Contra lo que se acostumbra a creer en medios (supuestamente) progresistas, lo que define más claramente a un conservador no es su rechazo al Estado asistencial, ni mucho menos su crítica a las políticas sociales. Lo fundamental en un conservador – y eso le hace diferente a un liberal – es su insistencia en la importancia de la promoción de los supuestos (más que reales) valores comunitarios, tenidos por tradicionales. Son los ‘valores comunitarios’ o ‘compartidos’ – signifique esa expresión lo que signifique – los que en opinión de todo buen conservador cimientan la convivencia y marcan el devenir de un país. Cuando hay valores entonces todo lo demás funciona, incluyendo en ese ‘todo lo demás’ también la economía y la educación. Pero sin valores todo el edificio social se derrumba. Los conservadores son asistencialistas e incluso paternalistas y forma parte de su forma de ver el mundo una arraigada consciencia sobre la importancia de la caridad. De hecho, todo buen conservador cree que la caridad es mejor y más eficaz socialmente que la justicia. Amén de resultar más barata, como es obvio. Pero toda opción económica y social vale tan solo si previamente se fundamenta en alguna opción trascendente que enlaza con la tradición heredada por la comunidad.
Esa retórica de los valores (de la ‘autenticidad’) y de la comunidad no tiene para nada ni la más mínima existencia contrastable en el mundo real, pero eso no importa en absoluto a un buen conservador. La publicación en 2010 del libro de Naomi Cahn y June Carbone: Red Families vs. Blue Families: Legal polarization and the creation of culture (Oxford University Press), mostró que desde 1970 se está produciendo en Estados Unidos una distanciación cada vez mayor entre dos Américas. Una, metropolitana, liberal, cosmopolita y antisexista, vota demócrata. La otra, provinciana, conservadora, y muchas veces sexista, vota republicano. Pero resulta que es en los Estados de voto republicano donde se producen más embarazos de adolescentes, más abortos y más divorcios, y ello sucede pese a la retórica a favor de la familia y de la religión. O precisamente por eso: porque las tonterías que se predican sobre los valores impiden valorar correctamente la realidad. Según se desprende de los datos que manejan Cahn y Carbone, las familias ‘azules’ (es decir, quienes votan demócrata), son más serenas, evitan los matrimonios no deseados, se casan más tarde y favorecen más la autonomía femenina. Es decir, las personas progresistas no pierden el tiempo con retóricas de valores, los practican (o no) de forma crítica y ello les hace más felices y más autónomas.
Obviamente, la retórica de los valores se complementa con el miedo a la diferencia. La famosa ‘crisis de valores’ corre en paralelo a la diversidad racial y no con la pérdida del trabajo estable. He ahí un dogma conservador de primer orden. A mayor diversidad racial, según Robert D. Putnam, menor confianza entre los individuos y mayor aislamiento y anomia social. Pero incluso en el interior de cada comunidad la confianza intra-racial no cesa de disminuir, mientras la diversidad crece. Esa es la tesis de un célebre libro del sociólogo comunitarista Robert D. Putnam. Bowling alone [Jugando a los bolos a solas], que incluye sesenta páginas de notas finales y un centenar de cuadros estadísticos. Es tal vez su libro más conocido y el que más carburante ha facilitado a los conservadores. La tesis de Putnam es muy conocida: si cada vez se juega menos a los bolos es porque en la sociedad actual cada vez importa menos la amistad y el sentimiento comunitario que nos antes, en los buenos tiempos, nos impulsaba a ir a la bolera y a tomar cerveza con los amigos. Sorprende que a Putnam no se le ocurriese pensar que si la gente juega menos a los bolos es porque jugar a los bolos ha pasado de moda. O que si la gente hace menos barbacoas con los amigos es porque la carne de barbacoa engorda mucho, no porque dejen de tener amigos. No es imprescindible el tremendismo cuando se hace referencia a sociedades complejas que disponen de muchos mecanismo reguladores. El desinterés por las actividades comunitarias (signo innegable de las sociedades postmodernas) pude tener tantas interpretaciones diferentes como comentaristas. Se puede culpar a la falta de tiempo para el voluntariado, a la crisis de las ideas morales transcendentes, al hedonismo (in)felizmente dominante o al feminismo. Pero también a otros muchos factores, entre los cuales una situación económica atroz donde los valores predicados por religiones y partidos políticos son hueros y donde la teconología ha cambiado la percepción social de la realidad.
Pero, en fin, a un comunitarista no se le puede ni sugerir que la crisis del capital social comunitario tal vez se deba al exceso insolente de capital financiero y de especulación. O a la sensación creciente de que nuestra democracia ha sido secuestrada por el poder bancario y que, en consecuencia, cuando uno hace voluntariado no consigue más que legitimar un sistema que promociona la caridad para ahorrarse la justicia. Para un comunitarista toda crisis es solo (y siempre) una crisis moral, resultado de una deficiente construcción del carácter. Toda explicación de fenómenos sociales en términos de economía, de sexualidad o comunicación está proscrita.
El comunitarismo es una ideología organicista, vinculada a las iglesias cristianas y al gran capital. Y vinculada no solo por intereses mutuos, sino porque para el comunitarismo la religión (o más concretamente, la iglesia) y el capital son lo único que permite ofrecer valores sólidos; el único marco mental consistente de una vida ‘como debe ser’. Que no tiene porque coincidir necesariamente con una vida feliz, pues, en el universo mental conservador la felicidad es un espejismo que se diluye ante el deber. La palabra preferida de los comunitaristas y de los conservadores es ‘lamentar’. Por eso resulta ingenuo pedir a un comunitarista que examine ideas distintas a las que mantienen quienes les pagan. Y los que les pagan tienen claro que la postmodernidad ha de expiar tres pecados capitales: es pecado social dar espacio a los jóvenes (la veteranía es un grado para cualquier conservador), ha sido todavía peor que las mujeres dejasen de ser sumisas amas de casa y se liberasen sexualmente (así han dejado de educar a los hijos en el santo temor al padre) y es insoportable que la gente se informe por la televisión y por Internet, porque dejan de confirmarse con la miseria cotidiana. Un buen conservador detesta la imaginación y el individualismo por igual.
El individualismo encarna un valor para el liberal y constituye un peligro para el conservador, porque rompe con la tradición que es familiarista y que se asienta en la conciencia de la permanencia de las cosas y en el horror al cambio. En Norteamérica existe una antigua tradición sociológica de críticos del individualismo, que arranca con The Lonely Crowd (1950) de David Riesman que analizó como en las sociedades modernas aparecía un individuo movido por la ‘determinación externa’, cuya norma de comportamiento está determinada por la mirada de los otros y por los media, en vez de serlo por la ‘determinación interna’. En esa onda se encuentra The Culture of Narcissim (1979) de Christopher Lash para quien los norteamericanos han perdido la esperanza de mejorar su vida pero se dedican a procurar su estabilidad emocional con un infantilismo narcisista que les lleva a ser cada vez más inauténticos. Robert Bellah, por su parte, en Habits of the Heart. Individualism and commitment in American life (1985) supuso que Norteamérica fue construida por tres tradiciones (bíblica, republicana e individualista) y que ahora la tradición individualista se ha convertido en el ‘lenguaje dominante’, cosa que amenaza la libertad en si misma.
Going Solo (2012) del sociólogo neoyorquino Eric Klinenberg sería, por ahora, la última pieza de esta tradición. Su libro es un estudio sobre la ‘sociedad de solteros’ en que se ha convertido el mundo urbano norteamericano donde la mitad de los adultos son solteros (cuando en 1950 sólo lo eran un veinte por ciento) y aporta mucha información sobre las nuevas formas de socialización que parecen determinar las formas del siglo XXI. Vivir solo fue hasta no hace más de cincuenta años la condena de los marginados, de los emigrantes y de los divorciados y, sin embargo, es cada vez más una opción libremente asumida por más gente y más diversa. Pero Klinenberg, por lo menos deja escrito que: vivir solo no es sinónimo de estar solo, matiz que convendría no perder de vista antes de lamentarse en exceso por la crisis de la familia.
La obra de Putnam se inscribe en el lamento comunitario y un poco tópico por los supuestos valores perdidos que evita a todo coste la pregunta básica: ¿por qué dejaron de hacerse significativos determinados valores? O más claramente: ¿tiene la falta de equidad alguna relación con la crisis de los valores comunitarios y con la crisis del ‘capital social’? El conservador está dramáticamente aferrado a un orden estático de la vida y no puede entender, ni acepta, el cambio y la dinámica social. Tampoco se pregunta nunca por la equidad en las relaciones sociales y en la economía. Tan absurdo resulta identificar el cambio con la mejora (típico error de supuestos ‘progresistas’) como ver en todo cambio un peligro. Que mucho más de un tercio de las mujeres norteamericanas hayan cambiado la cocina por el trabajo asalariado entre 1960 y 2000 tiene aspectos positivos y aspectos negativos, con la particularidad de que unos no pueden separarse de los otros. Pero la ideología del peligro y del miedo resulta políticamente rentable y por eso el conservadurismo la promociona sin remilgos. Las preguntas que un conservador no se hace (las preguntas que quienes pagan a los publicistas conservadores no están dispuestos a plantearse) son, hoy por hoy, las más fundamentales si se quiere entender cuál es la deriva actual de los valores colectivos. No de los valores supuestos, sino de los que realmente circulan.