Fragmento de LA IDEA DE LA GUERRA Y DE LA PAZ EN LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA (1957). Traducción de Pablo Levin, Ed. Galatea/Nueva Visión, B. A., 1960, pp. 21-25.
En el análisis sobre las causas de la guerra ha persistido un consistente dualismo. Por un lado se encuentra el IDEALISMO POLÍTICO, que se caracteriza por atribuir las causas primarias a factores subjetivos o introspectivos, tales como la propensión innata a la violencia, un desasosiego propio de los seres humanos, o bien al espíritu de aventura y de heroísmo que sólo en el combate encuentra las condiciones de su plena realización. Contrasta fuertemente con aquél el REALISMO POLÍTICO, que descansa por su creencia en la primacía de las causas externas, socialmente condicionadas, de la agresión. Para esta concepción, tanto los cismas económicos, como las rivalidades políticas, la búsqueda de materiales preciosos, etc., constituyen causas básicas de conflagración. A través de la historia de la filosofía se fueron consolidando estas diversas tendencias. Y esa división esencial de la moderna filosofía política aún se mantiene a pesar de los esfuerzos que se han hecho por ofrecer un compromiso relativista.
La civilización moderna debe a agradecer a la Antigüedad el haber explorado muchos de los fundamentos causales de la guerra y la paz. Ya en la filosofía griega encontramos el germen de la moderna división entre las teorías objetivas y subjetivas de la causalidad. Si hay algo que distingue a los teóricos antiguos –tanto si se encuentran sujetos a premisas realistas como idealistas– es su general respeto por los hechos objetivos. Esto contrasta con la filosofía contemporánea, que ha tendido a explicar las causas de la guerra en función de instintos y represiones, cuando es idealista, o a explicar totalmente la causa de la guerra por un conglomerado predeterminado de factores económicos y políticos si es realista. Este tipo de tendencia reduccionista puede ser atribuida a la influencia del pluralismo político, hoy tan en boga.
PLATÓN creía que las causas fundamentales de la guerra residían en la corrupción de las almas. Esta corrupción interna se expresa socialmente a través del creciente predominio del lujo como categoría económica fundamental. En una comunidad de escasez son las compulsiones de la supervivencia, más que cualquier propensión a la verdad, las que llevan a los hombres a cooperar entre ellos. Pero cuando esta economía es superada, cuando los hombres llegan a diferenciarse según sus funciones materiales, entonces se codician los lujos y la ostentación no intrínsecamente sino por el poder que traen aparejados. Es entonces cuando la lucha por los lujos se convierte, al nivel de lo material, en la lucha por el poder, mientras que, psicológicamente, expresa la decadencia del alma. Platón sostenía que el deseo de honor y de ganancia es un signo de decadencia, tanto en el individuo como en la sociedad como un todo. En cierto sentido, la justificación fundamental del filósofo-rey es que sólo una persona semejante puede desarraigar las causas de la guerra, ya que aquellos que codician las riquezas como fin, por sus mismos objetivos, deberían volcarse al militarismo para el logro de su ambición. Tan sólo el filósofo, guiado únicamente por la búsqueda de la verdad y la sabiduría, es capaz de purificar el alma de la sociedad y devolver la paz al hombre. La historia de la filosofía está compenetrada de la influencia de Platón. En pensadores modernos como Whitehead y Santayana pueden encontrarse expresiones de la concepción de Platón sobre el vínculo causal entre la riqueza y la guerra.
Aunque LUCRECIO comparte con Platón la indagación de una teoría objetiva sobre los motivos del conflicto, su posición es opuesta. Sostiene que la guerra es una expresión del atraso económico y tecnológico. La falta de progresos técnicos engendra un individualismo feroz, que no alcanza a ser contrarrestado por la sociabilidad y la abundancia económica que Platón señalaba como causas del conflicto.
Para Lucrecio, la paz es un indicio de la “domesticación” del hombre. El desarrollo tecnológico estimula la necesidad de reciprocidad y cooperación. Estaba convencido de que el simple hecho biológico de que el hombre haya sobrevivido y se haya multiplicado atestigua el triunfo de esa comunidad de intereses humanos, no obstante los roces económicos relacionados con los avances tecnológicos. Su fe en la ciencia y en el valor del progreso material explica por qué su concepción ha permanecido como puntal del pensamiento materialista. Es realmente curioso que la diferencia entre Platón y Lucrecio se reproduzca en el siglo XVIII. Rousseau sostiene el criterio de que el progreso material es un agente de corrupción moral y Helvetius esboza la idea de que en realidad ese progreso es un agente liberador. Esto señala en qué grado la solución del propio problema sobre las causas de los conflictos bélicos se apoya en la comprensión e interpretación de la historia.
Una tercera teoría de las causas, más antigua aún que la de Platón y Lucrecio, fue la enunciada por HERÁCLITO, quien creía que el progreso y la industria no motivan ni tampoco impiden la guerra y que ésta es, en cambio, básicamente una manifestación de la naturaleza en actividad. Para Heráclito la guerra está en la naturaleza general de las cosas. Es la expresión peculiarmente humana de la lucha que prevalece en todo el universo. Tal como lo expresa en uno de sus escritos: “los hombres deberían saber que la guerra es general y que la justicia es lucha; todas las cosas nacen y mueren a través de la lucha”. Como para Hegel, la moral, para Heráclito, no es causa ni condición de lucha. La lucha es concebida como una expresión de los conflictos que existen entre los hombres, tal como es también una condición del desarrollo de la vida física. Con el correr del tiempo no ha disminuido la importancia de este punto de vista, que sigue siendo un dogma fundamental para muchas filosofías, a causa de que la evolución ha sido casi invariablemente acompañada por la guerra histórica. La posición de Heráclito es algo más que una filosofía arcaica; ha quedado como un desafío fundamental al mundo moderno. Planteó un problema clave: ¿pueden resolverse los conflictos entre las naciones y los grupos sociales de otra manera que a través de la guerra? Las opiniones de Platón y de Lucrecio todavía mantienen su peso porque apelaban al stutus histórico y psicológico de los hombres. Los conceptos de Heráclito conservan más vigor aún, porque éste recurría a las leyes del cambio físico y humano.
En la Antigüedad, la más influyente exposición de una teoría subjetiva de la causalidad fue la dada por EPICTETO. Partía de la suposición de que la causa del conflicto es el deseo natural por los placeres sensuales; la mayor parte de los hombres son incapaces de comprender que ellos no son el drama, sino apenas “meros actores de un drama que el autor elige” (Enquiridión, XVII; 23). La falla humana es el constante volverse hacia “lo externo”, lo que conduce a los hombres a buscar aquello que no es propio de ellos, o aquello que no es lo que sus superiores en la sociedad estiman que les corresponde por naturaleza. Epicteto diría que son más bien los deseos carnales, las cosas que están fuera del hombre, las causantes de la guerra, y no las que están en su interior. El fin del hombre es la libertad. Y la libertad es un fenómeno interno; no puede ser lograda a través de la victoria en la guerra o en la política. Puede llegarse a la verdadera paz aun soportando los horrores de conflictos materiales. Estaba convencido de que el camino que conduce a la libertad, esto es, a la paz, “es el desinterés por las cosas que no están en nuestro poder”. Tal filosofía, como también algunas de sus equivalentes más explícitas en nuestros días, insiste no sólo en localizar las causas de la guerras en el egoísmo de los hombres, sino que por implicación sostiene que la paz puede ser definida de una manera que se sustrae a los múltiples problemas del mundo social. Ya que la causa de la guerra es cuestión del espíritu, no hay razones para encarar, o evitar, un combate físico con otros. Porque la paz sólo será nuestra si logramos un sentido de pureza interna y de autoabnegación. En cierto sentido, Epicteto eleva el masoquismo a la altura de un principio, al relacionar la paz, ya no con la vida o con la abundancia, sino con la aceptación de una eternidad de sufrimientos y de la muerte misma si fuera necesario. Su solución a los problemas del conflicto no es una alternativa para las acciones de los hombres, sino la aceptación de esos problemas, sean cuales fueren.
La tendencia de la antigua teoría política, con la importante excepción de ARISTÓTELES, era concentrar la atención sobre un único y exclusivo aspecto de la sociedad, y atribuir todos los acontecimientos a su acción. Algo muy parecido ocurrió con la filosofía natural, donde la búsqueda de las leyes de la naturaleza giraba en torno a un elemento primario, tal como el agua, el fuego o el aire, o bien a una combinación de estos elementos. Con todo su reduccionismo, los esfuerzos de la antigua filosofía no fueron vanos. El pensamiento de Platón, Lucrecio y Heráclito ha servido generosamente para definir los límites teóricos del análisis contemporáneo de las causas de conflicto. Incluso el pluralismo político puede rastrear su genealogía remontándose hasta ARISTÓTELES. Al indicar los distintos tipos de soberanía, las diferencias entre las constituciones, la complejidad de las bases económicas de la vida, el Estagirita indicó que sólo muy excepcionalmente puede atribuirse la guerra a una causa única. La urgencia psicológica de una certeza metafísica ha cedido lugar en gran parte a un planteo causal, más ampliamente concebido. La diferencia fundamental sobre este punto entre la antigua y la moderna filosofía política reside en que mientras los antiguos se aferraban generalmente a una teoría de causalidad exclusiva, la teoría moderna se contenta con establecer las causas primarias. El más ardiente partidario de atribuir la causa básica de la guerra a la depravación humana no excluiría, por ejemplo, la consideración de otras causas. Del mismo modo, pocos deterministas económicos negarían el papel, por secundario que fuera, de los factores psicológicos y religiosos que avivan los conflictos. Es esta comprensión de la complejidad del problema de la causa de las guerras lo que caracteriza al presente.