1. Período precrítico
En el comúnmente denominado «período precrítico», que abarca la produc¬ción kantiana anterior a la publicación de Crítica de la razón pura(1781), podemos seguir el proceso de formación del filósofo, así como su relación con la ciencia y filosofía de su tiempo. Las influencias de Schultz y Knutzen, en estos primeros momentos, fueron fundamentales ya que determinaron el que pronto, en el espíritu del joven pensador, se enfrentaran los dos sistemas cuyos campos, en su madurez, tratará de delimitar: Wotff, (metafísica racionalista) y Newton (método empírico científico). Dos rasgos podemos destacar de este primer período: preo¬cupación por la ciencia, y escepticismo frente a la metafísica tradicional. La pri¬mera etapa de este período está marcada por su atracción hacia las llamadas cien¬cias naturales: la física y las matemáticas. El problema de lo finito y lo infinito, el concepto de fuerza, la estructura astronómico-cósmica, la síntesis armónica de toda la realidad, eran temas centrales de los científicos y filósofos del momento. Kant no escapa a este influjo y durante este tiempo también es movido por el afán de síntesis más que por el de análisis o crítico, que más tarde le serán propios. Tal como señala Cassirer en el capítulo II de Kant, vida y obra, (Fondo de Cultura Económica), no es posible juz¬gar la obra kantiana de este primer período desde categorías racionalistas o empi¬ristas, ya que el deseo de síntesis le lleva a manejar unas y otras constantemente. La postura kantiana está en la línea de la filosofía que mueve a los científicos mo¬dernos, los cuales, sobre todo a partir de Galileo, conciben la ciencia como ciencia de la hipótesis, de la experiencia imaginaria, y cuyo lenguaje es el lenguaje matemático. Este lenguaje proporciona el acceso a una estructura del universo que se concibe, por este motivo, «escrito en lenguaje geométrico». «Las matemáticas son la nueva sintaxis de la ciencia física, de acuerdo con la estructura racional de la naturaleza, en una concepción apriorística de la ciencia experimental moderna, que solamente de esta forma puede constituirse como algo autónomo de la filoso¬fía y de la teología».
La curiosidad científica y el afán de conocimiento, proporcionan al joven Kant una sólida información sobre toda clase de problemas científicos y mate¬máticos. En las obras de esta primera etapa vemos al joven filósofo dialogando con Descartes, Leibniz, Galileo, Lamben, Kepler, Braher y Newton, lo cual no hubiera sido posible sin esa información y sin un criterio propio que ya empezaba a manifestar una capacidad de crítica y síntesis poco común. «Ideas sobre la ver¬dadera apreciación de las fuerzas vivas» nos muestra a Kant interviniendo en la polémica mantenida entre Leibniz y Descartes, pero, sin lugar a dudas, es «Histo¬ria general de la naturaleza y teoría del cielo» la obra más importante de esta pri¬mera etapa del «período precrítico, donde encontramos la primera aportación científico-filosófica de Kant: las fuerzas de atracción y repulsión, de una manera mecánica, explican el origen del universo, a la vez que afirma la existencia de un espacio inmenso repleto de materia cósmica. Esta primera aportación teórica kan¬tiana fue tan importante que, tras la confirmación experimental que de la misma hizo el astrónomo francés, se la conoce con el nombre de «teoría Kant-Laplace».Su preocupación por la totalidad y por buscar los fundamentos de los fenómenos naturales, no deteniéndose en la mera descripción de los mismos, en contra de las corrientes escéptico-nominalistas, son evidentes en esta obra.
Con la publicación de «Nueva luz sobre los principios fundamentales del co¬nocimiento metafísico» (1755) comienza la segunda etapa de este primer pe¬ríodo, centrada en su preocupación por la metafísica y la orientación hacia el em¬pirismo inglés y el criticismo. Kant se enfrenta a la filosofía de su tiempo po¬niendo de relieve la mayoría de sus insuficiencias. Los temas centrales se pueden reducir a: ruptura con la metafísica de Wolff, demostración del falso uso de la lógica aristotélica yla oposición entre pensamiento y realidad. Del diálogo con Aristóteles, Descartes, Spinoza, Leibniz y Wolff, sale la crítica a la metafísica tra¬dicional y su firme convicción de la insuficiencia de la misma para resolver las necesidades que la ciencia y la moral le estaban planteando. «La falsa sutileza de las cuatro figuras silogísticas», «La única prueba posible para demostrar la existencia de Dios», «Investigaciones sobre la evidencia de los principios de la teología na¬tural y de la moral» y «Sueños de un visionario, interpretados mediante los sue¬ños de la metafísica» pueden ser consideradas como las obras más representativas de esta etapa. Poco a poco van apareciendo los elementos que configuran su criti¬cismo trascendental. En «Sobre el primer fundamento de la diferencia de las zo¬nas dentro del espacio» pasa a un primer plano de su preocupación la proble¬mática del espacio. La consideración del espacio como condición de la experien¬cia, pero no como objeto de la misma, es la conclusión más importante de la obra. Una vez más, como sucedió en su diálogo con la ciencia, Kant busca los funda¬mentos, la relación de necesidad, la totalidad desde la que todo sea comprensible, la justificación de la universalidad del conocimiento. Esta tensión es la que le hace considerar insatisfactorios los resultados de la metafísica racionalista y del empi¬rismo inglés. Su inclinación por los métodos de las ciencias y las matemáticas —sintéticos, necesarios y sobrios—, frente a los de la metafísica —analíticos, espe¬culativos y complicados—, ya es evidente en esta época. Los primeros resultados de su insatisfacción y del nuevo criticismo, aparecen en la «Dissertatio» de 1770.
Kant considera esta obra como el verdadero comienzo de su «revolución co¬pernicana». Está seguro de que en ella se encuentran los principios de un nuevo «modus operandi» de la filosofía. La cátedra, para la que había sido nombrado, era un auténtico desafío para un filósofo que, como él, había adquirido un sólido prestigio, pero que aún no había producido lo que de él se esperaba, y precisa¬mente en el campo de la metafísica. Sus agudos planteamientos en la filosofía de la ciencia y sus críticas a la metafísica tradicional daban pie a esperar mucho del, ya no tan joven filósofo. Kant no rehuye el reto y hace su presentación con una comunicación auténticamente revolucionaria, y no tanto por lo que explica en ella, como por lo que implícitamente hace suponer vendrá después. Él tiene con¬ciencia de esta importancia y así se lo hace saber a sus amigos. «Desde hace alre¬dedor de un año he llegado, y ello me alegra, a una idea, la cuál ya no me preo¬cupa tener alguna vez que modificar, aunque sí necesitaré ampliarla, con cuyo me¬dio todo género de cuestiones metafísicas puede ser decidido si son solubles o no»(1) . Poco más adelante, y en la misma carta añade: «Las secciones primera y cuarta pueden ser pasadas por alto como de menor relieve; pero en la segunda, tercera y quinta aunque por causa de mi falta de salud no las he podido elaborar a satisfacción, me parece que se ofrece una materia, que sería digna de una realiza¬ción más cuidadosa y prolija. Las leyes generales de la sensibilidad juegan falsa¬mente gran papel en la metafísica, en la cual, sin embargo, todo estriba en concep¬tos y principios de la razón pura. Parece que debería preceder a la metafísica una ciencia especial, aunque puramente negativa, en la que se fijen a los principios de la sensibilidad su validez y sus límites, para que no perturben los juicios sobre los objetos de la razón pura, como hasta ahora ha sucedido casi siempre. En efecto, espacio y tiempo y los axiomas, para considerar todas las cosas bajo sus relacio¬nes, son, respecto de los conocimientos empíricos y de todos los objetos de los sentidos, muy reales y contienen en verdad las condiciones de
(1) Carta a Lambert, 2 septiembre 1770.
todos los fenóme¬nos y juicios empíricos. Pero si algo no es de manera ninguna objeto de los senti¬dos, sino que es pensado por un concepto general y puro de la razón, como una cosa o una sustancia en general, etc., entonces se produce muy falsas posiciones, si se quiere someter a la sensibilidad ese concepto fundamental pensado». Esta afir¬mación kantiana de la necesidad de una ciencia «que debería preceder a la meta¬física», de una auténtica propedéutica en la que «se fijen a los principios de la sen¬sibilidad su validez y sus límites, para que no perturben los juicios sobre los obje¬tos de la razón pura», es el anuncio dc su futura Crítica, de la que la «Dissertatio» vendría a ser una especie de avance.
El interés por diferenciar el conocimiento sensible del intelectual es lo más importante de toda la obra: «establecer con el mayor rigor la distinción entre sen¬sibilidades e intelecto, o mejor entre razón sentiente y razón pura y abstracta (in¬telligentia), y a su vez, la distinción de sus respectivos objetos»(2). En este proceso de diferenciación, que lleva a cabo en la obra, van apareciendo toda una serie de teorías que pasarán, sin modificaciones, a la «Crítica de la razón pura» —doctrina de la sensibilidad, espontaneidad del conocimiento intelectual y receptividad del sensible, imposibilidad de la intuición intelectual, materia y forma del conoci¬miento, aprioridad del espacio y el tiempo. Con la «Dissertatio», prácticamente, comienza una nueva etapa de la filosofía. Kant busca la base en que pudieran apoyarse la necesidad y exactitud de las matemáticas. La influencia de Euler, en estos momentos, es evidente, así como el definitivo distanciamiento de las Posi¬ciones de Leibniz y Newton. El espacio y el tiempo serán las bases buscadas; la determinación de ambos como a priori y a la vez, como necesarios para la expe¬riencia, hace posible una fundamentación de la «ciencia de lo sensible», a la vez que se pone de manifiesto el valor de los conocimientos a priori. Es el momento de la «gran luz», la distinción entre la materia y la forma en el conocimiento, la separación esencial y metodológica entre los contenidos del mundo sensible y el inteligible, como única manera de solucionar las situaciones a que habían llegado empiristas y racionalistas. Metafísica y física-matemática deben tener sus campos perfectamente limitados, tanto por sus fundamentos como por sus métodos. Kant, en estos momentos, tiene el proyecto claro y ve inminente su realización; la realidad no fue así. La anunciada inmediata aparición de la obra (“Crítica de la razón pura”) tardaría once años en producirse.
(2) Kant, Dissertatio, Madrid, 1961, Introducción de R. Ceñal, p. 37.
2. Período crítico: uso teórico de la razón
«La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conoci¬miento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser plantea¬das por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas sus facultades».(3)
«...; es, por una parte, un llamamiento a la razón para que de nuevo comprenda la más difícil de todas sus tareas, a saber, la del autoconocimiento y, por otra, para que instituya un tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias infundadas, no con afirmaciones de autoridad, sino con las leyes eternas e invariables que la razón posee. Seme¬jante tribunal no es otro que la misma crítica de la razón pura».
«De todo lo anterior se desprende la idea de una ciencia esencial que puede llamarse Crítica de la Razón Pura... Un órganon de la razón pura sería la síntesis de aquellos principios de acuerdo con los cuales se pueden adquirir y lograr relati¬vamente todos los conocimientos puros a priori. La aplicación exhaustiva de semejante órganon suministraría un sistema de la razón».
En los textos anteriores Kant expone la necesidad, la razón y cuál debe ser el contenido de la Crítica de la Razón Pura. Ya en la carta a Lambert nos anunciaba la necesidad de construir una propedéutica de la metafísica, una ciencia que fijará los límites del conocimiento sensible. Aquel proyecto se ha ampliado: ahora es necesario constituir un «tribunal que garantice sus pretensiones legítimas y que sea capaz de terminar con todas las arrogancias infundadas, no con afirma¬ciones de autoridad, sino con las leyes eternas y invariables que la razón posee». Fijar límites a la capacidad de la razón podía ser considerado como negativo, y en efecto, Kant mismo afirma que fijar límites era, en primer lugar, decir qué no po¬día construir la razón humana, cuáles eran sus usos legítimos e ilegítimos. Fijar, en una palabra, la imposibilidad de la metafísica para fundamentar el conocimiento científico. Esta negatividad del primer momento dará paso a un segundo mo¬mento, el más genuinamente kantiano: averiguar la legitimidad de un segundo uso de la razón, el práctico.
La universalidad y validez del conocimiento matemático-científico, es para Kant una realidad de la que hay que partir. El problema, por consiguiente, no era el de discutir su idoneidad en base a determinados paradigmas, sino el de averi¬guar cómo
(3) Kant, Crítica de la Razón Pura, Prólogo, A VII, Madrid, Alfaguara, 1978,
p.,7.
alcanzaban su status gnoseológico. Tal investigación se convertirá, en el fondo, en una investigación sobre la verdad de la trascendencia ontológica, tal como indica Heidegger, «Si la verdad de un conocimiento pertenece a su esencia, el problema trascendental de la posibilidad interna del conocimiento sintético a priori equivale a preguntar por la esencia de la verdad de la trascendencia onto¬lógica»(4). El problema de esta universalidad y validez quedará reducido a averi¬guar cómo son posibles los «juicios sintéticos a priori», problema que es, en reali¬dad, el averiguar en qué consisten las condiciones de la certeza. El conocimiento de las condiciones de toda presencia como tales es lo que Kant llama «conoci¬miento trascendental». «Llamo trascendental todo conocimiento que en general se ocupa, no tanto de los objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste debe ser posible a priori». Este método trascendental parte de una serie de supuestos: «en primer lugar, la existencia de conocimientos universales y necesa¬rios; luego, la existencia y el valor objetivo de ciencias necesarias, como las mate¬máticas y la física mecánica; en tercer lugar la aceptación de que la necesidad no tiene otro origen que un a priori de la razón; y, en fin, que la experiencia no es una pura combinación de percepciones, sino que implica además una actividad combinada de la sensibilidad y del entendimiento».(5) La mezcla de elementos em¬piristas y racionalistas (wolffianos) es evidente.
El juicio analítico no puede aportar conocimientos ya que no hay nada dado en e1, pero tiene necesidad y universalidad, condiciones que se dan en el conoci¬miento científico y en las matemáticas. El juicio sintético, como muy bien había señalado Hume, aporta conocimiento particular, por lo que no hay en él necesi¬dad ni universalidad. El conocimiento científico, de cuya existencia y realidad parte Kant, tiene universalidad y necesidad, a la vez que comporta un aumento del conocimiento. Estas características le son propias al juicio «sintético a priori»; en él, lo dado se convertirá en la materia del conocimiento: todo aquello que puede ser recibido por nuestra sensibilidad. La forma será la que aporte la necesi¬dad y la universalidad: los elementos puros que posibilitan el conocimiento y la misma existencia. «Pues bien, la tarea propia de la razón pura se contiene en esta pregunta:¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori ? En base a esto Kant hace una primera distinción entre los conocimientos que se construyen, que usan, con juicios sintéticos
(4) M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, México, F.C.E.,1973, p.23
(5) H. J. Vleeschauwer, Historia de la filosofía, vol. 7, Madrid, Siglo XXI,
1977, p. 184
a priori y los que no los usan, por lo que la pregunta anterior, «incluye la respuesta a las siguientes preguntas: ¿ Cómo es posible la ma¬temática pura? ¿Cómo es posible la ciencia natural pura?» y nos obligará a pre¬guntarnos, ¿cómo es posible la metafísica como disposición natural? o ¿cómo es posible la metafísica como ciencia?
La primera investigación consistirá en averiguar cuáles son esos elementos puros y a priori que aportan la necesidad y la universalidad al conocimiento, a la vez que posibilitan la experiencia (deducción metafísica). La segunda, cómo es po¬sible su aplicación a la experiencias cuál es su uso en el conocimiento científico (deducción trascendental). La intención última que mueve estas investigaciones vendría a ser «la búsqueda de cómo debe ser estructurada la razón para poder op¬tar al título de ciencia real». Goldman nos dirá que el fin último de la obra kan¬tiana será la búsqueda y justificación de la totalidad, A. Philonenko, que su objeto será la unidad de una multiplicidad, unidad que encontrará «en las funciones a priori unificadoras y objetivantes de la razón», y Heidegger que la tarea de la «Crítica de la Razón Pura» consiste en determinar la esencia del conocimiento ontológico por la explicación de su origen y de los gérmenes que lo hicieron posi¬ble».(6)
La posibilidad de las matemáticas como ciencias puras quedará demostrada en la Estética Trascendental, donde se determinará cuáles son sus elementos a priori o formas puras: el espacio y el tiempo. Frente a Leibniz (conceptos discursi¬vos), frente a Newton (espacio y tiempo como absolutos) y frente a Locke (con¬ceptos empíricos), Kant mantiene la concepción de espacio y tiempo como formas a priori o intuiciones puras de la sensibilidad. No proceden de la experiencia, ni son cosas en sí, pero son los que la hacen posible. El mismo Kant en la «Explica¬ción» que sigue a la exposición de espacio y tiempo sale al paso de la posible reali¬dad de ambos: tienen una realidad subjetiva, están en las cosas como formas de nuestra intuición, tienen una realidad empírica como condiciones de la experiencia posible, pero en ningún caso pertenecen a las cosas como son en sí mismas. «To¬mados juntamente, espacio y tiempo son formas puras de toda intuición sensible, gradas a lo cual hacen posibles las proposiciones sintéticas a priori». Estas for¬mas de la sensibilidad, a la vez que aportan la necesidad y la universalidad a los juicios sintéticos a priori, dan como resultado el que el objeto experimentado nunca puede ser el objeto tal como es en sí mismo, sino como es captado por la sensibilidad humana. «Al ser simples condiciones de la
(6) M. Heidegger, opus cit., p. 26
sensibilidad, estas fuentes de conocimiento a priori se fijan sus propios límites refiriéndose a objetos conside¬rados tan sólo en cuanto fenómenos, pero no representan cosas en sí mismas». «Por consiguiente, si fenómeno, considerado en su sentido original, no significa otra cosa que el objeto de la experiencia, el cual, como tal, no puede sernos dado nunca más que bajo las condiciones de la experiencia misma». La sensibilidad aparece como pasividad, puramente receptiva, abierta al objeto al que recibe, por medio de sus intuiciones puras, como fenómeno.
La segunda facultad cognoscitiva es el entendimiento, el cual ejerce su activi¬dad discursiva por medio de los juicios, los cuales son posibles por medio de las categorías (conceptos puros del entendimiento) y de sus principios puros. La de¬ducción trascendental de aquéllas, constituyó, según el mismo Kant, la parte más difícil de la Crítica: «Para examinar a fondo la facultad que llamamos entendi¬miento y para determinar, a la vez, las reglas y límites de su uso, no conozco in¬vestigaciones más importantes que las representadas por mí en el segundo capítulo de la Analítica Trascendental bajo el título de Deducción de los conceptos puros del entendimiento. Esas investigaciones son las que más trabajo me han costado, aunque, según espero, no ha sido vano. Esta indagación, que está planteada con alguna profundidad posee dos vertientes distintas. La primera se refiere al objeto del entendimiento puro y debe exponer y hacer inteligible la validez objetiva de sus conceptos a priori. Precisamente por ello es esencial para lo que me pro¬pongo».
La intuición sensible proporciona al entendimiento una diversidad que será asumida por éste, en un acto espontáneo, de una forma determinada. Esta síntesis es posible debido a las categorías. Tenía razón Hume, no hay nada en la intuición sensible, en la experiencia, fuera de su diversidad, pero como para construir el co¬nocimiento son necesarios conceptos como sustancia y causa, concluía en un es¬cepticismo. La Deducción Trascendental kantiana supera este escepticismo al mostrar que las categorías (conceptos puros del entendimiento) contienen «desde el entendimiento, las bases que posibilitan toda la experiencia en general». Ya los empiristas vieron que tales conceptos no procedían de la experiencia, ni tampoco son disposiciones objetivas que estén «en perfecta concordancia con las leyes dc la naturaleza (en tal caso les faltaría la necesidad), sino que las categorías contienen las bases de «toda experiencia en general». La realidad, al presentarse como el conjunto de nuestra experiencia, o no es nada, las categorías no sólo aparecen como conceptos puros del entendimiento, sino que también tienen un valor em¬pírico. «Las cosas en sí mismas se conformarían necesariamente con sus leyes con independencia de que un entendimiento conociera tal conformidad». Ahora bien, nosotros sólo tenemos experiencia de fenómenos, los cuales, en tanto que re¬presentaciones, están sujetos a la «ley de conexión» impuesta «por nuestra capaci¬dad conectora». Las leyes del mundo fenoménico son las leyes de su posibilidad «En otras palabras. todos los fenómenos de la naturaleza tienen que someterse, en lo que a su combinación se refiere, a las categorías, de las cuales, como funda¬mento originario de la necesaria legalidad de la naturaleza (en cuanto natura for¬maliter spectata), depende esta». Las categorías no proceden de la experiencia, ni son cosas en sí (trascendentes), son conceptos puros del entendimiento humano con valor trascendental. Si las intuiciones sin las categorías son ciegas, las catego¬rías sin las intuiciones están vacías. «No podemos pensar un objeto sino mediante las categorías ni podemos conocer ningún objeto pensado sino a través de intui¬ciones que correspondan a esos conceptos. Igualmente, todas nuestras intuiciones son sensibles y este conocimiento, en la medida en que su objeto es dado, es em¬pírico. Ahora bien, el conocimiento empírico es la experiencia. No podemos, pues, tener conocimiento a priori sino objetos de experiencia posible».
Para que sea posible esta síntesis de lo diverso de la intuición sensible por las categorías del entendimiento (“síntesis de aprehensión en la intuición”), «es, pues, absolutamente imprescindible que en mi conocimiento toda conciencia pertenezca a una sola conciencia (la de mí mismo). «Puesto que «lo diverso dado en una intuición se halla necesariamente sujeto a la originaria unidad sintética de apercep¬ción, ya que sólo tal unidad hace posible la de la intuición». Esta originaria uni¬dad sintética es la «síntesis trascendental de la imaginación»: el «Yo pienso» o apercepción pura.
Las categorías, a su vez, para que los objetos puedan ser subsumidos bajo un concepto, tienen «necesidad de un tercer término que sea homogéneo con la cate¬goría, por una parte, y con el fenómeno, por otra, un termino que haga posible aplicar la primera al segundo». «Llamaremos a esa condición formal y pura de la sensibilidad, a la que se halla restringido el uso de los conceptos del entendi¬miento, esquema de esos conceptos y denominaremos esquematismo del entendi¬miento puro al procedimiento seguido por el entendimiento con tales esque¬mas».
La «Analítica de los principios» nos va a mostrar los principios del enten¬dimiento para que sea posible la experiencia. Para que la categoría pueda consti¬tuir conocimiento, para que, en definitiva, sea posible el que la diversidad de la in¬tuición sensible pueda ser expresada por medio de juicios sintéticos a priori, tiene que ser posible la experiencia, «los principios del entendimiento puro no son otra cosa que principios a priori de la posibilidad de la experiencia y que a ésta se refie¬ren todas las proposiciones sintéticas a priori». “Por consiguiente, el uso que el entendimiento puede hacer de todos sus principios a priori, de todos sus conceptos, es un uso empírico, nunca trascendental”.
La tercera pregunta, ¿cómo es posible la metafísica como ciencia? encontrará su respuesta en la Dialéctica Trascendental. Nuestras dos únicas fuentes de cono¬cimiento son el entendimiento y los sentidos. Ambos son correctos en cuanto a su uso. Es en el juicio, cuando no se atiene a las reglas de objetividad, donde se da el error. «En un conocimiento enteramente concordante con las leyes del entendi¬miento, no hay error. Tampoco lo hay en una representación de los sentidos, al no incluir juicio alguno». La «ilusión trascendental» se produce, al hacer, en el juicio, un indebido uso trascendente de las categorías. El entendimiento puro trata de ampliar su campo de acción trasladándose a territorios ajenos a la expe¬riencia, lejos de su demarcación y sobrepasando el uso trascendental de sus princi¬pios. La función de la Dialéctica Trascendental será descubrir en qué consiste esa ilusión y a qué es debida. La «ilusión trascendental», como producto de una «ilu¬sión natural», no desaparecerá con el descubrimiento del error, ya que es una ten¬dencia inevitable. Si la función del entendimiento como facultad cognoscitiva es la de dar unidad a la diversidad de la intuición sensible, la de la razón, como facul¬tad discursiva, es la de dar unidad a la diversidad de las reglas del entendimiento. La razón tiende a la unidad de los principios, a buscar «una total concordancia del entendimiento consigo mismo». Ahora bien, este principio de la razón, en nin¬gún caso se refiere a la experiencia, ni para dictar sus leyes, ni su posibilidad. Es¬tos principios de la razón son las «ideas trascendentales», conceptos de la razón pura que rebasan el límite de toda experiencia. Estas ideas pueden tener un uso práctico o un uso especulativo. En este último, que es el que aquí se considera, sus posibles objetos nos son completamente desconocidos.
3. Período crítico: uso práctico de la razón
El sujeto del conocimiento y el sujeto de la ley moral son cosas di¬ferentes, aunque vinculadas entre sí. Las dos Críticas, pues, se mantienen en pla¬nos diferentes, pero ambas están orientadas hacia una única finalidad: el hombre como ser dotado de libertad y, desde él, la posibilidad de las ideas con realidad objetiva. Ya en el Prólogo de la «Crítica de la razón pura» se nos anunciaba un posible nuevo uso de la razón sin restricciones: «De ahí que una crítica que res¬trinja la razón especulativa sea, en tal sentido, negativa. pero. a la vez, en la me¬dida en que elimina un obstáculo que reduce su uso práctico o amenaza incluso con suprimirlo, sea realmente de tan positiva e importancia utilidad. Ello se ve claro cuando se reconoce que la razón pura tiene un uso práctico (el moral) abso¬lutamente necesario, uso en el que ella se ve inevitablemente obligada a ir más allá de los limites de la sensibilidad. «Este uso tiene su razón de ser en la moral y no como simple especulación, sino como algo «absolutamente necesario». «Las ideas del alma y de Dios dejan de ser «trascendentes y regulativas» para convertirse en inmanentes y constructivas» del objeto de la razón práctica, el sumo bien. Los límites que el uso teórico imponía a la razón, desaparecen en el uso práctico de la misma. La razón pura es moral porque posee la ley y esta confiere absolutez al bien moral con independencia de la actividad humana.
El ser moral consiste en representarse la ley en sí misma y hacer de esta repre¬sentación el principio determinante de su voluntad. Esta ley que se presenta como universal y a priori, no puede deducirse de la experiencia, siendo la existencia de la libertad la que posibilita tal valor. La razón no puede tener limites fuera de sí misma, a la vez que la voluntad no puede estar determinada por las leyes natura¬les. «El concepto de libertad, en la medida en que su realidad pueda demostrarse mediante una ley apodíctica de la razón práctica, constituye la coronación de todo el edificio de un sistema de la razón pura, aún de la especulativa, y de todos los demás conceptos (Dios y la inmortalidad) que en ésta carecen de apoyo como meras ideas, se enlazan con este concepto, y con él y gracias a él adquieren exis¬tencia y realidad objetiva, es decir, que su posibilidad se demuestra por el hecho de que la libertad es real, pues esta idea se revela mediante la ley moral». «Pero además, de todas las ideas de la razón especulativa, la libertad es la única de la cual sabemos a priori la posibilidad, aunque sin inteligirla, porque es la condición de la ley moral que sabemos».(7)
La función que el entendimiento tenía en la “Crítica de la razón pura”, es la asignada a la razón en la “Crítica de la razón práctica”. El entendimiento fijaba los límites de un correcto uso de la razón teórica, que tenía por objeto el conocer; la razón
(7) Kant, Crítica de la Razón Práctica, Buenos Aires, Losada, 1961. Prólogo, p.8.
fijará los límites o, más correctamente, las condiciones en que debe darse la moral como auténtico conocimiento práctico. Si el entendimiento nos prevenía contra los usos indebidos de la razón teórica, la razón va a descalificar toda moral basada en principios trascendentes o empíricos. Todo fanatismo quedará descalificado a partir de este momento. “Distinto es ya lo que sucede con el uso práctico de la razón... El uso de la razón pura, una vez que se ha puesto en claro que la hay, es únicamente inmanente; el empíricamente condicionado que se jacta de ser soberano único, es, por el contrario, trascendente y se manifiesta en exigencias e imperativos que van totalmente más allá de su territorio, lo cual es precisamente la situación inversa de lo que pudo decirse de la razón pura en su uso especulativo”.
«En lo práctico, nos dirá Kant, la razón tiene que ver con el sujeto. Este su¬jeto está dotado de una voluntad que puede ser determinada por la razón y por la sensibilidad. Si cualquiera de las dos pudiera determinar absolutamente tal volun¬tad, estaríamos ante seres puros o ante seres totalmente instintivos, determinados. El sujeto moral kantiano, es el hombre concreto, finito, cuya voluntad puede ser determinada por toda una serie de motivos, y que tiene libertad para moverse en función de lo querido o deseado. Por su exigencia de universalidad, la ley moral que mueve a este sujeto, ha de situarse en el reino del «deber ser» y no en el del «ser». «La regla práctica es en todo momento producto de la razón porque pres¬cribe la acción como medio para la realización de un pronóstico. Para un ente, empero, en quien la razón no sea totalmente el único motivo determinante de la vo¬luntad, esta regla es un imperativo, es decir, una regla que se designa por un de¬ber-ser que expresa la obligación objetiva de la acción, y significa que si la razón determinara totalmente la voluntad, la acción tendría que suceder intelectual¬mente según esa regla».
La razón proporcionará los principios para una posible legislación moral, ha¬cia la que tenderá la «buena voluntad» del sujeto en base a su libertad; «buena voluntad» que, como único bien incondicionado, será la que haga posible el juicio moral. La «Analítica de la razón práctica pura» tendrá como fin el encontrar los principios que deben determinar esa «buena voluntad».
La voluntad no puede ser movida por un contenido concreto, por la materia, sino por la forma, por la representación de la ley. La representación de estos prin¬cipios hace que la necesidad se manifieste como una obligación que toma la forma de «imperativo categórico» (máximas universales), frente al hipotético (máximas subjetivas). El imperativo categórico representa la acción como absolutamente ne¬cesaria, siendo, por consiguiente, estas leyes, como principio de la moralidad, pu¬ramente formales. «Si un ser racional debe pensar sus máximas como leyes prácti¬cas universales, puede sólo pensarlas como principios tales que contengan el fun¬damento de determinación de la voluntad, no según la materia, sino sólo según la forma».
De esta ley moral, como forma legislativa que determina la voluntad, tene¬mos conciencia inmediatamente, inmediatez que no se puede demostrar, sino que se nos impone por sí misma, pues es un hecho de razón. El imperativo categórico (“Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una legislación universal”), es válido para todos los hombres. No tiene más contenido que su mismo carácter o forma de ley. Cual¬quier máxima que quiera elevarse al rango de ley universal, siendo subjetiva, mos¬trará su contradicción, tal como Kant nos muestra con una serie de ejemplos, por lo que será inmoral. La posibilidad de esta moral reside en la libertad, libertad que, a su vez, sólo es posible si yo decido de mí mismo como “noúmeno”, pues como «fenómeno» estoy condicionado por las causas de mi conducta, por «máxi¬mas subjetivas». «La libertad es la razón de ser que constituye la moralidad, mientras que la ley moral es la santidad, cosa imposible para el hombre, sólo con¬cebible en Dios, por lo que solamente nos es posible el mantener la tensión hacia esa entidad, es decir, movernos en el «debe-ser» y no en el «ser». «Sin embargo, la ley moral ordena a todo el mundo y exige la más estricta observancia». «Por consiguiente, la ley moral no expresa sino la autonomía de la razón práctica pura, es decir, la libertad, y ésta misma es la condición formal de todas las máximas, la única bajo la cual pueden concordar con la ley práctica suprema». «Ahora bien, el concepto de un ente que tiene voluntad libre, es el concepto de causa noume¬non, y éste es un concepto que no se contradice en sí».
La moral así entendida es una moral autónoma, tiene en sí misma fundamen¬tación de su obligatoriedad, tal como lo muestra la Deducción Trascen¬dental, frente a las demás que, al estar movidas por principios materiales subjeti¬vos u objetivos, son heterónomas (obligan hipotéticamente); es una ley formal frente a las demás que son de contenido. Una voluntad determinable por esta ley tiende hacia el «bien supremo» que, conforme a la razón práctica, es el perfecto, aquél en que la moralidad se convierte en fuente de la felicidad. El bien supremo supone el perfecto acuerdo entre la voluntad y la ley moral. Como este acuerdo no llega a darse nunca, es necesario admitir un progreso indefinido, el cual supone para el uso una «existencia indefinida», «sólo posible bajo el supuesto de la in¬mortalidad del alma». El segundo elemento del «bien supremo», la existencia de Dios, es la consecuencia del acuerdo entre la virtud y la felicidad. Inmortalidad del alma y existencia de Dios aparecen. pues, como postulados de la razón prác¬tica pura, en base al principio, ya mostrado por la razón teórica, de que siempre que se da un condicionado tendemos a remontarnos al incondicionado. «Estos postulados no son dogmas teóricos, sino presupuestos en un aspecto necesaria¬mente práctico; por lo tanto, si bien no amplían el conocimiento especulativo, dan realidad objetiva a las ideas de la razón especulativa en general (mediante su refe¬rencia a lo práctico) y la autorizan a conceptos cuya posibilidad de sostenerlos ni siquiera podría pretender en otro caso».
Estos postulados son los de la inmortalidad del alma, de la libertad, conside¬rada positivamente y de la existencia de Dios. La voluntad pura, indirectamente determinada por el principio de la moralidad, “exige estas condiciones necesarias de la observación de su precepto”: los postulados.
«Pues bien, ¿se amplía realmente nuestro conocimiento de esta suerte me¬diante la razón práctica pura, y lo que era trascendente para la especulativa es in¬manente para la práctica? Desde luego, pero sólo en el aspecto práctico. En efecto, con eso no conocemos lo que son en sí mismos ni la naturaleza de nuestra alma, ni el mundo inteligible ni el ente supremo; nos hemos limitado a unir sus conceptos en el concepto práctico de bien supremo, como objeto de nuestra vo¬luntad, y totalmente a priori por medio de nuestra razón, pero sólo mediante la ley moral y también solamente en relación con ella respecto al objeto que ella ordena».
Estos postulados, pues, no añaden nada a nuestro conocimiento, ni el creerlos o no creerlos añade nada a nuestra obligación moral. Por otra parte con su afir¬mación deducida de la moralidad no decimos nada a cerca de ellos. En la Crítica de la Razón Pura se nos presentaban como problemáticos y aquí se nos presentan como ciertos y con valor constitutivo. Lo que en la razón pura se presentaba como trascendente, aquí es inmanente, aunque, repito, en ningún caso podemos llegar a conocer lo que sean en sí mismos, sino solamente afirmarlos. Son una ne¬cesidad del ser moral finito y de ellos no podemos hacer ningún uso en el terreno de lo especulativos por ejemplo en la teología ya que ello implicaría un conoci¬miento. Si tal conocimiento fuera posible al hombre, como sujeto moral quedaría determinado con lo que perdería su libertad y con ella su dimensión moral. El problema del determinismo, con Spinoza al fondo, está gravitando sobre estas a¬firmaciones:
“Por el contrario, un requerimiento de la razón práctica pura se funda en un de¬ber de hacer que algo (el bien supremo) sea objeto de nuestra voluntad para pro¬moverlo con todas nuestras fuerzas: pero para ello es preciso suponer su posibi¬lidad y. en consecuencia, también las condiciones necesarias para ella, o sea Dios, la libertad y la inmortalidad, porque no puedo demostrarlas, aunque tam¬poco refutarlas, con mi razón especulativa. Desde luego, este deber se funda en una ley totalmente independiente de estas últimas suposiciones, apodícticamente cierta por sí misma, a saber, la ley moral...”
“...la mayoría de las acciones legales se harían por temor, sólo pocas veces por esperanza y ninguna por deber, y no existiría un valor moral de las accio¬nes, que es lo único que importa para el valor de la persona y aún para el del mundo a los ojos de la suprema sabiduría.”
4. Período crítico: La facultad de juzgar
La «Crítica del juicio» es la tercera, y última, gran obra del período crítico. Pensando en las dos críticas anteriores, nos encontramos con que el sujeto hu¬mano tiene una doble actividad: el mundo fenoménico (reino de la causalidad), el mundo de la moral (reino de la libertad). Esta doble actividad es ejercida por un único sujeto con una única razón, por lo que debe haber algún modo de armonizar ambas actividades. La «facultad de juzgar» será la encargada de restablecer la ar¬monía primaria por medio de la «idoneidad». «Pero en la familia de las superio¬res facultades de conocimiento hay otro miembro intermedio más entre el enten¬dimiento y la razón: es la facultad de juzgar, la cual hay motivos para suponer, por analogía, que puede contener igualmente, si no una legislación propia, sí un principio peculiar suyo para buscar leyes, bien que ese principio sea meramente subjetivo, a priori, el cual, sin tener como jurisdicción propia ningún campo de objetos, puede tener, sin embargo, algún territorio y cierta cualidad del mismo para la cual precisamente sólo sería válido ese principio «propio».(8)
Esta facultad a la que se refiere Kant, actúa por medio de «juicios reflexio¬nantes». El sujeto puede juzgar subsumiendo lo particular en lo universal (función determinante del mundo fenoménico, conocimiento del mismo) o bien puede con¬templar los objetos ya constituidos no preocupándole su constitución. En este
(8) Kant, Crítica del juicio, Buenos Aires, Losada, 1861. Introducción, III, pp
19-20
último caso tiene ante él lo múltiple como conocido, pero sin ser subsumido en una ley universal. La averiguación de esa ley es lo propio del «juicio reflexionante», donde «lo dado es sólo lo particular y para ello hay que encontrar lo universal». Los principios que el entendimiento proporcionaba el juicio determinante (las ca¬tegorías) ya no son válidos, ahora es necesario buscar un principio que nos sirva para comprender el por qué de lo múltiple, que nos confirme que la naturaleza no responde accidentalmente a ciertos conceptos. Tal principio no puede ser constitu¬tivo de objetos, ni de la posibilidad de experiencia de los mismos, «sino reglas para operar su «unidad sistemática». Este principio es «la idea de finalidad», por medio del cual suponemos que la naturaleza prescribe fines a las cosas. La idea de finalidad ofrece la posibilidad de subordinar todos los principios empíricos en un sistema. Mostrar esa posibilidad de unidad es el cometido de la “Crítica del juicio”.
Esta finalidad, que tiene su fundamento en el entendimiento, no presupone ninguna modificación: teóricamente no es necesaria para la experiencia y práctica¬mente tampoco lo es para el deber. «La finalidad de la naturaleza es, pues, un concepto a priori especial que tiene simplemente su origen en la facultad reflexio¬nante, puesto que no puede atribuirse a una cosa semejante a los productos de la naturaleza, como si ésta los hubiera dotado de fines, sino que este concepto sólo puede usarse para reflexionar sobre ellos acerca del enlace de los fenómenos que en la naturaleza se dan, enlace regido por las leyes empíricas». La finalidad puede ser: subjetiva (“crítica de la facultad de juzgar estética”) u objetiva (“crítica de la facultad de juzgar teleológica”). Las conclusiones de ambas críticas consis¬ten en determinar las características del juicio estético y del teleológico.
4.1. El juicio estético
El juicio estético se ocupa de lo bello y lo sublime, y con él Kant entra de lleno en uno de los temas centrales de la Aufklärung. Su repercusión llegó al ro¬manticismo (Goethe y Schiller). En el juicio estético se dan dos características aparentemente opuestas: universalidad y subjetividad. La universalidad consiste en la comunicabilidad, es decir, «posibilidad que tiene aquel placer de ser partici¬pado por todos los hombres», y es alcanzable cuando se descubre la finalidad, «sin representación concreta de fin», por medio de la contemplación. La «Ana¬lítica de lo bello» nos presenta los factores del juicio del gusto: según la cualidad, lo bello es desinteresado; según la cantidad, es universal; según la relación, «no tiene por fundamento más que la forma de la finalidad de un objeto»; según la modalidad, «la necesidad del sentimiento universal implícito en un juicio de gusto, es una necesidad subjetiva, representada como objetiva partiendo de la hipótesis de un sentido común». Por otra parte, lo sublime viene a ser una representación de lo infinito añadido a lo bello. «No se mira aquí el objeto del agrado como algo contrario a unos límites, sino como algo suprahumano e impotente». «Es una magnitud que sólo es igual a sí misma. De ahí se deduce que lo sublime no debe buscarse en la naturaleza sino únicamente en nuestras ideas». «Sublime es lo que, por ser sólo capaz de concebirlo, revela la facultad del espíritu que va más allá de toda medida de los sentidos».
4.2. El juicio teleológico
Las repercusiones leibnizianas, en esta parte de la obra, son evidentes. La causalidad mecánica nos explica cómo es y cómo funciona la realidad, pero no nos dice nada acerca de esa aparente fuerza interna que hace que sus partes sean a la vez medios y fines. La realidad como «substancia organizada y que se organiza a sí misma» es, como producto, un fin natural. Este fin no se presenta como regla constitutiva o explicativa de la naturaleza; su valor es meramente regulativo. La experiencia no lo necesita, pero tampoco se opone a ella, ya que «no es una regla de la naturaleza misma, sino una regla de la razón» que sirve para orientar a la ex¬periencia. El concepto de fin es quien produce aquella unidad de la multiplicidad de lo concreto a que antes aludíamos, por lo que es un verdadero trascendental. «Por consiguiente, toda apariencia de antinomia entre las máximas del modo de explicación propiamente físico (mecánico) y teleológico (técnico), se basa en que se confunde el principio de la facultad de juzgar reflexionante con el de la deter¬minante, y la autonomía de la primera (válida sólo subjetivamente para el uso de nuestra razón con respecto a las leyes particulares de la experiencia) con la hete¬ronomía de la otra, que tiene que regirse por las leyes (universales o particulares) dadas por el entendimiento». Son dos formas diferentes de ordenación de la realidad, pero que se complementan. La insuficiencia de la explicación mecani¬cista, para los seres finitos, es la que nos hace recurrir a la “consideración teleo¬lógica”.
Esta consideración teleológica lleva a Kant a la afirmación del hombre como fin supremo de la creación, en cuanto que es un ser moral, y en segundo lugar ,a considerar como posible la existencia de un ser inteligente y libre de quien de¬pende esa finalidad de la naturaleza, a la vez que nuestra moral. «Ahora bien, aquella teleología en modo alguno conduce a un determinado concepto de Dios, concepto que, por el contrario, sólo se encuentra en el de un autor moral del mundo, porque únicamente éste proporciona fin final, dentro del cual sólo pode¬mos incluirnos a condición de que nos comportemos en consonancia con lo que nos impone, o sea: con aquella que nos obliga, a título de fin final, la ley moral». Aquí está, posiblemente, la clave de toda la obra kantiana.
Agustín González
6/3/2001