Obedecer a la conciencia es nada menos que un derecho constitucional, además de un supuesto deber moral. Entonces, ¿por qué esta frase me parece una tontería? Porque no especifica qué es esa conciencia a la que hay que obedecer. Todo el embrollo se debe a la antiquísima idea de que la voz de la conciencia era el eco íntimo de la ley moral y, si me apuran, del mismo Dios. Al obedecer la voz de la conciencia, se estaba obedeciendo a Dios. Por desgracia, esa voz divina debía decir cosas distintas a los distintos sujetos, que se engarzaron en terribles guerras de religión. Para liberarse de inquisiciones y otras pedagogías contundentes, se apeló a la obligación de no interferir en las conciencias ajenas. Apareció el derecho a la libertad de conciencia. Pero este derecho era meramente defensivo. Prohibía que alguien me persiguiera por mis convicciones, pero ni las justificaba, ni garantizaba que el comportamiento que se siguiera de ellas fuera bueno. La conciencia nos puede soplar una imbecilidad o una injusticia supina. La conciencia del fanático es fanática. Estoy seguro de que muchos terroristas matan siguiendo la voz de su conciencia. Conclusión: no es a la propia conciencia a quien hay que obedecer, sino a la propia inteligencia cuando se ilustra, reflexiona, argumenta con los demás y se critica a sí misma.
Diario EL MUNDO – Crónica, domingo, 13 octubre 2002, p.14