SOBRE
RELATIVISMO
Fragmentos
del cap. 2 de “Sobre la Bondad” de Simon BLACKBURN
El “relativista de primer curso” es uno de los personajes
más odiosos de las clases introductorias de ética,
más o menos como el ateo del pueblo (pero ¿qué
tiene de bueno el teismo del pueblo?). El relativismo, sin embargo,
tiene un aspecto muy atractivo: viene asociado a la tolerancia
hacia las diferentes formas de vivir. Nadie se siente cómodo,
hoy en día, con la certeza generalizada en la época
colonial de que nuestra manera de hacer las cosas es la correcta
y de que deberíamos obligar a los demás a hacerlas
del mismo modo
(...)
Allí donde fueres haz lo que vieres, de acuerdo; pero:
¿Qué pasa si lo que ves es repulsivo? No tenemos
que buscar demasiado para encontrar sociedades cuyas normas permiten
el maltrato sistemático a ciertos grupos. Hay sociedades
esclavistas y sociedades de castas, sociedades que promueven la
mutilación genital de las mujeres o que les niegan sistemáticamente
la educación y otros derechos. Hay sociedades donde no
hay libertad de expresión política, otras cuya forma
de tratar a los criminales resulta escalofriante o algunas en
las cuales las diferencias de religión o de idioma traen
consigo distinciones de estatus legal y civil.
En
este punto nos encontramos con un dilema. Por un lado tenemos
la idea relativista de que: “Si ellos lo hacen así,
pues así está bien para ellos y en cualquier caso
no es asunto mío”. Por el otro, tenemos el fuerte
sentimiento que nos domina a muchos de nosotros de que esas cosas
no deberían suceder y de que no deberíamos quedarnos
tranquilamente a un lado mientras suceden. Si nuestros ideales
se quedan en eso, entonces no tenemos más que ideales pervertidos
y soluciones fallidas al problema de qué valores hay que
promover.
Llegados
a este punto, es natural recurrir al lenguaje de la justicia y
de los “derechos”. Los seres humanos tienen una serie
de derechos y estas prácticas los desprecian y los niegan.
Y la violación de los derechos es un asunto que concierne
a todo el mundo. Si se niega la educación a los niños
y en lugar de eso se les explota en el trabajo o, si tal como
sucede en algunos países norteafricanos, las niñas
son sometidas a una mutilación horrible y dolorosa para
que no puedan disfrutar de forma natural y placentera de la sexualidad
humana, no podemos considerar que eso esté bien, en ningún
momento y en ningún lugar. Si ellos lo hacen, entonces
nosotros estamos en contra de ellos.
(...)
¿Podemos
encontrar argumentos para cuestionar la mentalidad relativista?
¿Podemos hacer algo más que golpear la mesa? Y en
caso de que no podamos ¿debemos dejar de golpearla? (...)
Mientras tanto, propongo dos reflexiones antes de abandonar la
cuestión. La primera pretende responder a la idea de que
luchar por los derechos humanos y contra la opresión de
las personas por razón de su sexo, casta, raza o religión,
no es más que “imponer” unos valores occidentales
y sectarios. En parte, podemos decir que habitualmente no se trata
de imponer nada, sino más bien de cooperar con los oprimidos
y apoyar su emancipación. Y lo que es más importante,
habitualmente no está tan claro que los valores que defendemos
sean absolutamente ajenos a los demás (éste es uno
de los casos en los que nos dejamos engañar por una visión
simplista de las culturas como si fueran algo herméticamente
cerrado: ellos y nosotros). Después de todo, lo que acostumbra
a pasar es que los únicos portavoces de su cultura y de
su manera de hacer las cosas son los opresores. No son los esclavos
quienes valoran la esclavitud, como tampoco son las mujeres quienes
valoran el hecho de que no puedan encontrar trabajo o las chicas
jóvenes las que valoran el hecho de ser desfiguradas, son
los brahmanes, los mullahs, los sacerdotes y los mayores quienes
se erigen en portavoces de su cultura. Lo que piensan de ella
todos los demás pasa, a menudo, desapercibido. Del mismo
modo que son los vencedores quienes escriben la historia, los
que están en la cima de la sociedad son los que justifican
que la cima sea ésta y no otra. Los que están abajo
no llegan a decir nada.
La
segunda reflexión es la siguiente. Llevado hasta sus últimas
consecuencias, el relativismo se convierte en subjetivismo: no
se trata ya de que cada cultura o sociedad tenga su propia verdad,
sino de que cada individuo posee su propia verdad (...) Una conversación
sobre ética no es del tipo: “Me gusta el helado”,
“A mí no”. Es del tipo: “Haz esto”,
“No hagas esto”, es decir, una conversación
en la que las diferencias constituyen desacuerdos y sí
son importantes.
(...)
Los relativistas de primer curso que en un momento dado dicen
“Bueno, eso es sólo una opinión”, un
minuto más tarde demostrarán el mayor de los compromisos
con una determinada opinión, cuando se trate de una cuestión
importante para ellos, como terminar con la caza, impedir las
vivisecciones o permitir el aborto.
El
atractivo del “ésta es tu opinión” se
basa en una determinada idea filosófica: la que la ética
carece de fundamento. La idea es que no hay forma de demostrar
qué opinión es la correcta o que no hay nada en
virtud de lo cual una afirmación ética pueda ser
verdadera. La ética no tiene objeto. Esta línea
de pensamiento viene respaldada por una importante tradición
filosófica. Pensamos que el mundo se agota en lo que es.
Un creador sólo tendría que crear el mundo físico
y todo lo demás, incluida la humanidad, se desarrollaría
a partir de él. Pero el mundo físico sólo
contiene lo que es, y no lo que debe ser, de modo que no hay ningún
hecho que pueda respaldar ningún compromiso ético,
ni es posible descubrir ningún hecho de este tipo. No hay
ningún sentido (oído, vista, tacto) que nos pueda
informar sobre hechos éticos, ni ningún instrumento
que detecte su verdad. Sólo podemos responder de aquello
que es verdad, no de aquello que debería ser verdad. De
este modo nos asalta el nihilismo, es decir, la doctrina de que
los valores no existen, y también el escepticismo, la doctrina
de que, incluso si existieran, no podríamos conocerlos.
Simon
BLACKBURN: Sobre la bondad. Una breve introducción a la
ética.
Editorial Paidos, Barcelona 2002, pp. 37 – 50 (fragmentos).