Popper 
                y la televisión 
              
              
              Las 
                “últimas obras” y, especialmente, los “póstumos” 
                acostumbran a ejercer una especial fascinación sobre los 
                historiadores de las ideas. En nuestro gremio se cotiza al alza 
                cualquier texto, por breve que sea, que aporte un matiz insospechado 
                a un sistema de ideas, o que permita intuir el “desliz final”, 
                más o menos inquietante, de algún filósofo 
                insigne. Los comentaristas adoran ese tipo de escritos y sacan 
                pecho cuando pueden sugerir que: “Tal vez, Fulanito, de 
                haber profundizado en tan fértil intuición...”. 
                O hallan un argumento para perdonar excesos cuando previenen: 
                “Sí, pero, en su última obra, Menganito se 
                retractó de...”. Las “últimas obras” 
                se vuelven significativas –o aún cruciales– 
                porque tienden a abrir más incógnitas de las que 
                despejan. 
              Por 
                eso mismo, insistir en la importancia de los dos textos estrictamente 
                “últimos” de Popper, como su entrevista para 
                la RAI: “Against Television” de 1993, y el artículo 
                culminado pocos días antes de su muerte: “Una patente 
                para producir televisión” (1994), sólo tiene 
                justificación si prometemos seriamente prescindir en su 
                lectura de dos acrisoladas manías filosóficas: no 
                defenderemos, porque sería radical y absolutamente falso, 
                que hasta el final Popper “no se dio cuenta de...”, 
                ni que, precisamente a las puertas del último viaje, descubrió 
                que “algo fallaba en...”. Pero mantendremos que esas 
                últimas aportaciones popperianas contienen intuiciones 
                fértiles para una comprensión del liberalismo que 
                no consista en la pura justificación de “el mundo 
                como va”. Y que, sobretodo, en ambos textos hay datos para 
                establecer alguna hipótesis significativa sobre lo que 
                nos está sucediendo hoy.
              La 
                última intervención de Popper resulta plenamente 
                consistente con lo que simbolizó, y con lo que reivindicó 
                a lo largo de toda su vida. Sus textos defendiendo la necesidad 
                de un control y de sistemas de regulación sobre la televisión, 
                desarrollan en forma coherente las ideas del filósofo político 
                que siempre fue: un liberal acérrimo, partidario de la 
                ingeniería social progresiva y adversario tanto de cualquier 
                historicismo como de toda ingeniería social holística. 
                Lo significativo en las últimas apariciones públicas 
                de Popper consiste, tal vez, en poner un mayor acento en la idea 
                de “control”, como forma de marcar su distanciamiento 
                ante el neoliberalismo desregulador que entonces se encontraba 
                en pleno auge. 
              La 
                importancia de contar con mecanismos sociales para evitar una 
                degradación de la democracia, Popper la desarrolló 
                también en su última conferencia en Barcelona (14 
                de noviembre de 1991), con especial referencia a la necesidad 
                de regular el mercado de la tierra y el de la vivienda y defendiendo 
                que “es evidente que deberá restringirse el uso de 
                máquinas que emiten gases tóxicos”. En esa 
                ocasión propuso la reforma, incluso, de la estructura de 
                partidos políticos para que compitiesen “sobre una 
                base de decencia y de logros reales” (sic), a la vez que 
                insistió afanosamente en que:
              La 
                ideología del libre marcado es una de tantas ideologías 
                cuyo dogmatismo puede poner en peligro, en última instancia, 
                la libertad en cuanto tal. 
              En 
                las últimas intervenciones popperianas encontraremos su 
                liberalismo de siempre, nada ingenuo, lejano por demás 
                a la alegría (neo) liberal de algunos conversos a su obra, 
                cuyo esquematismo despreciaba. Pero de ninguna de las maneras 
                puede considerarse que la propuesta de regular la libertad sea 
                novedad en el viejo Popper. Más bien al contrario, desde 
                Mill la idea de que toda libertad es susceptible de ser mal utilizada 
                se ha repetido constantemente en la tradición liberal, 
                aunque hoy algún neoliberal la tenga en piadoso olvido. 
                Como había escrito tajantemente en “Búsqueda 
                sin término”: 
              “Eso 
                no puede suceder aquí” es siempre falso: una dictadura 
                puede darse en cualquier parte. 
              Y 
                el viejo Popper intuye que en la televisión, precisamente 
                porque anestesia la capacidad crítica, se esconde un grave 
                peligro dictatorial. Si resulta interesante leer las reflexiones 
                popperianas sobre la televisión no es porque en ellas se 
                incluya alguna aportación rompedora, sino porque sitúa 
                de una manera lúcida al liberalismo frente al reduccionismo 
                neoliberal y ante los retos de una “sociedad de la imagen” 
                –más que “de la información”– 
                cuyos primeros atisbos se producían exactamente por entonces 
                a través de la concentración de capital en grandes 
                grupos mediáticos. Para Popper, la libertad no es una fiesta 
                ácrata, ni la consecuencia de una serie de golpes audaces 
                de todos contra todos, promovidos por seres egoístas y 
                aplicados con lógica darwiniana. Por el contrario, en “Against 
                Television” afirmará tajante que: 
              Toda 
                libertad debe ser limitada. No hay libertad que no tenga necesidad 
                de ser limitada. 
              Recordar 
                ese apotegma popperiano puede ser muy útil a la hora deslindar 
                campos. En el pensamiento político de Popper, creer que 
                una sociedad puede subsistir desregulándolo todo, y desmontando 
                cualquier tipo de norma en nombre de una supuesta libertad ácrata, 
                constituye una ingenuidad o una crueldad injustificable, con consecuencias 
                nefastas hacia los más desfavorecidos. Si el último 
                Popper se vincula a la causa de los críticos de la televisión 
                –bastante activos ya por entonces en Estados Unidos– 
                es, estrictamente, porque considera, coherentemente con el designio 
                que abarca toda su obra, que una sociedad de libertades no ha 
                de ser de ninguna manera insensible al desorden, a la violencia 
                y a la miseria moral, que para él la televisión 
                –como instrumento al servicio de una ideología potencialmente 
                totalitaria– propugna e incluso magnifica. 
              Sin 
                embargo, Popper era todo lo contrario tanto de un tecnófobo 
                como de un tecnófilo. Para él, el mundo de la cultura 
                se constituía, fundamentalmente, como un mundo de libros. 
                La tecnología muestra el poder del espíritu humano, 
                pero ese poder tanto puede dar de sí para el desarrollo 
                de la dignidad del hombre como para la esclavitud. En su discurso 
                de agradecimiento del Premio Internacional Catalunya (1989) después 
                de un extenso elogio del libro, en su párrafo final matizó: 
                
              No 
                quisiera acabar con libros aunque sean tan importantes para nuestra 
                civilización. Es más importante no olvidar que una 
                civilización se compone de hombres y mujeres individuales 
                civilizados, de individuos que quieren vivir una vida plena y 
                civilizada. Este es el objetivo al que los libros y nuestra civilización 
                han de contribuir y creo que ya lo hacen.
              Los 
                libros, como el arte y como las imágenes de la televisión, 
                son instrumentos; y su valoración ha de ser hecha en clave 
                moral: son buenos cuando ayudan a desarrollar las actitudes y 
                los valores que conducen a una sociedad abierta. Y devienen malos, 
                irremisiblemente, si impiden la mejora social, o si conducen a 
                falsear la realidad, a dogmatizar y a confundir sobre los objetos 
                de la vida moral. En este sentido, la consideración sobre 
                el arte que ofrece la obra popperiana es de raíz platónica: 
                arte y literatura (o en este caso: televisión) han de ser 
                considerados por su fuste moral. Todo hay que decirlo: Popper, 
                nacido en 1902, vivió siempre sin televisor en casa y se 
                enorgullecía de ello. Pero no estará de más 
                recordar que el año de su muerte (1994) fue el del definitivo 
                estallido público de Internet, hasta entonces básicamente 
                reducido al ámbito militar y académico, con lo que, 
                sencillamente, no pudo hacer ninguna mella en él la supuesta 
                emergencia de la sociedad comunicacional mundial que por aquel 
                entonces Internet parecía inaugurar. 
              Sería 
                tan fácil como falso reducir su protesta contra la televisión 
                al estéril lamento de un hombre de la “galaxia Gutemberg” 
                obligado a vivir en tiempos de “galaxia McLuhan”. 
                Si Popper dedicó ímprobos esfuerzos durante los 
                dos últimos años de su vida a denunciar la televisión 
                como instrumento antidemocrático no es por la cabezonería 
                del anciano que se siente ya incapaz de seguir la velocidad de 
                los cambios tecnocientíficos, sino –muy al contrario– 
                porque, siendo coherente con su comprensión del mundo, 
                la televisión se iba consolidando como una peligrosa herramienta 
                potencial contra la democracia. La televisión no es una 
                herramienta neutral, sino que destila ideología y, en este 
                sentido, debe ser controlada. El argumento popperiano contra la 
                televisión se sitúa en el contexto de una intuición 
                muy común en el pensamiento liberal: la de que ninguna 
                civilización puede subsistir en el desorden. En opinión 
                de Popper la televisión pone en peligro la civilización 
                porque instala el desorden y la violencia, es decir, los enemigos 
                más elementales del orden civilizador, en el comedor y 
                en la sala de estar de cada casa. Como dirá en su entrevista 
                “Against Television” para la RAI: 
              La 
                civilización es la lucha contra la violencia. Es progreso 
                civil, es lucha contra la violencia en nombre de la paz entre 
                las naciones, dentro de las naciones y, antes que nada, dentro 
                de nuestra casa. La televisión constituye una amenaza para 
                todo eso. 
              Para 
                el liberalismo, el criterio valorativo fundamental de una vida 
                digna –y por ende de un modelo de civilización– 
                no se halla ni en los libros, ni en la televisión, ni siquiera 
                en la tecnología, sino en la libertad de los humanos. Y 
                es eso mismo lo que, en su opinión, se ponía en 
                entredicho con una televisión sin regulación de 
                ningún tipo, donde finalmente la voz de unos pocos magnates 
                podía ahogar toda una sociedad. En unas líneas especialmente 
                lúcidas, Popper afirma: 
              No 
                deberíamos tener ningún poder político incontrolado 
                en una democracia. Ahora bien, ha sucedido que la televisión 
                se ha convertido en un poder político colosal, potencialmente, 
                se podría decir, en el más importante de todos, 
                como si fuese Dios mismo el que hablara. Y así será 
                si seguimos permitiendo el abuso. Se ha vuelto un poder demasiado 
                grande para la democracia. Ninguna democracia puede sobrevivir 
                si no se pone fin al abuso de este poder. 
              Para 
                valorar esa especie de última cruzada popperiana no estaría 
                de más recordar que históricamente –o si se 
                prefiere desde el último tercio del siglo XIX, con la aparición 
                de las rotativas y, con ellas, de los grandes periódicos 
                en Europa– el poder político había utilizado 
                la prensa y en general los medios de comunicación como 
                un instrumento para popularizar las ideas que cada grupo social 
                defendía. En definitiva, la prensa y la competencia entre 
                periódicos de orientación distinta, representaba 
                una garantía de la concurrencia democrática o, como 
                quería el tópico, se convertía en un “parlamento 
                de papel”. 
              Pero 
                desde mediados de los años ochenta del siglo XX, coincidiendo 
                con la posibilidad de disponer en Europa de cadenas de televisión 
                privadas, el modelo empezó quebrarse: la prensa y la televisión 
                dejaron de ser una herramienta más en el instrumental de 
                la democracia pluralista, para considerarse a sí mismas, 
                paulatinamente, como una finalidad “per se”: las creadoras 
                –y ya no un espejo– de la realidad social. Ello otorgaba 
                a los magnates de los medios una autonomía cada vez más 
                absoluta respeto al juego democrático. Potentes grupos 
                multimedia, muchas veces de muy dudosa viabilidad financiera, 
                se dedicaban a crear “imagen”, o a arropar políticos, 
                para conseguir a cambio beneficios al filo de la legalidad y de 
                difícil justificación. Incluso, dando un paso más, 
                los propios dirigentes de grupos empresariales de comunicación 
                se convertían directamente en actores políticos 
                con intereses propios, instrumentalizando la organización 
                mediática para facilitarse a sí mismos el acceso 
                al poder (caso de Berlusconi en Italia, o posteriormente de Bloomberg 
                en la alcaldía de Nueva York). 
              El 
                último combate de Karl Popper fue, así, una clara 
                reivindicación de la democracia liberal más tradicional, 
                al estilo que él la había defendido toda su vida, 
                como concurrencia de ideas, pero en el contexto de unos cambios 
                políticos que intuye, a la vez, significativos y muy peligrosos 
                para el liberalismo clásico, entendido como reivindicación 
                de la diferencia, de la libre competencia y de la crítica. 
                El mismo tono de denuncia que había usado contra el totalitarismo 
                político aparece en su crítica a la televisión 
                para proclamar que hay también un peligro intrínseco 
                de totalitarismo en una herramienta que, como es el caso de la 
                televisión privada, parece mantenerse exclusivamente del 
                mercado. Ya en su citada última conferencia en Barcelona, 
                Popper había recordado que: 
              El 
                uso incorrecto de la libertad acaba generando una reacción 
                contra la libertad y pone en peligro, por tanto, su misma existencia 
                continuada. 
              Lo 
                que en opinión de Popper está sucediendo en el mundo 
                es que la televisión sin control, y regida por la pura 
                “lucha por la audiencia” se convierte en una herramienta 
                al servicio del totalitarismo. Bajo una apariencia de empresa 
                privada se ventilan cuestiones de interés público; 
                pero no se permite ni la crítica ni el efectivo acceso 
                a ese instrumento de las diversas idea en condiciones de transparencia 
                y, por el contrario, se potencia la censura. Con el desarrollo 
                de nuevos monopolios (ahora privados) de televisión se 
                hace patente un uso perverso de la idea de libertad: el que pone 
                a los lobos a guardar las ovejas. La “ideología dogmática” 
                de la desregulación absoluta, no sólo no aumenta 
                la libertad sino que hace imposible el progreso moral. 
              Llegados 
                a este punto es necesario recordar que el pensamiento popperiano 
                es definido como un “racionalismo crítico”, 
                pero que en su obra el uso del concepto de “crítica” 
                tiene algo más que resonancias del marxismo que le fascinó 
                de joven. Como escribió Fred H. Eidlin, rememorando una 
                opinión que había mantenido Isaiah Berlin, “Popper 
                es el mejor marxista”. Para Sir Karl, como para Marx, criticar 
                es una labor fascinante en ella misma. La crítica constituye 
                el instrumento del progreso y, por lo tanto, significa lo mismo 
                que eliminar el error. Cuando Popper dice de algo que “merece 
                la crítica” hace exactamente un elogio: sólo 
                por la crítica progresa la ciencia. A diferencia del uso 
                vulgar del concepto, sinónimo de “destruir” 
                o “rechazar” (o de la idea kantiana de crítica 
                como construcción de un edificio para la razón), 
                Popper concibe la crítica como un instrumento de selección 
                y de mejora de las teorías, con valor provisional y con 
                un trasfondo moral. 
              En 
                este contexto, Popper ve en la televisión una herramienta 
                capaz de convertir en banal cualquier crítica y, precisamente 
                por ello, la sitúa en centro mismo del campo de los adversarios 
                de las sociedades abiertas. El argumento de Popper contra la televisión 
                podría formularse de una manera muy simple: o se opta por 
                la televisión o se opta por la crítica. Entre ambas 
                opciones no hay término medio. Llegados aquí, hay 
                que recordar que la sociedad abierta implica, además de 
                toda una panoplia de leyes y constituciones garantistas, dos convicciones 
                morales básicas, que han de ser compartidas y arraigadas 
                en el conjunto de la sociedad: la educación en la habilidad 
                de crítica y la erradicación de la violencia. Pues 
                bien, ambas cuestiones esenciales en el ámbito de los valores 
                son puestas en cuestión por la degradante prepotencia televisiva. 
                La misma necesidad de captar audiencia conlleva que:
              Las 
                estaciones televisivas para conservar su audiencia debían 
                producir cada vez más material de mala calidad, ordinario 
                y sensacionalista. El punto esencial es que el material sensacionalista 
                difícilmente es también bueno. 
              El 
                éxito en televisión se busca promocionando la estupidez 
                y lo fácil, inclusive a costa de promocionar nuevas formas 
                de superstición. Puestas así las cosas, la televisión 
                deja de ser instrumento educativo y pasa a hacer apología 
                de la violencia porque, sencillamente, la violencia “vende” 
                y amplia (¡pero no mejora!) la audiencia:
              Basta 
                con tomar el frasco de la pimienta e impregnar con su contenido 
                las transmisiones y con ello un responsable de televisión 
                puede pensar que todo está resuelto (...) 
              [A 
                través de la televisión] ... estamos educando a 
                nuestros niños para la violencia y si no hacemos algo, 
                la situación se deteriorará, porque las cosas se 
                dirigen siempre en la dirección que presenta menor resistencia. 
                
              Es 
                importante recordar que en el liberalismo, por lo menos desde 
                que Mill teorizó sobre el utilitarismo de las reglas, en 
                contraposición al utilitarismo de los actos benthamiano, 
                el puro acto de desear algo no convierte, sin más, ese 
                “algo” en moralmente bueno. Precisamente una de las 
                ideas centrales de John Stuart Mill, fue la de que no debe confundirse 
                jamás “felicidad” con “satisfacción”. 
                Constituye, pues, una falacia afirmar que la televisión: 
                “ofrece lo que la gente quiere”, como afirman muchos 
                programadores televisivos. No es democrático “dar 
                basura” con la excusa de que alguien la pida, sino que, 
                muy al contrario, lo democrático consiste en dar razones, 
                en ofrecer diversidad y en aumentar la educación, entendida 
                como posibilidad de conocer para elegir en libertad. En su texto 
                póstumo, Popper no deja de recordar el debate que mantuvo 
                en su momento “con el responsable de una televisión 
                [alemana] que acudió a escucharme, junto con alguno de 
                sus colaboradores”. Vale la pena leer el fragmento: 
              La 
                discusión que sostuve con él fue en realidad increíble: 
                pensaba que sus tesis estaban sostenidas por las “razones 
                de la democracia”, y se consideraba obligado a ir en la 
                dirección que sentía como la única que se 
                hallaba en posibilidad de comprender, en la dirección que 
                creía “la más popular”. Ahora bien, 
                no hay nada en la democracia que justifique las tesis de ese jefe 
                de la televisión, según el cual el hecho de ofrecer 
                transmisiones a niveles cada vez peores desde el punto de vista 
                educativo correspondía a los principios de la democracia 
                “porque la gente lo quiere”. ¡De esta manera, 
                nos veríamos obligados a ir todos al diablo! (...) Al contrario, 
                la democracia siempre ha procurado elevar el nivel de la educación; 
                es ésta una vieja, tradicional, aspiración. Las 
                ideas de ese señor no corresponden para nada a la idea 
                de democracia, que ha sido y es la de acrecentar la educación 
                general, ofreciendo a todos oportunidades cada vez mejores. 
              La 
                “falacia de la audiencia” es obvia: cuando no hay 
                posibilidad real de escoger entre opciones televisivas realmente 
                distintas, falta la condición primordial para que pueda 
                considerarse seriamente que el criterio de audiencia es democrático. 
                Además la democracia es un criterio procedimental y cualitativo. 
                Cuando no hay transparencia en los procedimientos y se reduce 
                lo democrático a lo puramente cuantitativo, no tiene estrictamente 
                sentido hablar de democracia, por lo menos en la acepción 
                liberal del término. Popper, pues, culmina su obra política 
                en un ejercicio de lucidez, identificando a los nuevos enemigos 
                de la sociedad abierta, que ya no son los hegelianos historicistas, 
                sino quienes desde una comprensión unilateral del liberalismo 
                confunden la democracia con la pura desregulación del mercado, 
                que no deja de ser una de las estrategias de la política, 
                pero que en ningún caso constituye la finalidad o el objetivo 
                del pensamiento liberal. 
              Su 
                propuesta alternativa es simple: la televisión necesita 
                del control democrático y la forma de lograrlo sería 
                exactamente la misma que existe ya en otros ámbitos como, 
                por ejemplo los médicos, es decir, el control interno sobre 
                los profesionales obligados a cumplir con reglas claras y tajantes 
                de ética profesional. Hay que exigir que sean los mismos 
                profesionales quienes regulen la profesión con una normativa 
                ética de obligado cumplimiento. En la entrevista “Against 
                Television” lo formula así: 
              Para 
                tener la licencia que permitiese trabajar en televisión 
                sería necesario haber superado con éxito un examen 
                y haber prestado juramento, del mismo modo que los médicos 
                obtienen una licencia para trabajar en un hospital. 
              En 
                el último artículo, Popper concreta algo más 
                su propuesta: en el examen para obtener licencia de expendedor 
                televisivo será necesario que: 
              Los 
                candidatos demuestren no sólo el haber aprendido la materia, 
                sino también estar conscientes de su responsabilidad educativa 
                en lo que respecta a la audiencia. Y deberán prometer mantenerse 
                fieles a esta responsabilidad, obrando en consecuencia. Quien 
                realice televisión deberá saber bien cuáles 
                son las cosas que se han de evitar y cómo impedir que su 
                actividad tenga consecuencias antieducativas. 
              La 
                propuesta popperiana no hace, pues, referencia al control sobre 
                las empresas mediáticas, sino a las condiciones de acceso 
                de los profesionales (incluyendo técnicos y camarógrafos) 
                cuya labor se desarrollará en las corporaciones televisivas. 
                En definitiva, la libre empresa, en la que Popper siempre creyó, 
                puede ser también un instrumento para luchar contra el 
                embrutecimiento del medio, y resulta infinitamente mejor que cualquier 
                monopolio, en la medida que sea posible realizar una televisión 
                “limpia”. El control de la televisión, como 
                siempre en Popper, no se plantea en el ámbito de estructuras, 
                elementos puramente ideales y sin responsables conocidos, sino 
                en el ámbito de los individuos con responsabilidades personales 
                claras. 
              El 
                problema de la sociedad de la información, y Popper supo 
                verlo claramente a sus 92 años, es el de la brecha entra 
                las posibilidades tecnológicas, cuyo uso también 
                podría ser potencialmente liberador, y el desarrollo de 
                estrategias antidemocráticas para su control político. 
                La televisión puede ser así el instrumento que pervierta 
                desde dentro las sociedades abiertas, confundiendo deliberadamente 
                en las mentes de los individuos “satisfacción” 
                con “felicidad”. No discutiremos aquí el tema, 
                más arduo, del valor de verdad de la crítica popperiana 
                a la televisión, en lo que hace referencia a la extensión 
                deliberada de herramientas psicológicas para inducir comportamientos 
                de fascinación –y no sólo de violencia o de 
                sexualidad–, donde seguramente actúan mecanismos 
                psicológicos que van más allá de lo político. 
                El complejo mundo del deseo ha encontrado en la televisión 
                un campo que hoy no cabe definir sólo con un instrumental 
                conceptual popperiano. Seguramente Konrad Lorenz, buen amigo de 
                infancia y condiscípulo de Popper, hubiese añadido 
                algo sobre el “imprinting” de la televisión, 
                no tan lejano al mecanismo que él estudió en las 
                ocas y los gansos. Pero, valgan lo que valgan las propuestas del 
                último Popper, no se podrá decir que el mejor pensador 
                liberal del siglo XX no nos advirtió sobre los nuevos peligros 
                totalitarios de la sociedad de la imagen, que en el decenio posterior 
                a su muerte se han ido haciendo cada vez más obvios y siniestros.