La política del temor ha sido una de las consecuencias inmediatas de la bomba atómica y de la guerra fría, sin la que no se entiende buena parte de la obra de Hans Jonas. Reflexionar sobre el temor fue una exigencia de la guerra fría (conceptualizada como ‘equilibrio del terror') y era imprescindible para describir el enfrentamiento de las superpotencias que incluía a la vez una lucha política (capitalismo/comunismo) y una lucha por el control tecnológico (bomba atómica, conquista del espacio, control sobre materias primas, etc.) Jonas elabora su obra en el contexto de ese enfrentamiento global y su aportación a las éticas aplicadas deriva de la necesidad de comprender las consecuencias morales de la técnica –y quiérase o no, de la guerra– en su aplicación al ser-tal del hombre.
Ante la posibilidad del Apocalipsis en la guerra fría hubo en su momento dos opciones: por una parte hay una línea de reflexión que siguiendo a Günter Anders (1902-1992) –quien, por cierto, era primo de Walter Benjamin– piensa que ‘el hombre está obsoleto', es decir, que el hombre no está a la altura de su propia tecnología y, por lo tanto, lo que conviene es desarrollar más la imaginación moral, porque el juicio moral ya ha agotado su recorrido. Anders defenderá así una ética centrada en la ‘plasticidad del sentimiento' y la empatía con el sufrimiento, incluso con una valoración positiva de la ‘desmesura'. La segunda opción es la de quienes, como Jonas, creen que lo que queda en entredicho tras de la bomba atómica es el optimismo moral y la herencia del ‘progreso' ilustrado, sin demasiados matices.
Unos y otros saben que la exploración del átomo, sea militar o pacífica, no consiste en una tecnología como las otras, sino que instala un ‘novum' radical tanto para la técnica como para la ética. Pero mientras Anders y el izquierdismo renovador ven en el militarismo (y en el ‘estado de ecepción permanente' teorizado por Benjamin) sólo una expresión de las nuevas necesidades del capitalismo, Jonas va más allá: la era atómica no nos habla de la situación, real o supuesta, de capitalismo, sino la de condición del ser-tal de los humanos. El problema no es el capitalismo sino la humanidad en cuanto tal, más allá de los sistemas económicos.
Sin embargo, desde ambas posiciones teóricas y aún planteando contextos de reflexión muy distintos, tanto la tradición de izquierda renovadora que simpatiza con las tesis de Anders como la línea que deriva de Jonas (y que en cierta manera ve poco consistente el actual esquema de derechas e izquierdas) coinciden en un elemento central del diagnóstico. Para ambas la capacidad destructiva inigualada, que desde el 6 de agosto de 1945 [Hiroshima] pone en peligro la existencia misma de la humanidad, no puede ya tener respuesta adecuada en términos tecnológicos de ‘más' poder destructivo porque eso nos llevaría a una escalada imparable y finalmente a la aniquilación mutua. Se necesita, pues, una acción a la vez política y moral para preservar de la destrucción el ser-tal de la humanidad.
Podría pensarse que, como por ejemplo creyó Russell en algún momento, la irrupción del poder tecnológico obliga a dar un mayor poder político a los científicos. Pero un gobierno de sabios, más o menos inspirado en el filósofo rey de Platón, no tendría ninguna respuesta ante los problemas que derivan de la extensión de la tecnología nuclear (y por extensión ante el cambio climático, o la manipulación genética), en la medida en que nada garantiza que los sabios sean más perspicaces que el común de los mortales, ni más lúcidos ante las consecuencias de sus propios descubrimientos.
La democracia da mejores resultados en cuanto sistema de valores que el despotismo de los sabios, pero tampoco deja de tener consecuencias peligrosas. Toda democracia se encuentra inevitablemente expuesta a la demagogia y al peligro de que la humanidad decida suicidarse por mayoría de votos (optando libremente, por ejemplo, por un consumo desaforado de materias primas). Ante esa situación Jonas era partidario de un sistema de democracia ‘fuerte', capaz de imponer decisiones impopulares incluso de forma autoritaria. Sin caer en una especie de ‘ecototalitarismo' se trata de gobernar a la comunidad humana imponiendo los valores de la tradición humanista –que se resumen en a famosa tríada de ‘verdad', ‘belleza' y ‘bondad'– como transcendentales que deben guiar la acción política y que deben situarse por encima de la brega diaria de los intereses contrapuestos.
Pero esa posición política jonasiana presenta el inconveniente fácilmente objetable de imponer mediante una especie de despotismo ilustrado una serie de comportamientos ‘saludables' pero no especialmente queridos por el pueblo. Jonas ante tal objeción argumenta en un doble sentido: (1) en momentos de urgencia –y el actual lo es– hay que estar a la altura del riesgo: no es antidemocrático imponer procedimientos urgentes para evitar un mal mayor (en este caso, la destrucción del habitat, la negación el ser-tal de los humanos, etc.) y, por otra parte, (2) el mal que produciría la ‘no acción' ante el peligro del apocalipsis resulta mucho mayor que el coste de una acción preventiva radical.
La cuestión de la responsabilidad se convierte así en una especie de profecía de la desgracia. Jonas no es determinista en sentido estricto y por lo tanto no se sitúa necesariamente ante un ‘escenario de lo peor' que nos paralizaría de puro miedo, pero urge a una política que toma como eje el temor ante las consecuencias de la tecnología. Convendría distinguir el temor, que permite e incluso obliga a la acción, del miedo paralizante. No se trata de considerar que todo está perdido ante el poder tecnocientífico (miedo, tecnofobia), sino de situar la responsabilidad ante la tecnología como un a priori de la acción política para hacer posible el ser del hombre.
El imperativo de la acción jonasiana no nace de la concepción ilustrada del progreso o del imperativo fáustico de Goethe (‘en el principio era la acción', un verso que por cierto gustaba de citar Marx). La responsabilidad induce a una acción cuyo origen no hay que buscar en la ética sino en la ontología. Es necesario obrar para que la vida ‘sea', para que ser pueda manifestarse. Lo que está en juego ante el poder de la tecnología no es el hacer, sino el ser del hombre. El imperativo jonasiano, ‘que la humanidad sea' pone en marcha una serie de mecanismos que son éticos y políticos y que nos obligan a la responsabilidad porque antes hacen referencia a la misma estructura del ser como dador de sentido. O en otras palabras no hay una ética (filosofía práctica) sin una metafísica o una ontología (filosófica).
Tentativamente se podría incluso esquematizar el mecanismo del principio de responsabilidad
1.- Existe un poder de la tecnología incomparable al de cualquier otra época. La tecnología está en disposición de destruir el ser.
2.- El poder de la tecnología sobre la vida produce temor (en tanto que anticipación de la amenaza que esa tecnología proyecta sobre la naturaleza y los humanos).
2.1.- Este poder produce daños, lesiones, deterioro, estragos, etc. que tienen consecuencias sobre la naturaleza y sobre los humanos. Es el ser-tal del hombre lo que entra en peligro ante el poder de la tecnología.
3.- Ante la posibilidad de destrucción del ser-tal del hombre es necesaria una responsabilidad (parental, política, etc.) a la altura del riesgo.
4.- La responsabilidad se traduce en una especie de altruismo ‘sacrificial' en que los derechos de las generaciones futuras pesan de una manera determinante sobre la acción impidiéndonos llevar a la práctica determinadas cosas que sabemos y podemos hacer.
4.1.- Esos derechos de las generaciones futuras son asimétricos y evidentemente no recíprocos porque quienes todavía no han nacido no pueden correspondernos.
5.- La política debe, pues, orientarse hacia acciones preventivas no sólo ante la posibilidad real de un Apocalipsis sino ante el peso de las tecnologías sobre la vida cotidiana que llevan a cabo pequeños o grandes apocalipsis diarios (pesticidas, manipulaciones diversas de los alimentos, etc.)
Sobre esa tesis política jonasiana que deriva de la vulnerabilidad de la naturaleza y de la necesidad de una política por una razón que ya no es ética sino ontológica se han elaborado después múltiples propuestas de ‘ecología política' no sólo orientadas a conservar sino a prevenir. Pero esa es ya otra historia.