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No resulta difícil discernir las características generales de esta actitud, a pesar de que han sido frecuentemente mal interpretadas. Se resumen en la propensión a usar y disfrutar de lo que se tiene en vez de desear o buscar otra cosa; a deleitarse con lo presente antes que con lo que ya fue o podría ser. Fruto de la reflexión bien podría resultar una contenida gratitud por lo que hay y, por tanto, un agradecer el regalo o la herencia del pasado; pero no se trata de una simple idolatría por lo que ya pasó y no ha de volver. Lo que se valora es el presente y se aprecia no por sus conexiones con una remota antigüedad ni porque se considere superior a cualquier otra alternativa posible, sino por su familiaridad: no es un ‘Werweile doch, du bist so schön’ [‘Quédate, eres tan bello’], sino un ‘Stay with me because I am attached to you’ [‘Quédate conmigo porque te tengo cariño’].
Ser conservador consiste, por tanto, en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo asuficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica. Las relaciones y las lealtades familiares serán preferidas a la fascinación de vínculos potencialmente más provechosos. El adquirir y aumentar será menos importante que el mantener, cuidar y disfrutar. El pesar que provoca la pérdida será más agudo que la excitación que provoca la novedad o la promesa. Se trata de estar a la altura de la propia suerte, de vivir conforme a los propios medios, contentarse con perfeccionarse en virtud de las circunstancias que nos rodean. En algunas personas esta disposición resulta de una elección; en otras, la disposición se manifiesta, con más o menos frecuencia, en sus preferencias y aversiones, pero no es ni elegida ni expresamente cultivada.
Ahora bien, todo esto tiene su reflejo en una determinada actitud ante el cambio y la innovación; entendiendo por ‘cambio’ aquello que denota alteraciones que hemos de padecer y por ‘innovación’ aquello que proyectamos y realizamos. Los cambios son circunstancias a las que hemos de adaptarnos, y la disposición conservadora se manifiesta entonces tanto como el emblema de nuestra dificultad para lograrlo como el recurso al que se acude para conseguirlo. Los cambios carecen de efectos sólo para aquellos que no se dan cuenta de nada, que ignoran lo que poseen y permanecen apáticos ante sus circunstancias; y suelen ser celebrados indiscriminadamente sólo por aquellos que no valoran nada, cuyos vínculos son efímeros y que desconocen el amor y el afecto. La disposición conservadora no provoca ninguna de estas dos actitudes: la propensión a disfrutar de lo presente y disponible es lo opuesto a la ignorancia y apatía y alimenta, por el contrario, la unión y el afecto. De ahí la aversión al cambio, toda vez que éste se presenta siempre, primero, como una pérdida. Una tormenta que arrasa un matorral o transforma un paisaje amado, la muerte de los amigos, el decaer de una amistad, el abandono de hábitos de conducta, la jubilación del payaso preferido, el exilio involuntario, el cambio de fortuna, la pérdida de habilidades y su substitución por otras: son cambios, acaso no todos sin compensación, que la persona de temperamento conservador inevitablemente lamentará. Cambios con los que le será difícil conciliarse pero no porque lo perdido fuera intrínsecamente mejor que cualquier otra alternativa o no fuera susceptible de mejora, ni tampoco porque lo que venga a ocupar su lugar no se pueda aprovechar o disfrutar, sino porque lo perdido era algo que realmente disfrutaba, que había aprendido a disfrutar, y aquello que lo reemplaza es algo por lo que aún no se tiene apego. Los cambios pequeños y lentos le resultarán en consecuencia más tolerables que los grandes y repentinos, y valorará sobremanera toda apariencia de continuidad. Algunos cambios, sin duda, no presentarán ninguna dificultad, pero, nuevamente, no porque traigan progresos evidentes sino, simplemente, porque serán fácilmente asimilados: el paso de las estaciones se mitiga porque recurre y el crecimiento de los niños porque es continuo. Y, por lo general, el temperamento conservador se adaptará más fácilmente a los cambios que no desdicen expectativas que a la destrucción de lo que no parece llevar en sí el motivo de su disolución.
Es más, ser conservador no consiste sólo en rehuir el cambio (que puede ser una idiosincrasia); es también una forma de adaptarse a los cambios, una actitud, ésta, ineludible para el ser humano. Y esto porque el cambio es una amenaza para la identidad, y todo cambio es un emblema de la extinción. Pero la identidad del ser humano (o de una comunidad) no es más que una continua repetición de contingencias, cada una a merced de la circunstancia y cada cual relevante según sea su familiaridad. La identidad no es una fortaleza a la que podamos retirarnos; la única forma que tenemos de defenderla (es decir, de defender nuestro ser) contra las fueras hostiles del cambio es el amplio campo de nuestra experiencia; apoyándonos en aquello que en cada momento muestre más firmeza, adhiriéndonos a aquellas costumbres que no estén inminentemente amenazadas y asimilando así lo nuevo sin volvernos irreconocibles a nosotros mismos. Cuando los masai de Kenya fueron trasladados desde sus antiguas tierras a su actual reserva, se llevaron consigo los nombres de sus cerros, llanuras y ríos de las nuevas tierras. Gracias a subterfugios del conservadurismo como éste, toda persona o pueblo compelido a sufrir un cambio importante evita la deshonra de su extinción.
© de los autores. Trad. de Javier Eraso. Madrid: Ed. Sequitur (2ª ed. 2009), Uso escolar, exclusivamente.
Michael OAKESHOTT (Londres, 1901-1990), filósofo conservador, profesor en Cambridge, Oxford y, finalmente, en la London School of Economics, hasta su jubilación en 1969. Conservador escéptico y adversario también de las posiciones empiristas y pragmáticas. Su teoría filosófica arranca fundamentalmente de Montaigne, del Pascal político (‘las desgracias del mundo provienen de que los hombres no saben quedarse sentados en una silla’), de Hobbes y de los moralistas franceses del XVII. Distinguió entre ‘política de la fe’, que se basa en la creencia en la bondad natural de los seres humanos y en la búsqueda de la verdad, y ‘política del escepticismo’, es decir, conservadora, cuyo fundamento se halla en ‘un común esfuerzo para comprender los diversos puntos de vista y buscar un modus vivendi’. El fragmento que reproducimos pertenece a su lección inaugural en la cátedra de Ciencia Política de la LSE (1947), donde substituyó nada menos que a Harold Laski.