Conferencia
pronunciada en el Departament de Filosofia de la Universitat de
València
(16 octubre 1991)
Conectando
con los trabajos de Frank Michelman, profesor de Teoría
del Estado en la Universidad de Harvard, voy a comparar la comprensión
liberal con la comprensión republicana de la política
y partiendo de una crítica al tipo de renovación
del “republicanismo” que representa Frank Michelman,
desarrollaré un concepto procedimental de política
deliberativa. El esquema de mi exposición será el
siguiente
I.-
Modelo republicano de la democracia versus modelo liberal de la
democracia.
a)
Conceptos de ciudadano
b) Conceptos de Derecho
c) Naturaleza del proceso político
II.-
Una alternativa
a)
Contra un estrechamiento ético de los discursos políticos
b) Comparación de los tres modelos
I
La
diferencia decisiva consiste en la comprensión del papel
del proceso democrático. Según la concepción
liberal, este proceso democrático cumple la tarea de programar
al Estado en interés de la sociedad, entendiéndose
al Estado como el aparato de la administración pública
y a la sociedad como el sistema del tráfico de las personas
privadas y de su trabajo social, estructurado en términos
de economía de mercado. La política (en el sentido
de la formación de la voluntad política de los ciudadanos)
tiene la función de agavillar y hacer valer los intereses
sociales privados frente a un aparato estatal que se especializa
en el empleo administrativo del poder político para conseguir
fines colectivos. Según la concepción republicana,
la política no se agota en tal función de mediación;
sino que es un elemento constitutivo del proceso social en su
conjunto. La política es entendida como forma de reflexión
de una trama de vida ética (en el sentido de Hegel). Constituye
el medio en el que los miembros de comunidades solidarias de carácter
cuasi-natural se tornan conscientes de su recíproca dependencia,
y prosiguen y configuran con voluntad y conciencia, transformándolas
en una asociación de ciudadanos libres e iguales, esas
relaciones de reconocimiento recíproco con que se encuentran.
Con ello la arquitectónica liberal del Estado y sociedad
sufre un importante cambio: junto con la instancia de regulación
jerárquica que representa la jurisdicción del Estado
y la instancia de regulación descentralizada que representa
el mercado, es decir, junto al poder administrativo y al interés
privado, aparece la solidaridad como una tercera fuente de integración
social. Esta formación de la voluntad política de
tipo horizontal, orientada hacia el entendimiento o hacia un consenso
alcanzado argumentativamente, habría de gozar incluso de
primacía, tanto si se considera las cosas genéticamente,
como si se la considera desde un punto de vista normativo. Para
la práctica de la autodeterminación ciudadana se
supone una base social autónoma, independiente tanto de
la administración pública como del tráfico
económico privado, que protegería a la comunicación
política de quedar absorbida por el aparato estatal o de
quedar asimilada a la estructura del mercado. En la concepción
republicana, el espacio público político y la sociedad
civil (como infraestructura de ese espacio público) cobran
un significado estratégico; tienen la función de
asegurar a la práctica del entendimiento entre los ciudadanos
su fuerza integradora y su autonomía. Con esta desconexión
de la comunicación política respecto de la sociedad
económica se corresponde una reconexión del poder
administrativo con el poder comunicativo que dimana de la formación
política de la opinión y la voluntad común.
Voy
a señalar algunas consecuencias que, para la valoración
del proceso político, se siguen de estos dos planteamientos
que compiten entre sí.
a.-
En primer lugar son distintos los respectivos conceptos de ciudadano.
Conforme a la concepción liberal, el status de los ciudadanos
viene definido por los derechos subjetivos que los ciudadanos
tienen frente al Estado y a los demás ciudadanos. Como
portadores de derechos subjetivos los ciudadanos gozan de la protección
del Estado mientras persiguen sus intereses privados dentro de
los límites trazados por las leyes. Los derechos subjetivos
son derechos negativos que garantizan un ámbito de opción
dentro del cual las personas jurídicas quedan libres de
coacciones externas. Los derechos políticos tienen la misma
estructura. Dan a los ciudadanos la posibilidad de hacer valer
sus intereses privados de modo que éstos puedan al cabo
(a través de las elecciones, de la composición del
Parlamento y del gobierno) agregarse con otros ingresos privados
hasta formar una voluntad política que sea capaz de ejercer
una efectiva influencia sobre la administración. De esta
forma los ciudadanos, en su papel de ciudadanos políticos,
pueden controlar si el poder del Estado se ejerce en interés
de los ciudadanos como personas privadas.
Conforme
a la concepción republicana, en cambio, el status de ciudadano
no viene definido por este esquema de libertades negativas de
las que los ciudadanos pueden hacer uso como personas privadas.
Los derechos ciudadanos, entre los que sobresalen los derechos
de participación y comunicación política,
son más bien concepciones positivas. No garantizan la libertad
respecto de coerciones externas, sino la participación
en una práctica común, cuyo ejercicio es lo que
permite a los ciudadanos convertirse en aquello que quieren ser,
en sujetos políticamente responsables de una comunidad
de libres e iguales. En este aspecto el proceso político
no sólo sirve al control de la actividad del Estado por
ciudadanos que en el ejercicio de sus derechos privados y de sus
libertades prepoliticas han alcanzado ya una autonomía
previa. Tampoco cumple una función de bisagra entre el
Estado y la sociedad, ya que el poder democrático del Estado
no representa ningún poder originario. Ese poder procede
más bien del poder comunicativamente generado en la práctica
de la autodeterminación de los ciudadanos y se legitima
si, y porque, por vía de institucionalización de
la libertad pública, protege esa práctica. La justificación
de la existencia del Estado no radica primariamente en la protección
de iguales derechos subjetivos privados, sino en que garantiza
un proceso inclusivo de formación de la opinión
y la voluntad políticas, en el que los ciudadanos libres
e iguales se entienden acerca de qué fines y normas redundan
en interés común de todos. Con esto a los ciudadanos
republicanos parece estárseles pidiendo bastante más
que una mera orientación por sus intereses privados.
b.-
La polémica contra el concepto básico de persona
jurídica como portadora de derechos subjetivos encierra
en el fondo una controversia acerca del concepto mismo de Derecho.
Mientras que conforme a la concepción liberal el sentido
de un orden jurídico consiste en que ese orden permite
decidir en cada caso particular qué derechos asisten a
qué individuos, estos derechos subjetivos se deben, según
la concepción republicana, a un orden jurídico objetivo
que posibilita, a la vez que garantiza, la integridad de una convivencia
basada en la igualdad, la autonomía y el respeto recíproco.
En el primer caso el orden jurídico se construye a partir
de los derechos subjetivos, en el segundo se concede primacía
al contenido objetivo que ese orden jurídico tiene. Ciertamente,
ninguno de estos dos conceptos dicotomizadores hace justicia al
contenido intersubjetivo de derechos que exigen el recíproco
respeto y observancia de derechos y deberes en unas relaciones
de reconocimiento de carácter simétrico. Pero en
todo caso la concepción republicana sí que resulta
afín a un concepto de derecho (va a ser el que después
quiero defender) que otorgue a la integridad del individuo y a
sus libertades subjetivas el mismo peso que a la integridad de
la comunidad en que los individuos puedan empezar reconociéndose
recíprocamente como individuos a la vez que como miembros
de esa comunidad. Pues la concepción republicana liga la
legitimidad de la ley al procedimiento democrático de la
génesis de esa ley, estableciendo así una conexión
interna entre la práctica de la autodeterminación
del pueblo y el imperio personal de las leyes.
El
derecho de voto interpretado como libertad positiva se convierte
en paradigma de los derechos en general, so sólo porque
ese derecho es condición sine qua non de la autodeterminación
política, sino porque en él queda claro cómo
la inclusión en una comunidad de iguales depende de que
los individuos estén capacitados para hacer aportaciones
autónomas y para posicionarse como consideren más
oportuno.
c.-
Estas distintas conceptualizaciones del papel de ciudadano y del
derecho son expresión de un desacuerdo mucho más
profundo sobre la naturaleza del proceso político. Conforme
a la concepción liberal, la política es en esencia
una lucha por posiciones que aseguran la capacidad de disponer
de poder administrativo. El proceso de formación de la
opinión y la voluntad políticas en el espacio de
la opinión pública y en el Parlamento viene determinado
por la competición entre actores colectivos que actúan
estratégicamente con el fin de conservar sus posiciones
de poder o hacerse con tales posiciones. El éxito se mide
por el asentimiento de los ciudadanos a personas y programas,
cuantificado por el número de votos obtenidos en las elecciones.
Con sus votos los electores expresan sus preferencias. Sus decisiones
de voto tienen la misma estructura que los actos de elección
de quienes participan en un mercado orientándose a obtener
el mayor provecho posible. Esos votos representan algo así
como una licencia para ocupar posiciones de poder, que los partidos
políticos se disputan adoptando así mismo una actitud
de orientación al éxito. El input de votos y el
output de poder responden al mismo modelo de acción estratégica:
“A diferencia de la deliberación, la interacción
estratégica tiene por fin la coordinación más
que la cooperación. En último análisis, lo
que exige de la gente es no considerar otro interés que
el propio de cada uno”.
Conforme
a la concepción republicana la formación de la opinión
y la voluntad común en el espacio público y en el
Parlamento no obedece a las estructuras de los procesos de mercado,
sino que tiene sus propias estructuras específicas, a saber,
las estructuras de una comunicación publica orientada al
entendimiento. El paradigma de la política en el sentido
de una práctica de la autodeterminación ciudadana
no es el mercado sino el diálogo: “Una concepción
dialógica entiende la política como un proceso de
razón y no exclusivamente de voluntad, de persuasión
argumentativa y no exclusivamente de poder, dirigido hacia la
consecución de un acuerdo relativo a una forma buena o
justa, o por lo menos aceptable, de ordenar aquellos aspectos
de la vida que se refieren a las relaciones sociales de las personas
y a la naturaleza social de las personas”. Desde este punto
de vista, entre el poder comunicativo que, en forma de opiniones
mayoritarias discursivamente formadas, surge de la comunicación
política, y el poder administrativo, del que dispone el
aparato estatal, se da una diferencia estructural. También
los partidos, que luchan por acceder a las posiciones estatales
de poder, se ven en cierto modo en la necesidad de someterse al
estilo deliberativo y al sentido específico de los discursos
políticos. Precisamente por eso, la disputa de opiniones
sostenida en el terreno de la política tiene fuerza legitimadora
no sólo en el sentido de una autorización para ocupar
posiciones de poder y para pasar a la lucha para conservar y acrecentar
ese poder; sino que ese discurso político, que se desarrolla
sin solución de continuidad, tiene también la capacidad
de ligar la forma de ejercer el dominio político. El poder
administrativo sólo puede emplearse sobre la base de las
políticas que surgen del proceso democrático y el
marco de las leyes que surgen también de ese proceso.
II
Hasta
aquí la comparación entre los dos modelos de democracia
que hoy, sobretodo en Estados Unidos, dominan la discusión
entre los “comunitaristas” y los “liberales”.
El modelo republicano tiene ventajas y desventajas. La ventaja
la veo en que se atiende al sentido demócrata-radical de
una autoorganización de la sociedad por ciudadanos unidos
comunicativamente y en que no sólo hace derivar los intereses
privados contrapuestos de un "deal” entre intereses
privados contrapuestos. La desventaja la veo en que es demasiado
idealista y en que hace depender el proceso democrático
de las virtudes de ciudadanos orientados al bien común.
Pero la política no se compone sólo, y ni siquiera
primariamente, de cuestiones relativas a la autocomprensión
ética de los grupos sociales. El error consiste en un estrechamiento
ético de los discursos políticos, es decir, en una
restricción casi monográfica de los discursos políticos
a temas de identidad colectiva, o a temas relacionados con la
autocomprensión de un colectivo.
a.-
Ciertamente, los discursos de autoentendimiento, en los que quienes
participan de ellos tratan de aclararse acerca de cómo
entenderse a sí mismos como miembros de una determinada
nación, como miembros de un municipio o un Estado, como
habitantes de una determinada región, etc., acerca de qué
tradiciones proseguir, de cómo tratarse mutuamente, de
cómo tratar a las minorías y a los grupos marginales,
acerca de en qué tipo de sociedad quieren vivir, constituyen
una parte muy importante de la política. Pero en situaciones
de pluralismo cultural y social, que son las habituales en medios
como los nuestros, tras las metas políticamente relevantes
se esconden a menudo intereses y orientaciones valorativas que
de ningún modo pueden considerarse constitutivos de la
identidad de la comunidad en su conjunto, es decir, del conjunto
de una forma de vida intersubjetivamente compartida. Estos intereses
contrapuestos y orientaciones valorativas contrapuestas, que entran
en conflicto sin perspectivas de alcanzar un consenso, han de
menester de una ponderación, equilibrio o compromiso que
no puede alcanzarse mediante discursos éticos en caso de
que los resultados de éstos se sujeten (o puedan sujetarse)
a la condición de no vulnerar valores básicos de
una cultura, sobre los que no hay consenso.
Esta
ponderación, equilibrio y transacción entre intereses
se efectúa en forma de compromisos entre los partidos,
que se apoyan para ello en sus respectivos potenciales de poder
y potenciales de sanción. Las negociaciones de este tipo
presuponen, ciertamente, disponibilidad a la cooperación
es decir, la voluntad de, respetando las reglas de juego, llegar
a resultados que puedan ser aceptados por todas las partes, aunque
sea por razones distintas. Pero la obtención de compromisos
no se efectúan en forma de un discurso racional que neutralice
el poder y excluya la acción estratégica. Ello no
obstante, la “fairness” de los compromisos sí
que se mide por condiciones y procedimientos que, por su parte,
han menester de una justificación racional (normativa)
desde el punto de vista de si son justos o no. A diferencia de
las cuestiones éticas, las cuestiones de justicia no están
referidas de por sí a un determinado colectivo. Pues, para
ser legítimo, el derecho políticamente establecido
tiene al menos que guardar conformidad con principios morales
que pretenden validez general por encima de una comunidad jurídica
concreta.
El
concepto de política deliberativa sólo cobra una
referencia empírica cuando tenemos en cuenta toda esta
pluralidad de formas de comunicación en las que puede formarse
una voluntad común, no sólo por la vía del
autoentendimiento ético, sino también mediante la
ponderación y el equilibrio de intereses y mediante transacciones
y compromisos, mediante elección racional de los medios
con vistas a un fin, mediante justificaciones morales y mediante
comprobaciones de que se es jurídicamente coherente. Así,
esos dos tipos de política que Michelman opone en términos
típico-ideales, pueden contraponerse y complementarse de
forma racional. La política dialógica y la política
instrumental pueden entrelazarse en el medio que representan las
deliberaciones, si están suficientemente institucionalizadas
las correspondientes formas de comunicación. Por tanto,
todo viene a girar entorno a las condiciones de comunicación
y a los procedimientos que otorgan a la formación institucionalizada
de la opinión y la voluntad política su fuerza legitimadora.
El tercer modelo de democracia, que yo quisiera proponer, se apoya
precisamente en las condiciones de comunicación bajo las
que el proceso político puede tener a su favor la presunción
de generar resultados racionales porque se efectúa en toda
su extensión en el modo y estilo de la política
deliberativa.
b.-
Si convertimos el concepto procedimental de política deliberativa
en el núcleo normativo de una teoría de la democracia,
resultan diferencias tanto respecto de la concepción republicana
del Estado como una comunidad ética, como respecto de la
concepción liberal del Estado como protector de una sociedad
centrada en la economía. En la comparación de los
tres modelos parto de la dimensión de la política
que nos ha ocupado hasta ahora, a saber: del proceso de formación
democrática de la opinión y la voluntad común,
que se basa en procesos informales de deliberación, en
procesos electorales y en resoluciones parlamentarias. Conforme
a la concepción liberal ese proceso tiene lugar en forma
de compromisos entre intereses. Conforme a la concepción
republicana, en cambio, la formación democrática
de la voluntad común se efectúa en forma de una
autocomprensión ética; conforme a este modelo, la
deliberación, en lo que a su contenido se refiere, puede
apoyarse en un consenso de fondo entre los ciudadanos que se basa
en la común pertenencia a una misma cultura y que se renueva
en los rituales en que se hace memoria de algo así como
de un acto de fundación republicana. La teoría del
discurso toma elementos de ambas partes y los integra en el concepto
de un procedimiento ideal para la deliberación y la toma
de resoluciones. Este procedimiento democrático establece
una interna conexión entre negociaciones, discursos de
autoentendimiento y discursos relativos a cuestiones de justicia,
es decir, entre tres formas distintas de comunicación,
cada una de las cuales tiene su propia lógica, y sirve
de base a la presunción de que bajo tales condiciones se
obtienen resultados racionales, o fair. Con ello, la razón
práctica efectúa, por así decir, una operación
de repliegue desde la idea de derechos universales del hombre
(liberalismo) o desde la eticidad concreta de una determinada
comunidad (comunitarismo) para quedar situada ahora en aquellas
reglas de discurso y formas de argumentación que no toman
su contenido normativo sino de la propia “base de validez”
de la acción orientada al entendimiento y, por tanto, en
última instancia, de la propia estructura de la comunicación
lingüística.
Con
estas descripciones estructurales del proceso democrático
quedan establecidos los puntos de referencia básicos para
una conceptualización normativa del Estado y la sociedad.
Se supone simplemente una administración pública
del tipo de la que se formó a principios del mundo moderno
con el sistema de Estados europeos y se desarrolló mediante
el entrelazamiento funcional del Estado con la economía
capitalista. Según la concepción republicana, la
formación de la opinión y la voluntad políticas
de los ciudadanos constituye el medio a través del cual
se constituye la sociedad como un todo estructurado políticamente.
La sociedad se centra en el Estado; pues en la práctica
de la autodeterminación política de los ciudadanos
la comunidad se torna consciente de sí como totalidad y,
a través de la voluntad colectiva de los ciudadanos, opera
reflexivamente sobre sí misma. La democracia es sinónima
de autoorganización política de la sociedad. Resultado
de ello es una comprensión de la política polémicamente
dirigida contra el aparato estatal. En los escritos políticos
de Hannah Arendt puede verse bien la dirección de choque
de la argumentación republicana: contra el privatismo ciudadano
de una población despolitizada, y contra la “producción”
de legitimación por parte de unos partidos emigrados al
aparato estatal habría que revitalizar la esfera de la
opinión pública política hasta el punto de
que unos ciudadanos regenerados en su papel de tales pudiesen
(de nuevo) apropiarse, en forma de una autoadministración
descentralizada, el poder del Estado burocráticamente autonomizado.
Según
la concepción liberal, esta separación del aparato
estatal respecto de la sociedad no puede eliminarse, sino que
a lo sumo puede quedar mediada por el proceso democrático.
Las débiles connotaciones normativas que comporta la idea
de un equilibrio de poder e intereses necesitan en todo caso del
complemento que representa el Estado de derecho. La formación
democrática de la voluntad común de ciudadanos atentos
sólo a sus propios intereses, que en el modelo liberal
es entendida en términos minimalistas, sólo puede
ser un elemento dentro de una constitución que ha de disciplinar
al poder de Estado mediante dispositivos de tipo normativo (cuales
son los derechos fundamentales, la división de poderes
y la vinculación de la administración a la ley)
y que a través de la competición entre partidos
políticos, por un lado, y entre el gobierno y la oposición,
por otro, ha de moverlo a tener adecuadamente en cuenta los intereses
sociales y las orientaciones valorativas de la sociedad. Esta
comprensión de la política, centrada en el Estado,
puede renunciar a un supuesto poco realista, a saber: el de que
los ciudadanos en su conjunto sean capaces de acción colectiva.
No se orienta por el input de una formación racional de
la voluntad política, sino por el output de un éxito
en el balance de rendimientos de la actividad estatal. La dirección
de choque de la argumentación liberal tiene como blanco
el potencial perturbador de un poder del Estado que puede estorbar
y desarticular el tráfico social autónomo de las
personas privadas. El eje del modelo liberal no es la autodeterminación
democrática de los ciudadanos deliberantes, sino la “normalización”
(en términos de Estado de derecho) de una sociedad centrada
en la economía, que a través de la satisfacción
de las expectativas de felicidad (siempre de carácter privado)
de ciudadanos activos habría de garantizar un bien común
entendido en términos apolíticos.
La
teoría del discurso, que asocia al proceso democrático
connotaciones normativas más fuertes que el modelo liberal,
pero más débiles que el modelo republicano, toma
elementos de ambas partes y los articula de una forma distinta
y nueva. Coincidiendo con el modelo republicano, concede un puesto
central al proceso político de formación de la opinión
y de la voluntad común, pero sin entender como algo secundario
su estructuración en términos de Estado de derecho;
más bien, entiende los derechos fundamentales y los principios
de Estado de derecho como una respuesta consecuente a la cuestión
de cómo pueden implementarse los exigentes presupuestos
comunicativos del procedimiento democrático. La teoría
del discurso no hace depender la realización de una política
deliberativa de una ciudadanía colectivamente capaz de
acción, sino de la institucionalización de los procedimientos
correspondientes. Ya no opera con el concepto de un todo social
centrado en el Estado, que pudiésemos representárnoslo
como un sujeto en gran formato capaz de actuar orientándose
a un fin. Tampoco localiza a ese todo en un sistema de normas
constitucionales que regulen de forma inconsciente y más
o menos automática el equilibrio del poder y el compromiso
de intereses conforme al modelo del tráfico mercantil.
Se despide sin más de las “figuras de pensamiento”
de la filosofía de la conciencia, que, en cierto modo,
invitan a atribuir la práctica de la autodeterminación
de los ciudadanos, es decir, la práctica autónoma
de los ciudadanos, a un sujeto global, o a referir directamente
el imperio anónimo de la ley a sujetos particulares que
compiten entre sí. En el prime caso, la ciudadanía,
es decir, el conjunto de los ciudadanos, es considerado como un
actor colectivo, en el que todo tiene su lugar de reflexión
y que actúa en el lugar de ese todo o representando a ese
todo; en el otro, los actores particulares operan como variables
independientes en los procesos de poder, los cuales discurren
de forma ciega, porque allende los actos de elección individual
no puede haber decisiones colectivas tomadas de forma consciente,
a no ser en un sentido simplemente metafórico. La teoría
del discurso, por el contrario, cuenta con la intersubjetividad
de orden superior que representan procesos de entendimiento que
se efectúan en la forma institucionalizada de deliberaciones
en las corporaciones parlamentarias o en la red de comunicaciones
de los espacios públicos políticos. Estas comunicaciones
“exentas de sujeto” o que no cabe atribuir a ningún
sujeto global, constituyen campos en los que puede tener lugar
una formación más o menos racional de la opinión
y la voluntad acerca de temas relevantes para la sociedad global
y de materias necesitadas de regulación. La formación
informal de la opinión desemboca en decisiones electorales
institucionalizadas y en resoluciones legislativas y en resoluciones
legislativas por las que el poder generado comunicativamente se
transforma en un poder empleable en términos administrativos.
Al igual que en el modelo liberal, también en la teoría
del discurso se respetan los límites entre el Estado y
la sociedad; pero aquí la sociedad civil, en tanto que
base social de espacios públicos autónomos, se distingue
tanto del sistema de acción económica como de la
administración pública. Y de esta comprensión
de la democracia se sigue normativamente la exigencia de un desplazamiento
del centro de gravedad en la relación entre los tres tipos
de recursos que para las sociedades modernas representan los recursos
que son el dinero, el poder administrativo y la solidaridad, a
los que nuestras sociedades tienen que recurrir para satisfacer
sus necesidades de integración normativa y de regulación
sistémica. Las implicaciones normativas saltan a la vista:
la fuerza de la integración social que tiene la solidaridad,
solidaridad que ya no cabe extraer sólo de la fuente que
representa la interacción directamente comunicativa, habría
de poder desarrollarse a lo largo y ancho de espacios públicos
autónomos ampliamente diversificados y de procedimientos
de formación democrática de la opinión y
la voluntad política, jurídicamente institucionalizados
en términos de Estado de derecho, y habría de poder
afirmarse también frente y contra los otros dos poderes,
es decir, frente al dinero y al poder administrativo.
Jürgen
HABERMAS
Universidad
de Francfort.
(Traducción
castellana de Manuel Giménez Redondo)
CONFERENCIA
PRONUNCIADA EN EL DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSITAT
DE VALÈNCIA, EL DÍA 16 DE OCTUBRE DE 1991
©
Ediciones Episteme, S.L. Col. Eutopías – Instrumentos
de Trabajo, vol. 43
València, 1994