VORSORGEPRINZIP
El significado del principio de precaución
Origen y problemática del principio de precaución
El «principio de precaución» [traducción del alemán “Vorsorgeprinzip”] es objeto de debate en tecnoética, en bioética y en teoría de la sostenibilidad desde mediados de la década de 1990, cuando fue repetidamente invocado como argumento en las decisiones gubernamentales de los Estados europeos a propósito de la epidemia de «vacas locas». A nivel internacional su eclosión se produce en la Declaración de Rio (1992) y, en Estados Unidos emerge con la Declaración de Wingspread (1998). Sin embargo, en el Estado español la apelación jurídica y moral al «principio de precaución», conocido sólo en ambientes académicos, se popularizó algunos años más tarde, en el contexto de la lucha contra el transvase del Ebro y sus graves consecuencias sobre el medio ambiente. El debate llegó a la opinión pública al plantearse la cuestión de los fallos de “precaución” que provocaron el hundimiento del petrolero «Prestige» ante las costas gallegas (2002), convertido ya en la mayor catástrofe ecológica europea de los últimos decenios.
Hay cada vez mayor acuerdo, inducido por experiencias muchas veces crueles (catástrofes sanitarias, alimentarias, ambientales, etc.), acerca de que determinadas formas de contaminación y destrucción del hábitat son del todo irreparables; y que no sólo afectarían a las generaciones futuras sino –básicamente– a nosotros mismos, a nuestra salud y a nuestra economía. El «principio de precaución» funciona progresivamente como criterio no sólo ético sino político y jurídico, precisamente porque en el horizonte de las sociedades postindustriales se hace presente la posibilidad racional no sólo del riesgo sino de la catástrofe irreparable. No es sólo el medio ambiente de nuestros nietos lo que se destruiría, por ejemplo, por el accidente de un petrolero ante la Costa Brava, o por una nube radioactiva en Vandellós. Además del aire y del paisaje, se hundirían irremisiblemente vidas humanas, instalaciones, grandes inversiones y, con ellas, miles de puestos de trabajo y todo el sector turístico e industrial local. La precaución se vuelve, pues, imprescindible como herramienta de supervivencia personal y colectiva. Más allá de plantear riesgos puramente hipotéticos, la ética del «principio de precaución» nos propone la gestión responsable del riesgo tecnocientífico: se trata de evitar la fatal tentación “asimilativa” del riesgo para proponer una acción “anticipativa” basada en “clean technologies” pero, sobre todo, en una clara opción moral por la responsabilidad tecnológica y ambiental.
En una primera aproximación comenzaremos planteando lo que el «principio de precaución» no es, porque demasiadas veces la precaución aparece en la bibliografía de tecnoética con una connotación negativa, casi policíaca, que debiera ir superándose. Sería también erróneo vincular el «principio de precaución» exclusivamente a la teoría aristotélica de la prudencia y, peor todavía, confundirlo con una cierta idea de “término medio” o de “moderación”, como sucede a veces en una vulgarización tan apresurada como engañosa. Tampoco es correcto, finalmente, vincular la precaución a una supuesta política de “riesgo cero”, imposible en la sociedad tecnocientífica.
El «principio de precaución» debe situarse, más en concreto, junto a la bioética, a ética del medio ambiente y a la teoría del desarrollo sostenible, como un concepto central para el replanteamiento de la idea de progreso en la modernidad avanzada. La teoría de la precaución no sólo incluye la perspectiva “negativa” de la reducción de riesgos, sino que básicamente propone una nueva relación responsable del hombre con la naturaleza y la tecnociencia.
El concepto de “precaución” no incluye necesariamente una evaluación negativa de la tecnociencia, ni tampoco conlleva una restricción de la investigación; pero exige una clara conciencia de la responsabilidad en todas y cada una de las fases del proceso tecnocientífico. El «principio de precaución» es una herramienta útil para avanzar en la definición de un nuevo Contrato social, que defina las relaciones sociales que emergen en la sociedad postindustrial avanzada.
Tal vez sólo se toma plena conciencia de la importancia de conceptos como “precaución” y “riesgo” en un contexto de desarrollo económico y en una economía postindustrial. Pero conviene aclarar que el «principio de precaución» se dirige a todos los países (ricos o pobres, del Norte o del Sur) porque implica, en su horizonte más humanizador, una nueva manera de habitar la tierra, reconociendo la mutua interdependencia entre países y entre individuos que provoca la extensión de la tecnociencia. No se puede ignorar, sin embargo, que en muchos entornos políticos (tal vez donde más se necesitaría hacerlo) no existen posibilidades reales de poner sobre la mesa la problemática de la sostenibilidad y de la precaución –que exige condiciones que van desde una democracia deliberativa y una opinión pública concienciada hasta un nivel de control tecnológico sobre los propios recursos, que la gran mayoría de sociedades del tercer mundo no poseen. De hecho, ni siquiera en Europa y Estados Unidos existe todavía un corpus doctrinal suficientemente estabilizado sobre una cuestión que se va construyendo progresivamente entre la tentación moralizante y la dimensión legal. La misma ambigüedad del concepto jurídico de “riesgo” obliga a plantearlo de una manera flexible y, por ello, más cercana a la ética que a la jurisprudencia.
En positivo, la precaución no es una tutela, sino una garantía. El contexto filosófico de la idea de precaución convendría buscarlo en la teoría de la “ética de la responsabilidad” de Hans Jonas que incorpora la cuestión de la valoración de las consecuencias y de los derechos de las generaciones futuras. El imperativo jonasiano («actúa de tal manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de la vida humana auténtica sobre la Tierra») no es en esencia contrario al desarrollo ni al progreso; pero sí exige dar una “cierta” forma a ese progreso. Y en ese contexto se desarrolla la idea de precaución, no como abstención sino como gestión activa del riesgo. Se trata de asumir que nuestro conocimiento sobre las consecuencias de nuestras propias acciones es muchas veces débil, incompleto e incierto y que actuar en contextos de incertidumbre obliga a extremar la precaución para no provocar daños mayores.
El origen del «principio de precaución» estrictamente se encuentra en Alemania, vinculado a la justificación de la necesidad de leyes restrictivas sobre los usos del agua y del aire. En 1980 el gobierno alemán, preocupado por la contaminación en el mar del Norte, encargó ya a una comisión de expertos independientes que se estudiasen formas de hacer efectivos los criterios de precaución medioambientales. Y desde la reunión de países ribereños de dicho mar (Bremen, 1984) se acordó que: «los Estados no deben esperar para actuar a que estén demostrados los peligros para el medio ambiente». Como se ve, pues, la idea de precaución lleva implícito un contexto político que tiene poco que ver la tradicional concepción liberal y laxista ante la tecnociencia, sino que supone una concepción del Estado como instrumento de control y no de suplencia.
La precaución parte del principio según el cual la responsabilidad no corresponde ejercerla únicamente ante las consecuencia (de suyo irreparables) de los actos, sino que demanda una actitud activa de anticipación y una concepción del progreso como algo que no sólo incumbe a la tecnología, sino al conjunto de las relaciones humanas.
De una manera más concreta, la definición habitual de precaución retoma la que en 1986 propuso el gobierno alemán en unas «Directivas sobre la precaución en materia de medio ambiente» en que se presenta así el concepto:
«Por “precaución” se designa el conjunto de medidas destinadas sea a impedir amenazas precisas al medio ambiente, sea, en un objetivo de previsión del estado futuro del medio, a reducir y limitar los riesgos para el medio, en previsión de la futura situación medioambiental, y a mejorar les condiciones de vida naturales, considerando ambos objetivos como mútuamente implicados»
La perspectiva de precaución integra la prevención en una triple jerarquía. Se trata así imperativamente de:
· Reducir
los riesgos y evitar los peligros incluso cuando no se constatan efectos inmediatos
· Formular objetivos de cualidad tecnocientífica y ambiental
· Definir una aproximación ecológica de la gestión
ambiental
Todo ello indica, obviamente, no sólo un cambio de perspectiva social y política, sino que plantea cuestiones de legitimidad de la acción estatal que muchos pensadores liberales no han dejado de observar: ¿hasta que punto la “precaución” no se confunde con el “paternalismo” estatista? ¿hasta que punto es compatible con la autonomía personal y empresarial?, ¿qué legitimidad tiene el Estado para controlar peligros que tal vez sean puramente hipotéticos, o futuribles? etc. El gobierno francés llegó incluso a invocar la “precaución” para justificar el proyecto de ley que incluye la esterilización de discapacitados mentales graves (30 de mayo de 2001) y en este sentido su uso puede tener consecuencias, cuanto menos, complejas.
La precaución es algo que va más allá de la tradicional cuestión de la prudencia. Esquemáticamente la prudencia puede considerarse como una virtud del individuo particular en su relación consigo mismo, con los otros y con su entorno. La idea de “precaución” va más allá: implica a los individuos pero, especialmente a las organizaciones y al Estado.
En la aplicación del «principio de precaución» va implícito el debate sobre el límite de la soberanía de los Estados ante los peligros potenciales de la relación entre la tecnociencia, la salud y el medio ambiente: ¿cuál es límite a la protección a las personas por parte del poder político? ¿debe la responsabilidad ser ejercida sólo por el Estado, o debe dejarse en manos de los particulares mismos, imparcialmente informados? ¿resulta compatible –o no– la idea de precaución con la política de libre comercio mundial, defendida hoy por todos los Estados del mundo? En todo caso la “precaución” no es un elemento contrario al desarrollo económico y a la productividad, sino todo lo contrario: son los países económicamente más prósperos, competitivos y con una opinión pública mejor formada, quienes más elementos precautivos exigen a sus empresas. En términos económicos, la precaución no es gasto, sino inversión. Y permite, además, que la opinión pública sea consciente del valor –y no sólo del precio– de la seguridad colectiva. Siempre que, naturalmente, la “precaución” no conduzca de pleno a la inacción.
Pero obviamente la precaución debe ser equilibrada, proporcional (al riesgo) y no discriminativa. Algunos libros sobre el «principio de precaución» cuentan la historia del gobierno japonés que en 1980 supo, gracias a una nueva tecnología sísmica, que al cabo de dos días se iba a producir en el país un potente terremoto. La pregunta fue obvia: incluso estando seguros de la información, ¿cómo comunicarla a la población sin inducir un pánico, un colapso en los servicios, o una histeria colectiva, más grave incluso que el propio terremoto? Se dice que el gobierno pasó un día y medio redactando y matizando, una y otra vez, el comunicado de prensa... Y es que, algunas veces, el «principio de precaución» depende de cómo usar las comillas en un comunicado, para evitar males peores.
En alemán se distingue, al hacer referencia al «principio de precaución» entre dos conceptos que no siempre son tan claros en otras lenguas
· “Gefahr” [peligro] cuyo potencial, más o menos conocido, es inminente.
· “Risiko” [riesgo] de tipo más o menos incierto o potencial.
Si hay un consenso claro sobre la legitimidad de actuar en el primer caso, no es tan claro que deba haberlo en el segundo. Ya Aristóteles recordó que no todo lo “potencial” deviene “acto” y sobre cual deba ser la actuación en caso de riesgo potencial el debate seguirá abierto (tal vez hasta que algún que otro riesgo se convierta ya un peligro irreversible; pero entonces –como nos recuerdan los ecologistas– simplemente será demasiado tarde).
A medida que el principio de precaución ha ido extendiéndose desde la polución medioambiental al transporte de mercancías y a la bioacumulación de pesticidas o de substancias tóxicas en el medio, ha ido creciendo cada vez más la distancia entre Estados neoliberales (laxistas) y Estados regidos por principios socialdemócratas, o liberal-republicanos etc., que toman la idea de «precaución» como guía de su actuación pública ante la tecnociencia y el medio natural.
Desde la «Cumbre de la Tierra» (Rio, junio de 1992) puede considerarse el principio de precaución como plenamente incorporado al conjunto de disposiciones ético-jurídicas destinadas a redefinir la relación entre el hombre y la Tierra. “Precaución” es un concepto que se inscribe, junto a otros como participación, cooperación o responsabilidad en la necesaria agenda de un mundo globalizado. Así, la DECLARACIÓN DE RIO estableció que:
«Para proteger el medio, las medidas de precaución han de ser ampliamente adoptadas por los Estados, según sus capacidades. En caso de riesgo de daños graves o irreversibles, la ausencia de certeza científica absoluta no debe servir como pretexto para retrasar la adopción de medidas efectivas tendentes a prevenir la degradación del medio»
No nos detendremos ahora en la descripción de los múltiples tratados internacionales que, después de Rio, introdujeron el «principio de precaución» en su articulado; pero conviene dar, como botón de muestra, algunos textos. La «Convención de Naciones Unidas sobre los cambios climáticos» (1992) propugna que:
«Incumbe a las partes tomar medidas de precaución para prever, prevenir o atenuar las causas de los cambios climáticos y limitar sus efectos nefastos. Cuando hay riesgo de perturbaciones graves o irreversibles, la ausencia de certeza científica absoluta no debe servir como pretexto para diferir la adopción de tales medidas, en el bien entendido que las políticas y las medidas referidas al cambio climático, requieren una buena relación coste / eficacia, de manera que garanticen las ventajas globales al más bajo coste posible»
También la «Convención de Cartagena sobre la prevención
de riesgos biotecnológicos» (Montreal, 29 de enero de 2000) sitúa
el «principio de precaución» como una cláusula de
salvaguardia de en materia de salud pública, afirmando que:
«La ausencia de certidumbre científica, debida a insuficiencia de las informaciones y de conocimientos científicos pertinentes referidos a la importancia de los efectos desfavorables potenciales de un organismo vivo modificado (...) no impide que, cuando está destinado a la alimentación humana o animal o a ser transformado [puedan tomarse decisiones sobre su importación] para evitar o reducir al máximo los efectos desfavorables potenciales»
Es sobre esta base legal que Europa ha mantenido su oposición a la importación de transgénicos norteamericanos. Y el mismo principio se incluye también en la «Convención revisada sobre la protección del medio marino y del litoral del Mediterráneo» (Barcelona, 1995), que en este caso ha sido sistemáticamente incumplida por el gobierno central de Estado español:
«... para proteger el medio ambiente y contribuir al desarrollo sostenible de la zona del mar Mediterráneo, las partes contratantes: aplican, en función de sus capacidades, el principio de precaución en virtud del cual, cuando existan amenazas de riesgos graves e irreversibles, la ausencia de certeza científica absoluta no debería servir como argumento para retrasar la adopción de medidas eficaces en relación a su coste tendentes a prevenir la degradación del medio»
Como se ve, desde un punto de vista jurídico, con el «principio
de precaución» se trata de invertir la carga de la prueba: tradicionalmente
era necesario demostrar que un producto podía ser peligroso para retirarlo
del mercado o para actuar sobre él. Con el «principio de precaución»
se trata, por el contrario, de demostrar que es inocuo antes de ponerlo en el
mercado. Pero convendría no olvidar que esta no es una cuestión
cerrada, ni mucho menos. Por ejemplo, la Corte de justicia de la Haya se negó
a entrar en el fondo del asunto cuando en 1995 Nueva Zelanda demandó
a Francia por considerar que se hubiese debido evaluar el impacto de las pruebas
nucleares francesas sobre el medio ambiente antes de realizarlas.
Muy en resumen, y para cerrar este punto, podría decirse que, desde un punto de vista del todo procedimental, el «principio de precaución» propugna:
1. No hacer correr
a nadie riesgos inútiles por causas tecnocientíficas o medioambientales
2. Ante una incertidumbre, privilegiar siempre la hipótesis más
pesimista
3. Cuando un peligro es inevitable e irreversible trabajar para minimizar sus
efectos
4. Ponderar siempre equilibradamente los riesgos potenciales con los beneficios
5. Crear una conciencia social sobre las consecuencias de la tecnociencia y
de las biotecnologías para el medio y para los individuos concretos.
6. Exigir a los fabricantes, industriales, etc., que demuestren de manera fehaciente
la idoneidad de sus productos tanto hacia el medio como a los consumidores,
usuarios y trabajadores que los manipulan
7. Ofrecer información transparente sobre riesgos, sin discriminar a
nadie y sin crear situaciones de pánico o de angustia injustificados
Los elementos filosóficos del principio de precaución
Para la filosofía moral, la cuestión de la precaución es inseparable del encuentro (algunos le llamaría “encontronazo”) entre dos teorías: por una parte la «ética de la responsabilidad» de Hans Jonas y por otra la teoría de la «lógica fuzzy» debida a Lofti A. Zadeh, que estudia como responder en contextos de ambigüedad.
En una teoría clásica del progreso (ilustrada y liberal) se consideraba la naturaleza como un recurso en principio inagotable, con una casi infinita capacidad de regeneración y en la que los humanos debían, como mucho, realizar una acción “curativa” si algo se descontrolaba. Con la eclosión del pensamiento ecologista aparece un nuevo modelo que sería, por así llamarlo, “preventivo”: todo riesgo que pueda ser racionalmente previsible, al nivel de nuestros conocimientos actuales, debe ser abordado y deben establecerse criterios no sólo para reparar –y en su caso, indemnizar– sino para impedir el riesgo. La idea que subyace al «principio de precaución» va un poco más allá (de hecho se inspira en EL PRINCIPIO RESPONSABILIDAD de Hans Jonas). Se trata no sólo de prevenir sino de adoptar una política pública, pensada a largo plazo y –eso es lo más complejo– en un estado de incertidumbre racional muy alto.
El «principio de precaución» se presenta como una ética de las políticas públicas y como una “actitud” cívica y social que rige las obligaciones mutuas de los individuos y de las empresas en la sociedad postindustrial, con el objetivo de lograr una sociedad sostenible. Como concepto, “precaución” es, indiscutiblemente «fuzzy» [borroso, difuso] ; tal vez convendría empezar por explicar un tanto este concepto para entender la dificultad a la hora de definirlo mediante los tradicionales criterios cartesianos de “claridad y distinción”.
En la lógica tradicional, una proposición como “Pedro es calvo” puede ser verdadera o falsa. Pero en la vida cotidiana todo el mundo sabe que “ser calvo” resulta algo bastante ambiguo, que depende fundamentalmente de un contexto. Las cosas, de verdad, generalmente no son blancas o negras y todos los calvos saben que lo suyo admite muchos matices (¿en comparación con quién soy calvo?, ¿cuántos cabellos debe tener un calvo?, etc...). En 1965, el ingeniero de origen iraní Lofti A. Zadeh (1921) planteó la paradoja del hombre calvo, que dice lo siguiente: «si a un hombre no calvo le quitamos un cabello continua sin ser calvo». La paradoja reside en que la afirmación tiene a la vez un cierto grado de certeza y un cierto grado de falsedad: es un concepto «fuzzy». En matemáticas y en ingeniería el concepto tiene una gran aplicación (sirve, por ejemplo para construir robots). Pero puede aplicarse también en filosofía moral y en sociología: «principio de precaución» es un concepto “borroso”, “difuso”; pero indiscutiblemente real pese a su ambigüedad.
La precaución es una consecuencia de la incertidumbre en que viven los humanos. Es esa misma incertidumbre la que nos obliga a poner los medios necesarios para la reducción de los riesgos que, sin embargo, e inevitablemente, nos acompañarán siempre. Por eso mismo una ética y una política basada en la “precaución” debe ser flexible, y su normativa debe resultar adecuada a las posibilidades reales de la tecnociencia y del cálculo racional. Como decía ya el viejo Paracelso: «la dosis hace el veneno». En el mundillo de las biotecnologías se habla de las técnicas ALARA («as law as reasonably achievable») para lograr BAT («best available technology») pero a un coste no excesivo BATNEEC («best available technology not entailing excessive cost»), etc.
¿Cuáles de esos elementos son significativos para una tecnociencia? Sin duda, en el «principio de precaución» se pone en juego la idea de transparencia de una manera inmediata. La trasparencia es la condición que hace posible una evaluación racional de los riesgos pero obliga también a poner énfasis en la “lealtad” sin la cual puede producirse una manipulación de la opinión pública que manipula los principios de libre competencia.
En segundo lugar deberíamos plantear a través del «principio de precaución» las consecuencias de un crecimiento ilimitado que, por su propia lógica genera riesgo. Según los economistas, a una tasa de crecimiento económico del 2% anual el consumo en cien años será 7,2 veces más elevado que hoy. La prudencia se impone siempre que un economista diseña futuribles; pero alguien debería preguntarse en profundidad si esa tasa es sostenible o nos lleva a futuros más propios de sociedades totalitarias y a la pura y simple destrucción del planeta. Una economía compuesta de “sujetos prudentes” (por no decir “sobrios”) sería, ciertamente, menos peligrosa para el planeta. Asumir como criterio el «principio de precaución» nos convertiría en unos consumidores más racionales.
En tercer lugar, una sociedad basada en el «principio de precaución» está más abierta a asumir la interdependencia social y cultural, de tal manera que nos acerca al «ideal cosmopolita» intercultural. El «principio de precaución» tiende, por su propia lógica, a crear una comunidad más atenta a las consecuencias de sus acciones. La relación hombre / naturaleza / tecnología se vuelve más racional cuando se extiende la conciencia de la “precaución” en todos los ámbitos tecnocientíficos y medioambientales.
En la medida en que la “precaución” nos habla, además de «anticipación» y de «responsabilidad a nivel planetario» nos conduce, finalmente, a replantear la agenda de las prioridades políticas hacia un desarrollo sostenible, acorde con las posibilidades de la tierra y que no haga imposible la vida de las generaciones futuras.
Quedaría aún otra aplicación del «principio de precaución», en este caso a la teoría de la ciencia. En efecto, al aplicarlo se debería reconsiderar lo que se entiende por “ciencia normal” (y, en consecuencia, por riesgo “normal”) y dar voz a individuos con ideas innovadoras, no paradigmáticas y muchas veces situados fuera del sistema, pues son ellos quienes mejor pueden señalar los agujeros en la seguridad. Para que el «principio de precaución» tenga sentido alguien (consumidores, científicos marginales, etc.) debe ejercer como “Pepito Grillo” y agitar las consciencias. Así teoría y ética de la tecnociencia encuentran un punto de convergencia.