ÉTICA FILOSÓFICA; O ¿SON RELATIVOS EL BIEN Y EL MAL?

 

Capítulo I de: “Ética: cuestiones fundamentales”, de Robert SPAEMANN

La pregunta por la significación de los términos “bien” y “mal”, bueno y malo, pertenece a las cuestiones más antiguas de la filosofía. Pero, ¿no pertenece también a otras disciplinas? ¿No se va al médico para preguntarle si se puede fumar? ¿No hay psicólogos que aconsejan en la elección de profesión? ¿Y no le dice a uno el experto en finanzas: es bueno que cierre Ud. un contrato de ahorro para la construcción; el próximo año estará peor el asunto de las primas, y será más largo el período de espera? ¿Dónde surge exactamente lo ético, lo filosófico?

Prestemos atención al modo como se emplea la palabra “bueno” en el contexto citado. El médico dice es bueno que Ud. se quede un día más en la cama”. Estrictamente, al usar la palabra “bueno” debería añadir dos cosas; debería decir: “es bueno para Ud., en el caso de que lo que quiera ante todo sea ponerse bueno”. Estas añadiduras son importantes, pues en el caso de que alguien planee, por ejemplo, un robo con homicidio para un determinado día, entonces, consideradas todas las cosas, resulta sin duda mejor, si “pesca” una pulmonía que le impide cometer la empresa: Pero puede ocurrir que, por tener que llevar a cabo un día algo importante e inaplazable, no hagamos caso al médico que nos manda hacer reposo en cama, y aceptemos el riesgo de una recaída en la gripe. A la pregunta de si es bueno actuar así, el médico, como tal, no puede pronunciarse en absoluto. “Bueno” significa para él, según su modo de hablar, que es bueno si de lo que se trata ante todo es de su salud. Decir eso es de su competencia. Como persona, pero ya no en su calidad de médico, puede decir que, en mi caso, debo tener en cuenta ante todo la salud.

Y si yo quiero despilfarrar el dinero, o dárselo a un amigo que lo necesita de modo apremiante, en lugar de colocarlo en un contrato de ahorro para la construcción, el experto financiero no puede decir nada al respecto. Si él dijera “bueno”, entonces estaría pensando: bueno para Ud. si es que se trata de agrandar su peculio a un plazo más largo.

En todos estos buenos consejos, la palabra “bueno” significa tanto como: “bueno para alguien en un determinado sentido”; y entonces puede ocurrir que la misma cosa resulte, bajo diversos aspectos, buena o mala, para la misma persona. Hacer muchas horas extraordinarias es bueno, por ejemplo, para subir el nivel de vida, pero es malo para la salud. Puede ser también que la misma cosa sea buena para uno y mala para otro; así la construcción de una carretera puede ser buena para los automovilistas y mala para los vecinos, etc.

Pero también usamos la palabra “bueno” en un sentido, por así decirlo, absoluto, o sea, sin añadir un “para”, o “en determinado sentido”. Este significado cobra actualidad siempre que se da conflicto de intereses o de puntos de vista; también cuando se trata del interés o de los puntos de vista de una misma persona, por ejemplo, los del nivel de vida, la salud o la amistad. Surgen entonces dos cuestiones: “¿Qué cosa es realmente y de verdad buena para mí?”. “¿Cuál es la jerarquía exacta de los puntos de vista?”. La otra cuestión es: en caso de conflicto: ”¿qué bien o qué interés debe prevalecer?”. Para decirlo ya de antemano: una verdad pertenece a las ideas fundamentales de la filosofía de todos los tiempos, a saber, que a la hora de su solución ambas cuestiones no son independientes. Pero de ello hablaremos más tarde. En cualquier caso, decimos que la reflexión sobre estas cuestiones es de carácter filosófico.

Pero lo primero que debemos dejar bien claro es la justificación de ambas preguntas, precisamente por ser ambas impugnadas una y otra vez. Siempre nos encontramos con la misma afirmación de que los problemas éticos no tienen sentido porque no se les puede dar respuesta. Las proposiciones de la Ética no serían susceptibles de verdad. En el campo de lo “bueno para Juan desde el punto de vista de la salud”, o de lo “bueno para Pablo desde el prisma del ahorro de impuestos” se pueden hacer razonamientos de validez general; pero cuando la palabra “bueno” se toma en un sentido absoluto, entonces, por el contrario, las afirmaciones se hacen relativas, dependientes del ámbito cultural, de la época, del estrato social y del carácter de los que usan esas palabras. Y, presuntamente, esta opinión puede apoyarse en un rico material de experiencia: ¿No existen culturas que tienen por buenos los sacrificios humanos? ¿No hay sociedades que mantienen la esclavitud? ¿No concedieron los romanos al padre el derecho de exponer al hijo recién nacido? Los mahometanos permiten la poligamia, mientras que en el ámbito de la cultura cristiana sólo se da como institución el matrimonio monógamo, etc.

Que los sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una eterna objeción frente a la posible exigencia de una ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no relativo, de la palabra “bueno”.

Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos hechos. Todo lo contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno con validez general, comenzó, precisamente, con el descubrimiento de esos hechos: en el siglo V antes de Cristo eran ya ampliamente conocidos. Procedentes de viajes, corrían entonces en Grecia noticias que contaban cosas fantásticas de las costumbres de los pueblos vecinos. Pero los griegos no se contentaron con encontrar esas costumbres sencillamente absurdas, despreciables o primitivas, sino que algunos de ellos, los filósofos, comenzaron a buscar una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los diversos comportamientos. Quizá con el resultado de encontrar unas mejores que otras. A esa norma o regla la llamaron “fisis”, naturaleza. De acuerdo con esa medida, la norma, por ejemplo, de las jóvenes escitas que se cortaban un pecho resultaba peor que su contraria. He aquí un ejemplo particularmente sencillo y sugestivo. El concepto no era, en absoluto, adecuado para resolver, sin dar lugar a dudas, cualquier cuestión en torno a la vida corriente. Por el momento nos basta constatar que la búsqueda de una medida, universalmente válida, de una vida buena o mala, del buen o mal comportamiento, brota de la diversidad de los sistemas morales, y que, por lo tanto, hace ver esa diversidad no constituye un argumento contra dicha búsqueda.

Ahora bien, ¿qué abona esa búsqueda? ¿Qué es lo que mueve a aceptar que las palabras “bueno” y “malo”, bien y mal, tienen no sólo un sentido absoluto, sino un significado universalmente válido? Esta pregunta está mal planteada. No se trata, en efecto, de una suposición o de tener que aceptar algo; se trata de un conocimiento que todos poseemos, mientras no reflexionamos expresamente sobre ello. Si oímos que unos padres tratan cruelmente a un niño porque se ha hecho por descuido en la cama, no juzgamos que esa manera de proceder sea satisfactoria y por tanto “buena” para los padres, y “mala” por el contrario para el niño; sino que desaprobamos sin más el proceder de los padres, ya que nos parece malo en un sentido absoluto que los padres hagan algo que es malo para el niño. Y si oímos que una cultura acostumbra a hacer esto, juzgamos entonces que una sociedad tiene una mala costumbre. Y cuando un hombre se comporta como el polaco P. Maximiliano Kolbe que se ofrece libremente al bunker de hambre de Auschwitz para, a cambio, salvar a un padre de familia, no pensamos que lo que fue bueno para el padre de familia y malo para el Padre Kolbe sea, considerado en abstracto, una acción indiferente, sino que en ella vemos a un hombre que ha salvado el honor del género humano que sus asesinos habían deshonrado. La admiración surge allí donde se cuente la historia de este hombre, sea entre nosotros, o sea entre los pigmeos de Australia. Ahora bien, no necesitamos buscar casos tan dramáticos y excepcionales. Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree.

Sencillamente, estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las culturas existen deberes de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y el valor como una virtud del guerrero. La objeción que se hace de que se trata de normas triviales, que además se deducen fácilmente por su utilidad biológica y social, no es ninguna objeción. Para quien tiene una idea de lo que es el hombre, las leyes morales generales que pertenecen al hombre serán naturalmente algo trivial; y lo mismo decir que sus consecuencias son útiles para el género humano ¿Cómo podría resultar razonable para el hombre una norma cuyas consecuencias produjeran daños generales? Lo decisivo es que el fundamento para nuestra valoración no es la utilidad social o biológica; lo decisivo es que la moralidad, es decir, lo bueno moralmente, no se define así. Daríamos también valor al proceder del P. Kolbe aunque el padre de familia hubiera perdido la vida al día siguiente; y un gesto de amistad, de agradecimiento, sería algo bueno aunque mañana el mundo se fuera a pique. La experiencia de estas coincidencias morales dominantes en las diversas culturas, de una parte, y el carácter inmediato con que se produce nuestra valoración absoluta de algunos comportamientos de otra, justifican el esfuerzo teórico de dar razón de la norma común, absoluta, de una vida recta.

Pero son precisamente las diferencias culturales las que nos obligan a preguntarnos por la existencia de un criterio o medida para juzgar. ¿Existe esa medida? Hasta ahora hemos considerado sólo argumentos provisionales, indicios iniciales. Ahora queremos acercarnos a una respuesta más definitiva a la cuestión, examinando los dos puntos de vista extremos, que sólo en una cosa se muestran de acuerdo: en negar validez universal a cualquier contenido moral. Se trata, pues, de dos variantes del Relativismo moral. La primera tesis dice: “Todo hombre debe seguir la moral dominante en la sociedad en que vive”. La segunda: “Cada uno debe seguir su propio capricho y hacer lo que le venga en gana”. Ninguna de las dos resiste un examen racional. Consideremos en primer lugar la tesis: “Cada uno debe vivir de acuerdo con la moral dominante en la sociedad en que vive”. Esta máxima incurre en tres contradicciones.

Se incurre en la primera contradicción cuando quien plantea la máxima quiere fijar al menos una norma universalmente válida, justamente aquella que dice que se debe seguir siempre la moral dominante. Se podrá objetar que no se trata de una norma de contenidos, sino, por así decir de una metanorma que no puede entrar en colisión con las normas de la moral. Pero las cosas no son tan sencillas. Puede ocurrir, por ejemplo, que una parte de la moral dominante lo constituya el pensar mal de otras sociedades, condenando a los hombres que siguen las morales dominantes en ellas. Si yo sigo esa moral –dominante en mi ámbito cultural– debo entonces participar de ese juicio condenatorio de las otras morales. Puede incluso pertenecer a la moral dominante en una cultura determinada un impulso misionero que le lleva a penetrar en las demás culturas y a cambiar sus normas. Este caso es imposible seguir tal regla, es decir, no es posible afirmar que todo hombre debe seguir la norma dominante en su entorno: si yo sigo esa norma, debo entonces intentar precisamente disuadir a otros hombres de que vivan de acuerdo con su moral. En una tal cultura no se puede vivir de acuerdo con la máxima propuesta.

En segundo lugar hay que decir que no existe en absoluto esa moral dominante. Precisamente en nuestra sociedad pluralista concurren distintas concepciones morales. Una parte de la sociedad, por ejemplo, condena el aborto como un crimen; otra lo acepta e incluso lucha contra el sentimiento de culpa que con él se relaciona. El principio de atenerse a la moral dominante no nos enseña a favor de qué valores dominantes debemos optar.

Tercero. Hay sociedades en las que el proceder de un fundador, profeta, reformador o revolucionario –de un hombre que no se acomoda a la moral de su tiempo, sino que la ha cambiado– tiene carácter de modelo. Ahora bien, puede ocurrir que tengamos por válidas sus normas y no nos parezca necesario un cambio fundamental. Eso sucede precisamente porque estamos convencidos de la rectitud de sus prescripciones desde el punto de vista de los contenidos, y no porque tengamos como cosa recta la simple acomodación al modo común de proceder, ya que, en el caso en cuestión, tiene valor de modelo para nosotros una persona que, por su parte, no se acomoda. En ese caso ¿a qué se debería adaptar quien tiene por principio el acomodarse? Esto por lo que respeta a la primera tesis. En ella se otorga un carácter absoluto a la respectiva moral dominante y se definen las palabras “bueno” y “malo” de acuerdo con dicha moral, cayendo así en las contradicciones apuntadas.

La segunda tesis condena cualquier moral vigente como represión, sojuzgamiento, y exige que cada uno actúe como quiera y sea feliz a su manera. Según esto, pertenece al código penal y a la policía hacer que las acciones contra el bien común sean tan perjudiciales para quien las realiza que las omita por su propio interés. Podríamos dominar la primera tesis como autoritaria: ésta como anarquista o individualista. Examinémosla también. A primera vista nos parece más falta de sentido que la primera, y se encuentra en inmediata oposición a nuestro sentir moral. Teóricamente sin embargo es más difícil de refutar, precisamente porque con frecuencia reviste el carácter de un amoralismo consecuente, para el que no existe otro sentido de bueno o malo que el de “bueno para mí en un determinado sentido”. A quien no reconoce una diferencia de valor entre la fidelidad de una madre a su hijo, la acción de Kolbe y la de su verdugo, la falta de escrúpulos de un traidor o la habilidad de un especulador en bolsa, le faltan algunas experiencias fundamentales o posibilidades de experiencia, que no son reemplazables por argumentos. Aristóteles escribe: la gente que dice que se puede matar a su propia madre no merece argumentos, sino azotes. Se podría decir quizás que necesitaría un amigo. La cuestión es si sería capaz de amistad. Pero el hecho de que quizá no sea capaz de prestar oídos a los argumentos, no quiere decir que no haya argumentos contra él.

Estrictamente, la tesis según la cual cada uno debe actuar como quiera, resulta algo trivial. Cada uno actúa como le gusta. El que obra según su conciencia tiene a bien actuar así, y quien obedece a una norma moral tiene a bien proceder de ese modo. ¿Qué es lo que entonces se quiere decir exactamente cuando se plantea, con intención crítico-moral, la tesis de que cada uno deba hacer lo que quiera? Evidentemente parte de que en el hombre existen distintos impulsos; aboga por unos y está contra otros. Detrás está de algún modo la idea de que unos son más interiores y naturales al hombre que otros: precisamente los llamados impulsos morales. Estos impulsos morales, por el contrario, son considerados como una especie de heterodominación, como un dominio interiorizado del que es preciso librarse. Pero al abogar por la autodeterminación, por lo natural frente a lo extraño, resulta que la protesta antimoralista desemboca directamente en la tradición de la filosofía moral. Ésta, ante la variedad de los usos sociales, había comenzado por preguntarse por lo que propiamente es natural al hombre, y pensaba que sólo se podía llamar libre a quien hiciera lo que le es natural. Ahora bien, ¿qué es “lo natural” al hombre? Quien diga que cada uno debe hacer lo que quiera se mueve en un círculo vicioso. Ignora el hecho que el hombre no es un ser acuñado de antemano por los instintos, sino alguien que debe buscar primero y encontrar después la norma de su comportamiento. Ni siquiera poseemos por naturaleza el lenguaje, debemos aprenderlo. Ser hombre no es tan sencillo como ser animal; ni se vive espontáneamente la vida humana. Como afirma el dicho, debemos “dirigir nuestra vida”. Tenemos deseos e impulsos contrapuestos. Y la afirmación: haz lo que quieras, presupone que uno sabe lo que quiere.

Pero no podemos formar una voluntad en armonía consigo misma sin considerar lo que significa la palabra “bueno”. Palabra que designa el punto de vista bajo el que se ordenan los demás puntos de vista, que son la causa de que queramos esto o aquello. Sin mostrar aquí en qué consiste, podemos decir en qué no consiste: no en la salud, ya que en ocasiones puede ser bueno estar enfermo; ni en el éxito profesional, ya que puede ser bueno en ocasiones tener un poco menos de éxito; ni en el altruismo, pues circunstancialmente puede ser bueno pensar en uno mismo. El filósofo inglés Moore denomina “falacia naturalista” al hecho de reemplazar por otra la palabra “bueno”; dicho de otro modo, al hecho de reemplazarla por algún punto de vista particular. Si se substituyese “bueno” por “sano”; entonces no se podría decir ya que la salud es, por lo general, algo bueno, ya que con ello sólo se afirmaría que la salud es sana.

Vivir rectamente, vivir bien, significa ante todo establecer una jerarquía en las preferencias. Los antiguos filósofos pensaron que podían ofrecer un criterio para una adecuada jerarquía; es correcta aquella ordenación de acuerdo con la cual el hombre vive feliz y en paz consigo mismo. Esto es precisamente lo que no puede ocurrir con cualquier ordenación de moda, de manera que el consejo “haz lo que te guste ”no basta para responder a la cuestión “¿qué es lo que debe gustarme?”. Pero tampoco es suficiente partir de otra base. No existen sólo mis gustos, existen también los de los demás. Es por eso una norma ambigua el decir que cada uno debe hacer lo que le gusta. Puede significar que cada uno tiene que habérselas con los gustos de los demás, como le apetezca, amigable y tolerantemente, o de manera violenta e intolerante. Pero puede también significar que cada uno debe respetar los gustos de los demás. Una tal exigencia general de tolerancia limita justamente los propios gustos. Se debe dejar claro que la tolerancia no es de ningún modo, como se dice a veces, una consecuencia evidente del relativismo moral. La tolerancia se funda, más bien, en una determinada convicción moral que pretende tener validez universal. El relativismo moral, por el contrario, puede decir: ¿por qué debo ser yo tolerante? Cada cual debe vivir según su moral y la mía me permite ser violento e intolerante.

Así pues, para que resulte obvia la idea de la tolerancia se debe tener ya una idea determinada de la dignidad del hombre. Por lo demás, el exigir tolerancia no basta en absoluto para resolver los conflictos entre los deseos propios y los ajenos: muchos de esos deseos son sencillamente irreconciliables. Lo mismo que se dan en mí deseos encontrados de distinto rango, así también los deseos de las personas pueden ser de diverso rango; y no siempre es bueno el preferir los propios deseos o hacerlo siempre con los de los demás. También aquí es preciso saber cuáles son los deseos de uno que colisionan con los de otros. Una solución exigible a ambos tan sólo es posible si existe algo común, es decir, si existe una verdadera medida para juzgar los deseos. El relativismo ético parte de la observación de que esas medidas son conflictivas; pero ese argumento demuestra lo contrario de lo que pretende, ya que en toda disputa teórica subyace la idea de la existencia de una verdad común; si cada cual tuviera su propia verdad no habría disputas. Sólo la recíproca seguridad hace que se produzca el conflicto. Pero ocurre que el conflicto no se resuelve gracias a una reflexión racional, o disputando sobre la norma correcta, sino merced al derecho físico del más fuerte que impone su voluntad. La zorra y la liebre no discuten entre sí sobre el recto modo de vivir: o sigue cada una su camino, o la una devora a la otra.

La disputa sobre el mal y el bien demuestra que la Ética es campo de litigios. Pero eso es también lo que demuestra justamente que no es algo puramente relativo, que el bien puede estar siempre en lo singular y que es difícil decidir en los casos límite. Esa disputa demuestra que determinados comportamientos son mejores que otros, mejores en absoluto, no mejores para alguien o en relación con determinadas normas culturales. Todos lo sabemos. El sentido de la Ética filosófica es arrojar más luz sobre este conocimiento y defenderlo frente a las objeciones de los sofistas.

 

Robert SPAEMANN: Ética: cuestiones fundamentales.
Editorial Eunsa; Navarra, 1987, pp. 19-31. (edición original, 1982)