Locke estudió medicina y realizó significativas contribuciones a la filosofía y a la psicología. Su texto político fundamental (…) es el Segundo tratado sobre el gobierno civil, una obra teórica que compuso probablemente, junto con un tratado político anterior, entre 1679 y 1683, por motivos prácticos. Locke se había unido a un grupo de conspiradores que pretendían disuadir a Carlos II de que nombrase sucesor a su hermano Jacobo, que era católico. Locke quería proporcionar una base teórica para deponer al rey. Los conspiradores fracasaron, Jacobo subió al trono y Locke tuvo que huir a Holanda una temporada. Pero, tras la ‘Revolución Gloriosa’ de 1688-89, a raíz de la cual fue depuesto Jacobo II, Locke regresó a Inglaterra y publicó su pequeño tratado, que, a fin de cuentas, constituía una justificación de facto de la revolución que se acababa de producir. Locke refuta los privilegios de los reyes y es partidario de un gobierno limitado; establece la base teórica de los derechos –no sólo de los derechos políticos, sino también de los derechos de propiedad. Al leer el Tratado uno se encuentra un montón de ideas (como el derecho a oponerse a los impuestos arbitrarios) que aparecerían un siglo más tarde en la Declaración de Independencia. Locke fue el maestro de Thomas Jefferson.
Volvíamos a estado natural, el espacio teórico en el que se encontraban las tierras, los hombres y los bienes, pero en esta ocasión sus miembros eran menos agrestes, menos beligerantes [que en Hobbes]. Sólo algunos hombres podrían en peligro la vida y la propiedad de otros hombres. La mayoría de los hombres se regirían por la razón, y ésta les daría a entender que, puesto que vamos todos en el mismo barco, deberíamos protegernos mutuamente a fin de protegernos a nosotros mismos. Al igual que en el modelo teórico de Hobbes, los hombres renuncian a su derecho a la libertad absoluta y forman un gobierno civil, pero con una diferencia fundamental: pueden establecer el tipo de gobierno que deseen y pueden modificarlo cuando se les antoje. En el sistema de Locke no encontramos ninguna justificación del absolutismo. ¿Cómo la íbamos a encontrar? Si el soberano al que entregas tu libertad te roba posteriormente tu propiedad o te quita la vida, vuelves al estado natural. Entonces, ¿qué sentido tiene abandonar ese estado natural?
¡El muermo de Locke! ¡El bueno de Locke! Incluso, mostrándonos más condescendientes ‘el sabio Locke’, como le llamaba Rousseau. Pero su aburrida teoría pone las cosas perfectamente en su sitio. Locke estableció las bases teóricas no sólo del Estado moderno –con sus derechos, sus organismos de representación y su soberanía popular–, sino también del capitalismo, con toda su fuerza e injusticia.
De vuelta en el estado natural, los hombres son dueños no sólo de su cuerpo, sino también de su trabajo. ¿De qué más son dueños? De todo lo que tenga que ver con su trabajo.
Ciertamente, quien se ha alimentado de las bellotas que él mismo ha recogido de debajo de una encina, o de las manzanas que ha cosechado de los árboles del bosque, puede decirse que se ha apropiado de ellas. Nadie podrá negar que ese alimento es suyo. Pregunto, pues:
¿Cuándo empezaron esos frutos a pertenecerle?: ¿cuando los ha digerido?, ¿cuando los comió?, ¿cuando los coció?, ¿cuando se los llevó a casa?, ¿cuando los cogió en el campo? Es claro que si el hecho de recogerlos no los hizo suyos, ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Este trabajo estableció la distinción entre lo que devino propiedad suya y lo que permaneció siendo propiedad común. El trabajo de recoger esos frutos añadió a ellos algo más de lo que la naturaleza, madre común de todos, había realizado. Y de este modo, dichos frutos se convirtieron en derecho privado suyo. ¿Podrá decir alguno que este hombre no tenía derecho a las bellotas o a las manzanas que él se apropió de este modo, alegando que no tenía el consentimiento de todo el género humano para tomarlas en pertenencia? ¿Fue un roblo el apropiarse de lo que pertenecía comunitariamente a todos? Si el consentimiento de todo el género humano hubiese si do necesario, este hombre habría muerto de hambre, a pesar de la abundancia que Dios le había dado. Vemos en las tierras comunales, que siguen siendo tales por virtud de un convenio, que la apropiación de alguna de las partes comunales empieza cuando alguien las saca del estado en que la naturaleza las ha dejado. Sin esto, las tierras comunales no tendrían sentido. Y la apropiación de ésta o de aquella parte no depende del consentimiento expreso de todos los comuneros. Así, la hierba que mi caballo ha rumiado, y el heno que mi criado ha segado, y los minerales que yo he extraído de un lugar al que yo tenía un derecho compartido con los demás, se convierten en propiedad mía, sin que haya concesión o consentimiento de nadie. El trabajo que yo realicé sacando estos productos del estado en que se encontraban, me ha establecido como propietario de ellos.
Este pasaje es bastante esclarecedor, salvo por ese curioso giro hacia el final, por el que el trabajo que establece la propiedad de Locke se convierte no sólo en su propio trabajo, sino en el de su criado y en el de cualquiera que extraiga el mineral de la mina junto con Locke. De modo que la propiedad que se hace suya no equivale simplemente a todo lo que pueda comer o aprovechar. La invención del dinero –o cualquier otro medio de intercambio– altera las reglas del juego. La gente puede comprar más cosas de las que son capaces de utilizar; puede convertir los alimentos perecederos en dinero imperecedero. Y puede comprar el trabajo de quienes no poseen tierras, que, cuando se combina con la propiedad, se convierte también en el trabajo del propietario. En suma, Locke acepta el hecho de que las desigualdades de la propiedad son parte ineludible del abandono del estado natural.
Buen truco. El capitalismo –con sus desigualdades y sus extremos de riqueza y pobreza– recibe, en teoría, la bendición de la legitimidad: la acumulación de propiedades es un derecho natural. Al final estas teorías se han incrustado en el derecho estadounidense, que gira en un noventa por ciento en torno a la propiedad. Para un rousseauniano, para un marxista o para cualquier partidario radical de la igualdad, aquello fue un desastre para la teoría política; para el capitalismo fue la propia revolución gloriosa.
David DENBY: Los grandes libros. Madrid: Acento Editorial, 1997.