Como observador rigurosísimo de los signos de la época y como escritor sin compromisos ni remilgos, es característico de Kraus el haber formulado profecías que, tarde o temprano, se hacían realidad, incluso muy a pesar suyo. Una de las más conocidas, y que por obvios motivos ha sido comparada con la de Heine sobre la quema de libros [«Donde se queman libros al final también se queman seres humanos». H. Heine, Almansor (1821)], es aquella de 1909: «el progreso hace monederos de piel humana» (1). Y es que, en términos generales, el crítico teatral —en tono serio— y el satírico —en tono burlón— son detectives del presente y vaticinadores del futuro que reconocen en los síntomas del hoy los males del mañana; y entre los muchos clarividentes y paranoides de la Viena finisecular, Kraus irrumpió como un verdadero «maestro de la sospecha» (Ricoeur): «Veo visiones de lo que está por venir. De una pulga hago un camello. ¿No es un arte? Magos son los otros, los que han transformado la vida en una plaga de insectos. Y cada vez hay más pulgas…» (2), supo decir con su humor ácido.
De ahí que haya empezado a olfatear tempranamente —por así decirlo— la escalada bélica ya con el conflicto que tuvo lugar en la península balcánica hacia 1912, y que luego juzgaría, en retrospectiva, como un digno laboratorio de pruebas de lo que sucedería inmediatamente después. En efecto: en más de un aspecto, la Guerra de los Balcanes (1912-1913), que en realidad consistió en dos guerras distintas (primero, la de la Liga de los Balcanes contra el Imperio Otomano, y luego, la de los miembros de la Liga entre sí), fue la verdadera antesala y el digno preámbulo de la Primera Guerra Mundial.
En la persona del periodista Siegfried Münz, enviado especial del diario pseudo-liberal ‘Neue Freie Presse’ al Mediterráneo oriental, Kraus encuentra por entonces la encarnación del «Schmock» al nivel de la política internacional: las sombras grises del chapucerismo periodístico empiezan a ganar una influencia inusitada eb los recintos del poder europeo… En sucesivos artículos publicados a lo largo de 1910, Kraus sigue los pasos de este necio cronista por el sudeste del continente y va descubriendo cómo los poderosos le hacen el juego a la prensa, mientras que ésta presenta las cosas sin otra racionalidad que la de una aventura ligera y el reporte frívolo. El fenómeno que hoy calificamos como estetización de la guerra y la política, ya le resulta chocante e inaceptable aun en su versión preliminar y en miniatura, al punto que no vacila en comparar a esa guerra con el mismísimo Moloch y condenar la «masacre léxica» (Wortmassaker) que se está cometiendo en los diarios mediante los corresponsales de guerra que embellecen los hechos atroces y les confieren dimensiones épicas («en los Balcanes, Austria está representada por impresionistas», observa) (3). Pero sin vueltas, el mejor documento de esta temprana revelación krausiana es su notable artículo «Hundimiento del mundo por la magia negra», de fines de 1912. Demasiado rico en alusiones (incluso para un austriaco de pura cepa), puede considerarse con justicia el mayor manifiesto antiperiodístico de toda su generación. Entre las muchas acusaciones a la prensa, incluyendo la comprobada sospecha de que engendra guerras para lucrar con su cobertura y confunde intencionadamente a la gente para sacar réditos, aquí la fundamental es la de que los diarios asesinan la imaginación. En el consumo compulsivo de periódicos —un mal típicamente austriaco, a juzgar por las recurrentes declaraciones de Thomas Bernhard— Kraus vio lo que la sociología de la época ya veía en el paso de la comunidad tradicional a la sociedad moderna (Tönnies) o en el surgimiento del tipo humano «urbanita» (Simmel): las pérdidas cualitativas de la vida humana. Pero en vista de la escalada que desembocó en la «guerra total», la queja no es la de un reaccionario ni la de un pesimista, sino la de un cabal «Kulturkritiker» (categoría que ciertamente Kraus no inventó pero cuyo perfil contemporáneo contribuyó a definir agudamente.
Tras los sucesos de Sarajevo y el estallido de la Primera Guerra, Kraus que se había informado muy bien acerca de cómo sortear la censura oficial para poder ofrecer las denuncias más descarnadas sin temor al cierre de su editorial o al decomiso de los ejemplares, apeló al arma más elocuente de todo su arsenal: el silencio absoluto. «La Antorcha» dejó de brillar durante varios meses, y su editor/ autor/ redactor/ propietario se sustrajo a la vida pública, hasta que volvió a tomar la palabra en el «Konzerhaus» de Viena el 19 de noviembre de 1914, leyendo lo que a la sazón se transformaría en su artículo más citado y reconocido, «En esta gran época»: «una denuncia feroz de la alianza entre escritura y guerra». La carnicería había comenzado; Kraus, como siempre y lamentablemente, tenía razón. Y aunque la prolongación —y de hecho la intensificación— del conflicto le hizo modificar muchas de sus posturas políticas, en la identificación de la prensa como enemigo público número uno se mantuvo firme, sin nunca cansarse de repetir los mismos ataques.
La cobertura periodística de la guerra, además le dio ocasión de practicar a ultranza su forma predilecta de canibalismo cultural: la «glosa», como la llamaba. Infalible e infatigable fiscal (no en vano había estudiado abogacía), pronto advirtió que a menudo la mejor manera de poner en evidencia sus adversarios periodísticos no era denunciarlos o difamarlos, sino reproducirlos «ad peden litteram», pero fuera de contexto. Así un titular en letra catástrofe, una crónica cotidiana o un artículo de fondo yuxtapuestos y reordenados en alguna página de «La Antorcha» aparecían exhibidos en toda su monstruosidad y su ridiculez, a veces acompañados de algún comentario sarcástico, y en otras ocasiones sin que hubiera que agregar absolutamente nada; el montaje y el collage, novedosas técnicas artísticas que despuntaban en la moda de aquellos tiempos, se sumaron rápidamente al instrumental krausiano para condenar las nuevas técnicas —¡vaya paradoja!— por confusión y crímen.
A diferencia de lo que creían muchos entusiastas «modernistas de la guerra» —como Ernst Jünger y Filippo Marinetti—, Kraus percibió con temprana agudeza que la guerra moderna es ciertamente hija de la modernización técnica, pero más de la modernización comunicativa y cultural que de la modernización armamentística y militar propiamente dicha. A sus ojos, fríamente escrutadores, no eran los nuevos tanques y aviones lo que revolucionaba el viejo «ars bellum», sino las imprentas. El pensamiento de izquierdas —de Lenin a Brecht— supo denunciar por aquel tiempo que la guerra en el mundo burgués era una necesidad capitalista, e incluso un muy buen negocio, pero sólo Kraus advirtió tempranamente lo rentable que resultaba el «merchandising» bélico. Uno de los mejores ejemplos de esta mortífera sociedad entre guerra y cultura nos es presentado en el artículo «El teatro lleno a rebosar aclamó entusiasmado a los héroes, los cuales dieron las gracias cuadrándose» (4), donde un espantado Kraus rememora la ocasión en la que se presentaron héroes de regimiento de Dragones del Emperador en el Burgtheater (el más importante teatro vienés), se les leyeron homenajes, se les cantó, cantaron ellos, y luego se representó una opereta del popular Eysler. Al subir al escenario, la guerra no hacía sino evidenciar que se había vuelto un espectáculo, y que al fin y al cabo, para el público local, esteticista e inmoral, todo era un show. A fin de cuentas, el pomposo ejército austro-húngaro, lento y aparatoso, estaba más hecho para el retablo teatral que para el campo de batalla. Aquella patética función sólo lo había puesto en evidencia.
De cara a la catastrófica derrota, Max Weber ofrecerá curiosamente en su célebre conferencia «La política como vocación» (1918), una tenue apología de la profesión periodística, sin dejar de reconocer los compromisos que supuso la guerra y la política alemana. No deja de llamar la atención el contraste entre el saldo relativamente positivo que hiciera quien por entonces era el máximo referente intelectual alemán (recuérdese que hasta fue consultado para la Constitución de la República de Weimar) y el que hará Kraus (5). Es dable pensar que semejante matanza no haya tenido ni un máximo responsable ni —mucho menos— un único culpable, pero el encarnizamiento de nuestro autor con la prensa de su país se concentra hasta tal punto en el acusado que casi nos persuade con su lógica fatídica. Si se pretende personalizar la culpa múltiple de una guerra puede evocarse un político, un militar, un economista, e incluso una bella mujer, como Helena; sólo Kraus reconoció la posibilidad de que la culpa pudieran tenerla los periodistas.
NOTAS:
(1) El descubrimiento del Polo Norte – Die Fackel, 19.09. 1909.
(2) El ocaso del mundo por la magia negra – Die Fackel, 12.12.1912.
(3) ¡Es la guerra – c’est la guerre – es Moloch! – Die Fackel, 7.11.1912.
(4) El teatro lleno a rebosar aclamó entusiasmado a los héroes, los cuales dieron las gracias cuadrándose – Die Fackel, 15.06.1916.
(5) Juicio Universal – Die Fackel, 20.11.1918.
Extracto del ‘Estudio Preliminar’ de Marcelo G. BURELLO a la Antología de textos de Karl KRAUS: «En esta gran época. De cómo la prensa liberal engendra una guerra mundial». Buenos Aires: Los Libros del Zorzal, 2009.
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