Eva Illouz es una socióloga judía nacida en Fez (Marruecos) en 1961, de educación francesa y carrera internacional (profesora en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en la Universidad de Pennsylvania, y conferenciante por todo el mundo), a quien se debe el concepto de «capitalismo emocional» y cuya aportación al estudio de la sociología de las emociones constituye una de las más significativas novedades en el análisis de los cambios culturales producidos en las sociedades postindustriales en los años del cambio de milenio. Tres de sus libros: El consumo de la utopía romántica (1997), Intimidades congeladas (2006) y La salvación del alma moderna (2008), han sido traducidos por el momento [2011] al español en la editorial Katz (Buenos Aires).
Illouz denomina «capitalismo emocional» a la cultura postindustrial en que las utopías de la felicidad son mediadas por el consumo. En el capitalismo emocional el discurso de la psicología (psicoanálisis y autoayuda especialmente) se implica con el de la economía para producir una situación en que las relaciones personales y los problemas emocionales —particularmente las de las clases medias— se piensan y se gestionan según la lógica económica, como si se tratara de una inversión, que conlleva un análisis estratégico, un posicionamiento en el mercado, una pérdida o una ganancia. Según Illouz, para entender la construcción de los sentimientos en las sociedades postindustriales ha dejado de ser significativo el ideal romántico, hecho de gratuidad y pasión. Hoy los sentimientos se construyen y se entienden según el modelo instrumental del capitalismo. Y la cultura del amor romántico ha sido substituida por la cultura de la terapia. Comprender la construcción cultural contemporánea de los sentimientos exige comprender la lógica del mercado viceversa.
Dentro de lo problemático que resulta expresar en una frase la idea central que ha analizado Illouz, su tesis básica puede resumirse diciendo que: «El capitalismo emocional ha reordenado las culturas emocionales, llevando el yo emocional más cerca de la acción instrumental» (LA SALVACIÓN DEL ALMA MODERNA, p. 111). O en otras palabras, nuestras sociedades postindustriales han transformado las pautas emocionales a su imagen. Los sentimientos son bienes de consumo y los bienes de consumo contribuyen a la creación de emociones. Así la felicidad se ha convertido en un ámbito de inversión como cualquier otro y lo que antes fue amor romántico se ha transformado en vector de consumo. La correcta evaluación de los sentimientos la ejecutan los psicólogos con los mismos métodos que la evaluación de los mercados la ejecutan los economistas. Si la modernidad fue —desde Rousseau— el período en que aparecen las emociones como fuerza social, ahora las narrativas terapéuticas son las encargadas de describirlas, normalizarlas y gestionarlas socialmente. Lo interesante en la aportación de Illouz es que muestra cómo los individuos de las sociedades postindustriales comprenden y explican sus emociones según los principios de la economía —y que los modelos psicológicos que se les proponen, y que adoptan, para entender los propios problemas emocionales están construidos desde la lógica del mercado, es decir desde la eficacia.
En una de sus intuiciones más profundas, Marx afirmó que la burguesía ignora muchas veces las consecuencias ideológicas y políticas implícitas en su propia acción: «no lo saben pero lo hacen». Lo mismo podría decirse del capitalismo postindustrial que, al principio sin saberlo y desde finales de la década de 1960 con plena conciencia, ha puesto las emociones a producir y ha construido e institucionalizado una síntesis eficaz entre psicología y consumo para “explicar” primero, “normalizar” después y finalmente convertir en dinero los sentimientos y las necesidades emocionales primarias. Pero la relación es doble: no sólo la las emociones se piensan desde la economía, también la economía trabaja con las emociones y buena parte de las decisiones económicas tienen una base emocional, como analizó haya ya algunos años el Premio Nobel de Economía Gary Becker, incomprensiblemente no citado por Illouz. Capitalismo y emotividad son, en una interesante metáfora de Illouz, como el agua y la tierra que cuando se mezclan producen barro.
En la década de 1920, Edward Bernays, a quien Illouz tampoco cita, ya había mostrado el poder de la manipulación de los impulsos irracionales en los actos de compra, (también —y muy especialmente — en el proceso de adopción/compra de las ideas políticas por parte de los electores). La psicologización de la vida cotidiana —institucionalizada desde el National Mental Healt Act norteamericano en 1946, que extendió el campo de de intervención de los psicólogos a la salud mental de los ciudadanos no-enfermos—, no ha dejado de progresar desde entonces. La psicología (el discurso terapéutico), se ha convertido junto al liberalismo político y al discurso de la eficacia económica en el trípode sobre el que se asientan las relaciones sociales en nuestra época. En lo que sigue intentaré hacer una reconstrucción (adaptada y tal vez demasiado subjetiva) de la problemática que plantea Illouz, cuyo interés se encuentra, en mi opinión, en la posibilidad de comprender algo mejor las redes de poder implícitas en el tiempo presente.
EL PLANTEAMIENTO DE UN PROBLEMA: LAS EMOCIONES EN EL CAPITALISMO
Aunque el análisis de la importancia de los sentimientos forma parte de los estudios sociales desde principios del siglo 20 (las aportaciones de Weber y Simmel continúan siendo básicas a este respeto), no fue hasta la segunda mitad del siglo pasado cuando, con la emergencia de las sociedades de la abundancia (aquellas cuya oferta era muy superior a la demanda social de sus productos), y con el triunfo del marketing se hizo evidente que los sentimientos acabarían siendo una significativa área de negocios de un futuro que hoy ya es presente. Si se trataba de crear necesidades nuevas y de vender aquello que la gente no necesitaba realmente comprar para vivir, había que movilizar los sentimientos mediante la ayuda de técnicas psicológicas y eso es lo que se hizo intuitivamente desde los años 1920 y sistemáticamente a partir de la década de 1960. Siguiendo esa línea, la factoría Disney, estudiada por Armando Mattelart en un libro pionero, logró colonizar la mente infantil, devastando siglos de imaginación popular y de tradición simbólica, y Cola-cola, por ejemplo, dejó de ser una bebida azucarada para convertirse en ‘la chispa de la vida’, ni más ni menos.
El proceso de construcción del capitalismo emocional responde a esa misma lógica, en que el amor romántico se fue substituyendo por la terapia y por la auscultación obsesiva de la propia interioridad (introspección) a la búsqueda de supuestos “síntomas” por todos lados, en un curioso proceso de pseudoracionalización. La creencia (perfectamente acientífica, por lo demás), en que todo lo que nos sucede debe necesariamente significar ‘algo’, resultaba coherente con la lógica productiva del capitalismo, donde todo debe ser puesto a trabajar y aprovechado para convertirlo en beneficio. Freud construyó la teoría (¿o la mitología?) necesaria para traducir los sentimientos a síntomas y Maslow ratificó el proceso al considerar que toda persona (supuestamente) normal debe correr en tras de su “autorrealización”, sea ello lo que sea, para lograr sentirse plena y feliz. Porque quienes no se “autorealizan” (es decir la inmensa mayoría del género humano, según Maslow) son sencillamente unos enfermos. En palabras de Maslow que cita Illouz en LA SALVACIÓN DEL ALMA MODERNA: «Las personas a las que llamamos “enfermas” son las personas que no son ellas mismas, las personas que han construido todo tipo de defensas neuróticas contra el hecho de ser humanas» (p.207). De esa manera, el campo de negocio de los psicólogos crece casi hasta el infinito y además su gestión viene avalada por el prestigio de la supuesta “ciencia” que encarnan. Al racionalizarlas, las necesidades emocionales podían ser descritas y tratadas como cualquier otro problema, mediante su propio vocabulario y con una metodología (científica) adecuada aplicada por profesionales. Con ello el amor romántico llegó a su fin, para iniciarse una época de control emocional, de psicologías de autoayuda y de “intimidades congeladas”, por usar el título de un libro de Illouz.
Max Weber a principios del siglo XX llegó a pensar que el amor sería algún día la última reserva ante el progreso de lo que denominaba “la jaula de hierro” (la opresión burocrática y tecnológica del presente), pero es cada vez más dudoso que tuviese razón. Más bien al contrario: el amor, y en general la necesidad de reconocimiento emocional, se ha convertido en el negocio más significativo de los últimos veinte o treinta años. Hoy el capitalismo ya no necesita producir nada que sea estrictamente material, ya no vivimos en la época el hierro y ni siquiera del plástico. La producción de necesidades emocionales (muy especialmente de reconocimiento, como sabe cualquier usuario de Facebook) y su satisfacción cuanto más veloz mejor, emplean cada vez a un mayor número de individuos. Ni siquiera sería necesario analizar las webs de contactos en Internet para darse cuenta de ello, basta con pasear un día de diciembre antes de Navidad por una avenida de cualquier ciudad para comprender que los sentimientos venden.
Refugiarse en el mundo de las emociones había sido una salida al desencantamiento del mundo producido por la Revolución Industrial. El romanticismo, aunque originado en Rousseau, tuvo éxito en gran manera porque permitía una respuesta a la racionalización del mundo impuesta revolución francesa. En su crítica a la revolución, teóricos como Burke y Tocqueville ya previeron que un mundo extraordinariamente racionalizado sería difícil vivir porque la destrucción de las emociones lo convertiría directamente en un infierno. Sólo mediante las emociones el mundo, gris y repetitivo, de la máquina y de la industria puede hacerse soportable y encontrar una vía de sublimación. El extraordinario éxito de la literatura folletinesca en el siglo 19 vino a darles la razón. El proceso de creación de la prensa popular en toda Europa se basa desde hace más de ciento cincuenta años en la explotación de los sentimientos como escapismo. La posterior alianza entre el cine y la literatura folletinesca (y el surgimiento de las revistas ilustradas) permitió canalizar con éxito la sentimentalidad de gentes de todas las clases sociales. Lo significativo es que esa exhibición pública de apasionamiento romántico fue dejando paso paulatinamente (y por obra de gentes muy diversas) a una construcción supuestamente “científica” de la sentimentalidad avalada por nombres como los de Freud o Maslow y divulgada por los consultorios sentimentales radiofónicos y por los modelos de conducta que promocionaban los medios de comunicación en general.
Consumir sentimientos se hizo extraordinariamente más fácil con la radio y la televisión a lo largo del siglo 20 y se ha vuelto incluso banal mediante las redes sociales. Es importante señalar, por lo demás, que la sentimentalidad romántica no necesariamente tenía por qué ser conservadora aunque aparentemente sus valores fuesen de lo más tradicional. La misma posibilidad de que las heroínas del cine y el folletín fuesen capaces de romper con su destino y de enfrentarse solas, o preferentemente mal acompañadas, a los azares de la fortuna, resultaba por si misma transformadora. La osadía y la despreocupación del que tantas veces hacían gala las heroínas románticas en el cine, aunque se mantuviese a nivel de lo puramente sublimado, sirvió de guía y de modelo a diversas generaciones de mujeres en Europa y América durante años y sin los nuevos patrones de conducta femenina promocionados por Hollywood entre 1930 y 1960 difícilmente puede entenderse el triunfo del feminismo.
Conviene recordar, también, que ante el avance de lo que Weber denominó «desencantamiento del mundo», la necesidad de encontrar un refugio romántico en el mundo de lo imaginario no afectaba tan sólo a las clases trabajadoras y a las mujeres, aunque en ambos grupos el fenómeno fuese más evidente. Explicar el paso desde una concepción romántica del amor a una concepción terapéutica es explicar también la lógica de consumo de nuestras sociedades postindustriales que consideran cursi el amor pasional pero están perfectamente dispuestas a dejarse el dinero en cualquier terapia que les ofrezca la ilusión de “entender” lo que el actual modelo interpretativo les ha convencido de que son síntomas de alguna necesidad emocional.
Como en buena teoría económica la oferta —toda oferta en general— crea su propia demanda, en 1986 había ya en Estados Unidos 253.000 psicólogos trabajando. Eso significaba que había el doble de psicólogos que de farmacéuticos o dentistas y muchos más psicólogos que bomberos o carteros (LA SALVACIÓN DEL ALMA MODERNA, p. 210). Hoy la cifra de psicólogos fácilmente puede haberse triplicado o cuadriplicado y ese mercado necesita convencer a cuanta más gente mejor de que sufren por falta de racionalización y de comprensión de su yo íntimo. Sufrir como un romántico es absurdo cuando ese dolor se puede combatir con una buena terapia y en ese proceso los psicólogos y las compañías farmacéuticas obtienen su margen de beneficio.
Considerar el romanticismo como «alienación» y limitarse a lamentar que la «cultura de la terapia» nos lleve a la mercantilización de la vida íntima, constituiría, sin embargo, una respuesta tópica e insuficiente al problema de la individualización. Ambos modelos (romántico y terapéutico) son formas distintas de ver las cosas y no compiten entre sí directamente, más o menos como no compiten los diversos paradigmas en ciencia, por decirlo al modo de Kuhn. Con la extensión de las terapias diversas y con el esfuerzo por racionalizar emociones no se evaporó el modelo romántico sobre el que se interpretaban, pero progresivamente quedó limitado a su consumo por las clases sociales subalternas (obreros, trabajadores eventuales, servicio doméstico…), que no pueden acceder a un terapeuta emocional. El triunfo del mercado no significa que desaparezca el romanticismo, sino que el romanticismo se ha puesto a trabajar.
EL HUNDIMIENTO DEL ROMANTICISMO
Como una víctima más del proceso de desencantamiento del mundo, el modelo cultural que interpretaba el amor desde la matriz romántica ha sufrido los embates de una triple crítica, científica, política y tecnológica que intentaremos explicar desde un resumen (vuelvo a insistir en que es un resumen muy personal y adaptativo), de las tesis de Eva Illouz.
Por una parte, la ciencia ha ido reduciendo el amor a química, hormonas, poder del inconsciente o necesidad de supervivencia de la especie. El yo terapéutico se ha ido institucionalizando a lo largo del siglo 20 con resultados cada vez más obvios e términos de “normalización” emocional. De tal manera que en la cultura moderna lo espiritual de los sentimientos se ha transformado en fisiología. Bajo el doble influjo del psicoanálisis y de la psicología popular (transmitida por las revistas y el cine) cada vez más al amor romántico devino «síntoma patológico». La institucionalización de la psicología y su aura científica (es decir supuestamente objetivadora) ha hecho el resto en términos de legitimación cultural del discurso.
En la cultura terapéutica contemporánea, el amor romántico se convierte en algo sospechoso; se rechaza el sufrimiento amoroso —como en general se rechaza cualquier tipo de sufrimiento— y se pretende basar el amor no en algún tipo de donación emocional sino en un contrato racional. Illouz en LA SALVACIÓN DEL ALMA MODERNA cita la frase de Lionel Trilling para quien: «el discurso terapéutico se ha convertido en el slang de nuestra cultura» (p. 23). El lenguaje de la terapia se ha ido configurando como un marco mental, es decir, como la manera de reconocer nuestras propias emociones y de designar nuestra propia identidad.
Políticamente, además, el amor romántico ha sufrido también el envite del feminismo, para el que el amor debe ser igualitario, basado en un contrato de reciprocidad y de simetría. De hecho, el feminismo y la psicología han tomado elementos prestados el uno del otro. «El feminismo y la terapia compartían la idea de que el autoexamen podía ser liberador, de que la esfera privada podía y debía ser objeto de una evaluación objetiva y una transformación y de que era necesario que las emociones que pertenecían a la esfera privada fueran convertidas en representaciones públicas.» (LA SALVACIÓN… p. 161).
Para el pensamiento feminista el amor romántico es sólo una añagaza del patriarcado que busca la sumisión de la mujer al modelo tradicional. La disimetría en el amor conduce inevitablemente, en su opinión, a la disimetría en las relaciones sociales, de manera que es necesario buscar nuevas formas, no dominantes de relación amorosa. «El buen sexo era un sexo en que los miembros de una pareja debían relacionarse el uno con el otro de manera igualitaria –esto es, debían seguir reglas de igualdad y de justicia» (LA SALVACIÓN… p. 171). El feminismo ha conllevado, muy especialmente, una revalorización del lenguaje a la búsqueda de un principio de equivalencia en las relaciones personales (y tal vez, aunque Illouz no lo dice en absoluto, ha aumentado mucho la inseguridad emocional tanto de hombres como de mujeres).
Finalmente la tecnología permite racionalizar la elección amorosa y con ello la elección se ha convertido cada vez más en un hecho sometido a normalización. Cada vez más “expertos” en enamoramiento ofrecen consejos para encontrar la pareja (supuestamente) perfecta y se perfeccionan tests de compatibilidad, cuya capacidad de perquisición resulta extenuante por exhaustiva. Antes para formalizar una relación se quería saber si el otro tenía dinero, posición social, estudios… Ahora ya no basta con ello. Hay que escrutar cada vez más los sentimientos y refinar los criterios de elección en la búsqueda de la seguridad, como hace un inversor con su cartera bursátil.
En INTIMIDADES CONGELADAS, un texto más breve, que retoma las ideas de LA SALVACIÓN DEL ALMA MODERNA en un resumen para las “Conferencias Adorno” de la Universidad de Frankfurt, Eva Illouz, explica así el impacto de Internet en la elección amorosa: «Si el amor romántico se caracterizaba por una ideología de la espontaneidad, Internet exige un modo racional de elección de pareja, lo que contradice la idea del amor como una epifanía inesperada, que aparece en la vida contra toda voluntad y razón».
Internet permite maximizar el proceso de búsqueda porque en la red se pueden ampliar considerablemente tanto las elecciones como la evaluación de las posibles parejas. Así las emociones se pueden calcular y cuantificar con más facilidad y se mejora su gestión. En Internet las emociones se enfrían y la elección se racionaliza, en un proceso que a Max Weber le habría gustado mucho ver porque confirma su sospecha sobre la hiperracionalización de las relaciones sociales. Hemos ido pasando del amor romántico al amor desencantado y ahora el amor se está volviendo irónico.
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DE LA RAZÓN INSTRUMENTAL
La época de la razón instrumental ya no aspira ni a la totalidad ni a la eternidad del cada vez más obsoleto modelo romántico, pero también nos ahorra el dolor de la pasión romántica. El modelo romántico, cuyo antecedente cultural deriva del platonismo (o del neoplatonismo, para ser filológicamente más exactos), se ha convertido directamente en algo incomprensible en esta época. El amor de cuño platónico se definía por su intensidad —sus metáforas hablaban de “corazón” o de “fuego”, por ejemplo—, en cambio, el amor de nuestros días se ha vuelto irónico, provisional y calculable; como la sociedad toda, por cierto. Lejos de la imagen del amor pasión (cuya lógica última remitía a la idea cristiana de martirio), el amor bajo el capitalismo emocional se “gestiona” mediante terapia y racionalización y, como en la Bolsa, se puede calcular incluso que ninguna inversión es “para toda la vida”.
Incluso sin necesidad de idealizar el pasado romántico, hoy se puede constar un poco por todas partes que la cultura de la autoayuda y la terapia han convertido en inversión lo que antes fue regalo, en síntoma lo que antes fue sentimiento, y en instrumento de dominación (y de autocontrol) lo que antes fue comunicación. «La técnica instruye a la gente para que transforme sus emociones en objetos, para que sea observada desde afuera, por así decir, por el sujeto y el objeto de la comunicación. Este llamado a mantener a raya los sentimientos está en el corazón del espíritu terapéutico y de la comunicación». (LA SALVACIÓN, p. 176). La codificación del amor en términos psicológicos, según el modelo de la terapia «ha injertado formas de discurso utilitaristas y procedimentales en las relaciones íntimas» (LA SALVACIÓN, p. 300).
Y no es sólo el amor lo que se somete a un criterio de utilidad y se convierte en algo que puede ser gestionado y racionalizado. La ideología terapéutica ha logrado también convencer a la gente de que debe ser emocionalmente competente en todos y cada uno de los ámbitos de la existencia humana, empezando por la oficina y la escuela. El concepto de «inteligencia emocional», ha venido en ayuda del capitalismo emocional al extender en la cultura popular la tesis según la cual “aquello que uno siente” no es ninguna banalidad sino, la base misma desde la que uno conoce; algo de carácter innato y (supuestamente) enraizado en lo más profundo de la mente. Mediante la afirmación de que existen diversos tipos de inteligencias, y no sólo diversas estrategias para analizar un problema, en realidad lo que se ha logrado no es democratizar la inteligencia, sino crear una nueva estratificación social. Hoy los tests en psicología laboral pretenden medir “científicamente” las capacidades emocionales de los candidatos a acceder a determinados tipos de trabajos y se multiplican los “talleres de habilidades emocionales”, que sirven para dar trabajo a miles de psicólogos y para producir ideología destinada a cientos de miles de maestros y profesores en todo el mundo. O para culpabilizarles si no dan los resultados estandarizados que de ellos se esperan. Así la racionalización del mundo conquista el que (por el momento) era el último bastión de la subjetividad y las emociones han sido “normalizadas”; ya son aptas para ponerlas a trabajar en cualquier aspecto de la vida. Internet se ha convertido, por el momento, en la mejor vía para divulgar el nuevo modelo.
DEL AMOR ROMÁNTICO AL AMOR DE INTERNET
En LA SALVACIÓN DEL ALMA MODERNA, Illouz muestra una serie de diferencias significativas entre el amor en los tiempos de Internet y el amor romántico que ejemplifican de una manera muy interesante el proceso mediante el cual el amor está integrándose en la razón instrumental: por una parte el amor romántico «se caracterizaba por una ideología de la espontaneidad», mientras que Internet «exige un modo racional de elección de pareja». El amor ya no es «una epifanía inesperada que aparece en la vida contra toda voluntad y razón», sino la consecuencia de un proceso de racionalización. En segundo lugar, el amor romántico «estaba íntimamente relacionado con la atracción sexual», mientras que Internet enfría la relación, por así decirlo, en la medida en que se basa en «la interacción textual descorporeizada».
En tercer lugar, «el amor romántico presupone desinterés, es decir, una completa separación entre la esfera de la acción instrumental la de los sentimientos y las emociones». Internet, en cambio, «hace que el saber cognitivo del otro preceda en el tiempo y en importancia a los propios sentimientos»; en definitiva, nos vuelve perfectamente estratégicos. Y finalmente: «La idea del amor romántico a menudo estuvo acompañada de la idea del carácter único de la persona amada. La exclusividad es esencial para la economía de la escasez que rigió la pasión romántica. Si Internet tiene un espíritu, en cambio, es el de la abundancia y el intercambio. Ello se debe a que las citas vía Internet introdujeron en el terreno de los encuentros románticos los principios del consumo masivo basado en una economía de la abundancia, de la opción infinita, la eficiencia, la racionalización y la estandarización» (‘Redes románticas’, pp. 191-192).
Entre su primer libro, EL CONSUMO DE LA UTOPÍA ROMÁNTICA (1997) e INTIMIDADES CONGELADAS, publicado nueve años después, Illuz cree que se ha producido un importante retroceso del romanticismo. No es sólo que el ámbito del consumo deteriore los sentimientos, sino que los sentimientos se han convertido en productos: «Las relaciones románticas no sólo están organizadas en el mercado, sino que se convirtieron en productos salidos de una línea de montaje y que se consumen con rapidez, eficiencia a un coste bajo y con gran abundancia. El resultado es que es el mercado el que dicta ahora de la manera más exclusiva el vocabulario de las emociones» (p. 193).
La conversión de los sentimientos en mercancía vendría a dar cumplimiento a las más lúgubres profecías de la Escuela de Frankfurt y de Heidegger. En palabras de Illouz: «En cierto sentido, es como si los diseñadores de los sitios web de citas hubieran leído y aplicado al pie de la letra el diagnóstico de fatalidad y desaliento de teóricos críticos como Adorno y Horkheimer. La racionalización, la instrumentalización, la completa administración, la reificación, la fetichización, la mercantilización, el “encuadre” heideggeriano parecen saltar de los datos que reuní. Internet parece llevar el proceso de racionalización de las emociones y el amor a niveles que nunca habrían imaginado los teóricos críticos» (p. 193).
La pregunta sobre cómo ha sido posible que el lenguaje terapéutico se haya convertido en la clave para explicar los sentimientos en la sociedad postindustrial, no debiera limitarse, sin embargo, a constatar que “los clásicos ya sabían que…” o a cualquier otra afirmación más o menos nostálgica sobre el aura de los tiempos perdidos. Si las tesis de Illouz son significativas es porque no se detienen en la crítica al individualismo, sino que sitúan la transformación del individuo en un dato más del proceso social de conversión de la realidad en mercancía.
CAPITALISMO Y EMOCIÓN
La tesis de Illouz sobre el capitalismo emocional no debería confundirse con las abundantes críticas comunitaristas a la desvinculación del sujeto, o al individualismo postmoderno que supuestamente cercena los valores tradicionales. Más bien su originalidad reside en todo lo contrario: no hay nada menos individualista que esa conversión de los sentimientos en objeto de consumo. Al traducir todo lo que nos acontece en forma de síntoma, al hiperracionalizar el amor y el deseo (sobre las bases supuestamente científicas del psicoanálisis y las diversas terapias del yo), lo que se está desvaneciendo es la individualidad. El capitalismo emocional no triunfa porque ofrezca una salida individualista y mercantil a la subjetividad, sino porque permite una salida universalizadora y comunitaria a las necesidades individuales de reconocimiento. Si el capitalismo emocional describe nuestro presente, no es por una falta sino por un exceso de racionalidad y de comunitarismo, expresado en la necesidad de hacer comprensible a los otros cuanto a mi me sucede.
El problema, en opinión de Illouz, no consiste en que el capitalismo cultive la vulnerabilidad emocional de los individuos para controlarlos mejor, ni en que privatice los sentimientos para alejarlos de la esfera pública donde triunfa la racionalidad económica. Más bien lo que sucede es que emoción y capitalismo caminan juntos: «Estos diversos actores [feministas, terapeutas, compañías farmacéuticas…] han convergido en la creación de un ámbito de acción en el cual la salud mental y emocional es la principal mercancía que circula, un ámbito que marca a su vez los límites de un “campo emocional”, esto es, una esfera de la vida social en la que el Estado, la academia, distintos segmentos de las industrias culturales, grupos de profesionales acreditados por el Estado y por las universidades y el gran mercado de los medicamentos y la cultura popular se han cruzado y han creado un dominio de acción con su propio lenguaje, sus propias reglas, sus propios objetos y sus propios límites». (LA SALVACIÓN, p. 219).
Las emociones son construcciones culturales realizadas sobre una base biológica y es ahí, en la construcción de la cultura del capitalismo postindustrial, donde convendría plantear el tema del cuerpo, del deseo y de la identidad. En la medida en que el mundo se globaliza, y en que las formas de difusión del modelo terapéutico aumentan (van desde la universidad al consumo masivo de libros de autoayuda y se difunden en programas de radio y de televisión), se produce una situación en que “consumir emociones” es ya la marca de una cierta distinción cultural. Mediante el capitalismo emocional se construye un «habitus» propio de intelectuales (en sentido amplio), de profesionales y de gentes de clases medias que al usar métodos terapéuticos para expresar y hacer inteligibles sus emociones se otorgan una cierta «distinción», por usar el vocabulario de Bourdieu. En cambio las clases subalternas no disponen de esos mecanismos y, precisamente por ello, se ven incapacitadas para comprender lo que les sucede o, más estrictamente, para traducirlo y hacerlo comprensible a los otros.
Illouz usa una idea de Reinhard Koselleck (1923-2006), el clásico de los estudios sobre la historia de los conceptos, para quien «la modernidad se caracteriza por la creciente distancia entre la realidad y la aspiración» (INTIMIDADES CONGELADAS, p. 203): se trata de una precisión que convendría no pasar por alto, porque permite aproximarnos al interrogante que suscita ese capitalismo emocional en su esfuerzo por instrumentalizar la esfera íntima. Internet es una «tecnología descorporeizada», que inevitablemente choca con el hecho de que el deseo se expresa mediante el cuerpo. Si bien Internet puede elevar el techo de las aspiraciones, la vida emocional, en la medida que no es sólo cultural sino biológica, se expresa fisiológicamente. Toda una serie de necesidades en el ámbito amoroso ni siquiera son lingüísticas, sino que se expresan mediante el cuerpo, los gestos y el silencio. Y ese estado que denominamos “amor”, hecho de abstención y de sorpresa, de sorprendente heteronomía feliz, está cada vez más lejos de las construcciones racionalizadoras que nos vende la psicología de la autoayuda, como en su momento estuvo lejos de la represión victoriana de los sentimientos o de cualquiera otra construcción cultural. Hoy por hoy, «la imaginación de Internet (…) desata la fantasía pero inhibe los sentimientos románticos» (p. 217), porque inhibe el cuerpo. Y por ello el amor en los tiempos de Internet decepciona con tanta facilidad, en la medida que crea expectativas que no puede cumplir.
Frente al exceso de racionalización de la vida y contra la manipulación instrumental de la forma de comunicación amorosa, que tanto tiene de intuitiva y de prelingüística, sólo parece posible una respuesta: defender el cuerpo como espacio propio, ante el poder que podríamos llamar ‘biopolítico’, es decir, decidido a controlarlo con técnicas de psicología supuestamente humanística. Uno puede pensar que eso no es mucho, pero sólo así parece que podemos resistir a la presión “normalizadora” a la que pretende someternos en el capitalismo emocional.