BIOGRAFÍA
René Girard (Aviñón, 1923) ha sido el antropólogo, el estudioso de las religiones y de la mitología, más original y controvertido de los últimos años de siglo 20. Antiguo alumno de la ‘Ecole des Chartes’ (la base de la escuela de los Anales), Girard se define como un antropólogo de la violencia y de las religiones. En 1947, parece ser que tras algún enfrentamiento con Claude Lévi-Strauss que hizo imposible su carrera universitaria en Francia, marchó con una beca a Estados Unidos, donde ha realizado toda su obra y donde se le ha considerado una especie de cónsul de la ‘french theory’, es decir, de la retórica filosófica francesa de base fenomenológica y estructuralista, en oposición a la filosofía analítica y al pragmatismo anglosajón. De hecho, el Coloquio internacional que organizó en octubre de 1966 sobre ‘Los lenguajes de la crítica y las ciencias del hombre’, en el que participaron Barthes, Derrida y Lacan, marcó el inicio de la moda estructuralista en América.
En Estados Unidos, Girard se convirtió al cristianismo y tras presentar su doctorado en la Universidad de Indiana en 1950 comenzó a enseñar literatura comparada en esa universidad para pasar después a Johns Hopkins (Baltimore) y, desde 1980 hasta su jubilación en 1995, a la universidad de Stanford donde vive todavía aunque conserva un ‘pied-à-terre’ en París. Es miembro de la ‘Académie’ desde 2005.
Girard es, muy específicamente, un analista de lo que denomina ‘deseo mimético’, el mecanismo que considera central en la construcción de las relaciones humanas. Y sobre esa idea ha construido toda una teoría de la civilización y una explicación (cristiana) del nihilismo. Tanto por la originalidad de su obra como por su crítica a las tesis de Lévi-Strauss (que en público siempre le ignoró y jamás le cita), seguramente Girard mercería ser más divulgado. Pero es también un pensador cristiano, hecho que no deja de producir cierta prevención en algunos ámbitos, y especialmente es un crítico de la idea de progreso; además su forma de entender la mitología se ha forjado en los estudios literarios comparados más que en la etnología. Se hace difícil introducirse en su lectura sin prescindir del progresismo esquemático y conviene estar, como mínimo, algo familiarizado con los elementos básicos del pensamiento cristiano, especialmente con el papel redentor de Cristo como víctima inocente, que para Girard es un elemento (¿simbólico?) esencial en su oposición al nihilismo de la modernidad.
ALGUNOS TEMAS CENTRALES EN LA OBRA DE GIRAD
De una manera provisional, su obra puede resumirse en cuatro temas o ejes de reflexión sobre los cuales, en cualquier caso, convendría profundizar más extensamente:
El descubrimiento de la importancia central del deseo mimético en las relaciones humanas, que Girard lleva a cabo a partir del análisis de la gran literatura europea, donde la cuestión del ‘deseo de ser otro’ se refleja extensamente, desde el Quijote a Proust pasando por la novela rusa.
Resultaba tentador para la sociología funcionalista (de Durkheim a los fundadores de la Escuela de Chicago), abolir la significatividad del deseo y de la subjetividad en las relaciones humanas (porque lo ‘humano’ parecía poco ‘científico’). Pero esa opción metodológica abrió paso, sin proponérselo —y al principio sin una excesiva conciencia sobre las consecuencias que ello acabó por tener—, al totalitarismo en las ciencias sociales. Si primero se hacía desaparecer al hombre como concepto resultaba mucho más fácil destruirlo luego, en la realidad social, en aras del consumismo neocapitalista, o conducirlo al campo de concentración. En definitiva, cuando se logra convencer a los sabios que el hombre no existe (o que es una ‘realidad reciente’), resulta posible hacer cualquier cosa con los humanos concretos. Al fin y al cabo se trata sólo de fantasmas…
En tal sentido se puede considerar la obra de Girard como un intento de reconstrucción (o de rescate) del humanismo —aunque la palabra no le gusta especialmente— en las condiciones del nihilismo extremo del post-68, cuyo recorrido va de Lévi-Strauss a Foucault o a Derrida (con quien Girard simpatiza más, por su común interés en las fuentes judías). Sin embargo, puede considerarse también a Girard emparentado con la ola estructuralista en la medida en que no deja de haber en su obra una estructura, ‘mítica’ en su caso, que pretende explicar la historia humana. Hay que recordar que Girard no se considera a sí mismo un filósofo. Como los estructuralistas, no propone tampoco una teoría ‘pura’ de matriz fenomenológica o hermenéutica sino que llega a la filosofía desde la historia y des de la teoría de la religión, es decir, desde ámbitos no tradicionales. Sus tesis desbordan, sin embargo, con mucho la antropología filosófica y la teoría de la religión y tienen algo de hegeliano en su intento de justificar una especie de historia global interpretada con criterios cristocéntricos (no se olvide que Hegel era ateo, es decir, que su única religión era la Razón en la historia).
Aunque sus críticos reprochan a Girard (y no sin razón) que tiende a usar como un comodín dos de sus temas básicos, la teoría del «deseo mimético» y el concepto de «chivo expiatorio», es también un hecho que ambos conceptos han sido aprovechados ampliamente otros ámbitos del conocimiento social. Sus tesis no sólo se usan hoy para explicar la teoría bíblica o la mitología griega, sino que hay economistas que las han aplicado para describir los mecanismos de manipulación del deseo en el marketing y el desencadenamiento de las crisis económicas. El exceso de consumo sería, en su opinión, una consecuencia del hecho que la modernidad ha exacerbado el deseo mimético. Y todo sea dicho, aunque Girard es todo lo contrario de un revolucionario, y resulta demasiado pesimista como para creer que el hombre pueda ser cambiado, tal vez sus tesis habrían interesado mucho al joven Marx.
Uno de los discípulos más importantes de Girard es Peter Thiel, filósofo y coautor del libro ‘El mito de la diversidad’, un texto neoconservador y contrario al multiculturalismo, pero que es mucho más conocido por ser también uno de los propietarios de Facebook y administrador de fondos de inversión por valor de más de 2.000 millones de dólares [en cifras de 2009]. Thiel afirma haber tomado de Girard, profesor suyo en Stanford, la idea de que en estos momentos, el valor económico sólo existe en las cosas imaginarias. Aprender a convertir en dinero el deseo de reconocimiento aplicando la tesis del deseo mimético en Facebook parece la versión moderna de un viejo dicho referido a Tales de Mileto que ya aprovechó su conocimiento de los astros para hacerse rico alquilando molinos de aceite…
Girard es además uno de los pocos humanistas a cuya obra se acude hoy como marco explicativo en las ciencias positivas, especialmente en el ámbito de las neurociencias (a través de su influencia en las ideas de Vittorio Galese, el investigador italiano que junto a Giacomo Rizzolatti descubrió las ‘neuronas espejo’). Hay también psicólogos que usan el concepto de deseo mimético en terapias cognitivas para ayudar en el reconocimiento de los traumas. Incluso el mismo ha sucumbido a la tentación de proponer una explicación, tal vez demasiado unilateral, de la anorexia como deseo mimético.
ALGUNAS OBRAS BÁSICAS
En los últimos años han proliferado los libros de Girard en el mercado, de acuerdo con una moda que para muchos tiene hasta un punto de secta. Como le sucedió en su momento a Borges (y a Lévi-Strauss…) hay ya demasiados libros-entrevista que nada aportan de substancial al conocimiento de la obra pero que tienen un valor de ‘gadgets’ culturales. En su caso, por desgracia, esos libros hablan mucho de teología y demasiado poco sobre su teoría del deseo. Especialmente a partir de la década de 1980, el propio Girard ha insistido mucho más en su posición como autor cristiano, lo que tal vez no ayuda especialmente a valorarlo en su aspecto más interesante como antropólogo filosófico y como crítico literario. Pero, en cualquier caso, hay cinco libros centrales en la bibliografía de Girard, que básicamente seguiremos en estos apuntes:
(1) MENTIRA ROMÁNTICA Y VERDAD NOVELESCA (1961), en que expone su teoría del deseo mimético;
(2) LA VIOLENCIA Y LO SAGRADO (1972), su libro más conocido y en el que aparecen sus tesis sobre el sacrificio, el deseo mimético y la víctima fundadora;
(3) COSAS ESCONDIDAS DESDE LA CREACIÓN DEL MUNDO (1978), un diálogo extraordinariamente clarificador y su primer best-seller en Francia, en que se explica especialmente el mecanismo victimario y se defiende que el objetivo del judeocristianismo reside en la lucha contra la fatalidad sangrienta del deseo;
(4) EL CHIVO EXPIATORIO (1982), tal vez su obra más ‘accesible’ en una primera lectura;
(5) LA RUTA ANTIGUA DE LOS HOMBRES PERVERSOS (1985), dedica al análisis del libro de Job, al tema del ‘logos no-violento’ y al Dios de las víctimas de la historia.
En estos textos la preocupación de fondo es la misma: se trata de entender al Leviatán para descabezarlo, si tal cosa es posible. Su punto de partida axiomático, por así llamarle, supone que la violencia es contagiosa y toda su obra se pregunta sobre cómo explicar esa violencia y, muy particularmente, sobre cómo debe gestionarse para no que no termine por destruir el cuerpo social. La violencia contagiosa que nace del deseo mimético y que necesita de chivos expiatorios para evitar volverse generalizada, constituye la clave para entender el conflicto humano según Girard y el cristianismo es la única fuerza capaz de romper con la maldición de lo mimético porque nos permite entender la estructura misma del pecado.
INFLUENCIAS: CONTRA NIETZSCHE Y CON SAN AGUSTÍN
La obra de René Girard proviene de un contexto cultural muy obvio: la Biblia y San Agustín. Le gusta repetir que no ha inventado nada, sino que «todo cuanto yo he dicho está en San Agustín» y que su fidelidad básica es la que debe a Atenas y a Jerusalén, en la medida que interpreta el mito griego desde tradición cristiana y viceversa. Como profesor universitario, su metodología ha sido siempre la propia de un comparatista (una tradición académica ampliamente denostada en el siglo 20 por poco ‘moderna’, en la medida en que el criterio de analogía resulta muy discutible metodológicamente). Es comprensible que una obra que no pretende explicar la cultura por causas económicas o estructurales, sino a través de una motivación religiosa, produzca una reacción de perplejidad. Más que en la filosofía clásica, Girard ha bebido en la gran novela rusa y francesa del siglo 19 y en las crisis existenciales de cristianos como Pascal o de Kierkegaard.
Los autores cuya herencia rechaza son, sin embargo, paradójicamente, los que le han marcado con mayor profundidad. Se podría leer toda su obra como un combate contra Nietzsche. Girard (autor cristiano, no se olvide) es claramente un adversario —y a la vez un admirador— de Nietzsche cuya teoría del eterno retorno le parece sombría y un retroceso respeto al cristianismo. Nietzsche, sin embargo, le resulta admirable porque ha puesto las cosas difíciles al cristianismo pero también porque al presentarlo como religión de esclavos ha revelado lo mejor y más verdadero de la opción cristiana. Y ello aunque de sus tesis —del ‘Dios ha muerto’ y del ‘eterno retorno’— sólo puede derivarse desesperanza y angustia, en la medida que ello conlleva que nadie puede escapar a la necesidad y que el mal resulta invencible absolutamente.
Como cristiano y como crítico del nihilismo, Girard es un adversario de la idea de progreso, que considera una forma de mitología contemporánea que nos conduce a la idolatría del consumo autodestructivo; el progreso y la falta de memoria de la modernidad conducen directamente, según Girard, al colapso ecológico y a una comprensión del hombre como herramienta que nada tienen de ‘progresista’ en realidad.
En su concepción del mito, Girard se opone directamente a las tesis que derivan de Lévi-Strauss y la suya ha sido la disensión central en los últimos años de la antropología filosófica y de la etnología en sentido amplio. Para Lévi-Strauss los mitos de un pueblo constituyen una secuencia puramente lógica. En todas partes hay símbolos y los mitos no son nada más que un tipo de símbolos entre otros. En definitiva, en un mito concreto ‘nunca pasa nada’ que no sucediera si el mito fuese otro, pues el mito no es un acontecimiento del ámbito de lo real. Por eso el estructuralismo se interesa poco o nada por los rituales, convencido que el ritual es en si mismo ineficaz y arbitrario. Pero la ritualización tiene consecuencias reales en las vidas de los humanos porque marca su conducta de una manera muy concreta, por ejemplo en la determinación de la ‘pureza’ o ‘impureza’ de individuos, grupos u oficios. Girard siempre ha deplorado que para el Lévi-Strauss de ‘Mitológicas’ o de Tristes trópicos’: «todo se sitúa en el mismo plano. Nunca se gana o se pierde nada esencial. La flecha del tiempo no existe».
EL LOGOS DE HERÁCLITO Y EL LOGOS DE JUAN
Una manera de comprender hasta que punto el pensamiento de Girard es teología cristiana para tiempos postnihilistas es leer su afirmación en COSAS ESCONDIDAS DESDE LA FUNDACIÓN DEL MUNDO sobre el hecho de que la palabra ‘Logos’ en Heráclito y en Juan no mantienen absolutamente ninguna relación. Para los pensadores cristianos —dice Girard—, los filósofos griegos no son más que teólogos que se ignoran. Para los postcristianos, al contrario, la idea de un Logos específicamente cristiano es una falsificación imprudente que recubre una imitación grosera de la filosofía’. Incluso Heidegger ve ambos ‘Logos’ como antagónicos (lo que es ir mucho más allá de lo que habrían dicho los primeros cristianos). Pero según Girard, lo que habría hecho Jesús, o por lo menos el Cristo del Evangelio de Juan, no es romper con el mito sacrificial, sino ‘recomenzarlo’. O en palabras de Girard: «… hay que reconocer en el Verbo de verdad el saber de la víctima emisaria, siempre expulsada por los hombres. Mientras no tenga lugar ese reconocimiento, la inteligencia racional de la relación objetiva que une ambos Testamentos continua siendo imposible.»
Entender la novedad y a la vez la continuidad de la tesis cristiana sobre la superación de la violencia mediante el sacrificio del chivo expiatorio (la víctima inocente y sin revancha que es Cristo) lleva a Girard a considerar —además— que la superación de la violencia no pasa de ninguna manera por negar la existencia de Dios, sino todo lo contrario. Sin el papel moderador de lo sagrado, la violencia sería imparable, según Girard. Por lo tanto hay que asumir la existencia de un Dios que comprende la tiranía del deseo y a la vez nos libera de ello, para proponer una vida según el Amor. Lo que habría hecho Cristo es ‘desmitificar’ el amor (Agapé) y el Nuevo Testamento debería leerse, pues, como una «epistemología del amor» (sic.), cuya formulación más clara se encuentra en la primera epístola de Juan (9-11).
EL DESEO MIMÉTICO
El hombre substancialmente es deseo. Pero lo es de una manera peculiar: el deseo para formularse tiene que percibir la amenaza de otro. Somos constitutivamente seres miméticos Deseamos lo que los otros desean y, recíprocamente, los otros desean lo que nosotros deseamos. El deseo es un drama existencial que se juega a tres bandas, nosotros, los otros y cosa deseada — que no sería tal si otros no la deseasen también.
La palabra ‘mímesis’ (copia, imitación) fue usada ya por Aristóteles en la Poética, cuando observó que: «el hombre difiere de otros animales en que es el más apto para la imitación». Analizando las obras novelescas clásicas (Cervantes, Stendhal, Proust, Dostoievski, Malraux), Rene Girard observa que la imitación no sigue un esquema lineal (sujeto-objeto / imitador-imitado), sino que el esquema del deseo es triangular: sujeto-modelo-objeto. Para ser un perfecto caballero, Don Quijote copia un caballero perfecto: Amadís de Gaula. Pero Don Quijote no imita a Amadís de Gaula sino lo que él imagina, cree o desea, que sea Amadís.
En la hipótesis girardiana es central un tercer elemento mediador del deseo: el ‘Otro’. En la medida en que el individuo que he tomado como modelo desea un objeto, me pongo también a desear ese otro y al objeto deseado por el otro. Presentado así todo parece muy propio de la ‘french theory’ pero Girard es más claro: el individuo (romántico) desea pero no sabe qué desea. Cree que el otro posee una plenitud que a él le falta. Esa es la mentira romántica. Más sencillo: presentado como objeto de deseo un automóvil deja de ser un instrumento que sirve para desplazarse, (para eso valdría ‘cualquier’ automóvil) para convertirse en el objeto que nos permite convertirnos en aquello que es nuestro modelo: un hombre de éxito, el jefe de la empresa, etc. Lo que deseamos nos lleva inevitablemente al enfrentamiento con el otro. Ahí se encuentra el origen del conflicto humano. Sin romper con «el deseo copiado sobre otro deseo» (MENTIRA ROMÁNTICA Y VERDAD NOVELESCA) puede entreverse que el futuro de lo humano es el drama.
El deseo mimético constituye la gran tragedia de nuestra miseria en tanto que humanos y se halla en la fuente de la violencia. Caín y Abel serían el ejemplo bíblico de la fuerza de ese deseo mimético que engendra el asesinato y la destrucción y que los humanos llevamos explícitamente en la propia estructura biológica (como mostrarían los descubrimientos de la neurología en el ámbito de las neuronas espejo). En la medida en que imitamos el modelo de nuestros deseos, deseamos también la misma cosa que el otro y esa rivalidad mimética se resuelve en lo fundamental en violencia, física o mental.
La exacerbación del deseo mimético —que aunque ha existido siempre resulta definidora peculiarmente de la vida moderna— nos conduce a la miseria moral (nos volvemos desgraciados ante el solo hecho de pasarnos la vida comparándonos), porque sencillamente no podemos vencer nunca: siempre inevitablemente habrá alguien más joven, más listo, más rico y más guapo. O por lo menos siempre alguien nos lo parecerá. Hoy por hoy la publicidad y el marketing se encargan todos los días de recordárnoslo para que no dejemos de ser unos disciplinados consumidores. La paradoja es que en nuestro deseo de ser diferentes somos iguales. De hecho el deseo mimético más fuerte se da entre los prójimos (Freud ya habló sobre ‘el narcisismo de las pequeñas diferencias’ que atenaza a los hermanos), pero eso en última instancia resulta autodestructivo. El deseo instaura la violencia como ley. Eso nos conduce al tema del «chivo expiatorio».
EL CHIVO EXPIATORIO
El chivo expiatorio es una de las cuestiones centrales del pensamiento de Girard y el tema de LA VIOLENCIA Y LO SAGRADO (1972). Se trata de un rito muy habitual en todas las religiones primitivas, mediante el cual se trata de apaciguar la cólera de los dioses y, al mismo tiempo, de poner a prueba la devoción y el sacrificio de los creyentes obligándoles a participar conjuntamente en el sacrificio ritual es decir, más llanamente, a ‘hacerse cómplices’. Solo ofreciendo un chivo expiatorio, una víctima inocente, se logra detener el ciclo de agresión y de venganzas interminables a que nos conduce el deseo mimético. El sacrificio en común de una víctima inocente (y especialmente de un cierto precio, o de un cierto prestigio), crea comunidad. Véase, por ejemplo, cómo se desarrolla la secuencia en el mito de Edipo, un «héroe fracasado», — según lo presenta Sófocles:
1.- Hay peste en Tebas.
2.- La ciudad necesita entender el ‘por qué’ de esa peste.
3.- Se busca una víctima, una causa del mal que azota a la ciudad.
4.- Se ‘descubre’ a Edipo, que al fin y al cabo es un personaje ‘extraño’ (aunque ha liberado a Tebas nadie sabe de dónde ha salido e incluso su nombre significa ‘pies inflados’).
5.- El oráculo dice: ‘no os preocupéis; desembarazaos de él y estaréis curados’.
6.- La ciudad se desembaraza de él.
7.- La ciudad está curada (en principio).
Girard se pregunta qué puede incitar a los humanos a matar a un inocente en un gesto brutal e irreflexivo. Y más todavía, cómo ha sido posible que el chivo expiatorio se haya convertido en un ritual codificado común en las religiones antiguas. Su tesis es que el chivo expiatorio permite superar la desunión de grupo: matando al inocente, el grupo olvida sus diferencias y se hace cómplice. El conflicto que enfrentaría a todos contra todos se resuelve en el ‘todos contra uno’, contra el diferente (contra el que habla en catalán, por ejemplo, hoy mismo). La polarización de la mayoría contra la minoría es un mecanismo de cohesión.
Para que la acusación parezca sensata se necesita seleccionar a un grupo pequeño y preciso. Pero cuando se busca se acaba encontrándolo. Las brujas cumplían ese papel en la Europa del siglo 17, los bosnios musulmanes lo fueron en Serbia hace cuatro días, y los catalanes lo pueden ser en el imaginario de la ‘España eterna’. Sólo así el diferente, el extraño, puede ser acusado de algo tremendo y estereotipado (parricidio, incesto, asesinato) y nadie dará por supuesta su inocencia. Haberse atrevido a ser diferente es ya una culpa en sí misma. La sola acusación crea la víctima y la masacre compartida resulta inevitable porque la acusación se convierte en eficaz mediante el solo hecho de pronunciarse. Es el ‘todos contra…’ —y cada cual puede poner en los puntos suspensivos lo que le parezca.
Hay también otra condición indispensable: para que el proceso tenga éxito es preciso que la víctima asuma su culpa y crea en el veredicto estúpido de la masa sin revelarse. Es típico de todas las víctimas que por un momento lleguen a creerse que sus perseguidores tienen razón (al fin y al cabo sus perseguidores son más). Así el delirio de persecución se convierte en verdad consensuada.
El ritual cumple aquí un papel muy preciso. El chivo expiatorio no puede morir de cualquier forma y todas las religiones establecen de una manera muy precisa y hasta el mínimo detalle. Para poder justificar que alguien sea realmente una víctima se debe poder justificar de alguna manera (todo chivo expiatorio lleva una marca, ‘de nacimiento’ muchas veces). Además eliminando al diferente, se puede logar una vuelta a la normalidad. Da lo mismo si luego la víctima es divinizada (incluso Atenas levantó una estatua a Sócrates), el mecanismo de culpa también sirve para unir a los culpables. Conviene no olvidar que en griego la palabra ‘pharmakos’ significa a la vez veneno y remedio.
El mitema de la ‘víctima inocente’ se encuentra en Grecia (Dionisos muerto y resucitado, Edipo…), y en el Antiguo Testamento (el sacrificio de Abraham). También forma parte de la base misma del cristianismo (Jesús como ‘cordero de Dios’). Pero Girard ha insistido en que ambas formas de comprender el papel de la víctima y el proceso victimario —la griega y la judeocristiana— resultan perfectamente contradictorias. Edipo es una víctima más entre tantas otras, cumple con su papel y asume su supuesta ‘culpa’. El Dios de Abraham, en cambio, ordenó detener el sacrificio de Isaac y reemplazarlo por el de un animal. Job se mantuvo fiel a su verdad contra el entorno hostil. Y Jesús se presenta como la última víctima precisamente para romper con el esquema victimario: su resurrección indica que la muerte no es la última palabra y da esperanza, así, a todas las víctimas. En el cristianismo lo central es la piedad ante el dolor de la víctima, lo que —en la lectura de Girard— introduce el germen del pensamiento crítico en la historia. Surge, pues, una nueva concepción, radicalmente distinta del tiempo y de la historia a partir del sacrificio cristiano.
El cristianismo es la primera religión que saca a la luz el mecanismo sacrificial sobre el que se fundan las relaciones humanas. Cuando Jesús dice a Pablo «yo soy aquel a quien persigues» está diciendo que la persecución, el linchamiento colectivo, la persecución de diferente, la Inquisición, el Gulag, els uso de técnicas policiales (y propagandísticas) para lograr la adhesión ‘espontánea’ de los condenados, etc., es el mecanismo del mal. Y que la propuesta cristiana es única que reivindica la razón de las víctimas —y por extensión, la única que permite reivindicar al hombre frente al totalitarismo cotidiano.
VIOLENCIA Y DESEO
Girard ha dicho en multitud de entrevistas que vivimos a la vez en el mejor y en el peor de los mundos, porque de una parte los progresos de la humanidad son reales: nuestras leyes son las más justas, pero, al mismo tiempo, somos los más ciegos ante las consecuencias catastróficas del progreso técnico y ante las consecuencias de la idea misma de ‘progreso’ que es la forma en que la modernidad ha expresado su deseo de potencia. Según la opinión dominante el deseo es una opción autónoma que el hombre toma por su cuenta y el progreso sería bueno en sí mismo porque muestra la fuerza de la autonomía moral de los humanos. Desear algo (un coche, una mujer, tanto da) nos da fuerza para vivir, nos obliga a mejorar y a mejorarnos, etc. Pero esa es una concepción extremadamente lineal del deseo que no explica suficientemente fenómenos como la envidia o los celos. El deseo, interpretado por Girard es otra cosa: constituye una especie de maldición porque nos obliga constantemente a vivir comparándonos. No deseamos ser nosotros mismos, sino ser ‘otro’ y ello nos conduce a la infelicidad, convirtiendo nuestro deseo en ídolo.
Hemos provocado en la modernidad —tal vez convendría matizar que se refiere específicamente a la modernidad freudiana— una confusión entre lo natural y el artificio, y hemos confundido nuestro deseo con algo ‘natural’. Los falsos dioses, los ídolos que ya se denuncian en el Antiguo Testamento (el dinero, el prestigio, el sexo), siguen ahí y nos exigen cada vez nuevas víctimas. Así el progreso avanza sobre el sacrificio constante de los inocentes (incluso sobre el sacrificio de nuestra propia estabilidad emocional en aras de un consumo excesivo y no placentero). De ahí que la humanidad deba plantearse seriamente el tema de la gestión del deseo. La religión, por arcaica que nuestros modernos puedan considerarla, era cuanto menos un buen cortafuego que ahora hemos perdido, porque nos impedía absolutizar nuestro deseo e imponía un cierto nivel de jerarquía. Pero ante una democracia que nos iguala y que nos da ‘igual derecho’ incluso el intercambio deja de tener sentido.
Ese fenómeno solo puede parecer extraño en apariencia. Si lo observamos con más atención vemos que el intercambio sólo puede producirse cuando tenemos cosas diferentes para intercambiar. Cuando todos somos iguales y tenemos lo mismo, el intercambio simplemente no es posible. La modernidad al igualarnos nos ha hecho paradójicamente desgraciados. Se exacerba el deseo, la competición consumista y la envidia, de manera que aumenta la infelicidad: cada vez hay que trabajar más para lograr menos.
Algo debe haber funcionado mal en la modernidad si en nombre del bienestar humano se produce malestar emocional y pobreza. El calentamiento global, la manipulación genética o la proliferación de armas nucleares (y podríamos añadir también el uso de técnicas psicológicas agresivas para incentivar el consumo), revelan que la violencia está presente hoy con más peligro que nunca aunque en apariencia vivamos contentos y satisfechos. De ahí que necesitemos lo sagrado para mostrar a los humanos el peligro que acecha en el deseo y la necesidad de regularlo para sobrevivir. Lo sagrado está ahí para alertarnos ante las consecuencias de un progreso que se ha vuelto autodestructivo
RENÉ GIRARD COMO PENSADOR CRISTIANO
Con lo que llevamos dicho se puede colegir que para Girard, el ‘humanismo’ es estrictamente una forma de impotencia. Con la sola fuerza del hombre que es por naturaleza violento y vive en el deseo mimético no se puede destruir la rivalidad entre los humanos. Para lograrlo se necesitaba ni más ni menos el sacrificio de un hombre que era Dios. Lo innovador del cristianismo, según Girard, es el sacrificio de Cristo que inauguró una nueva manera de gestionar la condición humana, especialmente en su relación con la violencia.
Cristo era explícitamente inocente; para justificar su sacrificio no se le podía considerar un enemigo de nadie y se lo sacrifica precisamente por ser inocente. Pero si el mal no está en la víctima, entonces debe hallarse en la sociedad. Y eso es lo que descubren los hombres: ese es el significado de la revelación cristiana. Para Girard el cristianismo es la religión que desvela la auténtica naturaleza del hombre, desvelando su violencia. Lo que el sacrificio de Cristo habría aportado es el descubrimiento de la inocencia radical (y no el resentimiento de los débiles hacia los fuertes). Es de la debilidad de donde nace la fuerza.
El sentido antropológico del cristianismo se halla en su oposición al mensaje victimario. Con el cristianismo, y aunque los propios cristianos no logran entenderlo y están lejos de realizarlo en la práctica, habría caducado la mentalidad sacrificial. Allí donde Nietzsche veía una moral de esclavos, Girard (que sabe que efectivamente el cristianismo es en su origen mismo una religión de parias) encuentra la confirmación misma de la verdad del mensaje cristiano en el hecho de que el sacrificio del Cristo ha puesto al desnudo el mecanismo victimario. El cristianismo necesitaba ser una religión de parias porque son ellos los únicos que pueden comprender lo absurdo de la violencia y lo inútil de buscar víctimas propiciatorias; el mecanismo de la venganza queda explícitamente desvelado y por ello mismo se hace impracticable.
Sólo podemos participar de la condición de Jesucristo si renunciamos, pues, al mecanismo (mundano) de la violencia sacralizada. Con Cristo ha terminado la gestión de la violencia mediante la víctima y, por ello, el Gulag soviético, el campo de concentración nazi y el holocausto son expresiones del paganismo contemporáneo, como lo sería cualquier teoría antihumanista. Los hombres que han comprendido el sentido del sacrificio de Cristo son los que pueden tener una alternativa al nihilismo violento de la modernidad.
El cristianismo es la religión que, mediante el sacrificio de la víctima inocente, ha desvelado el mal que se origina en el deseo mimético. Pero el cristianismo también ha explicitado otra cuestión fundamental: las condiciones de su propio fracaso. Cristo sabía muy bien que su reino no es de este mundo, porque ‘este mundo’ es el de la violencia. Pero los hombres no renunciarán a su violencia originaria y por ello el cristianismo tiene plena consciencia de que fracasará. No por casualidad el Evangelio termina con el libro del Apocalipsis, que indica el fracaso mismo de la religión cristiana. Los textos apocalípticos están ahí para decirnos que el hombre que no quiera escuchar sucumbirá ante su propio Satán, ante su propia violencia.
Para Girard, al fin y al cabo un adversario firme del progresismo de salón, el Apocalipsis no es en modo alguno una teoría, sino el anuncio de lo que ya viene sucediendo en Europa desde hace doscientos años (es decir, desde las Luces). Los humanos están hoy avisados de que su propia violencia puede ser apocalíptica y que le puede llevar a su desaparición como especie. El Apocalipsis no es, sin embargo, una profecía sino un aviso y en tal sentido debe comprenderse. Son los humanos quienes deben decidir si escuchan el mensaje apocalíptico y obran en consecuencia. La paradoja es que, precisamente, cuando los tiempos son apocalípticos, el Apocalipsis deja de leerse.
APÉNDICE: PARA UNA CRÍTICA DE LA TEORÍA DE RENÉ GIRARD
Sin embargo, la teoría de René Girard tiene un punto débil en su lectura del mito. Muchas veces parece que Girard tenga una sola llave y que intenta abrir con ella demasiadas puertas. Tal vez no todos los mitos puedan leerse de manera única y exclusiva desde la hipótesis del chivo expiatorio, como supone sin que aporte demasiadas pruebas. ¿Y si la función del mito no fuese sacrificial sino, sencillamente, pedagógica?, ¿y si la culpa de Edipo fueses, tan solo, la de haber nacido, como diría un existencialista sartriano?, ¿y si el Apocalipsis no fuese un aviso sino un texto profundamente revanchista y, sencillamente, una profecía contra Roma, sin más? Esas y otras preguntas quedan abiertas, y no está demasiado claro si pueden responderse desde el modelo de pensamiento que propone Girard. Pero su esfuerzo por pensar la violencia —y por conjurarla mediante un acto de conocimiento y, en su caso, también de fe— queda como un testimonio del tiempo nihilista que es nuestro presente histórico.