Friedrich A. Hayek (1899-1992)

 

 

LIBERALISMO


–Fragmentos –

 

Escrito en 1973 para la «Enciclopedia del Novecento» (Italia) y publicado en 1978


1.- Introducción


Las distintas acepciones del término liberalismo

El término “liberalismo” se usa hoy con una variedad de significados que poco tienen en común aparte de designar una apertura hacia ideas nuevas, entre ellas algunas directamente contrarias a las que, en el siglo XIX y principios del XX, se designaban con esta palabra. Aquí nos ocuparemos únicamente de aquella vasta corriente de ideales políticos que en el mencionado periodo constituyó –bajo el nombre de liberalismo– una de las fuerzas intelectuales más influyentes que rigieron el desenvolvimiento de los acontecimientos en Europa occidental y central. Este movimiento, sin embargo, tiene dos orígenes muy diferentes, y las dos tradiciones que de ellos se derivan, aunque combinadas en distinta medida, han coexistido únicamente en relaciones de convivencia muy difíciles, por lo que es preciso mantenerlas cuidadosamente separadas para poder entender el desarrollo del movimiento liberal.

La primera tradición, mucho más antigua que el término “liberalismo”, hunde sus raíces en la antigüedad clásica, y sólo en la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo siguiente revistió su forma moderna, como conjunto de los principios políticos de los whigs ingleses, dando origen al modelo de instituciones políticas al que, por lo general, se conformó el liberalismo europeo del siglo XIX. En efecto, fue aquella libertad individual que un «gobierno sometido a la ley» había asegurado a los ciudadanos de Gran Bretaña, la que inspiró el movimiento a favor de la libertad en los países del continente, en los que el absolutismo había destruido en gran parte las libertades medievales que, por el contrario, se habían conservado ampliamente en Inglaterra. En el continente, esas instituciones se interpretaron a la luz de una orientación racionalista o constructivista que postulaba una reconstrucción intencionada de las sociedades en su conjunto según principios racionales. Este planteamiento tenía su origen en la filosofía racionalista, elaborada sobretodo por Descartes (pero también por Hobbes en Inglaterra), y alcanzó el punto culminante de su influencia en el siglo XVIII, a través de las obras de los filósofos de la Ilustración francesa, Voltaire y Rousseau fueron las dos figuras más eminentes del movimiento intelectual que culminó en la Revolución francesa y que inspiró el liberalismo continental de tipo constructivista. El núcleo de este movimiento no estaba formado, como en la tradición inglesa, por una doctrina política rigurosamente definida, sino por una actitud mental general, por la reivindicación de la emancipación de todo prejuicio y de toda creencia que no pudiera justificarse racionalmente, así como por la liberación respecto a la autoridad de «curas y reyes». Su mejor formulación sigue siendo probablemente la de Spinoza, según el cual: «un hombre libre es aquel que vive sólo según los dictados de la razón».

Estos dos filones intelectuales (que constituyeron los principales elementos de lo que en el siglo XIX se llamaría liberalismo) coincidían en algunos postulados esenciales –como la libertad de pensamiento, de palabra y de prensa– en medida suficiente para justificar una oposición común contra las concepciones conservadoras y autoritarias, y por lo tanto para presentarse como partes de un único movimiento. La mayoría de sus partidarios profesaba, además, algún tipo de creencia en la libertad de acción del individuo y en alguna especie de igualdad de todos los hombres. Pero un análisis más detenido pone de relieve cómo la coincidencia era en parte meramente verbal, ya que los términos clave –“libertad” e “igualdad”– se empleaban en acepciones diferentes. En efecto, para la más antigua tradición inglesa, el valor supremo radicaba en la libertad individual, entendida como protección mediante la ley contra toda forma de coacción arbitraria, mientras que en la tradición continental se destacaba sobretodo la reivindicación del derecho que todo grupo tiene a determinar su propia forma de gobierno. Lo cual no tardó en llevar a asociar –e incluso a identificar– el movimiento liberal continental con el movimiento a favor de la democracia, que afrontaba un dilema distinto al que había sido central en la tradición liberal de tipo inglés.

Este manojo de ideas, que sólo a lo largo del siglo XIX se conoció como liberalismo, en su periodo de formación no fue aún designado de este modo. El adjetivo “liberal” fue asumiendo gradualmente su connotación política durante la última parte del siglo XVIII, cuando fue ocasionalmente empleado, por ejemplo por Adam Smith, en expresiones como «proyecto liberal de igualdad, de libertad y de justicia». Como denominación de un movimiento político el término “liberalismo” hizo su aparición sólo a principios del siglo siguiente, cuando fue empleado por el partido español de los liberales y, poco después, cuando fue adoptado como denominación de partido en Francia. En Inglaterra este uso del término liberalismo apareció sólo después de la unificación de whigs y radicales en un único partido, que a partir de los años cuarenta fue conocido como Partido Liberal. Y como los radicales se inspiraban en gran medida en la que hemos designado como tradición continental, también el Partido Liberal inglés, en la época de su máxima influencia, hizo suyas ambas tradiciones arriba mencionadas.

A la luz de todo esto, sería erróneo calificar como “liberal” exclusivamente a una u otra de estas dos diferentes tradiciones. Estas se han designado a veces como de tipo “inglés”, “clásico” o “evolucionista”, o bien como de tipo “continental” o “constructivista”. En la siguiente reseña histórica examinaremos ambos tipos. Sin embargo, como tan sólo del primero del primero se ha derivado una doctrina política definida, el capítulo siguiente, dedicado a trazar una exposición teórica sistemática, deberá concentrarse sobre el mismo.

Conviene señalar que los Estados Unidos jamás conocieron un movimiento liberal comparable al que se difundió a lo largo del siglo XIX en la mayor parte de los países europeos, donde tuvo que competir con los más jóvenes movimientos nacionalista y socialista. En Europa su influencia llegó al máximo en el decenio entre 1870 y 1880, y seguidamente, aunque en lenta decadencia, permaneció hasta 1914 como el elemento determinante del clima político. La razón de la ausencia de semejante movimiento liberal en Estados Unidos hay que buscarla esencialmente en el hecho de que las principales aspiraciones del liberalismo europeo se hallan encarnadas en las instituciones de ese país ya desde su fundación y, en menor medida, en el hecho de que en Estados Unidos la escena política no era favorable al desarrollo de partidos de base ideológica. En efecto, lo que en Europa se suele –o solía– definir como “liberal”, en los Estados Unidos de hoy se etiqueta, más bien, no sin cierta justificación, como “conservador”, mientras que más recientemente el término “liberal” se ha empleado para designar lo que en Europa más bien se habría clasificado de socialista.

 

3.- La teoría

La concepción liberal de la libertad

Puesto que sólo el liberalismo de tipo “inglés” o evolucionista ha elaborado un programa político definido con precisión, un intento de exposición sistemática de los principios del liberalismo deberá centrarse sobre el mismo. Mencionaremos, sin embargo, por vía de contraste, las concepciones propias de la versión continental o constructivista. Lo cual comporta también el rechazo de la distinción –que a menudo se hace en la Europa continental, pero que no puede aplicarse al tipo inglés– entre liberalismo político y liberalismo económico (elaborada en particular por Benedetto Croce como distinción entre “liberalismo” y “liberismo”). Para la tradición inglesa, ambos liberalismos son inseparables. En efecto, el principio fundamental por el que la intervención coactiva de la autoridad estatal debe limitarse a garantizar el cumplimiento de las normas generales de comportamiento priva al gobierno de poder dirigir y controlar las actividades económicas de los individuos. Si así no fuera, la atribución de tales facultades daría al gobierno un poder sustancialmente arbitrario y discrecional que se resolvería en una limitación de aquellas libertades de elección de los objetivos individuales que todos los liberales quieren garantizar. La libertad en la ley implica libertad económica, mientras que el control económico posibilita –en cuanto control de los medios necesarios para la realización de todos los fines– la restricción de todas las libertades.

Desde este punto de vista, la aparente coincidencia de las diversas corrientes liberales sobre la reivindicación de la libertad individual –y sobre el respeto a la personalidad que implica– oculta una importante divergencia. En la época de oro del liberalismo esta concepción de la libertad tenía un significado bien preciso: indicaba ante todo que la persona libre no estaba sometida a ninguna coacción arbitraria. Pero, para el hombre que vive en la sociedad la protección contra esa coacción exige la imposición de una obligación, extendida a todos los individuos, que les priva de la facultad de coaccionar a los demás. La libertad para todos sólo puede realizarse si, como afirma la famosa formulación de Kant, la libertad de cada uno no va más allá de lo que es compatible con la igual libertad de los demás. La concepción liberal es, pues, necesariamente la de una libertad en la ley, una ley que limita la libertad de cada uno con el fin de garantizar la misma libertad para todos. La misma no coincide con la que a veces se ha descrito como la “libertad natural” de un individuo aislado, sino que es más bien la libertad posible en sociedad, y por lo tanto limitada por las normas necesarias para garantizar la libertad de los demás. En este aspecto el liberalismo se distingue netamente del anarquismo y reconoce que, para que todos sean iguales en la mayor medida posible, la coacción no puede eliminarse completamente, sino sólo reducirse al mínimo indispensable para impedir que cualquiera –individuo o grupo– ejerza una coacción arbitraria en perjuicio de otros. Es una libertad dentro de una esfera limitada de normas conocidas que pone al individuo a cubierto de toda coacción, siempre que cabalmente se mantenga dentro de tales límites. Además, esta libertad sólo puede asegurarse a quien sea capaz de observar las normas destinadas a garantizarla. Sólo el individuo adulto y mentalmente sano, plenamente responsable de sus acciones, es considerado titular de esta libertad. Para los menores de edad y las personas que no tienen la plena posesión de sus facultades mentales se contemplan formas de tutela en diversos grados. Y la violación de las normas destinadas a asegurar la misma libertad para todos puede conllevar la pérdida de aquellas garantías de que disfrutan quienes respetan esas normas.

Esta libertad, reconocida a todos los que se consideran responsables de sus propias acciones, les hace al mismo tiempo responsables de su destino: al tiempo que la protección ofrecida por la ley consiste en permitir a cada uno perseguir sus propios objetivos, esto no implica sin embargo que el gobierno tenga que garantizar al individuo particular un determinado resultado de sus esfuerzos. Hacer que el individuo sea capaz de hacer uso de sus propios conocimientos y de su capacidad para perseguir los objetivos elegidos con autonomía, se consideraba, por un lado, como la mayor ventaja que el gobierno puede garantizar a todos y, por otro, como el mejor modo para inducir a estos individuos a aportar la mayor contribución al bienestar de los demás. Realizar el mayor esfuerzo de que un individuo es capaz en su situación particular y según sus particulares capacidades (que ninguna autoridad es capaz de determinar) se consideraba la principal ventaja que la libertad de cada uno puede aportar a todos los demás.

La concepción liberal de la libertad se ha definido a menudo, y con razón, como puramente negativa. Como la paz y la justicia, hace referencia a la ausencia de un mal, es decir a una condición que ofrece posibilidades sin ofrecer por ello ventajas definidas. Se pensaba, sin embargo, que, siguiendo este camino, serían mayores las probabilidades de disponer de los medios necesarios para conseguir los distintos fines privados. La libertad que el liberalismo reivindica exige, pues, la eliminación de todos los obstáculos de naturaleza social que encuentran los esfuerzos individuales, pero no la concesión de ventajas concretas por parte de la autoridad estatal. Si bien no se opone a esta función colectiva cuando ello se juzgue necesario o se estime como el modo más eficaz para garantizar ciertos servicios, la convierte en todo caso en una cuestión de mera oportunidad, cuyos límites, por consiguiente, están marcados por el principio fundamental de la igual libertad de todos bajo la ley. El declive de la doctrina liberal, iniciado después de 1870, se halla estrechamente ligado a una reinterpretación de la libertad como disponibilidad (obtenida a través de la acción del Estado) de los medios necesarios para alcanzar una amplia gana de fines.


La concepción liberal del derecho

El significado de la concepción liberal de la libertad como libertad en la ley (o ausencia de toda coacción arbitraria) depende del valor que en este contexto se atribuya a los conceptos de “derecho” y “arbitrariedad”. A las diferencias en el uso de estos términos se debe en parte la existencia, dentro de la tradición liberal, de un conflicto entre quienes (por ejemplo Locke) piensan que la libertad sólo puede existir en la ley («pues ¿quién podría ser libre si dependiera del capricho de otros hombres?») y los numerosos liberales continentales, y con ellos también Jeremy Bentham, que entienden, según palabras de este último que: «toda ley es un mal, ya que toda ley es una violación de la libertad». Es claro que la ley puede emplearse para destruir la libertad, pero no todo lo que produce la actividad legislativa se configura como ley en el sentido en que la entendían Locke, Hume, Smith o Kant o, también más tarde, los whigs ingleses que veían en la ley la salvaguardia de la libertad. Lo que ellos entendían por ley cuando hablaban de la ley como salvaguardia indispensable de la libertad, no era otra cosa que aquel conjunto de normas de mera conducta que constituyen el derecho privado y el derecho penal, y no cualquier prescripción emanada de la autoridad legislativa. Para cualificarse como ley, en el sentido empleado por la tradición liberal inglesa para definir las condiciones de la libertad, las normas impuestas por el gobierno tienen que poseer determinados atributos, intrínsecos al derecho de la common law inglesa pero que no se hallan necesariamente presentes en todo lo que produce la legislación positiva. Es decir, tienen que ser normas generales de conducta individual, aplicables a todos con el mismo título, en un número indefinido de circunstancias futuras, y ser capaces de circunscribir la esfera protegida de la acción individual, asumiendo así esencialmente el carácter de prohibiciones más bien que el de prescripciones específicas. Son, finalmente, inseparables de la institución de la propiedad individual. En los límites definidos por estas normas de mera conducta, se suponía que el individuo es libre de emplear sus conocimientos y capacidades para perseguir los propios objetivos siguiendo el camino que considera más apropiado.

Los poderes coercitivos del gobierno quedaban limitados a la imposición de tales normas de mera conducta. Todo esto no excluía que el gobierno (a excepción de una ala extrema de la tradición liberal) tuviera la posibilidad de proporcionar a los ciudadanos algunos servicios. Significaba tan sólo que el gobierno, sea cual fuere el servicio que tiene que prestar, sólo puede emplear para tales fines los recursos de que dispone, sin constricción alguna para el ciudadano privado. En otros términos, el gobierno no puede utilizar la persona y las propiedades del ciudadano para alcanzar sus propios objetivos. En este sentido, el acto de una asamblea legislativa plenamente legal puede ser tan arbitrario como el de un autócrata; en realidad, cualquier prescripción –o prohibición– dirigida a personas o grupos particulares y no derivada de una norma aplicable universalmente, debería considerarse como arbitraria. Así, pues, lo que hace que un acto coactivo sea arbitrario, en el sentido en que el término se emplea en la vieja tradición liberal, es el hecho de que el mismo sirva a un fin particular del gobierno, es decir que responda a un determinado acto arbitrario y no a una norma universal necesaria para mantener aquel orden global, que se genera a sí mismo, de las acciones, al cual se ordenan todas las demás normas de mera conducta.

El derecho y el orden espontáneo de las acciones

La importancia que la teoría liberal atribuye a las normas de mera conducta se basa en la idea de que estas son una condición esencial para mantener un orden, espontáneo y que se genera a sí mismo, de las acciones de los distintos individuos y grupos, cada uno de los cuales persigue sus propios fines basándose en sus propios conocimientos. Conviene subrayar que en el siglo XVIII los grandes fundadores de la teoría liberal –David Hume y Adam Smith– no postulaban una armonía natural de los intereses, sino que más bien sostenían que los intereses divergentes de los distintos individuos pueden conciliarse a través de la observancia de normas de conducta apropiadas: o bien, según las palabras de su contemporáneo J. Tucker que: «el motor universal de la naturaleza humana –el amor a sí mismo– puede dirigirse de tal modo [...] que promueva, mediante los mismos esfuerzos que realiza en su propio interés, también el interés público». Estos filósofos del siglo XVIII, en efecto, eran tanto filósofos del derecho como estudiosos del orden económico, y en ellos la concepción del derecho y la teoría del mecanismo del mercado se hallaban estrechamente conexas. Comprendían que sólo el reconocimiento de ciertos principios jurídicos –en primer lugar la institución de la propiedad privada y la obligación de observar los compromisos contractuales– puede garantizar una adaptación recíproca de las acciones de los distintos individuos, de tal modo que cada uno pueda tener una probabilidad fundada de realizar los particulares objetivos previamente fijados. Como la teoría económica habría de poner de manifiesto con mayor claridad, era precisamente esta adaptación recíproca de los planes individuales la que ponía a los hombres en condiciones de hacerse recíprocamente útiles aun empleando cada uno sus peculiares conocimientos y capacidades al servicio de los propios fines personales.

La función, pues, de las normas de conducta consiste no ya en organizar los esfuerzos individuales para alcanzar objetivos específicos y concordados, sino sólo en asegurar un orden global de las acciones en cuyo ámbito cada uno pueda obtener la mayor ventaja, en la persecución de sus propios fines personales, de los esfuerzos de los demás. Las reglas capaces de producir este orden espontáneo se consideraban el producto de una larga experiencia pasada. Y a pesar de juzgarlas susceptibles de perfeccionamiento, se pensaba que semejante progreso debía proceder lentamente, paso a paso, según las indicaciones sugeridas por las nuevas experiencias.

La gran ventaja de un orden que se autogenera se percibía no sólo en el hecho de que ese orden deja a los individuos libres de perseguir sus propios fines, ya sean egoístas o altruistas, sino también en el hecho de que permite utilizar experiencias surgidas de diversas y particulares circunstancias, fragmentadas y dispersas en el espacio y en el tiempo, que pueden existir únicamente como experiencias de los diferentes individuos y que en modo alguno pueden ser unificadas por una autoridad rectora cualquiera. Y es esa utilización de tantas experiencias particulares, superior a la que sería posible bajo cualquier forma de dirección centralizada de la actividad económica, la que permitirá una producción social global muy elevada.

Abandonar la formación de semejante orden a las fuerzas espontáneas del mercado –aunque operen en el marco de normas jurídicas apropiadas–, si bien garantiza un orden más comprehensivo y una adaptación más completa a las diversas circunstancias concretas, implica también que los contenidos particulares de este orden no estén sujetos a un control predeterminado, sino que en gran medida se confíen a la casualidad. El conjunto de las normas jurídicas y de las distintas instituciones particulares que sirven a la formación del mercado y de su mecanismo puede determinar sólo la fisonomía general o abstracta de éste, pero no sus efectos específicos sobre los distintos individuos o grupos. Aunque su justificación se basa en la idea de que incrementa las posibilidades de todos, de tal modo que la posición de cada individuo depende, en gran parte, de sus propios esfuerzos, permite sin embargo que el éxito de cada individuo o grupo dependa también de circunstancias imprevistas, que ni él ni ningún otro sujeto es capaz de controlar. Por ello, desde Adam Smith en adelante, el proceso por el que en una economía de mercado se determinan las cuotas que corresponden a cada uno de los individuos se ha comparado a menudo a un juego en el que los resultados que cada uno obtiene dependen en parte de su habilidad y esfuerzos y en parte también de la casualidad. Los individuos pueden aceptar participar en el juego, porque ello hace que la suma total de las cuotas individuales sea mayor de lo que sería posible mediante cualquier otro método. Pero, al mismo tiempo, las ganancias de cada uno de los individuos acaban dependiendo de fatalidades de todo tipo, y no hay modo de garantizar que esas ganancias correspondan siempre a los méritos subjetivos de los esfuerzos individuales. Antes de examinar más detenidamente los problemas planteados por este aspecto de la concepción liberal de la justicia, conviene detenerse sobre algunos principios constitucionales en los que la concepción liberal de la justicia se ha venido poco a poco encarnando.

Derechos naturales, separación de poderes y soberanía

El principio liberal fundamental, consistente en limitar la coacción a la imposición de normas generales de mera conducta, raramente se ha afirmado de esta forma explícita. En general, se ha expresado en dos concepciones características del constitucionalismo liberal: la de los derechos inalienables o naturales de los individuos (definidos también como derechos fundamentales o derechos del hombre o derechos de libertad) y la de la separación de poderes. Según la fórmula de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que constituye la expresión más concisa y al mismo tiempo más eficaz de los principios liberales, «toda sociedad en la que no se garanticen los derechos y no se establezca la separación de poderes carece de constitución».

La idea de garantizar de un modo particular ciertos derechos fundamentales –derecho a la «libertad, a la propiedad, a la seguridad y a la resistencia contra la opresión»- y, más en concreto, la libertad de opinión, de palabra, de reunión y de prensa (idea que hace su primera aparición en la Revolución americana) es solamente una aplicación del principio liberal más general a ciertos derechos considerados particularmente importantes: esta idea, al especificar un número definido de derechos, no tiene la amplitud de aquel principio general. Que se trata de meras aplicaciones particulares del principio general lo demuestra claramente el hecho de que ninguno de estos derechos fundamentales constituye un derecho absoluto, y su esfera de acción no supera los límites marcados por los principios jurídicos generales. Sin embargo, puesto que según el principio liberal más general, toda acción coactiva del gobierno se limita a la imposición de las normas generales, todos los derechos fundamentales enumerados en cualquier lista o carta de derechos expresamente garantizados (y muchos otros que nunca se incluyeron en tales documentos) serían igualmente garantizados por una única proposición que afirmara el mencionado principio general. Todas las libertades –y no sólo la económica– quedarían, pues, garantizadas una vez que las actividades de los individuos no estuvieran vinculadas por prohibiciones específicas (o por la necesidad de específicas autorizaciones), sino que estuvieran sometidas exclusivamente a normas generales aplicables con el mismo título a todos.

Tomado en su sentido originario, también el principio de la separación de poderes es una aplicación del mismo principio general, pero sólo si en la distinción entre los tres poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– la “ley” se entiende, como sin duda alguna la entendían quienes fueron los primeros en formular su principio, en el sentido restringido de normas generales de mera conducta. Mientras el cuerpo legislativo sólo podía aprobar leyes en este sentido restringido, los tribunales podían emanar y el ejecutivo aplicar medidas coactivas únicamente para asegurar la observancia de tales normas generales. Pero esto sólo es aplicable en la medida en que los poderes del cuerpo legislativo están limitados a la emanación de tales leyes en el sentido restringido del término (como, según John Locke, debería ser), mientras que ya no lo es si el cuerpo legislativo puede impartir al ejecutivo cualquier directriz que considere oportuna y si, por otra parte, cualquier acción del ejecutivo, autorizada de este modo, se considera legítima. Allí donde, como en todos los Estados modernos, el cuerpo legislativo se ha convertido en la suprema autoridad de gobierno, que dirige la acción del ejecutivo en los distintos campos particulares, y donde la separación de poderes significa simplemente que el ejecutivo no puede hacer nada que no esté de este modo autorizado, no se garantiza en modo alguno que la libertad del individuo esté limitada únicamente por leyes entendidas en el sentido restringido de la teoría liberal.

La limitación de los poderes del cuerpo legislativo, implícita en la concepción originaria de la separación de poderes, comporta también un rechazo de la idea de un poder ilimitado o soberano, o al menos de un poder cualquiera organizado que pueda obrar como le plazca. La negativa a reconocer semejante poder, muy clara en Locke y constantemente recurrente en el pensamiento liberal posterior, es uno de los puntos clave en que este pensamiento choca con la concepción –hoy prevalente– del positivismo jurídico. El pensamiento liberal niega que la derivación de todo poder legítimo de una única fuente soberana o de una “voluntad” organizada cualquiera sea una necesidad lógica. Argumenta, en cambio, que semejante limitación de todos los poderes organizados puede obtenerse igualmente mediante un consenso general que se niegue a obedecer a cualquier poder (o voluntad organizada) que actúe de modo tal que el mencionado consenso no autoriza. La doctrina liberal cree, en una palabra, que incluso una fuerza como el consenso general, aunque no sea capaz de formular actos específicos de voluntad, puede sin embargo limitar los poderes de todos los órganos de gobierno a aquellas acciones que posean ciertos atributos de orden general.


Liberalismo y justicia

Íntimamente relacionada con la concepción liberal del derecho está la concepción liberal de la justicia. Ésta se diferencia de la que hoy se acepta comúnmente en dos aspectos importantes: se basa en el convencimiento de que es posible formular normas objetivas de mera conducta, independientemente de cualquier interés particular, y se preocupa solamente del carácter justo o injusto de la conducta humana y de las normas que la gobiernan, mientras que es indiferente a las consecuencias particulares de esa conducta sobre la situación de los distintos individuos o grupos. En particular, a diferencia del socialismo, puede afirmarse que el liberalismo se interesa por la justicia conmutativa, pero no por la llamada justicia distributiva o, según la expresión hoy más frecuente, “social”.

La fe en la existencia de normas de mera conducta, susceptibles de ser descubiertas, (y que, por lo tanto, no son fruto de una construcción arbitraria), se basa por un lado en el hecho de que la gran mayoría de estas normas serán siempre y absolutamente aceptadas y, por otro, en el hecho de que cualquier duda sobre la equidad de una norma particular debe resolverse en el contexto de este cuerpo de normas generalmente aceptadas, de modo que la norma que hay que aceptar sea compatible con el resto: en otros términos, esto significa que debe servir a la formación de la misma especie de orden de las acciones a la que contribuyen todas las demás normas de mera conducta, y no puede entrar en conflicto con lo que exige una cualquiera de estas normas. La prueba de la validez de cualquier norma particular será, pues, la posibilidad de una aplicación universal de la misma, que, a su vez, dependerá de la compatibilidad de esa norma con todas las demás normas aceptadas.

Se ha sostenido con frecuencia que esta fe liberal en la posibilidad de una justicia independiente de los intereses particulares se basa en la concepción de una ley natural que el pensamiento moderno ha rechazado definitivamente. Pero puede entenderse como basada en la fe en una ley natural si se entiende este término en una acepción muy particular; y en esta acepción no resulta en absoluto evidente que el pensamiento moderno haya sido capaz de refutarla.

No hay duda de que los ataques dirigidos por el positivismo jurídico han contribuido no poco a desacreditar esta parte esencial de la doctrina liberal tradicional. Y en realidad la teoría liberal entra en conflicto con el positivismo jurídico cuando este último afirma que toda ley es, o debe ser, producto de la voluntad arbitraria de un legislador. Sin embargo, una vez aceptado el principio general de un orden que se autoregula sobre la base de la propiedad individual y del contrato jurídico, es evidente que se requerirán, dentro del sistema de las normas generalmente aceptadas, respuestas particulares a preguntas específicas planteadas por la lógica global de sistema; y que tales respuestas apropiadas deberían ser descubiertas más bien que arbitrariamente inventadas. Es esta circunstancia la que legitima la idea de que la “naturaleza de la cuestión” requerirá ciertas normas más bien que otras.

El ideal de la justicia distributiva ha atraído con frecuencia también a pensadores liberales y se ha convertido tal vez en uno de los factores principales que explican el paso de muchos de ellos del liberalismo al socialismo. La razón por la que ese ideal debe ser rechazado por los liberales coherentes es doble: por un lado, no existen principio generales de justicia distributiva universalmente reconocidos, ni es posible descubrirlos, y, por otro, aun cuando fuera posible alcanzar un acuerdo sobre tal tipo de principios, no podrían ser aplicados en una sociedad en que los individuos fueran libres de emplear sus conocimientos y capacidades para conseguir fines privados. Para garantizar ventajas específicas a los individuos como recompensa por sus méritos (sea cual fuere el modo de valorarlos) se precisaría un tipo de orden social totalmente diferente del orden que se generaría espontáneamente en caso de que los individuos estuvieran vinculados únicamente por normas generales de mera conducta: un orden (sería mejor hablar de organización) en el que los individuos estuvieran al servicio de una jerarquía de fines común y unitaria, y en el que se les exigiera hacer lo que es necesario en la perspectiva de un programa autoritario. Mientras que un orden espontáneo (en el sentido precisado más arriba) no está ordenado a ninguna serie de necesidades particulares, sino que se limita a proporcionar las mejores oportunidades para la consecución de una vasta gama de necesidades individuales, una organización presupone que todos sus miembros están al servicio del mismo sistema de fines. Y el tipo de organización única y omnicomprensiva de la sociedad, necesario para garantizar que cada uno obtenga lo que una cierta autoridad considera que merece, comporta necesariamente una sociedad en la que cada uno hace lo que esa misma autoridad prescribe.

Liberalismo e igualdad

El liberalismo sólo exige que el Estado, al determinar las condiciones en las que los individuos deben actuar, fije las mismas normas formales para todos. Esto se opone a todo privilegio sancionado por ley, a cualquier iniciativa gubernamental que conceda ventajas especiales a algunos sin ofrecerlas a todos. Pero, puesto que, sin la facultad de imponer una coacción particular, el gobierno sólo puede controlar una pequeña parte de las condiciones que determinan las perspectivas de los individuos –los cuales son necesariamente muy diferentes entre sí, tanto por sus conocimientos y capacidades personales como por el particular ambiente físico y social en el que viven– un tratamiento igual dentro de las mismas leyes generales desembocará necesariamente en posiciones muy diferentes para las distintas personas, mientras que para igualar la posición o las posibilidades, el gobierno debería tratarlas de un modo muy diferenciado. En otras palabras, el liberalismo se limita a exigir que el procedimiento, o sea, las reglas del juego por las que se fijan las posiciones relativas de los distintos individuos, sea equitativo (o por lo menos no inicuo), pero en modo alguno pretende que también sean equitativos los resultados particulares que se derivarán de este proceso para los distintos individuos, ya que estos resultados dependerán siempre, en una sociedad de hombres libres, no sólo de las acciones de los propios individuos, sino también de otras muchas circunstancias que nadie está en condiciones de determinar ni de prever en su totalidad.

En el apogeo del liberalismo clásico esta aspiración solía expresarse como la necesidad de que todas las carreras estuvieran abiertas a quien tuviera talento o, de manera más vaga y menos precisa, con la fórmula de la “igualdad de oportunidades”. Pero esto, en realidad, sólo significaba la necesidad de eliminar todo impedimento –a la escalada de las más altas posiciones– que fuera fruto de una discriminación jurídica entre los distintos individuos, no la de igualar por este procedimiento las posibilidades de los mismos. No sólo las diferentes capacidades personales, sino sobre todo las inevitables diferencias de ambiente, y particularmente la familia de origen, seguirían haciendo que las perspectivas fueran extremadamente diversas. Tal es el motivo por el que en una sociedad libre es imposible realizar la idea –que sin embargo ha sido capaz de fascinar a muchos liberales– de que un orden de cosas sólo puede considerarse justo si las posibilidades de partida de partida de todos los individuos son las mismas.

Esta idea exigiría una deliberada manipulación del ambiente en que se mueven los distintos individuos, lo cual sería absolutamente incompatible con el ideal de una libertad en la que los individuos puedan utilizar sus propios conocimientos y capacidades para modelar este ambiente.

A pesar de los rígidos confines que limitan el grado de igualdad material realizable con los métodos liberales, la lucha por la igualdad formal –es decir la lucha contra todas las discriminaciones basadas en el origen social, en la nacionalidad, en la raza, en el credo, en el sexo, etc.– sigue siendo una de las características más destacadas de la tradición liberal. Aunque no creyera en la posibilidad de evitar diferencias incluso importantes en lo relativo a la posición material, el pensamiento liberal esperaba limar las asperezas mediante un crecimiento progresivo de la movilidad vertical. El principal instrumento que debía garantizarla era la creación –si fuera necesario con fondos públicos– de un sistema educativo universal que pondría a todos los jóvenes indistintamente a los pies de la escalera que luego cada uno, según sus propias capacidades, podría subir. En una palabra, el pensamiento liberal esperaba al menos poder reducir las barreras sociales que ligan a los individuos a su clase social de origen, ofreciendo ciertos servicios a quienes aún no están en condiciones de obtenerlos por sí solos.

Más dudosa aún es la compatibilidad de la concepción liberal de la igualdad con otra medida que, sin embargo, obtuvo un amplio apoyo en los círculos liberales. Se trata del impuesto progresivo sobre la renta como medio para alcanzar una redistribución de la renta a favor de las clases más pobres. Puesto que no se puede hallar un criterio que permita hacer compatible esa progresividad con una norma válida para todos, o que determine la sobrecarga aplicable a los más ricos, el impuesto progresivo sería contrario al principio de igualdad ante la ley. Y tal fue, en general, la opinión de los liberales en el siglo XIX.

Liberalismo y democracia

La insistencia sobre el principio de una ley igual para todos y la consiguiente oposición a toda suerte de privilegio legalmente reconocido aproximaron considerablemente el liberalismo al movimiento a favor de la democracia. En efecto, en las luchas del siglo XIX para conseguir gobiernos constitucionales, el movimiento liberal y el democrático fueron a menudo indistinguibles. Pero, con el transcurso del tiempo, se hicieron cada vez más evidentes las consecuencias del hecho de que ambas doctrinas estaban ligadas –en última instancia –a problemáticas muy distintas. El liberalismo se interesa por las funciones del gobierno y, en particular, por la limitación de sus poderes. Para la democracia, en cambio, el problema central es el de quien debe dirigir el gobierno. El liberalismo reclama que todo poder –y por tanto también el de la mayoría– esté sometido a ciertos límites. La democracia llega, en cambio, a considerar la opinión de la mayoría como el único límite a los poderes del gobierno. La diversidad entre ambos principios se patentiza si se piensa en los respectivos opuestos: para la democracia, el gobierno autoritario; para el liberalismo, el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluye necesariamente el opuesto del otro: una democracia puede muy bien ejercer un poder totalitario, y en el límite es concebible que un gobierno autoritario actúe según principios liberales.

El liberalismo es, pues, incompatible con una democracia ilimitada, igual que es incompatible con cualquier otra forma de gobierno de carácter absoluto. La limitación de poderes, incluso de los representativos de la mayoría, es un presupuesto ya sea de los principios sancionados en una constitución o bien aprobados por consenso general, ya sea por una legislación realmente autolimitativa.

Por tanto, si es cierto que la aplicación coherente de los principios liberales conduce a la democracia, es cierto también que la democracia se mantendrá como liberal únicamente si la mayoría se abstiene de emplear su propio poder para atribuir a quienes la apoyan ventajas particulares que no pueden traducirse en normas generales y por lo tanto válidas para todos los ciudadanos. Si bien una tal situación puede verificarse en el caso de una asamblea representativa cuyos poderes estén limitados solamente a la aprobación de leyes (en el sentido de normas generales de mera conducta) sobre las que es probable que exista el asentimiento de la mayoría, ello resulta extremadamente improbable en el caso de una asamblea que dicte medidas específicas de gobierno. En una tal asamblea representativa, que une a los poderes propiamente legislativos los poderes de gobierno y que, por lo tanto, en el ejercicio de estos últimos no está vinculada por norma que no pueda modificar, es poco probable que la mayoría se forme sobre la base de una genuina concordia de objetivos. Consistirá más bien en la coalición de una variedad de intereses particulares organizados, cada uno de los cuales concederá a los otros alguna ventaja particular. Donde, como es prácticamente inevitable en un cuerpo representativo con poderes ilimitados, las decisiones se toman a través de un mercadeo de ventajas particulares entre los distintos grupos y donde, por lo tanto, la formación de una mayoría capaz de gobernar depende de tal mercadeo, es casi inconcebible que estos poderes se empleen exclusivamente a favor de intereses verdaderamente generales.

Ahora bien, si, por los motivos señalados, es casi inevitable que una democracia ilimitada acabe por abandonar los principios liberales a favor de medidas discriminatorias destinadas a favorecer a los diversos grupos que apoyan a la mayoría, puede dudarse con fundamento que, a la larga una democracia pueda mantenerse si abandona esos principios. Si el gobierno se arroga tareas que, por su magnitud y complejidad, es imposible dirigirlas realmente según las decisiones de la mayoría, parece inevitable que un aparato burocrático cada vez más independiente del control democrático se apropie de los poderes efectivos. No es, pues, improbable que el abandono del liberalismo por parte de la democracia conduzca, a la larga, a la desaparición de la democracia misma. En particular caben pocas dudas de que el tipo de economía dirigido desde el centro, hacia la que parece orientarse la democracia, exige, para ser gestionado con eficacia, un gobierno dotado de poderes autoritarios.

Las funciones del gobierno en relación con los servicios

La limitación –requerida por los principios liberales– de los poderes del gobierno a la imposición de normas generales de mera conducta, sólo se refiere a los poderes coactivos. Es claro que el gobierno, con los medios financieros de que dispone, puede prestar un gran número de servicios que no implican coacción alguna (a excepción de la necesaria para recaudar estos medios a través de los impuestos). Prescindiendo de algunas posturas extremas del movimiento liberal, nadie ha negado jamás la conveniencia de que el gobierno asuma tales funciones. En el siglo XIX estas funciones tuvieron un alcance muy modesto y fueron de un carácter esencialmente tradicional. Por este motivo fueron escasamente debatidas por la teoría liberal, que se limitó a insistir sobre la necesidad de confiar estos servicios a la competencia de las administraciones locales más bien que al gobierno central. El temor fundamental a este respecto era que el gobierno se hiciera demasiado poderoso, temor al que, por otra parte, acompañaba la esperanza de que la competencia entre las diversas autoridades locales controlaría eficazmente el desarrollo de tales servicios encaminándolo según las directrices más deseables.

El general aumento de la riqueza y las nuevas aspiraciones que ésta permitía satisfacer produjeron también una gran expansión de estos servicios, imponiendo respecto a la misma una profundización teórica muy superior a la desarrollada por el liberalismo clásico. No hay duda de que son muchos los “servicios públicos” que, aun siendo altamente deseables, no pueden ser prestados por el mecanismo del mercado, ya que en caso de ofrecerse, tienen que redundar en beneficio de todos y no sólo de quienes están dispuestos a pagarlos.

Desde las funciones elementales de protección contra la criminalidad o de profilaxis de las enfermedades infecciosas (y en general de los servicios sanitarios) hasta la vasta gama de los problemas plantados especialmente por las grandes aglomeraciones urbanas, los servicios en cuestión sólo pueden prestarse si los medios para costearlos se obtienen mediante impuestos. Esto significa, si semejantes servicios tienen que prestarse a todos, que su financiación –y también, aunque no siempre, también su gestión– deben confiarse a organismos datados de poder de imposición fiscal. Esto no significa necesariamente atribuir al gobierno un derecho exclusivo a prestar tales servicios. El liberal sostiene que debe dejarse abierta la posibilidad de intervención a la empresa privada siempre que ello sea concretamente factible. Seguirá, según la propia tradición, prefiriendo que tales servicios sean gestionados, en la medida de lo posible, por autoridades locales en lugar de las centrales y, correlativamente, que los fondos pertinentes se recauden mediante impuestos locales. De este modo se establece cierta correspondencia entre quienes se benefician de un determinado servicio y quienes contribuyen a su financiación. Pero, al margen de estas indicaciones, el liberalismo ha hecho muy poco para definir principios precisos, capaces de orientar las opciones políticas en este amplio campo de creciente importancia.

La dificultad de aplicar los principios generales del liberalismo a los nuevos problemas se ha puesto de manifiesto claramente en el curso del desarrollo del welfare state. Ciertamente habría sido posible alcanzar, dentro de un marco liberal, por lo menos una parte de los resultados que éste pretende conseguir; pero ello habría necesitado de un proceso de experimentación mucho más lento: el deseo de alcanzarlos por la vía inmediatamente más eficaz ha conducido casi por doquier al abandono de los principios liberales. En particular, habría sido ciertamente posible prestar la mayor parte de los servicios de previsión social mediante la creación de instituciones aseguradoras en competencia, del mismo modo que habría sido posible garantizar a todos, en un marco liberal, un mínimo de renta. En cambio, la decisión de convertir todo el campo de los seguros sociales en un monopolio del Estado y la de transformar el aparato construido a tal fin en un gran mecanismo de redistribución de la renta han llevado a un crecimiento progresivo del sector público de la economía (o sea del sector controlado por el Estado) y a una constante restricción de aquella área de la economía en la que aún prevalecen los principios liberales.


Funciones positivas de la legislación liberal

La doctrina liberal tradicional no sólo no ha conseguido afrontar adecuadamente los nuevos problemas, sino que ni siquiera ha elaborado un programa suficientemente claro capaz de trazar el marco jurídico destinado a garantizar un sistema de mercado eficiente. Para que el sistema de libre empresa funcione de tal modo que produzca ventajas, no basta con que las leyes satisfagan los criterios de carácter negativo a que antes nos referimos, sino que también es necesario que su contenido positivo contribuya a que el mecanismo de mercado funcione de manera satisfactoria. Para ello se precisan normas que favorezcan el mantenimiento de la competencia y dificulten, en la medida de lo posible, el desarrollo de posiciones de monopolio. Estos problemas fueron algo descuidados por la doctrina liberal del siglo XIX y sólo recientemente han sido tratados de modo sistemático por algunos grupos “neoliberales”.

Es probable que en el campo empresarial jamás habrían surgido graves problemas de monopolio si el gobierno no hubiera facilitado su desarrollo con la política arancelaria y con ciertos aspectos de la legislación sobre sociedades anónimas y sobre patentes industriales. Puede discutirse si, además de la existencia de un marco jurídico general que fomente la competencia, es necesario introducir medidas específicas para combatir los monopolios. Si la respuesta fuera positiva, habría que observar que semejante acción habría podido basarse en aquella única norma –que durante tanto tiempo permaneció en desuso– de la common law que rechaza los acuerdos encaminados a limitar la libertad de comercio.

Sólo relativamente tarde –en Estados Unidos con la Ley Sherman de 1890 y en Europa generalmente después de la Segunda Guerra Mundial– se ha intentado establecer una legislación orientada pragmáticamente a combatir trust y carteles; legislación que, al atribuir generalmente poderes discrecionales a organismos administrativos, no puede conciliarse plenamente con los principios liberales clásicos.

En todo caso, el campo en el que la falta de aplicación de los principios liberales más ha contribuido a desarrollar impedimentos cada vez mayores al funcionamiento del sistema de mercado ha sido el del monopolio del trabajo organizado, es decir, de los sindicatos. El liberalismo clásico apoyó las reivindicaciones obreras de “libertad de asociación”, y tal vez fue esta la razón por la que más tarde dejó de oponerse eficazmente a la transformación de los sindicatos obreros en instituciones a las que la ley reconoce el privilegio de emplear la coacción en una forma no permitida a ninguna otra institución. Esta posición de los sindicatos obreros ha contribuido a que, en materia de determinación de los salarios, el mecanismo del mercado fuera en gran medida inoperante, y es más que dudoso que una economía de mercado pueda seguir subsistiendo cuando la determinación de los precios por la competencia no se aplique también a los salarios. El que el mecanismo de mercado siga existiendo o, en cambio, sea substituido por un sistema económico basado en la planificación centralizada, es un problema que podrá depender de la posibilidad de restaurar de algún modo un mercado laboral regido por la competencia.

Los efectos de este desarrollo aparecen ya en la manera en que influyeron sobre la acción gubernativa en el segundo sector importante en el que un mecanismo de mercado que funcione presupone una intervención positiva del gobierno: el mantenimiento de un sistema monetario estable. Si bien el liberalismo clásico consideraba que el patrón oro era capaz de proporcionar un mecanismo automático de regulación de la oferta monetaria y crediticia en condiciones de garantizar un funcionamiento satisfactorio del sistema de mercado, a lo largo de la historia se ha ido formando de hecho una estructura crediticia en gran parte dependiente de la deliberada regulación efectuada por la autoridad central. En época reciente estas facultades de control, que durante algún tiempo habían estado en manos de bancos centrales independientes, ha sido de hecho transferida a los gobiernos, sobretodo porque la política presupuestaria se ha convertido en uno de los principales instrumentos de control monetario. Los gobiernos han asumido así la responsabilidad de determinar una de las condiciones esenciales de las que depende el funcionamiento del sistema de mercado.

Así las cosas, en todos los países occidentales, para poder asegurar un adecuado nivel de empleo en las condiciones creadas por los niveles salariales conseguidos por la acción sindical, los gobiernos se han visto en la necesidad de practicar una política inflacionista cuyo efecto ha sido hacer crecer la demanda monetaria a más velocidad que la oferta de bienes. El resultado ha sido una situación de creciente inflación, a la que los gobiernos han tenido que hacer frente recorriendo a formas de control directo de los precios, que van haciendo cada vez más inoperante el mecanismo de mercado. Lo cual parece ser el comienzo de un proceso que, como ya hemos observado, conducirá el mecanismo de mercado –fundamentalmente un sistema liberal– hacia su progresiva disolución.

Libertad intelectual y material

Es posible que muchos que se consideran liberales opinen que los principios políticos que hemos venido considerando no expresan la doctrina liberal en toda su amplitud y ni siquiera en sus aspectos más importantes. Como ya hemos observado, el término “liberal” se ha empleado con frecuencia –especialmente en los últimos tiempos– para designar sobre todo una actitud mental general más bien que una concepción específica de las funciones propias del gobierno. Convendrá, pues, para concluir, volver a la relación entre estos fundamentos más generales de todo pensamiento liberal y los principios jurídicos y económicos, para mostrar como estos últimos son el resultado necesario de una aplicación coherente de las ideas que condujeron a la reivindicación de la libertad intelectual, sobre la que están de acuerdo las distintas corrientes liberales.

La convicción central, de la que puede afirmarse que derivan todos los postulados liberales, es aquella que entiende que la mejor solución de los problemas sociales hay que esperarla, más que de la aplicación del conocimiento que pueda tener un determinado individuo, de un proceso interpersonal de intercambio de opiniones que dará lugar a un conocimiento mejor. Se pensaba que la discusión y la crítica recíproca de las distintas opiniones, derivadas de experiencias diferentes, conducirían al descubrimiento de la verdad, o al menos a la mejor aproximación posible a la misma en una determinada situación. Se reivindicaba la libertad de opinión individual precisamente porque se pensaba que todo individuo es falible y se suponía, por tanto, que la consecución del conocimiento mejor sólo podía ser fruto de la experimentación sistemática de todas las opiniones, que sólo la libre discusión podía garantizar. En otras palabras, el progresivo acercamiento a la verdad se esperaba no tanto del poder de la razón individual (del que el pensamiento liberal desconfiaba) como de los resultados del proceso interpersonal de discusión y de crítica. E incluso se consideraba posible el propio desarrollo de la razón y del conocimiento individuales sólo en la medida que el individuo participara en ese proceso.

Que el avance del conocimiento, es decir el progreso garantizado por la libertad individual, y el consiguiente mayor poder del hombre para alcanzar sus propios fines fueran altamente deseables, era uno de los presupuestos del credo liberal. Se sostiene a veces, aunque sin mucho fundamento, que esto se refería exclusivamente al progreso material. Ahora bien, si bien es cierto que el pensamiento liberal esperaba del desarrollo del conocimiento científico y técnico la solución de la mayor parte de los problemas, también lo es que a esa esperanza le acompañaba la convicción –en cierto modo acrítica, aunque estuviera justificada empíricamente– de que la libertad comportaría también un progreso en el ámbito moral. Al menos una cosa parece cierta: que con frecuencia, en los periodos en que progresa la civilización, son mejor acogidas ciertas convicciones morales que en fases anteriores sólo de forma imperfecta y parcial habían sido reconocidas. Más discutible, en cambio, es si el rápido progreso intelectual producido por la libertad haya comportado también el desarrollo de la sensibilidad estética; pero la doctrina liberal jamás ha reivindicado influencia alguna en esta dirección.

Todos los razonamientos en apoyo de la libertad intelectual valen también para la libertad de acción. Las variadas experiencias de las que surgen las diferencias de opinión, que, a su vez, dan origen al desarrollo intelectual, son el resultado de distintas opciones de acción realizadas por diversas personas en circunstancias también diversas. En la esfera material, lo mismo que en la intelectual, la competencia es el medio más eficaz para descubrir la mejor manera de alcanzar los fines humanos. Sólo allí donde se puede experimentar un gran número de modos distintos de hacer las cosas se obtendrá una gran variedad de experiencias, de conocimientos y de capacidades individuales tal que permita, a través de la ininterrumpida selección de las más eficaces, una mejora constante. Y como la acción es la fuente principal de los conocimientos individuales, en la que se basa el proceso social de avance del conocimiento, las razones de la libertad de acción son tan poderosas como las que defienden la libertad de opinión. Finalmente, en una sociedad moderna, basada en la división del trabajo y en el mercado, la mayor parte de las nuevas formas de acción surgen en el ámbito económico.

Pero hay otro motivo por el que la libertad de acción, especialmente en el campo económico (que tan a menudo se considera de menor importancia) es tan importante como la libertad intelectual. Si bien es cierto que es el intelecto el que elige los fines de la acción humana, su consecución depende sin embargo de la disponibilidad de los medios necesarios. De aquí se sigue que toda forma de control económico que otorgue poder sobre los medios otorga al mismo tiempo un poder sobre los fines. No puede haber libertad de prensa cuando la actividad editorial está sometida a control gubernativo, o libertad de reunión si lo mismo ocurre respecto a los locales necesarios para celebrarla, o libertad de movimiento si los medios de transporte son monopolio público, etc. Tal es la razón por la que la gestión estatal de toda actividad económica, emprendida con frecuencia en la vana esperanza de poner medios más amplios a disposición de todos los fines posibles, ha originado invariablemente rigurosas restricciones de los fines que los individuos pueden perseguir. Probablemente la lección más significativa que se desprende de las vicisitudes políticas del siglo XX es la que nos muestra cómo el control de la parte material de la vida ha dado a los gobiernos –en lo que hemos aprendido a llamar sistemas totalitarios– amplios poderes sobre la vida intelectual. Estamos en condiciones de perseguir nuestros propios fines sólo si una variada multiplicidad de fuentes pone a nuestra disposición los medios necesarios.


Tomado del libro Friedrich A. HAYEK: «PRINCIPIOS DE UN ORDEN SOCIAL LIBERAL» Edición de Paloma de la Nuez Unión Editorial, Madrid, 2001; p 53-57 y 72-99. Se ha prescindido de la sección 2ª del texto (“Panorama histórico”).