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Mary WARNOCK ¿DE QUÉ TRATA EL DISCURSO MORAL? Ética para personas inteligentes (fragmento)

En primer lugar, es evidente que la moral tiene que ver con la conducta de los seres humanos. Por horribles o trágicos que sean algunos fenómenos naturales, como las tormentas o los terremotos, no son buenos o malos moralmente; tampoco lo es la conducta de animales que son distintos del hombre, por fatigosa, obstinada o perfectamente destructiva que sea, aunque antropomórficamente podríamos hablar como si así fuese.

 

Así que podemos empezar preguntando si hay algo en los seres humanos que los haga a ellos únicamente sujetos del discurso moral. Fue Aristóteles quien insistió firme y sistemáticamente en que la diferencia entre los hombres y el resto de componentes del mundo natural era la racionalidad. Todas las cosas vivientes tenían almas o vidas. Las plantas sólo tenían vida vegetativa, mientras que otros animales (la creación bruta, como solía llamársela) tenían también esta vida sensorial y perceptiva; pero sólo los hombres tenían un tercer tipo de vida, la vida racional, que abarcaba y absorbía las otras dos. En un adulto, la razón adoptaba dos formas distintas, una superior (divina) a la otra. A la razón divina o pura le interesaba el conocimiento y la contemplación de los rasgos del mundo que no podía ser de otro modo. La gente dedicada al cultivo de la razón pura eran matemáticos, científicos y filósofos, y no se podía esperar que prestaran mucha atención a los asuntos prácticos. (...)

 

Pero, aparte de esa extraña forma de vida intelectual, todo el mundo tenía la razón práctica, que tenía que ver con las cosas que estaban sujetas a mutación, con los asuntos prácticos de la vida cotidiana, de las políticas públicas o de la guerra. La razón práctica se interesaba, por tanto, en las actividades dirigidas hacia la consecución de unos objetivos. El que un hombre escogiera ejercer el bien o el mal era en última instancia, un asunto de su carácter, pero de él era responsable, porque si se hacía el bien mientras se era joven, era posible desarrollar un buen carácter. Poco a poco, haciendo el bien, al principio tal vez porque así le decían a uno que debía hacer, por la vergüenza que suponía no hacerlo, o por ver haciéndolo a otras personas a quienes se admira, un individuo se iba dando cuenta del motivo de actuar de este modo. Así se interiorizaban, podríamos decir, las mejores normas de conducta y los buenos fines, y, al final, la motivación de un buen hombre sería el bien mismo. (...)

 

Desde el punto de vista de la razón práctica, los seres humanos ya habían recibido como parte de su instrumental  conceptual la idea del bien y del mal, de la virtud y del vicio. La virtud de un hombre consistía en sus propias cualidades características. Así como la excelencia de un caballo residía en su poder físico, y tal vez en su belleza y cualidades, también la excelencia de un hombre residía en su capacidad para cultivar deliberadamente la práctica de sus cualidades en tanto que ser esencialmente humano, las virtudes de su temperamento o sus virtudes éticas. Por tanto, para Aristóteles, la idea de la ética podía deducirse de la naturaleza de las especies, porque la racionalidad humana hacía posible la existencia de virtudes característicamente humanas que podían reconocerse por lo que eran. Desde cualquier punto de vista, la moral, o la ética, eran cualidades naturales; del mismo modo que un caballo excelente cumple bien sus funciones sin tener que ser guiado o espoleado para que lo haga (desea, por ejemplo, ganar en las carreras), también un hombre bueno hará el bien sin necesidad de recompensas, sino porque así lo desea, y se complacerá en ello.

 

La inmensa diferencia entre la respuesta de Aristóteles a la pregunta “Qué tienen de particular los seres humanos que los hace objeto de la ética?” y posteriores respuestas puede explicarse por el ascenso del cristianismo. Los hombres en tanto especie se caracterizan ahora por poseer no sólo la razón sino un alma inmortal, y por haber sido dotados con el concepto de existencia de un Dios a quien deben obedecer, así como de un Cristo cuyas huellas deben seguir (...) la racionalidad, después de todo, podría verse como el mayor regalo con el que Dios ha dotado a los hombres. Así también existían filósofos, incluso aquellos que mantenían puntos de vista religiosos, que buscaron en la razón el rasgo de los seres humanos que les hacía responsables de la existencia de la moral. Tal vez el máximo exponente de este punto de vista fue Kant.

 

Aristóteles, en toda su filosofía, empezaba a partir de “los fenómenos”: lo que sabemos sobre el mundo en el que vivimos y lo que podemos decir de él (si lo que sabemos o decimos parece conducir a contradicciones, entonces le corresponde a la filosofía dilucidar cuáles son aquellas cosas que son fundamentales y inmutables y descartar el resto). En ocasiones se le critica por empezar en el mundo ordinario de la percepción y el lenguaje, pero ¿dónde empezar, si no? Sabemos y decimos que existen hombres buenos y malos, comentamos y debatimos sobre ese hecho y es a partir de ahí de donde comienza su Ética.

 

(...) [Pero] para Kant, que fue educado en la doctrina del protestantismo alemán, empezamos a pensar acerca de la ética a partir del hecho de que estamos rodeados de derechos y obligaciones, cosas de las que estamos convencidos que han de hacerse, o que deben evitarse, de acuerdo con los dictados de una implacable conciencia protestante que reside en el interior de todos nosotros. La pregunta que él se plantea es: ¿Cómo es posible esa certidumbre, y la exigencia categórica de obrar según sus dictados? ¿De dónde surge (...) esa certidumbre? Su respuesta, en la “Crítica de la Razón Práctica” y en los “Grundlegung” (Principios Fundamentales de la Metafísica de la Ética), fue que procedía de la razón del ser humano. Actuar bajo la necesidad, al igual que uno hace al obedecer a los dictados de la conciencia, es actuar de acuerdo con la ley. De acuerdo con Kant, la naturaleza en su totalidad está sujeta a leyes y todo cambio en ella, tal como lo percibimos, está sujeto a alguna ley causal. Las criaturas racionales, sin embargo, están sujetas no solamente a las leyes físicas que gobiernan la conducta de todos los objetos materiales, sino de un modo singular también a las leyes morales, que la razón tiene el deber de imponerse a sí misma.

 

A los seres humanos no los gobiernan sólo las leyes newtonianas de la física, sino que también se autogobiernan por leyes que son el producto de la razón. Si un ser humano o criatura racional actúa por el deseo de provocar algo, o movido por la lujuria, la avaricia o incluso el afecto, entonces actuará como parte de la naturaleza; únicamente hace lo que es inevitable que haga como animal que es, y no se le puede atribuir ni culpa ni mérito por ello, al igual que tampoco se los atribuye a otro animal que actúa de esa forma.  Solamente si actúa movido por una buena voluntad, es decir, por su determinación de hacer lo que es su obligación, de acuerdo con la ley moral que él se ha impuesto racionalmente a sí mismo, su acción será moralmente buena o entrará en la esfera de la moral.

 

Según Kant, no existe en el mundo nada moralmente bueno, excepto la buena voluntad. Las normas racionales que un hombre se da a sí mismo cuando representa sus obligaciones, o con buena voluntad, es el imperativo categórico. Para que exista una acción racional, el hombre ha de adoptar una “máxima”, o principio declarado; y la forma básica de imperativo categórico es actuar únicamente según la máxima que él desearía que fuese la ley que gobernase no sólo su acción aquí y ahora, sino todas las acciones de todo el mundo en todo momento, siempre que estuviesen en las circunstancias en las que dicho hombre se encuentra. Imaginemos una situación de escasez, por ejemplo, una sequía; y supongamos que hay una prohibición general de utilizar la manguera para regar el jardín. Ahora imaginemos que una persona que vive en una casa apartada, protegida por los árboles de las miradas curiosas de los vecinos y de los helicópteros que pudieran sobrevolar la zona, deseara regar sus hortalizas para inscribirlas en un concurso local. Es consciente de que podría hacerlo sin que lo pillaran, y está muy tentado de usar su manguera. Si, con todo, ese individuo se dice a sí mismo: “sería equivocado que utilizara mi manguera”, y siente con fuerza el impulso de no hacerlo (tal vez su esposa, menos consciente moralmente, lo empujaría a ello), no podrá justificarse hacer una excepción a su favor. No cree que nadie debiera utilizar la manguera cuando y cómo lo deseen, porque eso es contrario al propósito de la prohibición y se acabaría el agua. Aunque lo que desea es utilizar su manguera y no las demás, el imperativo categórico, en otras palabras, su conciencia, le dicta que no debe hacerlo, por mucho que vaya en su contra.   

 

 

 

 

© Mary WARNOCK: ‘ÉTICA PARA PERSONAS INTELIGENTES’. Ed. Turner – Fondo de Cultura Económica. Madrid – México, 2002, (fragmentos, p. 121- 124). Reproducción exclusiva para uso escolar.