Locke se acercó a la filosofía como aficionado, no como filósofo profesional. Así su obra filosófica la bautizó de «Ensayo» mientras que sobre el gobierno escribió dos «Tratados». Todos tratan sobre los límites: El ENSAYO sobre los límites del conocimiento humano, los tratados sobre los límites convenientes de los gobiernos. Los dos tratados, como ha demostrado Peter Laslett, no fueron escritos a posteriori para «justificar» la revolución de 1688. Se remontan a 1679 y constituyen en el fondo la demanda de una revolución aun pendiente, no son la racionalización de una revolución ya acaecida.
Como el ENSAYO, los TRATADOS comienzan por una negativa. De la misma forma que las «ideas innatas» sirven de pista en la que rastrear las verdaderas fuentes y límites de nuestro entendimiento, en el primer TRATADO, «Los falsos principio y la fundación», el derecho divino de los reyes (de acuerdo con los escritos de Sir Robert Filmer y sus seguidores) constituye el punto de partida. El segundo TRATADO es «Un ensayo sobre el gobierno civil verdadero y original, su alcance y sus fines». Resulta sorprendente que una obra tan desproporcionada y trabajosa, redactada en un estilo tan torpe, llano y falto de inspiración haya servido de aliento y justificación a las grandes revoluciones políticas occidentales de los siglos posteriores. Es la sencillez convincente de las ideas lo que explica la longevidad de esta obra.
El poder y la originalidad del segundo TRATADO —un evangelio para Jefferson y los responsables de la revolución americana de 1776— radican en el énfasis concedido a los límites. Al igual que el ENSAYO era un antídoto contra los absolutos del pensamiento —contra los «entusiastas» y los defensores de las ideas innatas—, los TRATADOS lo serían contra los absolutos del gobierno. Los filósofos anteriores habían cautivado con sus ideales de perfección política, como ocurre con la República de Platón, la Utopía de Moro y el Leviatán de Hobbes. Todos ellos tenían el atractivo de una imaginación poética constructiva. El TRATADO de Locke sobre los límites —los límites necesarios y convenientes del gobierno civil— carecía de la poesía propia de las visiones grandiosas. Pero presentaba un marco prosaico, dictado por el sentido común, muy útil para el buscador, un programa de construcción de una comunidad donde tienen cabida todas las excentricidades personales.
El argumento de Locke, que no es ni hermosamente lógico ni sistemático, resulta llamativo. Pocas de sus ideas fueron originales pero la forma que dio a unos conceptos familiares fue lo bastante simple e inteligible para alentar la realización de revoluciones, justificarlas y contribuir a la transformación de las instituciones después de las convulsiones políticas. Es posible que no fuera plenamente consciente de este poderío «telúrico». No sólo se negó a reconocer públicamente su autoría cuando los TRATADOS fueron publicados, sino que llegó a fingirse irritado cuando sus buenos amigos le «acusaron» de ser su autor y le pidieron que confirmara tal extremo.
En ellos, Locke no se remite de manera especial a los datos de la historia inglesa. Pero sí recurre a toda la historia humana, a lo que podríamos llamar la experiencia universal de la humanidad. Basa su teoría del gobierno en una parábola en la que describe el nacimiento del primer gobierno. Aduce que no es justo rechazar su exposición de los orígenes del gobierno simplemente porque los testimonios históricos no concuerdan con su teoría.
« Y si no podemos suponer que el hombre haya estado jamás en estado natural, porque no tenemos muchos datos acerca de dicho estado, podemos suponer igualmente que los ejércitos de Salmanaser o Jerjes no estuvieron compuestos de antiguos niños porque no se nos dice de su infancia hasta que fueron hombres y estuvieron encuadrados entre sus tropas. El gobierno es en todas partes anterior a los registros y las letras raramente se imponen en un pueblo hasta que una sociedad civil ha tenido suficiente continuidad como para satisfacer mediante otras artes más necesarias, las necesidades de seguridad, comodidad y abundancia. Y entonces comienza a preocuparse por la historia de sus fundadores y a buscar a los más destacados cuando han sobrevivido al olvido. »
En la era anterior a la escritura y al gobierno, los hombres vivían por doquier en estado natural. Y como la HISTORIA NATURAL Y MORAL DE LAS INDIAS de José de Acosta ha demostrado recientemente, el pueblo de Perú había vivido realmente «sin gobierno alguno». Los hombres tenían libertad para vivir como quisieran, «pero por mutuo acuerdo todos eran iguales, hasta que en virtud del mismo acuerdo pusieron gobernantes por encima de ellos. De modo que sus asociaciones políticas procedieron todas de una unión voluntaria y del mutuo acuerdo de hombres que actuaban libremente en la elección de sus gobernantes y las formas de gobierno». Todo dependía del «estado natural» original.
Pese a que la historia (¡o la prehistoria!) de Locke es especulativa, pasaba por ser historia. Y su explicación suponía una novedad radical con respeto a las justificaciones que hasta entonces se había hecho de la existencia del gobierno. Como en el caso del «derecho divino» de Filmer, estas teorías solían hacer remontar los orígenes del poder político a la delegación del poder político sobre determinadas personas sagradas. Dicha autoridad sólo podía revocarla su donante, es decir, Dios. En cambio, el gobierno civil de Locke era un asunto completamente de este mundo, se basaba en la conveniencia humana, en las necesidades del pueblo y en su deseo de preservar sus vidas, libertades y propiedades. Estos agentes del pueblo, estas criaturas creadas en virtud del consenso del pueblo, tenían una autoridad circunscrita por los límites estrictos con arreglo a los cuales se les había concedido. De modo que si un gobierno dejaba de satisfacer a sus creadores terrestres, perdían toda autoridad. La experiencia, esa piedra angular del conocimiento para Locke era también la base del gobierno civil. Y esa experiencia primigenia hacía remontar el poder de la mayoría.
© Daniel BOORSTIN: LOS PENSADORES. Trad. Santiago Jordán. Ed. Crítica, Bcn, 1999; pp. 187-189.
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