La esquematización teórica del poder sobre la vida como un poder con dos caras: disciplina sobre los individuos y control sobre las poblaciones, permite a Foucault mostrar lo que a su juicio conlleva una transformación fundamental del mundo contemporáneo: la entrada de la vida en la historia, es decir, de lo biológico en el campo de lo político. Sobre ese fondo se comprende el papel político de la sexualidad en el pensamiento de Foucault.
El esquema foucaultiano supone que a principios de la época clásica (concepto cronológicamente muy fluctuante en su obra, pero que se puede situar hacia el s. XVII), el poder se presentaba como una máquina de vigilancia y de disciplina, formando lo que Foucault denominaba «anatomo-política». El poder era visto como una herramienta para prohibir, para proscribir, para decir que ‘no’. En definitiva era un poder para dar muerte. Pero hacia la mitad del siglo XVIII, el cuerpo se empieza a considerar como el soporte de la vida (el ‘cuerpo especie’) y el poder se empieza a ver más como un instrumento de vigilancia que de castigo. Ello no significa que el poder deje de tener entre sus herramientas la posibilidad de matar (de la que sigue disponiendo en plenitud), pero no es la muerte lo primordial. El poder se concibe más bien como un instrumento para gestionar y administrar la vida (mediante la higiene, la escuela…) y como una aplicación de los procesos biológicos o biosociológicos a las masas humanas. Aparece un nuevo tipo de normatividad. Se empieza a usar la estadística para organizar el cuerpo de las gentes (estudiando cómo se casan, cuántos hijos tienen, su tasa de actividad, su ocio, etc.). Es la vida cotidiana de las gentes lo que pasa a controlarse cada vez más desde el poder político.
Bajo una apariencia de liberalismo, en realidad lo que sucede es que cada vez hay más regulación o normativización. La función del Estado se irá identificando progresivamente con ‘hacer vivir’: la disciplina, la formación y el control-regulación se justifican como instrumentos necesarios para mejorar y desarrollar la vida. Así la máquina de la vida y la máquina del Estado tienden a verse como un todo cada vez más unificado y difundido.
Así se introduce el concepto de «biopoder» como «explosión de técnicas diversas y numerosas para obtener el sometimiento [assujettissement] de los cuerpos y el control de las poblaciones. Se abre así la época del biopoder» [‘Derecho de muerte y poder sobre la vida’ en LA VOLUNTAD DE SABER (1976), primer volumen de su ‘Historia de la Sexualidad’]. No se puede admitir la hipótesis de un biopoder sin haber comprendido previamente que ese poder tenía como doble objetivo la incitación y el control. La biopolítica viene después de la anatomo-política porque el poder funciona de dos maneras: como disciplina (de una parte), pero también como control y gestión (por otra). El doble dispositivo disciplina/gestión resultó indispensable para el desarrollo del capitalismo.
Foucault podría ser leído como un intento de complementar a Marx: la máquina ofrece un modelo (reducción de costes, aumento de la eficacia) que será el que rige las relaciones de producción. El poder sobre los cuerpos rentabiliza a su vez la producción industrial. En un primer momento el poder es hobbesiano (poder de vida y de muerte), en un segundo momento el poder se vuelve más sutil, por así decirlo; se convierte en gestión. El poder-soberano se convierte en poder-médico. El biopoder se interesa por el urbanismo, por la gestión de las epidemias, por la higiene, es decir por la vida de la población. Ya no se trata de castigar sino de medicalizar, de higienizar, de controlar la salud, la demografía, los alimentos, etc. y para eso (para ‘normalizar’), el poder necesita de la estadística, como ciencia del Estado. Hay como un bucle o como una serpentina de «poder-saber» que actúa mediante toda una serie de técnicas de lo cotidiano para vigilar y corregir que permite desarrollar alianzas múltiples y conflictivas (por ejemplo entre jueces y médicos…). Así se crean nuevas figuras (el ‘delincuente’) y nuevos conceptos (la ‘peligrosidad’) con una gradación infinitesimal entre normalidad y anormalidad.
Pero aunque el ejercicio del poder es más ‘normalizador’ que jurídico, eso no significa que la actividad legislativa haya desaparecido. Lo que sucede, más bien, es que los mecanismos disciplinarios se superponen a un sistema de derechos cuya procedencia es enmascarada: los derechos sólo se ejercen (y sólo se piensan) desde la soberanía del Estado. Por eso las nuevas resistencias se formulan en los términos del derecho. Las resistencias emergen en nombre de una vida más afirmativa, más rica en posibilidades. El poder de la vida se opone al poder sobre la vida.
Hay una crítica muy obvia al planteamiento del problema de la «política de la vida»: para la teoría foucaultiana el poder se ejerce como represión, como control externo a los cuerpos. Pero desde Bernays sabemos muy bien (¿o muy mal?) que la gestión normalizadora de la vida no consiste sólo en la represión de los instintos o de los deseos y en la promoción de la seguridad (la higiene, la escuela, la cárcel), sino que toda vida es deseo y que ese deseo puede ser manipulado no ya como ‘poder’ sino básicamente en cuanto ‘consumo’ y marketing... No sólo hay normalización y disciplina de seguridad en la maquinaria del Estado. Lo fundamental hoy es crear las condiciones para que el cuidado y la promoción de la salud (mediante el deporte, la ropa, los artefactos de belleza, etc.) den dinero. No habría alternativa cuando la servidumbre es voluntaria.
De manera que la ‘liberación’ tiene algo de frágil, cuando no de ilusorio. Foucault habla de ‘sangre’ para referirse a la gestión tipo ‘antiguo régimen’ (la que está presente todavía en Sade) y de ‘sexualidad’ en la modernidad. Pero ¿es realmente esto tan diferente? Y una liberación de la sexualidad ¿no nos conduciría a la ‘sangre’ otra vez pero por la vía del uso suntuario de la riqueza?