Platón consideró que la Idea de Bien, además de ser la
auténtica realidad, era también la única realidad valiosa y, correlativamente,
el fundamento de la prioridad objetiva de los valores y de la validez objetiva
de la ley moral. Para Aristóteles, en cambio, la fiabilidad de semejante
justificación es más aparente que real, ya que si el bien humano es una
idealidad separada –y eso es la Idea platónica de Bien– siempre se cernirá
sobre él la ambigüedad semántica propia de un concepto común genérico. Por lo
que estima que existen, en correspondencia con los múltiples seres que hay,
otros tantos bienes, toda vez que, según su concepción teleológica de la
naturaleza, cada ser tiende a la posesión del bien que le es exclusivo.
Aristóteles busca determinar en qué consiste el bien
humano y, a la vez, explicar el medio a través del cual podemos hallarlo. Y al
efecto, estima, no debemos sobrepasar el orden real de la vida, ese lugar
–entendida la palabra con un significado no meramente topológico– que la
posibilita y da sentido que es la polis o comunidad, puesto que en ella todo
acontecimiento individual se vuelve humano. “Hay, pues, un deber, una
conveniencia que ata al individuo a una determinada forma de comportamiento. El
espacio al que ese deber se extiende no puede ser aún esa férrea atadura que
sostiene a la “buena voluntad” kantiana. Ni la historia ni la tradición intelectual
griega podían escaparse, en el momento en que Aristóteles escribe, hacia otro
lugar que no fuera la polis. Por eso no es sorprendente que la supuesta
“finalidad” de ese deber quede concretada en algo tan “real” como el ámbito
colectivo en el que se entreteje la polis”.
[1]
He ahí por qué en el orden del comportamiento las
acciones humanas no son buenas en sí mismas, sino en tanto que conducen
precisamente al logro del bien en cada hombre. Y como en lo sustantivo el bien
del individuo y el de la ciudad coinciden, “si el bien del individuo se
identifica con el bien del Estado, parece mucho más importante y más conforme a
los fines verdaderos llevar entre manos y salvar el bien del Estado”.
[2]
Le cabe, pues, al ser humano ir a la busca de determinados bienes, mas lo ético
es hacerlo respecto de aquél que le es propio, por lo que siendo él, como es,
un ser con “logos”, palabra y capacidad de convivencia, únicamente podrá
hallarlo desarrollando tales cualidades, esto es, realizándose como animal
político.
A partir de este momento se trata de precisar cuáles
son las tendencias naturales a las que el hombre habrá de atenerse en su obrar.
Para el Estagirita su fin es su “bien”, pero entendido de modo general como una
“felicidad” a la que se accede gracias a la realización activa de nuestra
propia esencia, dando así lugar a un comportamiento como ejercicio del logos y
que no podrá consistir sino en la “pura contemplación”. Empero el logro de tal
objetivo, nada fácil por cierto, reclama de un medio idóneo, la “virtud”,
disposición del alma que se adquiere mediante ejercicio y hábito y cuya
práctica es exigitiva, ya que sólo “a fuerza de practicar la justicia, la
templanza y la valentía llegamos a ser justos, sobrios y fuertes” (E.N. II, 1,
1186). La preeminencia, pues, que en la conducta humana juega la virtud, es
notoria, dado que a ella corresponde trabar el debido equilibrio entre lo
individual y lo colectivo; o, dicho de otro modo, posibilitar una convivencia
feliz, gracias a un ejercicio libre y deliberado de actos verdaderamente
racionales.
“Ninguna ética sistemática puede pasar por alto el
problema de si realmente depende de la mano del hombre el ser bueno o malo, o
sea el obrar bien o mal (...) para
Aristóteles la piedra angular de su Ética es que el hombre y sólo él es el
origen y el productor de esas acciones”.
[3]
En efecto, partiendo Aristóteles de que “Bien es
aquello a que tienden todas las cosas” y de que toda acción humana es el
resultado de una decisión, considera que acciones buenas o malas serán las que,
correspondientemente, estén o no en
función del propio fin. Sin embargo, como el fin es para el Estagirita una
realidad no estática sino dinámica, un impulso que nos conduce, por ejemplo, al
ejercicio de un trabajo, para así realizarnos como profesionales, o a estar
culturalmente ilustrados para así entender en profundidad las claves
sociopolíticas y económicas que vivimos, o a elegir tales o cuales amigos para
así hacernos más agradable el diario vivir, etc., parece que debe existir un
fin que sea deseado por sí mismo y no que esté subordinado a otro como medio,
es decir, un fin último en el cuál coincidirán fin y bien. Este Bien supremo o
Fin último es para Aristóteles la felicidad, la cual, según cabe observar, no
consiste en una suerte de finalidad abstracta, sino, por el contrario, en un
estado de bienestar psicológico concreto.
[1]
Emilo
LLEDÓ: “Aristóteles y la Ética de la Polis” en Historia de la Ética, vol. I,
ed. de Victoria CAMPS, Ed. Crítica, Barcelona, 1988.
[2]
Aristóteles; Ética a Nicómaco, I, 2, 1172.
[3] W. CAPELLE: Historia de la Filosofía Griega. Madrid, Gredos, 1958, p. 386-387.