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CONTRA LA ECONOMÍA; DEL TODO EN CONTRA

Pascal COMBEMALE

Habría que rechazar cualquier disertación sobre la economía en Marx; en primer lugar porque en su obra no existe nada de tal; sino una «crítica de la economía política», indisociable de una filosofía, de una historia, de una sociología y de una militancia política. La descomposición de la obra de Marx en fragmentos disciplinarios, le amputa de lo que le confiere su energía y su poder de seducción. Además, cuando los elementos de análisis económico extraídos del CAPITAL se convierten en ecuaciones, se debilita considerablemente su dimensión crítica y se cae en imprecisiones, amuralladas por el álgebra lineal. Finalmente, porque la cuestión primera a plantear no es la de las taras congénitas de ese fantasma que denominamos «economía marxista», sino la de las razones por las que un auténtico proyecto de liberación y de emancipación del hombre pudo degenerar hasta servir de legitimación a uno de los monstruos totalitarios del siglo XX.

Fue la voluntad de acorralar todas las formas de ideología lo que condujo a Marx, tras de la crítica de la religión y de la filosofía, a la de la economía política. Emprendió, a la vez, la crítica de una ideología que «se limita a proclamar como verdades eternas les ilusiones con las que la burguesía gusta de poblar su propio mundo, el mejor de los mundos posibles» y la crítica de una realidad alienada y alienante; la de una sociedad esclavizada por leyes supuestamente «naturales» del capitalismo de mercado. Haciendo eso, su intención era la de lograr tres resultados que supuestamente se implican lógicamente: (1) fundar científicamente la teoría de la explotación, (2) demostrar que el capitalismo está condenado y (3) deducir de ello la superación del capitalismo por el comunismo. Está permitido considerar que esos tres objetivos no fueron logrados. Pero nadie que se preocupe un poco de comprender la dinámica del capitalismo puede ahorrarse esa no-economía de Marx.

Nunca es superfluo regresar a lo fundamental. El modo de producción capitalista procede mediante una doble separación: la separación de los productores entre ellos y «la separación radical entre los productores y los medios de producción». Esta doble escisión ha dado origen a las dos relaciones sociales que constituyen este modo de producción: (1) la relación mercantil entre los hombres, es decir, el mercado, que se basa en la en la propiedad privada y en la división del trabajo; (2) la relación salarial, es decir, el salario, forma de explotación del trabajo que resulta de la necesidad objetiva para los trabajadores de someterse a los propietarios de los medios de producción.

Esta doble separación se halla en el origen de una doble alienación. El mercado es un modo de coordinación ‘ex post’, los productores toman ‘ex ante’ sus decisiones independientemente los unos de los otros y es la venta de sus productos en el mercado lo que les da valor con posterioridad. Si los productos no se venden, el trabajo produce pérdidas, las empresas se arruinan y los trabajadores van al paro. El malgasto de materias y de trabajo es irracional, los hombres se someten a fuerzas impersonales y ciegas, que no dominan. Esta alienación es comparable a la de los pueblos primitivos ante las fuerzas de la naturaleza que deificaban. A las preguntas de sentido común — ¿por qué hay hombres en el paro si faltan casas?, ¿por qué un director general gana cuatrocientas veces más que un asalariado?—, se responde «¿Es la ley del marcado!», como antes decían «¡Es la voluntad de los dioses!».

En la época de Marx la alternativa parecía evidente. De la misma manera que la ciencia permite a los hombres adueñarse de la naturaleza, deben también dominar colectivamente su economía planificando su actividad, como lo hacen ya en el interior de las empresas, cuando organizan ‘científicamente’ su trabajo. El tiempo demostró que las cosas eran mucho menos evidentes, tanto cuando se trata de dominar la naturaleza como cuando se trata de planificar la economía…

Por su parte, la relación salarial es una relación de dominación, formal en cuanto se limita a observar el mercado de trabajo, mucho más real cuando se penetra en las empresas. Los asalariados sólo son las piezas de una maquinaria gigantesca que les supera. La profundización de la división entre el trabajo intelectual y el trabajo ‘manual’ (de ejecución), agrava esta alienación. Además cuando la ciencia a su vez se convierte en un medio de producción «las fuerzas intelectuales de la producción» se ponen de parte del capital y se oponen a los trabajadores «como un poder que les domina».

Un buen marxista debiera agradecer a la burguesía haber cumplido briosamente su misión histórica: impulsar el desarrollo de las fuerzas productivas. Bajo el aguijón de la competencia, las empresas están condenadas a innovar, a revolucionar sin descanso los procesos de producción, de lo cual resulta eso que se llama el ‘crecimiento económico’. Esa carrera «hacia adelante», supuestamente había de conducir al capitalismo a su crisis final; con la mayor certeza el resorte de su desarrollo debería ser también el factor principal de su hundimiento. El crecimiento debía estar periódicamente interrumpido por crisis de sobreproducción, porque la explotación implica comprimir los salarios tanto como sea posible, mientras que éstos constituyen la única manera de dar salida a una producción cada vez más importante. Y el progreso técnico consistía principalmente en reemplazar los hombres por las máquinas, es decir, el trabajo vivo por el trabajo muerto; luego, la tasa de beneficio, motor del sistema, debía descender inexorablemente, puesto que el trabajo vivo es la única fuente de plusvalía.

¿Por qué esa profecía no se ha realizado, por lo menos hasta hoy? Simplemente, porque los actores colectivos no son autómatas programados por leyes de bronce; mediante su lucha los asalariados obtuvieron, por lo menos en algunos periodos, un crecimiento de sus salarios reales, en relación con el aumento de productividad del trabajo; confrontada a la crisis, la facción más ‘ilustrada’ de la burguesía comprendió también la necesidad de una regulación de la economía y de un mínimo de redistribución de las riquezas. Bajo diversas formas, la intervención del Estado (keynesiano y social) ha ‘salvado’ al capitalismo; (en cierta manera contra sí mismo).

De ello no se sigue la inanidad de otras profecías de Marx. El concepto de acumulación de capital implicaba la mercantilización de todas las actividades sociales y la globalización del capitalismo. Pues bien, eso continúa verificándose; ya se trate de la transformación de cualquier cosa en mercancía, de la dominación sin competencia del dinero, o de la globalización económica y financiera. Pero se necesitaría por lo menos la fe del carbonero en la magia de la dialéctica para alegrarse de ello, pues lo que se otea en el horizonte no es la sociedad de abundancia, de hombres reconciliados consigo mismos, a la que aspiraba Marx, —sin división del trabajo, sin mercado, sin dinero, sin Estado—; sino más bien el caos ecológico, los conflictos armados por la apropiación de los recursos naturales, cada vez más escasos, la exacerbación de los fundamentalismo religiosos, etc.

Las fuerzas productivas son también fuerzas destructivas. Es sorprendente que Marx, lector tan asiduo de Aristóteles, no se hubiese dado cuenta de que el principal peligro residía en la desmesura, la «hubris» del hombre, que encuentra en la acumulación de capital una de sus numerosas manifestaciones.


© de los autores. Publicado en MAGAZINE LITTÉRAIRE, nº 479, octubre de 2008; pp.62-63. DOSSIER: MARX, LAS RAZONES DE UN RENACIMIENTO. Trad. R.A.