reconociendo que en el infoespacio ha quedado fuera de juego una comprensión simplista del utilitarismo porqué ya no son posibles los "cálculos felicitios" de raíz benhamiana. La tecnociencia plantea el problema de que lo útil a corto espacio -e incluso lo demandado democráticamente por amplias mayorías sociales- puede ser letal a medio y a largo plazo para la supervivencia de lo humano. Calcular las consecuencias de lo tecnocientífico puede resultar una ingenuidad fatal si previamente no se nos dice a qué plazo debe hacerse el cálculo. Hoy sabemos que energías baratas, como la atómica, pueden ser nada útiles, brutalmente caras e incluso letales en el largo plazo. El fundamentalismo tecnológico, que creía posible encontrar siempre una nueva respuesta a cada nuevo problema (la famosa y siniestra "mentalidad de cow boy") ha quedado simplemente descartado por el desarrollo de la misma tecnociencia. Conviene recordar, con el viejo liberal que fue Isaiah Berlin, que tal vez no todos los problemas éticos tienen solución -y mucho menos solución simultánea- o que, incluso, las soluciones tecnológicas pueden ser incompatibles con los deseos humanos.

Al mismo tiempo se hace obvio que otros fundamentalismos, como el de la hipotética "naturaleza humana", se han vuelto obsoletos por el desarrollo tecnocientífico. La supuesta existencia de una naturaleza humana incontaminada nos aparece como un mito siniestro. Quienes se lamentan de la pérdida de la humanidad bajo las condiciones de la investigación genética deberían recordar, por ejemplo, que todas las sociedades conocidas han aplicado unas u otras recetas eugenésicas -como recordó Sloterjik con impertinencia. Los humanos son seres culturales que vienen modificándose a sí mismos desde hace milenios por el simple (pero cruel y lento) mecanismo de prohibir o aconsejar determinadas formas de matrimonio Los gitanos, los judíos, los negros y las minorías étnicas o nacionales en general saben eso en carne propia desde tiempo inmemorial.

Finalmente el fundamentalismo del deber se vuelve impotente cuando el concepto de "lo humano" que se pretende defender se torna también débil o indeterminado. Es interesante proponer, como Hans Jonas, unas reglas de prudencia en forma de imperativos colectivos sobre la responsabilidad. Pero un "deber ser" sin la previa clarificación de lo que signifique "ser" en el infoespacio recuerda mucho al desamparo de los profetas desarmados, ya denunciado por Maquiavelo, que teniendo la fuerza de la razón no disponían de la razón de la fuerza. El camino de los humanos podría no ser el de la racionalidad, como pensaban los Ilustrados, sino el de la barbarie, alguno de cuyos rostros hemos visto en el Gulag y en la xenofobia, ascendente hoy mismo.

La diferencia fundamental entre los ilustrados del XVIII y los tecnocientíficos actuales es que en la ilustración estaba claro el camino a seguir: la profundización de la racionalidad y el desarrollo tecnológico tenían valor por sí mismos debido a la penosa situación de los humanos en un marco económico de pura subsistencia. Es obvio que éste no es hoy nuestro caso porque vivimos ya en una civilización que hace posible la abundancia material e inclusive convierte el desperdicio en algo imprescindible para gestionar el sistema técnico. El único imperativo de la tecnociencia, como nos mostró Ellul, es el de su propio desarrollo ininterrumpido y exponencial que para nada incluye ni el respeto a la naturaleza, ni la tolerancia. Creer en el deber moral como fuente de progreso podría constituir una ingenuidad porque el imperativo del descubrimiento científico podría no ser para nada liberador, sino una nueva fuente de esclavitud social.

La idea rousseauniana del buen uso "natural" de las cosas suponía la existencia de un agente del mundo -el Hombre con mayúsculas- capaz de determinarlas. Hoy sabemos que eso no es posible y que, tal vez no sería ni deseable porqué el hombre -como ser de deseo- es tal vez demasiado frágil para la potencia de sus propias creaciones. Ni el mundo, ya demasiado complejo, ni la técnica - perfectamente capaz de razonar por sí misma sin el hombre- expresan ninguna moralidad "natural" por mucho que lo lamenten los neoilustrados.

Hoy existen razones tecnológicas que obligan a descubrir algo que los presocráticos intuyeron pero que habíamos olvidado hace mucho tiempo. El infoespacio exige pensar no únicamente desde el objeto (el Yo, el Hombre, la Humanidad) sino también desde el sujeto (la tierra, el enfermo, el marginal…). Luciano Floridi proponía que la revolución ética a la que nos obliga la tecnociencia consiste en asumir que existen también los sujetos pacientes de las decisiones racionales y que por una serie de razones pragmáticas -no sólo por piedad hacia lo vivo- debemos tenerlos en cuenta en nuestra evaluación de lo moral. En definitiva la extensión de la autonomía del hombre obliga a asumir que no se puede hacer ejercer la beneficencia sin contar previamente con aquellos a los que se pretende hacer el bien.

Una ética para el infoespacio exige tener en cuenta no sólo qué esperamos nosotros de la tecnología sino también -y de manera central- qué es lo que la tecnología puede darnos, incluyendo la consideración del buen desarrollo -ecológico, "sostenible"…- del ámbito en que se desarrolla esa tecnología. Hay que asumir que, con la extensión tecnológica, la información ha dejado de ser algo que el sujeto "tiene" para pasar a ser algo que el sujeto "es". Lo bueno en términos infoéticos no puede definirse en términos estrictamente humanos sino que sólo tiene sentido aplicado al amplio campo de la infoesfera, donde junto a lo humano encontraremos lo ecológico y lo tecnológico con su propia lógica, en forma de red y ya no de pirámide.

Sólo con carácter tentativo nos atrevemos a plantear algunos problemas nuevos producidos en el desarrollo del infoespacio. Nos referiremos, pues, brevemente al problema de la autonomía, al del ruido y al del deseo que quedan profundamente modificados por la aplicación de criterios tecnocientíficos. Las hipótesis infoéticas que proponemos son, hay que decirlo claramente, absolutamente provisionales y valen sólo como una primera aproximación al debate. Pero pensar hoy el valor de la ciencia implica situar en nuestra concepción de la ética nuevas consideraciones morales que deberán incluir alguno de los elementos que sumariamente pasamos a exponer:

1. Hoy somos conscientes del hecho que la infoesfera exigirá replantear el concepto vigente de autonomía moral. Posiblemente la lógica misma de lo tecnocientífico nos lleve a una extraña "autonomía sin privacidad". Eso constituye una revolución ética de primera magnitud porqué desde el paradigma ilustrado autonomía y derecho a la privacidad resultan inseparables. Pero en la infoesfera la privacidad constituye estrictamente un espejismo. Cada vez que nos movemos por el infoespacio -no sólo nosotros, sino también nuestros datos en manos de otras personas- dejamos un montón de huellas de nuestro paso en forma de logins, cookies, etc. Alcanzar un consenso ético sobre la privacidad en la infoesfera constituye una necesidad apremiante para evitar que los humanos nos convirtamos en monigotes en manos de cualquier poder incontrolable y para definir las condiciones de posibilidad de la democracia infoespacial. La siniestra "casa de cristal" donde todo lo que hacemos será vigilada por un ojo público (que convierte en obligatoria la sumisión por pura supervivencia) puede ser ya ahora una realidad gestionada por infopolicías e infochivatos. Pero desde John Stuart Mill la tradición filosófica occidental vincula libertad y derecho a la vida privada sin intromisiones. Resolver esa contradicción entre una tecnociencia invasiva de lo privado y un humanismo que reivindica la privacidad es un reto de primer orden. Problemas como el infoterrorismo (hackers), el control de los datos personales, e incluso el de la relación entre lo público y lo privado depende en gran manera del consenso moral que se alcance sobre la autonomía en el infoespacio.

2. El ruido tiende a crecer en el infoespacio, mientras que el silencio decrece. Para la conciencia moderna la ética ha estado vinculada al ruido y a la ciudad, mientras que el silencio ha parecido algo peligroso, más propio de almas piadosas que de una ética social. Pero la tecnociencia pude llegar a provocar una cantidad tal de ruido (sobre todo en forma de información-basura) que habrá que proponer algún sistema para filtrarlo. El ruido -entropía- desbarata cualquier posibilidad de construcción cultural de calidad y su propia extensión obliga a pensar, tal vez, alguna forma de control -e incluso de censura- que impida confundir las voces y los ecos. Una infoética deberá plantearse este problema para evitar, por ejemplo, la difusión de información sesgada o simplemente dañina. Cualquiera que haya participado en un chat sabe que la mayor parte de la información que transcurre por él resulta estrictamente falsa. Y de la misma manera Internet no es sólo el espacio de difusión del conocimiento sino también el de los prejuicios, la magia y la pseudociencia. Si Internet se postula como "mundo virtual" es inevitable que en ese mundo haya también barrios de mala fama y actividades sospechosas como la hay en el mundo real. Pero el viejo problema de la mentira tiene en el infoespacio una nueva y más grave dimensión, no sólo por razones de tamaño sino por la misma capacidad de la entropía creciente para taponar el sistema. .

3. La forma del deseo quedará también profundamente transformada por la irrupción del infoespacio. No sólo podremos desear hoy cosas nuevas antes desconocidas (el ejemplo de la comida china es típico) sino que podremos desearlas de otra manera. Hace ya años Neil Postman, en su pionera Tecnópolis mostró cómo la televisión y la tecnología en general significaban entrar en otro ámbito del deseo que pude expresarse en formas hoy impensadas. El infoespacio crea una nueva realidad -no siempre virtual, conviene recordarlo- que nos permite creer y crecer de otra manera. Podríamos encontrarnos con una extensión del deseo que llegase a ser estrictamente incompatible con las posibilidades ecológicas del ecosistema pero que fuese exigida democráticamente por una amplia mayoría de la población. Desde los estoicos la moderación del deseo formó parte inexcusable de la educación moral del ciudadano. Pero hoy esto ya no es así. El imperativo tecnocientífico del crecimiento puede ser incompatible con la pura sostenibilidad de la tierra. Pudiera suceder incluso que los ciudadanos decidieran democráticamente perseverar en formas de consumo cuyo resultado fuese incompatible con la pura supervivencia de la especie humana y del planeta. Por eso mismo, superar el infantilismo moral que hay en muchas formas del deseo constituirá un reto moral fundamental para evitar la pura extinción de la humanidad por sobrexplotación del medioambiente. Cuestiones como la moralidad o no del cibersexo, las nuevas formas de dependencia emocional que se crean en la red y el estatuto de las comunidades virtuales dependen, en gran medida, del valor que se pueda dar a la circulación de una información valiosa -no entrópica- por el infoespacio.

Dejaremos al margen cuestiones como el estatuto moral de los cyborgs (híbridos de sistema biológico y sistema informático) porque pertenecen todavía a la ficción, pero convendría no olvidar que si llegasen a desarrollarse alguien debería decidir sobre su imputabilidad y sus derechos morales. Con estos ejemplos sólo queremos mostrar que nuestra forma de abordar los problemas del infoespacio deberá reconsiderar valores culturales occidentales muy arraigados y cuya continuidad resulta, como mínimo, problemática. Garantizar que el cuerpo y la mente de los humanos sean libres de toda intrusión sigue siendo un ideal moral deseable Pero una ética del infoespacio únicamente pueda plantearse a partir de asumir como supuesto previo que habrá que reconsiderar la centralidad del hombre en el mundo, para considerarlo "en red". La vieja idea judeocristiana de un hombre que "crece, se multiplica y domina la tierra" deberá irse substituyendo por una comprensión del mundo que entiende el vivir en harmonía con el planeta como algo más importante que el dominio. De la misma manera que Internet se nos presenta bajo el modelo de una red interconectada, la infoética deberá ser consciente del hecho que la interconexión global del hombre, los seres vivos y el planeta en su conjunto es una condición de la supervivencia y una expresión nueva de belleza y verdad. Pero superar el antropocentrismo y afirmar un nuevo valor global para la tecnociencia y para la filosofía moral constituirá, sin duda, un largo y a veces contradictorio empeño.

 

Este texto ha sido publicado también en el libro colectivo: "EL VALOR DE LA CIENCIA". Barcelona, Editorial El Viejo Topo, 2001, páginas 137-150