La desigualdad social creciente ha sido una de las características centrales de los últimos años del siglo 20 y define claramente el paisaje social de las dos primeras décadas del siglo 21. Según fuentes estadísticas oficiales, cuya objetividad nadie ha puesto en duda, en 2010, el 1% de los estadounidenses poseía el 24% de los ingresos, mientras que en 1976 se llevaba el 9%. En 1980 los jefes de las grandes empresas norteamericanas ganaban 42 veces más que el trabajador medio; sin embargo, en 2001 ganaban 531 veces más y desde entonces el diferencial no ha parado de crecer. En el año 2010, los 74 ciudadanos más ricos de Estados Unidos recibieron más ingresos que los 19 millones de trabajadores más pobres y el hecho parecía no inquietar especialmente a casi nadie, y menos todavía a los políticos. La falta de equidad parece no preocupar tanto por razones de inoportunidad política (plantear el tema asusta a las clases medias), como porque en los últimos treinta o cuarenta años ha preocupado menos el deficiente reparto de la riqueza que el crecimiento económico. Pero en plena crisis sistémica, desde 2008, cuando el crecimiento económico es un espejismo, repensar la equidad en el reparto de la riqueza se está convirtiendo en una necesidad política de primer orden. No por esconder la cabeza bajo el ala dejan de existir los problemas.
El hecho de la desigualdad social, que ha crecido exponencialmente en los últimos treinta años, puede explicarse de muchas maneras; pero el dogma básico del pensamiento conservador es que son las diferencias culturales las que mejor explican el creciente abismo entre clases sociales. En el imaginario conservador es la mentalidad (es decir la manera de enfocar los problemas) y no la falta de equidad lo que impide que los pobres aprovechen las oportunidades que se les presentan, e incluso, que ni siquiera comprendan las disyuntivas a las que se enfrentan.
No todos los teóricos que han abordado la pobreza como una forma de ‘cultura’ o de ‘mentalidad’ son estructuralmente conservadores. Ya en la década de 1960, el antropólogo Oscar Lewis (1914-1970), el autor del clásico de la etnología Los hijos de Sánchez (1961), propuso en su artículo The culture of poberty (1966), que existía una ‘cultura de la pobreza’ que se transmite de generación en generación: carencias afectivas, falta de control sobre las pulsiones, focalización sobre el presente, incapacidad para proyectarse sobre el futuro, resignación y fatalismo, serían las características básicas de esa cultura de la pobreza a la que viven aferradas millones de personas.
El carácter ‘patológico’ de la familia afroamericana fue planteado directamente en 1965, en el texto clásico The negro family: The case for nacional action de Daniel Patrick Moynihan (1927-2003), miembro por entonces del partido demócrata y posteriormente un reaganiano de gran influencia y uno de los personajes más significativos en el ámbito del diseño de las políticas públicas contra la pobreza. El llamado Informe Moynihan afirmaba que la vena destructiva de la cultura de ghetto y la desestructuración de la familia afroamericana, en que el hombre – incapaz de ganar su propio pan – estaba subordinado a la mujer y en que los hijos crecían sin autoridad paterna, eran causas estructurales de la pobreza entre los afroamericanos. En condiciones de ghetto, no se pueden transmitir hábitos a las nuevas generaciones y la pobreza se vuelve insalvable porque quienes tendrían que esforzarse por salir de ella no saben cómo hacerlo, ni pueden hacerlo.
Esa manera típicamente conservadora de entender la pobreza puede ser más que discutida: en su momento ya se la acusó por culpabilizar a la víctima. El libro clásico de psicología social Blaming the Victim (1971) de William Ryan, arranca del análisis del informe Moynihan. En síntesis, la tesis de Ryan es que, desviando el problema de la pobreza de los factores sociales que la provocan, para conducirlo la crítica de características personales más o menos disociales, se evitaba la crítica a un sistema que crea pobreza.
En 2012, el ensayista libertarian y miembro del American Enterprise Institute, Charles Murray – que se había hecho más o menos famoso con su libro La curva de la campana (1994) – , retomó la cuestión de la pobreza, esta vez en relación al proceso de secesión de las élites que, en su opinión, define la situación social de los Estados Unidos en el cambio de siglo. La tesis de su libro Cominig Apart, es que la élite norteamericana, fundamentalmente caucásicos, (el 5% de los más ricos, en general), ha decidido voluntariamente segregarse, replegándose culturalmente, e incluso físicamente, sobre si misma y desentenderse de los pobres. En opinión de Murray, Estados Unidos vive en una situación en que las élites simplemente han decido prescindir cada vez más cada vez de su papel ejemplificador de guías sociales y de ahí la crisis de valores y el hundimiento moral de la sociedad norteamericana.
Los individuos bien educados se casan entre ellos, viven recluidos en barrios exclusivos y, aunque son mayoritariamente ‘liberales’ (en el sentido norteamericano de la palabra, es decir progresistas), siguen fieles a las virtudes fundacionales de los Estados Unidos: honestidad (en el sentido de respeto a la ley), matrimonio y religión. Los pobres, en cambio, pierden pie: sus tasas de divorcio y los nacimientos fuera de matrimonio son cada vez más elevados, abandonan las iglesias y pierden la cultura del esfuerzo (prefieren trabajos a tiempo parcial, cada vez hay más individuos ‘objetores’, inadaptados al trabajo, etc.). Los pobres, obligados a vivir al día, son incapaces tanto de establecer planes sobre la propia vida, como de entender el significado del esfuerzo.
En esta situación, las élites se vuelven ‘prolofóbicas’, es decir, se niegan a mezclase con una gente desgraciada, cuyos modos de vida les resultan cada vez más distantes, o simplemente les producen un cansancio y una tristeza infinitas. Las élites, han escogido automarginarse: se afanan en vivir y en transmitir los valores tradicionales a sus hijos, porque saben que esos valores son útiles, pero se han desinteresado por hacerlos comunes a la sociedad en su conjunto. El triunfo del relativismo moral ha sido una coartada magnífica para que las élites dejen de cumplir con su papel social. Al renunciar (en nombre de una tolerancia mal entendida) a extender a todas las capas sociales los valores liberales de la tradición americana, las élites han renunciado también a construir una comunidad y a hacer posible la movilidad social. Educadas en el relativismo y en la tolerancia, las élites llegan a creer que los pobres habitan en otro mundo, y que ellas nada pueden hacer para integrar a quienes, simplemente, no comparten o no entienden sus valores.
El capital social se pierde cuando los más ricos e instruidos empiezan a construir colegios de élite para sus propios hijos y se encierran en barrios residenciales. Y de esa desagregación social nace la brecha en los salarios y en las oportunidades. En sus propias palabras:"Si la brecha económica entre ciudadanos blancos de clase alta y ciudadanos blancos de clase baja continúa creciendo como lo ha hecho en las cinco décadas anteriores, ya podremos dar por muerto todo aquello que históricamente hizo que Estados Unidos fuese Estados Unidos".
En opinión de Murray se ha perdido, así, la posibilidad de construir una cultura común, porque los valores tradicionales de las élites cada vez son más exclusivos de éstas y menos compartidos por la mayoría que vive en la pobreza, y eso incluye (obviamente) también a los blancos pobres, la ‘basura blanca’ subsidiada. La cultura de la pobreza, basada en el subsidio, ha creado sus propios marcos de fabricación de sentido, que las élites no entienden ni comparten. Esa escisión en el ámbito de los valores se está volviendo hoy particularmente grave. Cuando el Estado providencia llega a su fin, la segregación cultural entre una élite que se mantiene fiel a sus valores (aunque carcomida por el relativismo) y un grupo cada vez mayor de pobres sin criterios morales capaces de regir su vida, se convierte en un auténtico problema, capaz de poner en jaque el futuro compartido de los Estados Unidos.
Hasta aquí la tesis conservadora típica sobre la pobreza: los pobres no tienen posibilidad de mejora porque, viviendo al día, son incapaces de esfuerzo y de autodominio, porque no tienen capacidad de determinar su propia vida y porque no saben como autoorganizarse en la medida que no han podido generar confianza y ‘capital social’. Existe una pobreza económica porque previamente existe una pobreza emocional (familias rotas, monoparentales), una pobreza cognitiva (incapacidad para terminar les estudios básicos), o una pobreza moral (incapacidad para autoreprimir lo instintos, las emociones…). Los pobres no logran un buen trabajo porque, simplemente, no han sabido cómo orientar correctamente su vida. Es la pobreza de valores la que conduce a otros tipos de pobreza.
Desgraciadamente, esa tesis conservadora se hace difícil de justificar, precisamente porque hurgar en el ámbito de los valores y al centrarse sólo en la corrosión del carácter, pone al descubierto los problemas económicos y la falta de equidad en el reparto de la riqueza que, por opción, se prefiere no ver. Stephen Steinberg, ha preguntado en un artículo célebre: ¿qué sentido tiene preguntarse cómo definen los pobres un ‘buen trabajo’, si no tienen ninguna posibilidad de lograr uno? Cuando se habla de pobreza sin preguntarse por el papel de la protección social, de la construcción de pisos sociales, de la legalización de la droga, o de la política de creación de empleo, lo único que nos queda es lamentar que los pobres son, además, gente faltada de valores morales. La culpabilización de la víctima sigue siendo una excelente estrategia conservadora.
Bibliografía: Charles MURRAY: COMING APART. THE STATE OF WHITE AMERICA, 1960-2010. Crow Forum, 2012.
Stephen STEINBERG: Poor reason. Culture still doesen’t explain poverty. Boston Review, 13 enero de 2012. Consultable en: http://bostonreview.net/BR36.1/steinberg.php