La versión oficial del estado
es que debe reprimirnos (a nosotros que a fin de cuentas luchamos por
liberarnos de la amenaza del fin del mundo) porque con otras medidas no se
llegaría a la salvaguardia de la ‘libertad’ (incluso de la ‘libertad
democrática’). ¿Será que desde una versión similar —la misma con la que Hitler
amenazaba hace medio siglo— tendría que engañar también a los nietos de quien
fue suplantado entonces? Sin embargo, poquísimas poblaciones (sobre todo si se
les llama con adulación ‘pueblo’, cosa que les hace sumergirse en un orgasmo
popular) están inmunizadas contra el engaño mejo de lo que lo hemos estado los
alemanes en 1933. En la R.F.A. de hoy, el engaño reaparece con mucha facilidad,
tanto más fácilmente en cuanto, si un par de facinerosos (que el Ministerio del
Interior alemán toma como pretexto para ‘intervenciones drásticas’) emprende
cualquier ataque, y un equipo de televisión se encuentra (siempre) en el lugar
como prueba ocular del crimen. Estos ‘facinerosos’ y sus ‘probadores’
oculares son colegas, ya que ambos grupos son empleados por el mismo patrón. La
farsa popular funciona a través de la fabricación y contratación de una canalla
especial de aspecto esmeradamente descuidado, perfecto para el ‘facineroso’. A
través de la fabricación aparece, al mismo tiempo, la imagen del enemigo contra
el que se combate, la imagen de los enemigos que deben ser odiados por
el público televisivo (es decir, por todos), la imagen de aquellos que, como se
pretendía y se ha demostrado o exigido, deben ser incluso pisoteados (quizá por
obra de la espontaneidad). A parte de la no-violencia a la que se adhiere la
‘inmensa’ minoría de los manifestantes y que permite a quienes detentan el
poder construir tranquilamente sus mortíferas instalaciones, estos no desean
más que tener una manada de violentos en los que poder confiar, ya que el
simple hecho de que estos existan basta para hacer parecer plausible a la
población (expuesta a un extremado peligro a causa de las instalaciones
nucleares) la presunta necesidad de transformar el estado en un estado
totalitario. A este pretexto para la transformación (de los últimos barrios
todavía democráticos) del estado en
estado policial, le viene bastante bien la existencia de manifestantes
violentos y la correspondiente guerra contra ellos (por el interés de la ‘paz
interna’ también llamada alguna vez ‘prevención’ necesaria, mejor incluso
violenta). El famoso dicho de Molosia: ‘la policía necesita criminales, a
ellos les debe su propia existencia y, en caso de necesidad, debe ser ella
misma quien los cree’ también vale para la República Federal.
Si hombres como Strauss
aceptan las manifestaciones —que naturalmente se asemejan a guerras civiles
después de las contramedidas de la policía y los militares— lo hacen sólo
porque esperan (y con esto deben contar) que sus medidas a ojos de sus
electores aparezcan como ‘acciones de salvamento’. Quien emplea la violencia
con éxito parece demostrar con este éxito que su empeño en la violencia ha sido
legal, un legítimo acto de salvación —el culpable es el agredido.
Con él demuestran que combaten a los manifestantes.
Como siempre ‘los Strauss’ no
tienen miedo de las manifestaciones (hasta ahora casi todas inocuas). Pero de
lo que no tienen miedo en absoluto es de las heridas que producen a los ‘fascinerosos’ durante la ‘defensa necesaria’.
Cap 8º de LA RESISTENCIA
ATÓMICA. Publicado por el Centro de Documentación Crítica, Madrid, 2007.
A
veces, especialmente desde sectores que se reclaman ‘autónomos’ (¿‘autónomos’
respeto a qué?) se ha argumentado que Anders justificaba el uso de la violencia
en la lucha antinuclear, pero esa afirmación no pude sostenerse sin matizaciones
importantes. Ciertamente, Anders escribió que la proximidad del combate entre
los defensores de la vida y los partidarios del sistema exigía el odio. Ese es
el sentido de su conocido texto ¿VIOLENCIA, SÍ O NO? UNA DISCUSIÓN NECESARIA,
escrito a los 85 (lúcidos) años y donde declara que «La única salida es la
violencia», porque «el mundo no está amenazado por seres que quieren matar,
sino por aquellos que a pesar de conocer los riesgos sólo piensan técnica,
económica y comercialmente». En este sentido ‘violencia’ equivale a ‘legítima
defensa’.
Pero
conviene situar su teoría sobre el odio en un contexto que no sea banal. De
hecho, según Anders sólo los no-violentos (y no los sujetos con exceso de testoestorona) pueden usar la violencia. Evidentemente «entregar
rosas» a los policías no es el camino y confundir la lucha política con el
‘happening’ tampoco conduce a nada, pero la ingenuidad es un grave peligro. En
este sentido estoy más próximo a Petra Kelly que a una lectura sin matices de Anders:
no violencia no significa cobardía sino conocimiento porque hay que evitar
situarse en el discurso del enemigo y acabar reproduciéndolo incluso sin darnos
cuenta. Aunque
Si
propongo la lectura de este fragmento de LA RESISTENCIA ATÓMICA en el Seminario
que dedicamos a Anders, es porque permite sostener más de una crítica al
ingenuo concepto benjaminiano de ‘violencia sagrada’
a veces invocado desde un radicalismo verbal, especialmente en el ámbito
estudiantil. Una cosa es que para Anders y para Benjamin debamos pensar a
partir de la catástrofe y otra, bien distinta, producirla o anticiparla. La
producción de facinerosos desde el Estado, es decir, el aprovechamiento ingenuo
de la violencia desde la contrarrevolución es algo tan viejo como las luchas de
liberación Nadie como el pseudorevolucionario tópico
e incapaz de comprender la realidad en su complejidad, ayuda tanto al poder
constituido. [R.A.]
MATERIALES DE UN SEMINARIO
PRIVADO SOBRE LA OBRA DE GÜNTHER ANDERS, Barcelona, marzo, 2011