Ramon ALCOBERRO
John Stuart Mill defendió una versión del utilitarismo que se denomina utilitarismo de la regla, según la cual la felicidad se ha de calcular en forma agregada, globalizada, es decir: una acción es buena en la medida en que tiende a favorecer la felicidad y es mala si produce dolor; pero esa felicidad o ese dolor deben ser considerados globalmente. O en otras palabras: se trata de buscar la mayor felicidad para el mayor número y no solo para mi.Tesis de raigambre ilustrada que, dicho de paso, Bentham tomó de Hutcheson y éste del libro clásico de Becaria De los delitos y las penas.
Sin embargo, descontento con esa formulación, porque autoriza la posibilidad de que sea preferible pasar la vida buscando metas egoístas, en vez de participar de los frutos de la civilización humana, Mill introdujo otra restricción, que se denomina, a veces, utilitarismo cualificado: consideraba que había tipos de placeres mejores que otros. Por ejemplo, escuchar música de Mozart es mejor que comer un helado. Justificaba esta restricción mediante una apelación a la experiencia: ¿qué persona inteligente que hubiese conocido los placeres superiores y los vulgares aceptaría contentarse con llenar su vida de placeres vulgares? Incluso aunque un idiota sea feliz, ¿quién aceptaría ser feliz como un idiota?
Así, pues, sería, bueno asistir a un concierto de Mozart, pero solo sería aceptable comerse un helado en el entreacto. La tesis de Mill sobre el utilitarismo cualificado, sin embargo, dista de ser tan obvia. Hay algo de ascetismo sospechoso en ella. ¿Tal vez preferimos Mozart a un helado porque somos personas cultas, cargadas de prejuicios contra los helados que engordan? Suponer que quienes conocen la música de Mozart deben preferirla al helado de vainilla puede parecer moral, pero a Bentham le habría parecido simplemente un juicio estético, un tema de gusto personal.
Sin embargo, hay una crítica al utilitarismo que es directamente estúpida; me refiero al tópico del circo romano, según el cual, y puesto que se trata de lograr la máxima felicidad para el mayor número, un utilitarista debiera preferir la muerte de un mártir cristiano en el circo, bajo las garras de un grupo de leones furiosos, a la infelicidad de diez mil espectadores que exigen sangre. Eso según lo críticos del utilitarismo sería consecuente con el cálculo utilitario porque si cada uno de los espectadores adquiere una unidad de placer sádico, se debería dar prioridad al placer de la mayoría sobre el dolor de un solo individuo. Además sería conveniente contar con el placer agregado de los leones, a quienes encanta comer carne de mártir, claro está.
Un utilitarista no puede asumir esa crítica. En el utilitarismo las magnitudes morales que son objeto de cálculo han de ser aproximadamente comparables. Y sencillamente la utilidad de una vida no es comparable a la utilidad de la diversión de un grupo de romanos aburridos en el Coliseo. Mi libertad y mis derechos terminan donde empiezan los derechos y las libertades de los demás. Tengo derecho sobre mi vida pero no sobre las vidas de los demás. Además, cuando se pierde una vida humana (aunque sea la de un mártir que ya sabe a lo que se expone al ofender al Cesar, y supuestamente debe haber calculado tal eventualidad), ese hecho se traduce en una pérdida global e irreversible de proyectos y de creatividad, y ello no puede ser un bien de ninguna de las maneras.
Si creo que hoy es más útil para mí tomar un helado que escuchar Eine Kleine Nachtmusik esa decisión no me impedirá volver sobre la obra mozartiana en otro momento. Habré perdido, como mucho, una oportunidad de perfeccionar mi vida espiritual y habré preferido aumentar mi colesterol. Tal vez en otra circunstancia pueda tomar la decisión contraria. O tal vez, al preferir el helado he tomado una decisión estúpida y la prioridad de mi preferencia no ha sido bien calculada. Pero sin vida no habrá nunca jamás ni helados ni más música de Mozart. La vida (cuando es deseada, y no de pura supervivencia) es la condición del bienestar y constituye una condición cualificada primaria. Podría decidir libremente perderla, y desde el punto de vista utilitarista nadie me lo podrá impedir porque sobre mi mismo tengo una soberanía, pero no puede me ser quitada por ningún criterio de utilidad. El utilitarismo es un humanismo.
.