Alasdair McINTYRE fue uno de los principales teóricos de la llamada “ética de las virtudes” en la segunda mitad del siglo XX, cuya reflexión se halla en el origen del “comunitarismo” contemporáneo. Su HISTORIA DE LA ÉTICA (1966) marcó en profundidad a diversas generaciones de estudiantes. En este capítulo de dicha obra resume las aportaciones fundamentales del kantismo, pero es especialmente relevante su crítica a la filosofía moral kantiana en las últimas páginas del texto.
Kant se ubica en uno de los grandes hitos divisorios de la historia de la ética. Quizá para la mayoría de los autores posteriores, incluso para muchos que conscientemente son antikantianos, la ética se define como tema en términos kantianos. Para muchos que nunca han oído hablar de la filosofía, y mucho menos de Kant, la moralidad es aproximadamente lo que era para Kant. La razón de esto sólo puede insinuarse cuando se haya comprendido lo que Kant dice. Pero al comenzar se tiene que poner en claro una cuestión muy general con respecto a Kant. En cierto sentido fue a la vez un típico y supremo representante de la Ilustración: típico a causa de su creencia en el poder del razonamiento valiente y en la eficacia de la reforma de las intituciones (cuando todos los Estados sea repúblicas no habrá más guerras); supremo porque en sus pensamientos o resolvió los recurrentes problemas de la Ilustración o los volvió a formular de una forma mucho más fructífera. El más grande ejemplo de esto es su síntesis de esos dos ídolos de la Ilustración, la física de Newton y el empirismo de Helvecio y Hume, en la CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA. Los empiristas habían sostenido que tenemos fundamentos racionales para no creer en nada más allá de lo que ya ha sido encontrado por nuestros sentidos; y la física de Newton ofrece leyes aplicables a todos los sucesos en el espacio y en el tiempo. ¿Cómo reconciliar ambas posiciones? Kant sostiene que podemos contar con la seguridad a priori de que toda nuestra experiencia será gobernada por leyes, y gobernada por leyes a la manera de la causalidad newtoniana, no en virtud del carácter de los conceptos mediante los cuales captamos ese mundo. La experiencia no es una mera recepción pasiva de impresiones; es una captación y comprensión activa de percepciones, y sin los conceptos y categorías con los que ordenamos y entendemos las percepciones carecería de forma y de significado. “Los conceptos sin percepciones son vacíos, las percepciones sin conceptos son ciegos”.
La teoría kantiana del conocimiento, aun con un bosquejo tan somero, tiene importancia, por lo menos en dos sentidos, para la teoría de la moral. Puesto que las relaciones causales se descubren sólo cuando aplicamos las categorías a la experiencia, no hay forma de inferir relaciones causales fuera y más allá de la experiencia. Por lo tanto, no podemos inferir del orden causal de la naturaleza un Dios que es el autor de la naturaleza. La naturaleza es completamente impersonal y no-moral; puede ser considerada como si fuera el producto de un diseñador grande y benevolente, pero no podemos afirmar que es tal cosa. Por eso tenemos que buscar el reino de la naturaleza. La moral tiene que ser independiente de lo que sucede en el mundo, porque lo que sucede en el mundo es ajeno a la moral. Además, el procedimiento de Kant no consiste nunca en buscar –como lo hicieron Descartes y algunos empiristas– una base para el conocimiento, es decir, un conjunto de primeros principios o datos sólidos, con el fin de reivindicar nuestra pretensión de conocimiento contra algún hipotético escéptico. Kant da por supuesta la existencia de la aritmética y la mecánica newtoniana e investiga cómo deben ser nuestros conceptos para que estas ciencias sean posibles. Lo mismo sucede con la moral. Kant da por supuesta la existencia de una conciencia moral ordinaria. Sus propios padres, cuyos sacrificios habían hecho posible que él se educara, y cuyas dotes intelectuales eran notablemente inferiores a las suyas, le parecían ser modelos de simple bondad. Cuando Kant leyó a Rousseau, las observaciones de éste sobre la dignidad de la naturaleza humana ordinaria le llamaron inmediatamente la atención. La conciencia moral de la naturaleza humana ordinaria proporciona al filósofo un objeto de análisis, y, como en la teoría del conocimiento, la tarea del filósofo no es buscar una base o una reivindicación, sino averiguar cuál debe ser el carácter de nuestros conceptos y preceptos morales para que la moralidad sea posible tal como es.
Kant se ubica, por lo tanto, entre los filósofos que consideran que su tarea es un análisis post eventum: la ciencia es lo que es, la moralidad es lo que es, y nada puede hacerse al respecto. Esta visión esencialmente conservadora es tanto más sorprendente si se tiene en cuenta que la vida de Kant (1724-1804) transcurre en un período de rápido cambio social. Una parte de la explicación de las actitudes de Kant quizá sea biográfica: Königsberg, cercana a los límites orientales de Prusia, no era una metrópoli; y Kant vivió una existencia académica aislada. Pero mucho más importante es el hecho de que Kant concibió su tarea como el aislamiento de los elementos a priori –y por lo tanto inmutables– de la moralidad. En las diferentes sociedades quizás haya diferentes esquemas morales, y Kant insistió en que sus propios estudiantes se familiarizaran con el estudio empírico de la naturaleza humana, pero, ¿qué es lo que convierte en morales a estos esquemas? ¿Qué forma debe tener un precepto para que sea reconocido como precepto moral?
Kant emprende el examen de esta cuestión a partir de la aseveración inicial de que no hay nada bueno excepto una buena voluntad. La salud, la riqueza o el intelecto son buenos sólo en la medida en que son bien empleados. Pero la buena voluntad es buena y “resplandece como una piedra preciosa” aun cuando, “por la mezquindad de una naturaleza madrastra” el agente no tenga la fuerza, la riqueza o la habilidad suficientes para producir el estado de cosas deseable. Así la atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus móviles o intenciones, y no en lo que realmente hace ¿Qué móviles o intenciones hacen buena a la buena voluntad?
El único móvil de la buena voluntad es el cumplimento de su deber por amor al cumplimiento de su deber. Todo lo que intenta hacer obedece a la intención de cumplir con su deber. Un hombre puede lo que, en realidad, es su deber respondiendo a móviles muy distintos. Un comerciante que entrega el cambio correcto puede ser honesto no a causa de que es su deber ser honesto, sino porque la honestidad trae buenos resultados al atraer a la clientela y aumentar las ganancias. Y es importante hacer notar aquí que una voluntad puede no llegar a ser buena no sólo porque cumple con el deber en virtud de móviles egoístas, sino también porque lo cumple en virtud de móviles altruistas, los cuales, sin embargo, surgen de la inclinación. Si soy una persona amistosa y alegre por naturaleza, que gusta de ayudar a los demás, mis actos altruistas –que pueden coincidir con los que, de hecho, me exige mi deber– quizá se realicen no porque el deber los exija, sino simplemente porque tengo una inclinación a comportarme de esa manera y disfruto de ello. En este caso, mi voluntad no llega a ser decisivamente buena, lo mismo que si hubiera actuado por interés egoísta. Kant raramente menciona y nunca profundiza la diferencia entre las inclinaciones a actuar en un sentido o en otro; y establece todo el contraste entre el deber por una parte, y la inclinación de cualquier tipo, por la otra. Pues la inclinación pertenece a nuestra determinada naturaleza física y psicológica, y no podemos, según Kant, elegir nuestras inclinaciones. Lo que podemos hacer es elegir entre nuestra inclinación y nuestro deber. ¿Cómo se me hace presente, entonces, el deber? Se presenta como la obediencia a una ley que es universalmente válida para todos los seres racionales. ¿Cuál es el contenido de esta ley? ¿Cómo tomo conciencia de ella?
Tomo conciencia de ella como un conjunto de preceptos que puedo establecer para mi mismo y querer coherentemente que sean obedecidos por todos los seres racionales. La prueba de un auténtico imperativo es que puedo universalizarlo, esto es, que puedo querer que sea una ley universal o, como lo señala Kant en otra formulación, que puedo querer que sea una ley de la naturaleza. El sentido de esta última formulación es poner de relieve que no sólo debo ser capaz de querer que el precepto en cuestión sea reconocido universalmente como una ley, sino que también debo ser capaz de querer que sea ejecutado universalmente en las circunstancias apropiadas. El sentido de “ser capaz de” y “poder” en estas formulaciones equivale al “poder sin inconsistencia”, y la exigencia de consistencia es parte de la exigencia de racionalidad en una ley que los hombres se prescriben a sí mismos como seres racionales. El ejemplo más útil de Kant es el del mantenimiento de las promesas. Supóngase que estoy tentado de romper una promesa. El precepto según el cual pienso actuar puede formularse así: “Me es posible romper una promesa siempre que me convenga” ¿Puedo querer consistentemente que este precepto sea universalmente reconocido y ejecutado? Si todos los hombres actuaran de acuerdo con este precepto y violaran sus promesas cuando les conviene, evdentemente la práctica de formular promesas y confiar en ellas se desvanecería, pues nadie sería capaz de confiar en las opiniones de les demás, y, en consecuencia, expresiones de la forma: “Yo prometo...” dejarían de tener sentido. Por eso querer que este precepto se universalice es querer que el mantenimiento de las promesas ya no sea posible. Pero querer que yo sea capaz de actuar de acuerdo con este precepto (lo que debo querer como parte de mi voluntad de que el precepto sea universalizado) es querer que sea capz de formular promesas y violarlas, y esto implica querer que la práctica del mantenimiento de las promesas continúe con el fin de que pueda sacar provecho de ella. Por eso querer que este precepto sea universalizado es querer, a la vez, que el mantenimiento de promesas subsista y no subsista como práctica. Así, no puedo universalizar el precepto en forma consistente, y, por lo tanto, éste no puede ser un verdadero imperativo moral o, como lo llama Kant, un imperativo categórico.
Al darles la denominación de categóricos, Kant contrapone los imperativos morales a los imperativos hipotéticos. Un imperativo hipotético tiene la forma: “Debes hacer tal y cual cosa si ...” El “si” puede introducir dos tipos de condición. Hay imperativos hipotéticos de habilidad: “Debes hacer tal y cual cosa (o “Haz tal y cual cosa”) si quieres obtener este resultado” (p.ej., “Aprieta la perilla si quieres tocar el timbre”); y hay imperativos hipotéticos de prudencia: “Debes hacer tal y cual cosa si deseas ser feliz (o, “para tu beneficio”)”. El imperativo categórico no está limitado por ninguna condición. Simplemente tiene la forma “Debes hacer tal y cual cosa”. Una versión del imperativo categórico kantiano aparece, por cierto, en expresiones morales comunes a nuestra sociedad: “Debes hacerlo”. “¿Por qué?” No hay un motivo. Simplemente debes hacerlo”. La eficacia del “No hay un motivo” reside en que establece un contraste con los casos en que se debe hacer algo porque nos traerá placer o provecho o producirá algún resultado que deseamos. Así, la distinción entre imperativos categóricos e hipotéticos es, a este nivel, una distinción familiar. Lo que no es familiar es la prueba kantiana de la capacidad para universalizar el precepto en forma consistente, pues lo que no está presente en nuestro discurso moral cotidiano en el concepto de un criterio racional –y en cuanto racional, objetivo– para decidir cuáles son los imperativos morales auténticos. La importancia histórica de Kant se debe en parte a que su criterio está destinado a reemplazar dos criterios mutuamente excluyentes.
Según Kant, el ser racional se da a sí mismo los mandatos de la moralidad. No obedece más que a sí mismo. La obediencia no es automática porque no somos seres completamente racionales, sino compuestos de razón y de lo que Kant llama la sensibilidad, en la que incluye nuestro modo de ser fisiológico y psicológico. Kant contrapone lo que denomina “amor patológico” –expresión que no designa un amor mórbido o inhumano, sino un afecto natural, esto es, el amor que surge en nosotros espontáneamente– al “amor que puede ser ordenado”, es decir, la obediencia al imperativo categórico, que se identifica con el amor al prójimo ordenado por Jesús. Pero Jesús no puede constituir para nosotros una autoridad moral; o más bien, lo es sólo en la medida en que nuestra naturaleza racional lo reconoce como tal y le acuerda autoridad. Y si esa es la autoridad que aceptamos, lo que en última instancia se nos presenta como tal, es de hecho nuestra propia razón y no Jesús. Podemos expresar esto mismo en otra forma. Supóngase que un ser divino, real o supuesto, me ordena hacer algo. Sólo debo hacer lo que me ordena si lo que me ordena es justo. Pero si estoy en la situación de juzgar por mí mismo si lo que me ordena es justo o no, entonces no necesito que un ser divino me instruya con respecto a lo que debo hacer. Cada uno de nosotros es, ineludiblemente, su propia autoridad moral. Comprender esto –lo que Kant llama autonomía del agente moral– es comprender también que la autoridad externa, aun si es divina, no puede proporcionar un criterio para la moralidad. Suponer que puedo hacerlo implicaría ser culpable de heteronomía, es decir, del intento de someter al agente a una ley exterior a sí mismo, ajena a su naturaleza de ser racional. La creencia en la ley divina como fuente de moralidad no es el único tipo de heteronomía. Si intentamos encontrar un criterio para evaluar los preceptos morales en el concepto de felicidad o en el de lo que satisfaría los deseos y necesidades humanas estaremos igualmente mal encaminados. El reino de la inclinación es tan ajeno al de nuestra naturaleza racional como cualquier mandamiento divino. Por eso la “eudaimonia” de Aristóteles es tan inútil para la moralidad como la ley de Cristo.
Es inútil, en todo caso, porque no puede proporcionar una guía fija. La noción de felicidad es indefinidamente variable porque depende de las variaciones en el modo de ser psicológico. Pero la ley moral debe ser completamente invariable. Cuando he descubierto un imperativo categórico, he descubierto una ley que no tiene excepciones. En un corto ensayo titulado SOBRE EL SUPUESTO DERECHO A MENTIR POR MOTIVOS BENÉVOLOS, Kant responde a Benjamin Constant que lo había criticado sobre este punto. Supóngase que un probable asesino me interroga sobre el paradero de una futura víctima, y que yo miento con el fin de salvarla. El asesino procede a seguir mis indicaciones, pero –sin que yo lo sepa– la víctima se encamina precisamente al lugar hacia el que he enviado al asesino. En consecuencia, el asesinato se produce a causa de mi mentira, y soy responsable precisamente porque he mentido. Pero si hubiera dicho la verdad, pasara lo que pasara, no podría ser responsabilizado; pues mi deber es obedecer al imperativo y no considerar las consecuencias. La semejanza entre Kant y Butler es notable, y no es una casualidad que tanto en Kant como en Butler la insistencia en las consecuencias irrelevantes se equilibre con una invocación a la teología. Kant sostiene que mi deber es un deber que no toma en cuenta las consecuencias, sea en este mundo o en el próximo. No tiene nada de la crudeza e insensibilidad de los utilitarios teológicos. Pero todavía sostiene, o más bien asevera, que sería intolerable que la felicidad no coronara finalmente el deber. Pero lo particular del caso es que si la felicidad es una noción tan indeterminada como Kant sugiere en otras partes –y en forma correcta, pues la noción kantiana de felicidad ha sido separada de cualquier noción de fines socialmente establecidos y de la satisfacción que ha de obtenerse al alcanzarlos– apenas puede introducir aquí en forma consistente la felicidad como recompensa de la virtud. Aunque no sea buscada –y sea, por cierto, la recompensa de la virtud sólo en tal caso–, la felicidad es aquello sin lo cual toda la empresa de la moralidad casi no tendría sentido. Y esto implica una admisión tácita de que sin una noción semejante, no la moralidad misma, sino la interpretación kantiana de ella apenas tiene sentido.
Según Kant la razón práctica supone una creencia en Dios, en la libertad y en la inmortalidad. Se necesita de Dios como un poder capaz de realizar el summum bonum, es decir, de coronar la virtud con la felicidad; se necesita de la inmortalidad porque la virtud y la felicidad manifiestamente no coinciden en esta vida, y la libertad es el supuesto previo del imperativo categórico. Pues sólo en los actos de obediencia al imperativo categórico nos liberamos de la sevidumbre a nuestras propias inclinaciones. El “debes” del imperativo categórico sólo puede aplicarse a un agente capaz de obedecer. En este sentido “debes” implica “puedes”. Y ser capaz de obedecer implica que uno se ha liberado de la determinación de sus propias acciones por las inclinaciones, simplemente porque el imperativo que guía la acción determinada por la inclinación es siempre un imperativo hipotético. Éste es el contenido de la libertad moral.
El poder de esta descripción kantiana es innegable, y se acrecienta y no disminuye cuando la doctrina del imperativo categórico se aparta del dudoso apoyo ofrecido por las formas kantianas de creencia en Dios y en la inmortalidad. ¿De dónde deriva este poder? En el curso de la exposición de Hume describí el surgimiento del “debes” moral en el sentido moderno. Aunque podemos examinar los primeros signos del reconocimiento filosófico de este “debes” en un autor como Hume, su utilitarismo no le permite asignarle un lugar central. Pero en Kant este “debes” no sólo ocupa una posición central, sino que absorbe todo lo demás. La palabra “deber” no sólo se separa por completo de su conexión básica con el cumplimiento de un papel determinado o la realización de las funciones de un cargo particular. Se vuelve singular más bien que plural, y se define en términos de la obediencia a los imperativos morales categóricos, es decir, en términos de mandatos que contienen el nuevo “debes”. Ésta nueva separación del imperativo categórico de acontecimientos y necesidades contingentes y de las circunstancias sociales lo convierte al menos en dos sentidos en una forma aceptable de precepto moral para la emergente sociedad individualista y liberal.
Hace que el individuo sea moralmente soberano, y le permite rechazar todas las autoridades exteriores. Y le da la libertad de perseguir lo que quiere sin insinuar que debe hacer otra cosa. Esto último quizá sea menos obvio que lo primero. Los ejemplos típicos dados por Kant de pretendidos imperativos categóricos nos dicen lo que NO debemos hacer: no violar promesas, no mentir, no suicidarse, etc. Pero en lo que se refiere a las actividades a las que debemos dedicarnos y a los fines que debemos perseguir, el imperativo categórico parece quedarse en silencio. La moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con los que lo hacemos, pero no les da una dirección. Así, la moralidad sanciona, al parecer, cualquier forma de vida que sea compatible con el mantenimiento de las promesas, la expresión de la verdad, etc.
Un aspecto relacionado estrechamente con lo anterior se acerca más a temas de interès filosófico directo. La doctrina del imperativo categórico me ofrece una prueba para rechazar las máximas propuestas, pero no me dice de dónde he de obtener las máximas que plantean, en primer lugar, la exigencia de una prueba. Así, la doctrina kantiana es parasitaria con respecto a alguna moralidad preexistente, de la que nos permite entresacar elementos; o, más bien, de la que nos permitiría entresacarlos si la prueba que proporciona fuera una en que se pudiera confiar. pero En realidad no es digna de confianza, incluso en sus propios términos. Pues la prueba kantiana de un verdadero precepto moral es la posibilidad de universalizarlo en forma consistente. Sin embargo, con suficiente ingenio, casi todo precepto puede ser universalizado consistentemente. Todo lo que necesito hacer es caracterizar la acción propuesta en una forma tal que la máxima me permita hacer lo que quiero mientras prohibe a los demás hacer lo que anularía la máxima en caso de ser universalizada. Kant se pregunta si es posible consistentemente universalizar la máxima de que puedo violar mis promesas cuando me conviene. Supóngase, sin embargo, que hubiera investigado la posibilidad de universalizar consistentemente la máxima de que: “Yo puedo violar mis promesas sólo cuando...” El espacio en blanco se llena con una descripción ideada en forma tal que se aplica a mis actuales circunstancias, a muy pocas más, y a ninguna en que la obediencia de alguien más a la máxima me produjera inconvenientes, y mucho menos me demostrara que la máxima no es capaz de una universalidad consistente. Se deduce que, en la práctica, la prueba del imperativo categórico sólo impone restricciones a los que no están suficientemente dotados de ingenio.
La vacuidad lógica de la prueba del imperativo categórico tiene por sí misma una importancia social. Puesto que la noción kantiana de deber es tan formal que puede dársele casi cualquier contenido, queda a nuestra disposición para proporcionar una sanción y un móvil a los deberes específicos que pueda proponer cualquier tradición social y moral particular. Puesto que separa la noción de deber de los fines, propoósitos, deseos y necesidades, sugiere que sólo puedo preguntar al seguir un curso de acción propuesto, si es posible querer consistentemente que sea universalizado y no a qué fines o propósitos sirve. Hasta aquí, cualquiera que haya sido educado en la noción kantiana del deber habrá sido educado en un fácil conformismo con la autoridad.
Nada podría estar más lejos, por cierto, de las intenciones y del espíritu de Kant. Su deso es exhibir al individuo moral como si fuera un punto de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real. Simpatiza con la Revolución Francesa. Odia el servilismo y valora la independencia del espíritu. Según él. El paternalismo es la forma más grosera del despotismo. Pero las consecuencias de su doctrina –por lo menos en la historia alemana– hacen pensar que el intento de encontrar un punto de vista moral completamente independiente del orden social puede identificarse con la búsqueda de una ilusión, y con una búsqueda que nos convierta en meros servidores conformistas del orden social en mucho mayor grado que la moralidad de aquellos que reconocen la imposibilidad de un código que no exprese, por lo menos en alguna medida, los deseos y las necesidades de los hombres en circunstancias sociales particulares.
Aladair. McIntyre: HISTORIA DE LA ÉTICA (1976). Trad. española de Roberto Juan Walton. Ed. Paidos.