TECNOFOBIA: LAS RAZONES DE UNA IDEA.

 

En su conocido libro: Two Cultures and a Second Loock (1959), C.P. Snow se preguntaba hace ya años por las razones del abismo entre científicos y literatos que desde entonces no ha hecho otra cosa que crecer. El porqué de la incomprensión entre las dos culturas está lejos de constituir un tema puramente académico y su eco alcanza hoy un carácter global, que hace preciso investigar sobre los fundamentos culturales de la tecnofobia. Convendría repetir las preguntas que en su día planteó C.P. Snow: ¿Son los intelectuales "de letras", luditas por naturaleza?. ¿Cuáles son las razones de la tecnofobia y porqué se ha desarrollado especialmente entre quienes se llaman a sí mismos "humanistas"? ¿Por qué el intelectual de letras considera la tecnofobia no sólo de buen tono, sino incluso como una especie de obligación civil inherente a su estatus? ¿Por qué la profecía humanística evalúa sistemáticamente la tecnociencia como riesgo o peligro y no como oportunidad? ¿Se trata de un tópico cultural nostálgico o, tal vez, la tecnofobia esconde alguna enseñanza que sea posible desarrollar en la comprensión de un mundo diseñado cada vez más a imagen de la tecnociencia? ¿Existe realmente alguna vía de superación de la extraña dialéctica entre tecnófobos (e incluso "neoluditas") y tecnófilos? Y, finalmente: ¿puede construirse una auténtica sociedad del conocimiento sobre esa oposición?

Ante la tecnociencia, la respuesta de las humanidades ha oscilado entre dos posturas tan radicales como poco matizadas. Se ha postulado muy minoritariamente una defensa utilitaria a ultranza de la modernidad asimilada, sin más, a la posesión instrumental (caso de las diferentes filosofías del ámbito pragmatista) o, por el contrario, se ha caído en una desvalorización profética del mundo de la máquina; tachado de des/almado en su sentido más obvio y literal. Conviene reconocer que ésta última ha sido -y continua siendo- una postura prestigiosa en el ámbito global de "las letras", desde donde se contempla cualquier intento de humanismo tecnológico, sino con desprecio, al menos con indisimulado recelo. En lo tecnocientífico, a veces más cerca de lo novedoso que de la novedad, se intuye un peligro para la continuidad del humanismo, más que una oportunidad para su despliegue. La técnica como factor de armonización mecánica del mundo ha tendido a ser considerada en la tradición humanística como una forma de degradar lo cualitativo y lo individual. Aparece como el espacio donde se pierde la diferencia, es decir, donde se disminuye aquello que constituye lo humano por excelencia, y donde la apariencia niega la realidad de las cosas. Se ve tópicamente acusada de provocar la decadencia de la ligazón comunitaria primitiva y se la juzga responsable de una actitud escéptica que, en definitiva, conduce al nihilismo al poner lo funcional por encima de lo supuestamente "auténtico". Resuenan así en el mundo humanístico los ecos de la reconvención goethiana en el Fausto:
Viejo derecho, firme tradición
En nada cabe ya tener confianza
La técnica simboliza también, en esta hipótesis, la consumación de la dominación del mundo por el dinero y, en consecuencia, es tanto un elemento de ruptura con la naturaleza, cuanto una expresión de existencia inarmónica. Es fácil ver además, en ella el instrumento de un poder inmoderado y, por lo tanto, da un cierto buen tono proponer un neoludismo estético, que se acompaña de un poco disimulado aristocratismo intelectual, que a veces se despliega como crítica global al concepto de progreso.

La filosofía del siglo XX ha sido muy mayoritariamente presa de la desconfianza ante la tecnociencia, y ante su núcleo filosófico que es la herencia ilustrada. Heidegger, Adorno, Jonas y Postman constituyen hitos importantes en esa desvalorización de la tecnológico pero no son los únicos tecnófobos. Decía Cioran que: Con el advenimiento de la trinidad del automóvil, el avión y el transistor podemos poner fecha a la desaparición de los últimos restos del Paraíso terrenal. Todo hombre que toca un motor prueba que es un condenado. Sin llegar a planteamientos de esta radicalidad, el hecho es que muchas reacciones humanísticas ante la técnica basculan entre el miedo y la sátira. En este aspecto, la propuesta jonasiana de la heurística del temor, y la ética del no-poder de Ellul resumen el sentir de un mundo cultural asustado por sus propias construcciones.

No deja de sorprender que a lo largo del siglo XX el miedo haya podido ser considerado como un elemento positivo, en oposición a toda la tradición ilustrada que, estrictamente, se había construido desde el rechazo absoluto a cualquier tipo reacción paralizante y desde la denuncia del miedo como una construcción interesada, sólo útil para mantener a los hombres en un estado de sumisión. Pero, ciertamente, en el mundo de las humanidades hay, desde Platón y el mito de la Edad de Oro, una abundante literatura que podría ser considerada ludita. Sólo la reconsideración de los argumentos tecnófobos puede permitir un diálogo enriquecedor para las "dos culturas".

Nos proponemos un recorrido por los argumentos tecnófobos en tres momentos centrales: Grecia, la Ilustración francesa y los filósofos del siglo XX crecidos en el ámbito de los totalitarismos y de la II Guerra Mundial. Deseamos poner de manifiesto que en los argumentos tecnófobos no se encuentra solamente una evaluación negativa de la tecnología por sus consecuencias posibles, sino una concepción global del mundo cuyas advertencias de signo moral y antropológico deben ser tenidas en cuenta tanto en una tecnoética que busque lo mejor para el más amplio número, como en la que se plantee imperativos morales de mayor rango, especialmente la extensión de la autonomía. La filosofía ha tendido a considerar la tecnología como su opuesto y conviene reflexionar sobre este hecho si se pretende decir todavía una palabra que tenga sentido frente al ruido y la entropía.

Tecnofobia y espíritu griego.

Se olvida muchas veces que la tecnofobia tiene su origen último en la tradición clásica. En el mundo griego, y específicamente en su mitología, los tecnólogos fueron siempre individuos castigados. Prometeo pagó su atrevimiento con el suplicio. Dédalo, el constructor del laberinto, fue encerrado en él. Ícaro vio quemadas sus alas… También los filósofos, empezando por Platón en el Gorgias y en Las leyes desprecian el trabajo técnico. Platón en Gorgias (512c) dice textualmente que el nombre de "maquinista" es un insulto y que un ciudadano no debe casar con las hijas de tales sujetos, ni darles hijas propias en matrimonio. Aristóteles en la Política (cap. V, del libro III, 1278 a) proclama que la ciudad excelente no hará del artesano un ciudadano, porque no puede practicar la virtud y se halla, de hecho, próximo al esclavo.

Más que hablar de aristocratismo, que de hecho no pasaría de ser una excusa sociológica, lo que conviene es comprender que para los clásicos, la "norma" no resulta distinta a la naturaleza y, en consecuencia, un tecnólogo es alguien que rompe la normalidad, el telos de cada cosa y que, por eso mismo, resulta sospechoso. En el ideal griego que es todavía el modelo humanístico occidental, la naturaleza tiene unos fines internos y autoregulados. La teckné, en cambio, constituye un intento de forzar o de romper des de fuera -con un acto de violencia- la lógica de las cosas. De ahí su peligro. Todo producto artificial -y artificioso- rompe la naturaleza de los seres y los vuelve inauténticos. Para los griegos, el ejemplo de la moneda -y del desorden que la crematística introduce en la ciudad- muestra bien a las claras la perversidad del artificio que rompe con una agricultura natural, pensada para nuestras propias necesidades y no para el comercio y para la acumulación. Además la técnica implica movimiento cuando para el mundo griego la perfección sólo se encuentra en el reposo. También Epicuro (Máximas capitales, 15) considera que las riquezas no conformes a la naturaleza implican peligro. En definitiva, allí donde aparece la teckné se rompe la harmonía.

François Dragonet resume en dos tesis la tecnofobia griega:

1.- Los griegos no vinculan las proezas técnicas e instrumentales con el progreso humano, porque el hombre pertenece a la naturaleza eterna y no a la técnica cambiante. Si el hombre es perfecto (metron) y estable no necesita para nada una tecnología que nos desestabiliza.

2.- Desaconsejan, además, el uso de las máquinas porque de ellas sólo pueden salir desastres, cataclismos y miserias. Platón recuerda, por ejemplo, que Thaumas rechaza el invento de la escritura que le ofrecía Teuth porqué iría contra la memoria y favorecería la automatización, la rapidez y la exterioridad, contrarias a la naturaleza humana.

Para un griego, la posición antitecnológica resulta una consecuencia necesaria del humanismo. El hombre clásico se considera a sí mismo como una expresión de la harmonía de la naturaleza. En ningún caso ello debe verse como una oposición al trabajo productivo: Penélope teje y Hefesto forja, pero lo importante es que no se subordinan a sus productos. Ser hombre es todo lo contrario de un mecanismo o de una regla. Los humanos no expresan el automatismo sino la reflexión que implica la libertad ante sus propios productos. No sería exacto, en consecuencia, hablar de tecnofobia en Grecia, sino de una situación previa: la de la extrañeza ante lo tecnológico visto como perturbador. Estrictamente hablando, la situación de tecnofobia no se da en Grecia, además, porqué la técnica está aún lejos de ocupar la centralidad de las relaciones humanas. Será la Ilustración la que sitúe el problema en términos que nos resultan comprensibles aún hoy.

Tecnofobia e Ilustración.

Por su parte la tecnofobia ilustrada tiene su momento estelar en el agrio debate entre Voltaire y Rousseau cuyo eco está todavía lejos de haberse apagado. El tópico del buen salvaje y del estado de naturaleza como ideal de la humanidad perdida es contrarrestado por la apología volteriana del comercio como única base del progreso y como fundamento de la racionalidad, de la autonomía, y de la dignidad humana. La propuesta tecnofóbica rousseauniana arranca, como es bien sabido, de una denuncia explícita: la filosofía -y por extensión la técnica- no pretende otra cosa que la confusión del género humano; frente a su vanidad no cabe otra alternativa que consultar el corazón, es decir, la subjetividad, pues los filósofos no harán otra cosa que multiplicar las [dudas inútiles] que me atormentaban sin resolver ninguna. Lo esencial, para Rousseau, está en otra parte, en la subjetividad y las emociones que parecen constituir lo propio del hombre libre. La tecnofobia moderna arranca estrictamente con la postura rousseauniana que identifica naturaleza e inocencia y ve la técnica como conspiración de los ricos contra la comunidad. Obviamente la respuesta de Voltaire para quien Los que gritan contra el lujo son solo unos pobres que están de mal humor tiene tal vez valor epigramático pero no aporta demasiados argumentos teóricos de peso. Para Voltaire el lujo, el progreso y la técnica son "cuestiones de hecho" que resulta inútil discutir filosóficamente, pues, en cualquier caso, la función de la filosofía no es la de impugnar lo que ocurre sino, en todo caso, la de indagar sobre su sentido, dando obviamente por supuesto que el fin del género humano es su autodesarrollo infinito.

El núcleo de la tecnofobia se halla en ese debate de respuesta imposible entre quienes defienden, con argumentos más o menos rousseaunianos, el mito de la autoidentidad humana y quienes recogiendo el optimismo volteriano ven al hombre como un ser sin esencia, cuya única realidad es una existencia contingente y limitada, que encuentra en la técnica un remedio eficaz -o cuanto menos un consuelo provisional- a su inevitable insuficiencia. Planteado así el debate es irresoluble, porque nunca sabremos con absoluta certeza qué sea el hombre, aunque podamos acercarnos a una u otra posición, más por razones psicológicas que por argumentos lógicos. Convendría pensar un punto de vista equidistante entre la afirmación emotivista de Rousseau y el cerrado elogio del mundo comercial y pragmático de Voltaire. De hecho, D'Alembert en el Discurso preliminar de la Encyclopédie propone algunas ideas interesantes para el debate cuando sugiere que es un error distinguir entre lo útil y lo agradable en vez de intentar el esfuerzo por fusionar los dos ámbitos . Frente a afirmaciones poco acordes con los hechos convendrá recordar que la Encyclopédie expresaba un modelo tecnológico ya entonces anacrónico -con una ignorancia explícita de los últimos desarrollos de la tecnología en Inglaterra- y que el modelo de saber enciclopédico incluye todavía a "las ciencias y las artes" en una unidad que se justifica no por ellas mismas como tales, sino por el saber en general que se identifica con la buena vida en un sentido todavía clásico.

La Ilustración plantea como mínimo otros dos grandes temas tecnoéticos cuya vigencia actual es indiscutible. Por una parte surge el mito del hombre máquina como una sombra de lo humano (de Descartes al Golem hasta desembocar en La Métrie). La libertad encuentra en el hombre máquina a su opuesto lógico y será ese miedo ambiguo uno de los desencadenantes de la tecnofobia hasta nuestra ciencia-ficción contemporánea. El problema del hombre máquina, tal como lo ven sus impugnadores desde el mismo momento ilustrado no es tanto su determinismo (al fin y al cabo el determinismo es una constante en el materialismo de las Luces) cuanto su serialidad, es decir, la posibilidad de ser repetido ad nauseam. El mundo mecánico era bien conocido -y defendido- por los ilustrados, pero lo que les desconcierta e incomoda es el carácter repetitivo y serial. Más que partidarios de la tecnología D'Alembert y Diderot son individuos en una época de "teatros de máquinas", todavía artesanal y que no analiza el trabajo básicamente en términos económicos sino por su valor moral, que finalmente sería defendido todavía en el siglo XX como inherente a la obra de arte. La técnica en la Encyclopédie es todavía inseparablemente "arte y oficio" y no serialidad mecánica.

El segundo elemento que propone la Ilustración a un pensamiento tecnoético es el problema de la construcción. Como se ha dicho muchas veces, la Ilustración se percibe a sí misma como movimiento arquitectónico que necesita derrumbar los saberes mal adquiridos para fundamentar el edificio de la razón en su orden propio que no es el de la naturaleza sino el de la racionalidad que se concibe como su opuesto. Desde los palacios de los grandes a las fórmulas de los sabios, el pensamiento ilustrado insiste en su profundo antinaturalismo. Lo que nos constituye como hombres ilustrados es el esfuerzo ingente por no adaptarnos a la naturaleza, sino por proponer, bien al contrario, que sea la naturaleza la que se adapte a nosotros en consonancia con la propuesta volteriana de la superioridad de lo artificial. El debate sobre la función de la tecnología tiene pendiente todavía hoy una decisión sobre el papel de lo construido y de lo artificioso que, como nos recordó Freud, podría no ser otra cosa que una tenue capa incapaz de ocultar lo siniestro. Suponer que lo artificial terminará necesariamente bien podría ser una variante de los cuentos de hadas para uso de adultos, sin caer necesariamente en la demonización voltairiana. La función arquitectónica de la razón -glosada por D'Alembert o por Kant- tenderá a ser vista por la filosofía posterior a la vez como un reto y como una quimera.

Tecnofobia y modernidad.

Creemos que este repaso demasiado breve genealogía de la tecnofobia permite observar que el pensamiento antitecnológico arraiga en una tradición profunda de desconfianza de los filósofos hacia las máquinas cuyo origen no está, ni mucho menos, en la consideración de nuestro presente como época supuestamente decadente sino que, bien al contrario, ha habido en la filosofía una larga historia de desencuentros con la tecnociencia que la bomba atómica y los problemas ecológicos de hoy han amplificado. Algunos elementos del presente -especialmente la internacionalización y la aceleración del conocimiento- obligan a plantear como mínimo con prudencia en la filosofía contemporánea el criterio que nos permite distinguir el progreso de su caricatura. Sigue vivo el viejo debate sobre si la técnica es una estructura profunda en lo humano, como propone la tradición volteriana, una simple función, como suponían los clásicos, o una desnaturalización en las diversas variantes (hoy ecológicas) del argumento rousseauniano. Pero hoy el debate sobre la tecnofobia se caracteriza, además, por su urgencia. La simple posibilidad de graves cambios en la misma definición de lo humano tras las aplicaciones de la genética hace que las diversas filosofías morales deban plantearse seriamente cuál sea el valor conceptual de la tecnofobia y hasta que punto hay en ella elementos defendibles. Si el breve recorrido que hemos hecho por la historia del problema es acertado, nos parece obvio que deberíamos renunciar al argumento ingenuo que ve en la tecnofobia una simple proyección del miedo del hombre ante lo desconocido. Ni la tecnofobia se inicia con la bomba atómica, ni nos habla únicamente del miedo al desarraigo que hipotéticamente se produciría en la sociedad tecnológica avanzada. Tal vez la tecnofobia, paradójicamente, pueda aportar algo de equilibrio en un mundo donde lo tecnocientífico se presenta como el único discurso posible. Creemos que en la tecnofobia se pueden encontrar tres argumentos difícilmente descalificables y que de una u otra manera deberán ser discutidos por una tecnociencia moralmente madura y ya de vuelta de la ingenuidad que representa querer transformar el mundo cambiando simplemente los objetos. Por una parte la tecnofobia sirve de aviso, en la medida que un poder ilimitado exige también una responsabilidad ilimitada (en la estela de Hans Jonas a Gordon Graham). Además la tecnofobia es útil para hacernos conscientes de las inesperadas consecuencias de la tecnología (estudiadas por Postman y Rybczynski, entre otros). Finalmente el debate sobre la tecnofobia pone en el centro de la atención el problema de los límites de la democracia que, conviene no olvidarlo, es un tipo de gobierno basado en la información. El destino del debate sobre la tecnofobia dependerá fundamentalmente del desarrollo que la técnica pueda traer a la democracia y a la extensión de la autonomía humana.

Con esta breve nota hemos querido en primer lugar acotar un problema (la tecnofobia como distintivo del intelectual de letras). Además nos ha parecido necesario recordar que el tema arranca del núcleo mismo de la tradición cultural occidental (Grecia y la Ilustración) y recordar, finalmente, que en la tecnofobia no hay sólo ignorancia y prejuicio sino una línea de argumentación que hace preciso un debate que, a nuestro parecer, es inseparable de la extensión de la democracia en la tecnología. Pero ese será ya otro debate.

 

Publicado en las Actas del Primer Congreso Internacional de Tecnoética;
Josep Mª Esquirol: "Tecnología, Ética y Futuro".
Ed, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2002, p.125-132