Pascal y la «filosofía del descentramiento»
Si hay una tradición compleja y difícil de perseguir en la historia de la filosofía de Occidente es la que se inicia en Blaise Pascal (1623-1662) para continuar en Kierkegaard y seguir tal vez hasta Kafka y Wittgenstein. Son los filósofos del descentramiento; los que rechazan con furia el antropocentrismo y a la vez desearían entender al hombre para poder salvarlo. Hay una tradición de filosofía “descentrada” , escrita desde la convicción de que, por decirlo en frase de Pascal, vivimos en un círculo extraño cuyo centro se halla en todas partes y cuya circunferencia no está en ningún sitio (¿o sería al revés?). Para todos ellos lo sagrado, lo indecible, la religión y el temor reverente, se convirtieron en una obsesión fundamental; casi en una monomanía. Con Pascal se inicia una especial manera de “pensar la religión”: el estilo de los hombres que se toman en serio el dolor del mundo; tipos duros –casi siempre en un cuerpo débil– que desconfían hasta de sí mismos y que consideran la calma y la belleza tranquila como algo sospechoso, casi indigno del Dios poderoso que aspiran a encontrar y cuya ausencia les conmueve.
Tanto Pascal como sus herederos consideran que si el hombre tiene que medirse con alguien sólo puede hacerlo -sólo merece hacerlo- con el mismo Dios; cualquier otra disputa les resulta demasiado insignificante. Por ello sienten una “impotencia existencial” paradójica, que en vez de llevarlos al silencio les conduce a la escritura, y viven con un pánico cerval a la muerte o, más en concreto, al juicio divino. Además están convencidos, de que los humanos son incapaces de alcanzar la verdad por sí mismos y de que inevitablemente la humanidad siempre ha sido y será infeliz porqué es dependiente –y jamás puede dejar de serlo.
Otro rasgo que une a esa extraña cofradía filosófica es el uso descarnado de la ironía: Pascal y los filósofos que hemos llamado “del descentramiento” nunca jamás se permitirían el chiste explícito, finalmente vulgar; pero para ellos el mundo tiene un sentido trágico que sólo puede acabar de resolverse en un sarcasmo a veces innecesariamente cruel, y -eso también es significativo- ejercido siempre con perfecta indiferencia tanto contra uno mismo (contra el “amor propio”) como sobre los demás. Los filósofos de esa extraña cofradía dan por hecho, además, que formar parte de “los que han entendido” obliga a pagar un precio casi imposible; sólo se salda la deuda con lo Absoluto dejando jirones de la propia vida en el empeño.
Y finalmente, “last but not least” para agobio de psicólogos, todos los filósofos de esa estirpe pasan la vida notando la sombra de un padre –casi freudiano– que se encarga de amargarles la vida, en el más estricto sentido de la palabra, haciéndose omnipresente y odioso hasta cuando se empeña en hacer desaparecer.
Blaise Pascal (1623-1662) forma parte del pequeño grupo de filósofos que escriben para conocerse a sí mismos, porque les va su vida en ello –y no para resolver problemas conceptuales. Sería abusivo reducirlo a «pensador religioso», etiqueta hoy desprestigiada, porque en él lo religioso es condición necesaria pero no suficiente de su obra, por decirlo en vocabulario escolástico. Los pensadores de la estirpe que se inicia en Pascal se tienen a si mismos como el único problema conceptual verdaderamente significativo y buscan a Dios entre tinieblas. De hecho su obra es su vida y la escritura viene a ser como el latido de su corazón: viven porque escriben de la misma manera que los demás mortales vivimos porque el corazón no sabe ni pude pararse. Ese es el tipo humano que escribe las «PENSÉES» para defender la religión incluso contra ella misma (Pascal es un jansenista que ve en los jesuitas casi al demonio), que escribe para no perderse y para mostrar un camino de salvación, conseguido al precio de la propia negación; un camino que en su caso no es otro que el de la paradoja.
Sin embargo, y a diferencia de Kierkegaard, especialmente, pero también de Kafka o Wittgenstein, Pascal no llega nunca de forma explícita a las “cimas de la desesperación”, por usar un tópico, ni a las de la brutalidad, ni a las del cinismo. Jean Mesnard dijo que lo esencial de Pascal se resume en la idea de «miseria del hombre sin Dios» y esa convicción existencial conduce a la piedad, más que al cinismo.
Ciertamente está convencido de que a Dios no se conseguirá llegar jamás mediante el razonamiento; pero el hombre según Pascal es un ser doble: lleno a la vez de miseria y de grandeza; y ello le salva. Mientras que sus herederos espirituales olvidarán la grandeza de lo humano para centrarse en su miseria, Pascal, que inicia un existencialismo no pesimista, será siempre un católico, y en consecuencia no puede creer en un Dios de predestinación (protestante) o de destino (judío) aunque coincida con Kierkegaard, Kafka o Wittgenstein en conceptuar la miseria humana como impotencia, es decir, como imposiblidad absoluta y total para lograr la plenitud a la que se aspira.
Como enseñó Jean Mesnard: «La miseria del hombre [en Pascal] es esencialmente “impotencia”. Es un efecto de su grandeza. El hombre es semejante a los animales, que no son miserables, pero se ha encontrado en una situación mucho más elevada y el vago recuerdo que conservó de este primer estado le torna insoportable su condición actual. La miseria del hombre proviene de la contradicción ente la realidad de lo que es y el ideal al que aspira. Aspira a la verdad y sólo encuentra error; aspira a la felicidad y sólo encuentra aburrimiento; aspira a la verdadera justicia y no encuentra más que falsa justicia; aspira al infinito y sólo encuentra finitud. El hombre se halla, pues, escindido; su vida es un perpetuo drama». Convertir ese drama en discurso es lo que hace a Pascal un pensador imprescindible para la antropología filosófica, incluso desde una óptica no creyente.
Pascal es también un escritor paradójico por lo que hace a la transmisión de su obra: sin que sea posible repetir el tópico según el cual su libro principal está constituido por “los papeles de un difunto”, como quiso cierta crítica romántica, hay que decir que no escribió las «PENSÉES» tal como actualmente las leemos, es decir, como textos discontinuos, fragmentarios, incompletos... de hecho lo que nos ha llegado son las notas previas a la redacción de una inacabada «Apología de la religión cristiana» que, aunque prevista por el autor, que incluso había elaborado un índice de la obra, nunca llegó a ver la luz. Fueron sus editores de 1670-1671, y los posteriores, quienes interpretando, no siempre con buen criterio, aproximadamente un millar de fragmentos “construyeron” el texto. Incluso el título del libro se debe a una discutible y un tanto arbitraria decisión de sus editores que lo publicaron como «PENSÉES DE M. PASCAL SUR LA RELIGION ET SUR QUELQUES AUTRES SUJETS; QUI ONT ÉTÉ TROVÉES APRÈS SA MORT PARMI SES PAPIERS». Las «PENSÉES» no son “ensayos” digresivos, tipo Montaigne, sino conjeturas, apuntes o fogonazos cuyo valor formal proviene posiblemente de su carácter fragmentario, que le da una fuerza expresiva imposible de lograr, por una pura razón formal, en un texto piadoso más convencional. Pero leer a Pascal –que exige un lector adulto y un tanto “de vuelta” de muchas ilusiones vanas– sigue siendo una experiencia que va mucho más allá del ámbito religioso.
¿Un cristianismo antihumanista?
Por estrictas razones de cronología Pascal no pudo leer ni a La Rochefoucauld ni a La Bruyère y, aunque conocía las «Meditaciones Metafísicas» de Descartes (1641) a quien tenía por “inútil e incierto”, tampoco alcanzó a conocer las obras mayores de Malebranche, Spinoza o Leibniz, sus contemporáneos; por ello su texto implica no sólo una novedad en el campo del cristianismo, sino una peculiar e incisiva comprensión antihumanística del racionalismo y de la problemática que implicaba con relación a la fe. Pascal, desde luego no es un puro “moralista” barroco, sino un cristiano que descubre su crisis de fe y busca caminos para superarla y eso mismo le hace plenamente moderno. Es además un hombre que ha vivido crisis y “conversiones” (por lo menos dos documentadas en 1646 y en 1654) y que, por ello mismo, conoce la complejidad y los silencios de la fe.
La finalidad de la «Apología de la religión cristiana» era una defensa de la fe contra los “libertinos”, es decir contra el tipo humano que se veía reflejado en Montaigne; pero afortunadamente las «PENSÉES» aunque discontinuas abordan un campo de intereses mucho más amplio, que incluye la filosofía, la antropología moral, la retórica e incluso la política. Todo ello visto por un laico que no deja de ironizar sobre cualquier argumentación elaborada desde la tradición y que, además, por su formación como matemático está en excelentes condiciones para comprender el trascendental cambio cultural que implica el cogito cartesiano –y las inevitables consecuencias para la fe de la duda escéptica (o “pirroniana”, en su vocabulario) implícita en el racionalismo.
Pascal que escribe de una forma perfectamente clara y estrictamente moderna, resulta –sin embargo– de lectura enrevesada hoy, precisamente porque vivimos en una época cada vez más “postcristiana”, que ha perdido muchas de las claves culturales tradicionales. Por ello la mejor estrategia consiste en abordarlo desde el prisma de la paradoja. En sus «PENSÉES» se encuentran los fundamentos del debate entre razón y fe en la modernidad y, en cierta manera, con él aparece también el complejo tema –luego central en el existencialismo del siglo 20– de la relación entre la fe y el absurdo existencial. Con Kierkegaard, Pascal es, entre los clásicos, quien mejor asume el reto que significa para el cristianismo una modernidad racionalista, pero a la vez instrumental. A la razón geométrica, Pascal opondrá el conocimiento profundo del corazón humano que le lleva a encontrar un hombre desorientado y, por ello mismo, sediento de Absoluto. A la concepción mecánica del mundo, Pascal le enfrentará una radical afirmación de la insuficiencia y de la provisionalidad de la razón que sólo un Dios puede colmar.
Hay un «temor bueno», que viene de Dios y de la fe, y un «temor malo» que viene de la duda. Hay un temor a perder a Dios y otro a encontrarle (L 908). El corazón conoce ambos temores y es en el corazón –y no en la razón– donde se juega la partida.
Creer tras el desafío racionalista
Como creyente “moderno”, y por primera vez desde el mismo interior del cristianismo, Pascal se da cuenta de que la mejor defensa posible de la fe tras del “cogito” cartesiano ya no puede vincularse a la defensa de ninguna tradición, sino que se halla en la reivindicación de la paradoja como fuente y límite de razón, pues, finalmente la razón es un criterio de conocimiento a la vez útil e incompleto, porque «[..] Todo lo que es incomprensible no deja de ser» (L 521). En palabras de Bérengère Parmentier: «La verdad, para Pascal, escapa a la razón; por ello no pretende persuadir racionalmente» («Le Siècle des moralistes: de Montaigne a La Bruyère», París: Seuil, 200, p. 99).
Mientras Descartes y el racionalismo ponían el énfasis en el orden (y en el principio de evidencia, que es el fundamento de la racionalidad misma), Pascal se precia de todo lo contrario, repudia cualquier principio metódico y, mucho más aún, denuncia la insuficiencia de la razón como criterio: «Escribiré mis pensamientos sin orden y no tal vez en una confusión sin designio. Es el verdadero orden y él marcará siempre mi objetivo por el desorden mismo» (L 532). El orden pascaliano proviene del “corazón”, que considera más adecuado al conocimiento que de verdad le importa, es decir, al de la transcendencia. Tal como dice en un texto bien conocido: «El orden. Contra la objeción de que la Escritura no tiene orden/ El corazón tiene su orden, la inteligencia [esprit] tiene el suyo que es por principio y demostración. El corazón tiene otro. No se prueba que se deba ser amado exponiendo las causas del amor. Ello sería ridículo» (L 298). Mientras los matemáticos pretenden racionalizar el mundo, el creyente Pascal reivindica un «orden de la caridad, no de la inteligencia [esprit]» cuyo núcleo «consiste principalmente en la digresión» (L 298) y que a su parecer es el de Cristo, el de San Pablo y el de San Agustín.
Pascal es el iniciador de un cristianismo tan absolutamente exigente que llega a ser antihumanista -porque creer en el hombre sería pecar contra Dios; que se reivindica como paradójico y que considera a la vez: «Incomprensible que Dios sea e incomprensible que no sea» (L 809). Su más profunda convicción es, para decirlo con Antony McKenna que: «La única certeza de la que el hombre es capaz es la del sentimiento: ésta es la certeza que la “naturaleza” ofrece a la razón “impotente” y “lamentable en todos los sentidos”: “la naturaleza confunde a los Pirronianos” (L 131)», (p. 25). Sólo la “conversión de corazón” nos permite acceder a lo que está más allá de lo razonable.
La estrategia pascaliana en el debate entre razón y fe propone una novedad radical: ya no se trata de “defender” la fe ante el incrédulo (algo que el racionalismo ha vuelto azaroso, o tal vez imposible), sino de mostrar que “la razón” aunque poderosa como herramienta resulta, a la vez, insuficiente como finalidad en sí misma, para animarnos de esta manera a dar el salto a la dimensión trascendente y sobrehumana. La razón deja insatisfecha a la propia razón y, en ese mismo acto, abre la puerta a la necesidad de la fe. Por ello Pascal asume de entrada que «el cristianismo es extraño». (L 351), pero lo es precisamente porque toda la realidad está entetejida de paradoja y contradicción. O en su propio vocabulario de «contrárietés» ante las cuales la razón se halla impotente.
Pascal ha sido el filósofo que quiso hacer del escepticismo una demostración de la existencia de Dios en un mundo que considera irremisiblemente irracional, pues, finalmente: «Éste no es para nada el país de la verdad, ella va errante desconocida entre los hombres...» (L 840). Debería quedar claro que Pascal no se opone a la razón de ninguna de las maneras. Si chocase con los principios de la razón «nuestra religión sería absurda y ridícula» y es en el pensamiento donde se manifiesta la grandeza humana. Pero claramente considera que existe una instancia superior y más decisiva que la razón calculadora: se trata de la razón que nace del “coeur”, hecha de “instinct” y “sentiment”, (el ámbito del sentimiento, el corazón, la intuición emocional... ) [L 110] y es allí donde se pone en juego lo realmente valioso, que ya no es racional y que nos permite situarnos ante lo trascendente, es decir, ante lo decisivo.
Casi se podría decir, con un mínimo anacronismo, que la estrategia pascaliana ante el desafío racionalista prefigura la de algunos pensadores judíos centroeuropeos del siglo pasado frente a la herencia ilustrada: no pretendían negarla directamente, sino mostrar su supuesta insuficiencia hasta convertirla en algo, en el fondo, insignificante. De la misma manera, Pascal jamás reniega de la razón pero si de la pretensión según la cual el hombre es un ser razonable. Por retomar una de sus más citadas frases: «No hay nada tan conforme a la razón como el desacuerdo en la razón». En consecuencia, si la razón ni siquiera es capaz de ponerse de acuerdo consigo misma, sólo se puede superar el absurdo [de la razón] a condición de admitir lo inexplicable [la fe]. Aquello que los humanos toman por “razón” permite, según Pascal, poco más que la sacralización de la costumbre y, por ello mismo, resulta insuficiente cuando se plantea seriamente la cuestión de la Verdad (es decir de Dios –con mayúsculas).
Como ha repetido el estudioso Jean Mesnard: «en el hombre [según Pascal] se revelan dos aspectos contradictorios, la miseria y la grandeza». Pero la grandeza del hombre sólo se encuentra en el nivel de la “esperanza” mientras que la miseria se descubre brutal y pesada a cada momento en la vanidad, en el amor propio y en las relaciones humanas en general. Hay como una especie de principio axiológico en Pascal según el cual «Cada cosa es en parte verdadera y en parte falsa» (L 905). Incluso la pena de muerte, la castidad o el matrimonio tienen su lado bueno y su lado malo. Por eso la razón no sería tampoco verdadera sin la fe.
Al afrontar la lectura de su obra no estaría de más recordar que, a su parecer, la contradicción y la paradoja reinan en el mundo y, por ello mismo, también son una regla de estilo en la retórica. En opinión de Pascal: «La verdadera elocuencia se ríe de la elocuencia, la verdadera moral se ríe de la moral... Reírse de la filosofía es verdaderamente filosofar». Las «PENSÉES» expresan una búsqueda de la trascendencia y, a la vez, la conciencia de la crisis existencial como único horizonte de lo humano, de ahí su éxito literario, en la medida en que modernidad y crisis han tendido a ser líneas paralelas a la largo de la historia.
Pascal fue el primer creyente para una modernidad que se construye desde la duda; por primera vez un pensamiento religioso se elabora desde la consciencia de que en la modernidad el deseo se ha convertido en motor de la acción –y que en el núcleo mismo de tal deseo habita la insatisfacción. El mínimo análisis de la modernidad nos muestra como: «Nada se detiene para nosotros. Es el estado que nos resulta natural y a la vez contrario a nuestra iniciación: quemamos de deseo para encontrar un fundamento firme y una última base constante para edificar una torre que se eleva hasta el infinito, pero todo nuestro fundamento se hunde y la tierra se abre hasta los abismos».
Un profundo reconocimiento de lo contradictorio como necesario, es decir, de la necesidad de la fe y a la vez de la dificultad de su fundamentación, recorre toda la obra pascaliana y la convierte en la primera reflexión estrictamente moderna elaborada en el marco del catolicismo. Mientras los jesuitas todavía creían –y creen– posible pensar el mundo desde la perspectiva del orden, Pascal fue el primer cristiano que tuvo una profunda conciencia del desorden –característica básica de la modernidad. Mientras los cartesianos concebían el mundo como “máquina”, Pascal sabe –aunque lo lamente– que el cuerpo y las pasiones nos impiden ser puramente racionales y ve en esa exigencia pasional y desordenada una extraña muestra de la sabiduría divina que, a través de la pasión nos muestra de la necesidad de un Dios que nos lleve a escuchar el corazón humano más allá de una razón “ployable à tous sens” (L 530).
A manera de biografía
Blaise Pascal nació el 19 de junio 1623 en Clermont (Aubernia), entonces una pequeña ciudad de 9.000 habitantes. Su padre, Étienne Pascal, era magistrado –juzgaba los pleitos en materia de impuestos– pero en 1631, cuando el pequeño tenía poco más de siete años, vendió su cargo para vivir de rentas en París, establecido en el barrio aristocrático del “faubourg” Saint-Germain, dedicado por entero a la educación de sus tres hijos, Gilberte (1620), Blaise (1623) y Jacqueline (1625), que se hizo monja. En París, la familia Pascal, que formalmente pertenecía la nobleza de toga pesa a vivir de hecho como un burguesía rentista, logró la amistad de algunas de las más importantes familias de alcurnia que les fueron muy útiles (los Roannez, la duquesa de Aiguillon, la marquesa de Sablé, etc.) y Ëtienne mantenía contactos con los intelectuales más significativos de la época.
En 1926 muere la madre del futuro filósofo y el padre educa a la prole de una manera que podríamos llamar “liberal”. De hecho Blaise Pascal no sufrió jamás una educación escolástica de la que necesitase liberarse, porque ni siquiera la aprendió. La vocación científica, en cambio, apareció muy pronto, en plena infancia. En la academia de Mersenne, amigo de su padre, conoció a los principales talentos matemáticos y todavía no había cumplido 17 años cuando publicó su primer tratado de geometría el «ESSAI SUR LES CONIQUES».
Para situar la obra pascaliana tampoco está de más recordar que se produce en el momento en que la comprensión científica evoluciona, “del mundo cerrado al universo infinito”, por decirlo con el título de un clásico libro de Alexandre Koyré (1957). La nueva noción del mundo: «no comporta ya –dice Koyré– ninguna jerarquía natural y está unido por la identidad de las leyes que lo rigen en todas sus partes». Las correspondencias establecidas por la tradición entre el orden cósmico de los elementos y el orden fisiológico del cuerpo humano, entre el orden moral de los sentimientos humanos y el orden metafísico o cósmico de las cosas se revela sólo como una metáfora o una fábula. Esa idea de que en el mundo se ha entronizado el azar y, más estrictamente, de que el hombre ha perdido su lugar en el mundo, es una constante en el contexto cultural e ideológico de Pascal. Pero Pascal no quiere “salvar” el humanismo, sino redimir al hombre de su propia miseria para llevarlo a Dios.
Incluso si las matemáticas debieran ser la expresión de un mundo organizado, jerárquico y estable, en que la tradición no tiene ningún valor ante el rigor puramente lógico, los temas que se planteó Pascal son precisamente los que muestran más interés filosófico, en la medida en que aparecen como retos al mecanicismo: en geometría estudió el infinito; en física, el vacío y en aritmética, el azar. No hay en ello ninguna casualidad: también en sus objetos de estudio positivo lo que le interesa es mostrar la fragilidad de las cosas, más allá del absurdo (“odioso”) dogmatismo del racionalismo, ingenuamente optimista. Conviene no olvidar, por otra parte, y para evitar cualquier malentendido, que Pascal tenía plena conciencia de su valor como científico y que jamás pretendió, más bien al contrario, que su fe interfiriese en su trabajo como científico. Sea dicho ya ahora que jamás, ni al final de su vida, interrumpió ningún trabajo científico por ningún (supuesto) escrúpulo de conciencia.
Entre 1639 y 1647 Étienne Pascal, que había sido sospechoso de poca fidelidad al rey y llegó a ocultarse durante una temporada para evitar caer en prisión por los movimientos políticos de la época, fue nombrado por Richelieu comisario para el impuesto en Rouen y la familia se trasladó con él a Normandía, que por entonces se hallaba prácticamente en estado de “revuelta fiscal” contra los altos impuestos que la empobrecen. El pequeño Blaise tiene ya fama de genio matemático e inventa para su padre una máquina de calcular. El invento fue lo suficientemente significativo para que todavía un siglo después Diderot incluyese un croquis detallado en los volúmenes de «Planches» de la «ENCYCLOPÉDIE».
La estancia en Normandía tiene también importancia porque será allí donde, a raíz de un accidente de su padre, la familia entra en contacto con el jansenismo que practicaban los piadosos médicos, y hermanos, Deschamps, una especie de santones o predicadores populares que mezclaban religión, ciencia médica y protesta antinobiliaria. En el jansenismo hay, obviamente, un componente religioso perfectamente central, pero es, también, un movimiento de protesta con raíces populares que exige una cierta “autenticidad” a la política y no puede extrañar que el padre del filósofo, que había tenido alguna simpatía por los movimientos antiseñoriales, se sintiese cercano a esta espiritualidad exigente –y mucho más si la fe religiosa se entemezcla con un sentido de la amistad muy profundo. La amistad será, por cierto, uno de los ejes vitales del joven Pascal.
En 1643 Arnauld, uno de los teóricos más importantes del jansenismo, publica «La comunión frecuente» y al año siguiente se traduce el «Discurso sobre la reforma del hombre interior» del propio Jansenio. El joven Pascal leyó ambas obras y para él significaron un profundo revulsivo, suficiente para marcarlo de por vida. Su propia hermana Gilberte dirá más tarde que: «Dios le iluminó de tal modo con esta santa lectura que comprendió perfectamente que la religión cristiana nos obliga a vivir sólo para Dios, y a no tener más mira que él. Y esta verdad se manifestó tan evidente, tan necesaria y tan útil que dio al traste con todas sus investigaciones. De forma que a partir de entonces renunció a todos los otros conocimientos para consagrarse a la única cosa que Jesucristo llama necesaria». Aunque el texto suena a hagiografía familiar –y los estudiosos sitúan su conversión algo más tarde– es significativo que la vivencia de su fe pueda, cuanto menos, plantearse en estos términos.
El período de 1647 a 1652 fue el de profundizacion del sabio precoz en la espiritualidad jansenista. En compañía de su hermana frecuenta el hogar parisiense la abadía de Port-Royal y su hermana Jacqueline habla de «una persona que no es ya un matemático» aludiendo a él en una carta del 25 de septiembre de 1647; pero se trata todavía de una conversión incompleta muy condicionada por la enfermedad (dolores de cabeza, parálisis de las piernas...) de la que logró una curación sólo parcial. De hecho son unos años absolutamente brillantes en la investigación matemática. En octubre de 1647 publica sus «NUEVOS EXPERIMENTOS EN TORNO AL VACÍO». Poco antes los días 23 y 24 de septiembre, Descartes de paso por París se había entrevistado con el joven Pascal con quien discutió aspectos de la obra. Descartes, por cierto, defendía erróneamente que el vacío no existía, de modo que el encuentro entre ambos sabios fue un pequeño fracaso En 1648 a petición de Pascal su cuñado y primo Florien Pérrier realiza un experimento sobre la presión en la montaña del Puy-de-Dôme, cerca de Clermont que justifica las ideas del libro y lo confirma como uno de los científicos más importantes del momento.
Pero en Pascal el matemático es inseparable del hombre piadoso. Jacqueline entra en el convento a la muerte del padre (enero de 1652) y tras un período de “divertissement” (en que es presentado a la Corte, lee a Montaigne y Epicteto y trata a algunos de los más conocidos libertinos de la época –aunque más bien se trata de indiferentes que de ateos), Blaise cae en una crisis moral que él mismo describe como de «grand mépris du monde» (septiembre de 1654). En la noche del 23 de noviembre de 1654 tiene un éxtasis místico, cuyo recuerdo consigna en una hoja de papel, el famoso «MEMORIAL» que llevó siempre cosida en el forro de su jubón. Será a partir de aquí que sus contemporáneos y los estudiosos posteriores hablen de una definitiva “conversión” del autor. Si Pascal se enamoró jamás no lo sabemos pero el «DISCURSO SOBRE LAS PASIONES DEL AMOR» que se le atribuye desde 1842, cuando lo editó el positivista Victor Couisin, parece no ser debido a nuestro autor, aunque se ha reeditado muchas veces y es un texto significativo para entender la mentalidad de la época.
En enero del año 1655 Pascal se retira brevemente a Port-Royal-des-Camps y tiene lugar el «ENTRETIEN AVEC M. DE SACI SUR ÉPICTÈTE ET MONTAIGNE»; es importante consignar la idea central de esta “Conversación” porque aparece ya una intuición que arraiga profundamente en el Pascal de la «Apología». El pensador estoico ve al hombre capaz de cumplir con sus deberes por su propia fuerza, el escepticismo de Montaigne, en cambio, muestra la debilidad de la razón y la fuerza de la costumbre. Pero la interesante es que, según la lectura pascaliana ambos retratan al hombre anterior a la caída y Montaigne muestra su corrupción actual. El Evangelio, en la lectura que propone Pascal, concilia las opiniones contrarias: la debilidad es lo propiamente humano y la grandeza provienen de Dios pero ambas naturalezas se hallan unidas en la persona del Hombre-Dios (Jesucristo) de aquí que la debilidad humana no pueda ser condenada de forma radical.
El retiro en Port-Royal se repite en enero de 1656, momento en que emprende la redacción de sus «CARTAS PROVINCIALES», cuyo mejor título debiera ser «CARTAS PROVINCIANAS», pues fingen ser enviadas por un provinciano que informa de la polémica entre jesuitas y jansenistas. La polémica de las «PROVINCIANAS» le lleva a redactar 18 textos de enero de 1656 hasta junio de 1657, que pese a ser supuestamente anónimas –las firmaba como “Louis de Montalte”– y más o menos clandestinas, constituyen un éxito “de crítica y público” tal vez porque, como dice Mesnard, “añaden ingenio a la claridad”, usando un sistema retórico significativo: la gradación de citas, cuyo horizonte es más psicológico que lógico.
Mediante el uso intencionado de las citas en la obra, Pascal crea una figura literaria destinada a convertirse en arquetipo: el «jesuita» (especialmente en la Carta nº 4). Un jesuita será desde entonces un tipo psicológico especial: serio, reflexivo, mundano y franco pero que, por decirlo con Mesnard, «ha rendido su criterio en manos de sus superiores» para convertirse (en las Cartas 5ª a 9ª) en un moralista patético, en un coleccionista de casos de conciencia hundido en arenas movedizas que se llaman “probabilismo”, “equívoco” y “restricción mental” –y que termina supeditando la moral evangélica a una pura casuística mundanal. Quede en todo caso, y por encima de la discusión teológica sobre la «atrición» jesuítica frente a la «contrición» jansenista, la constatación de una voluntad de estilo. Si algo se puede defender sin atisbo de duda es que la ironía pascaliana abrió el campo a Voltaire.
La curación milagrosa de una sobrina de Pascal, religiosa en Port-Royal, librada de una inflamación ocular tras de tocar una santa espina de la corona de Cristo fue recibida por el filósofo como una especie de mensaje sobrenatural que confirmaba la justicia de la causa jansenista. Pascal concreta su pensamiento teológico en los «ÉCRITS SUR LA GRACE» de 1657 y en 1658 da una conferencia en Port-Royal donde expone el plan de su «Apología», es decir, el núcleo de la argumentación de donde surgen las «PENSÉES». Mucho se ha discutido sobre el contenido de esta conferencia pero posiblemente en los legajos A.P.R [À Port-Royal] se encuentra el núcleo de lo que supuestamente debería ser la «Apología», cuya redacción jamás emprendió por problemas de salud.
Entre 1659 y su muerte el 19 de agosto de 1662, Pascal sufre un proceso que los estudiosos han llamado a veces “Dépouillement” [“despojamiento”, “abatimiento”...]. Entre marzo de 1659 y agosto del año siguiente Pascal cae en un «état de anéantissement de toutes ses forces». Según su hermana Gilberte: «no pudo ya hacer nada durante los cuatro años que aún vivió, si es que se puede llamar vida a la languidez tan lastimosa en que los pasó». Será entonces cuando redacta su «ORACIÓN PARA PEDIR A DIOS EL BUEN USO DE LAS ENFERMEDADES», que junto al «MEMORIAL» son clásicos de la espiritualidad católica.
Pero eso no significa que Pascal sea un enfermo puramente pasivo y silencioso: incluso entonces fantasea con la posibilidad de convertirse en educador de un Príncipe cristiano, a cuyo fin escribió –en 1660 según Lafuma– los tres «DISCURSOS SOBRE LA CONDICIÓN DE LOS GRANDES», destinados al duque de Chevreuse, hijo del duque de Luynes. También en su enfermedad Pascal encontró tiempo y energías para fundar una compañía de transporte en carruajes “a cinco sueldos” cuyos beneficios debían dedicarse a socorrer a los pobres de París. Pero en octubre de 1661, en plena persecución contra Port-Royal, muere su hermana Jacqueline y finalmente cae abatido el filósofo.
Si hemos expuesto por extenso su vida –y aún debiera hacerse más hincapié en su obra científica y en la espantosa miseria de su época, rota por las guerras– es porque Pascal constituye todo un ejemplo de filósofo «existencial», cuya vida no puede separarse de su obra. Es el cristiano radical y el matemático especializado en las paradojas quien nos permite comprender al filósofo de la religión.
¿Qué es un «libertino» y cómo enfrentársele?
Las «PENSÉES», en la medida que tienen una pretensión apologética –aunque no se limiten a ello, ni mucho menos– se pueden entender mejor si se comprende “contra” quien se dirige el texto. Es obvio que el, por así llamarlo, “enemigo” (¡por favor, con muchas comillas!) son los «pirrónicos» (y sobre todos ellos Montaigne) y muy especialmente los supuestos «libertinos», aunque no se trata tanto de combatirlos como de “salvarlos”, mostrando su propia contradicción e insuficiencia que es, al cabo, la contradicción y la insuficiencia de toda la razón humana.
Pero: ¿qué puede ser un «libertino»; palabra que, por cierto, hoy ya no suena para nada atroz, sino simplemente anacrónica y francamente cómica? En un sentido amplio, “libertino” es el epicúreo lector de Montaigne. Pero eso nos dice muy poco, porque Montaigne puede ser leído en claves francamente diversas e incluso contradictorias. Debemos a Antony MacKenna, en su magnífico libro: «Entre Descartes et Gassendi. La première edition des “Pensées” de Pascal» (1993), resumen de una investigación más amplia, haber desempolvado el «DISCOURS SUR LES “PENSÉES” DE M. PASCAL» de Filleau de La Chaise (1668) escrito en colaboración con algunos íntimos amigos de Pascal, y particularmente con el duque de Roannez, donde entre otros testimonios sobre los manuscritos pascalianos se ofrece una pequeña galería de lo que se entendía en la época por “libertino”. Un tal epíteto se aplicaba por entonces a:
.- Quienes viven dedicados al «divertissement», sin ocuparse propiamente por nada en concreto.
.- Quienes «se aplican a los conocimientos, a las investigaciones del intelecto [esprit] y al estudio de la naturaleza», pero lo hacen por “orgullo” y “curiosidad”.
.- Quienes, como Hobbes, por ejemplo, son filósofos «pirronianos materialistas», que se limitan al puro cálculo, aunque lo hagan «en vías rectas y poco sujetas a error».
.- Quienes, finalmente, siendo creyentes y filósofos, se limitan a defender la «honnêteté», pero separada de la fe. Aunque estos últimos sean, como dice Filleau de La Chaise, «casi tan raros como los verdaderos cristianos», en realidad sin la fe les falta el principio mismo de la virtud.
Según Filleau de La Chaise, cuyo libro había sido aprobado por la familia directa de Pascal, siempre muy estricta y exigente cuando de su hermano y tío se trataba, el filósofo habría intentado contra estos “libertinos” todo un arsenal de pruebas:
a.- De tipo “geométrico”, que se organizan a partir de principios incontestables como las demostraciones.
b.- Basadas en “razones comunes” aunque sólo convenzan a los ya convencidos, tales como la prueba de la existencia de Dios por el orden de la naturaleza.
c.- Basadas en “razones metafísicas” (o “sutiles”), aunque los humanos tengan, como bien recuerda Filleau de La Chaise, «la cabeza poco apta para los razonamientos metafísicos» y para las abstracciones en general.
d.- Fundadas “lugares comunes”, es decir, en pruebas de hecho, cuya fundamentación se halla en el “corazón” y en el autoconocimiento del hombre interior.
Habría que matizar un poco el distinto valor de las cuatro pruebas. Las primeras seguramente debieran ser analizadas alrededor de la famosa “apuesta” pascaliana, de la que luego hablaremos. La segunda y la tercera tienen muy poco valor para Pascal –que de hecho niega cualquier valor a las “razones metafísicas”.
De hecho, lo que dará valor al esfuerzo pascaliano serán las pruebas basadas, precisamente, en las «raisons du coeur». Es “la dureza de su corazón”, en definitiva, lo que mueve al libertino y lo que Pascal pretende desmontar. Si Pascal es un creyente que pretende responder a la modernidad no deja, sin embargo de reconocerle una legitimidad perfectamente coherente. En definitiva sabe que: «Todos sus principios son verdaderos, de los pirronianos, de los estoicos, de los ateos, etc; pero sus conclusiones son falsas porque los principios opuestos son también verdaderos» (L 619). Es decir, el moderno, el libertino, no es un “insensato”, sino alguien que –partiendo de principio perfectamente lógicos desde una concepción mundana de la racionalidad– no entendió la peculiar forma de razonamiento propia del cristianismo, cuya base se halla en la conciliación de lo que desde fuera de la fe debería necesariamente ser considerado como contradictorio.
Pascal se toma siempre muy en serio la afirmación paulina del “escándalo de la fe” y a través de un ejercicio retórico (que en ese sentido debe a los jesuitas y a la casuística más de lo que quisiera reconocer) pretende reivindicar lo trascendental asumiendo como método la contradicción. Sólo el cristianismo es capaz de asumir la combinación de las verdades opuestas sin caer por ello en la contradicción: «... Hay, pues, un gran número de verdades de fe y de moral que parecen repugnantes y que subsisten todas en un orden admirable / La fuente de todas las herejías es la exclusión de alguna de esas verdades» (L 131).
El texto pascaliano debería leerse, así, como un ejercicio de apologética, es decir, de retórica (en la medida que se pretende cuestionar mediante el razonamiento la cambiante naturaleza humana). Pascal tiene en mente una determinada concepción de lo humano (que juzga incierto y desordenado) y convierte también su texto en una cierta apuesta: no se puede recuperar al libertino para la causa de la fe usando un orden de razones estrictamente lógico, pues, al fin y al cabo, el libertinaje es inmune a ese tipo de razonamientos. Se necesita, en cambio, una forma de expresión más digresivo. Por ello las «PENSÉES» se escriben desde una determinada estrategia; según Pascal ante el desorden del mundo el libertinaje no puede ser atacado de frente, sino de una forma lateral, indirecta. Como dice en un de sus textos: (L 298): «El corazón tiene su orden, la inteligencia [esprit] tiene el suyo, que es por principio y demostración. El corazón tiene otro. No se prueba que se debe ser amado exponiendo ordenadamente las causas del amor; ello sería ridículo... Ese orden consiste principalmente en la digresión sobre cada punto que tiene relación con un fin para mostrarlo siempre».
En tanto que ejercicio de combate contra los libertinos puede entenderse mejor por qué las «PENSÉES» deben ser, inevitablemente fragmentarias –precisamente porque deben adecuarse a un objeto que es, en él mismo, arbitrario y fragmentado.
El plan de la «Apología»: los veintisiete legajos
Para reconstruir el orden las «PENSÉES» en la medida de lo posible es imprescindible acudir a la conferencia que dio el propio Pascal en Port-Royal, cuya datación va de mayo a noviembre de 1658. Parece establecido que Pascal trabajaba con una serie de veintisiete legajos o carpetas de materiales destinados a la «Apología». Aunque sea del todo imposible reestablecer el contenido de cada una de estos legajos no estará de más recoger cuál debía ser su sentido más probable, Damos, con Claude Genet, el título de cada uno de esos legajos, del propio Pascal, y resumimos de una manera tentativa y subjetiva el plan o índice de la obra:
1.- ORDEN
Disponer en principio al incrédulo a aceptar la fe, porque la fe conoce al hombre y le aporta el único verdadero bien. Mostrar a continuación la verdad del cristianismo
2.- VANIDAD
El hombre incapaz de la verdad; juguete de las apariencias y de las «potencias engañadoras»: costumbre, imaginación, amor propio.
3.- MISERIA
El hombre incapaz del bien; no conoce ni la virtud, ni la justicia, ni el reposo
4.- ABURRIMIENTO
A penas logra reposo, el hombre nota su dependencia y cae en el aburrimiento. Para escapar a él recorre a una vana agitación que le hace desear de nuevo el reposo y así sucesivamente.
5.- RAZÓN DE LOS EFECTOS
Tres categorías de hombres: el pueblo –ingenuo; los medio capaces –puramente escépticos; los capaces –que encuentran un sentido al aparente absurdo del mundo.
6.- GRANDEZA
La conciencia de su miseria hace la grandeza del hombre. Su grandeza reside, pues, en el pensamiento.
7.- CONTRADICCIONES [“Contrariétés”]
Los escépticos sólo han considerado la miseria del hombre, los dogmáticos sólo su grandeza. Aspectos contradictorios cuya clave ofrece el cristianismo
8.- DISTRACCIÓN [“Divertissement”]
Buscamos la felicidad en el olvido de nuestra miseria, distracción (o “divertimento”) que nos ofrece sólo una paz ilusoria.
9.- FILÓSOFOS
Los epicúreos sitúan la felicidad en los placeres fáciles, simples y sencillos, pero nosotros tenemos mayores aspiraciones. Los estoicos sitúan el placer en nosotros mismos, pero olvidan nuestras debilidades. No hay en absoluto ninguna verdadera moral si no tiene en cuenta nuestra grandeza y, a la vez, nuestra bajeza.
10.- El SOBERANO BIEN
El hombre tiene nostalgia de una felicidad perdida. Nuestra alma es un abismo infinito que sólo el infinito puede llenar.
11.- A. P. R. (A PORT-ROYAL)
Sólo el cristianismo explica nuestra naturaleza, también es lo único que nos da el absoluto que buscamos. Alguna vez se ha sugerido que éste sería el legajo de la conferencia de Port-Royal y es el apartado más citado por los apologetas.
12.- INICIO
Impotencia de la razón para probar tanto la existencia como la inexistencia de Dios. Es necesario, pues, apostar, y apostar por Dios pues la ganancia supera infinitamente al riesgo. Comencemos, pues, por “entontecernos” aparentemente al menos, cumpliendo con los gestos de la fe.
13.- SUMISIÓN Y USO DE LA RAZÓN
El cristianismo supera la razón pero sin contradecirla.
14.- EXCELENCIA DE TAL MANERA DE PROBAR A DIOS
Excluir la razón sería absurdo, no admitir más que la razón sería orgullo. Siendo el hombre incapaz de conocer a Dios por sus propios medios, Dios le es revelado a través de signos.
15.- TRANSICIÓN DEL CONOCIMIENTO DEL HOMBRE A DIOS
El hombre, criatura finita, no guarda proporción con el infinito de la naturaleza y, por mayor motivo, tampoco con Dios. No es lo finito que capta la infinito, sino al contrario lo infinito que se comunica con lo finito.
16.- FALSEDAD DE OTRAS RELIGIONES
Sólo el cristianismo es verdadero porque de cuenta de nuestras «contradicciones» y nos ofrece pruebas históricas.
17.- HACER AMABLE LA RELIGIÓN
Universalidad del cristianismo: existen “verdaderos” paganos, los que tienen conciencia de su miseria y buscan la salvación, como hay falsos “cristianos” demasiado satisfechos de sí mismos.
18.- FUNDAMENTO DE LA RELIGIÓN Y RESPUESTA A LAS OBJECIONES
Las pruebas de la religión son medio claras y medio obscuras. No hay salvación sin una búsqueda humilde y perseverante. “Deus absconditus”.
19.- QUE LA LEY ERA FIGURATIVA
Estrictamente, el Antiguo Testamento tiene un sentido escondido. Tras de las figuras materiales discernimos un sentido absolutamente espiritual.
20.- RABINISMO
Reflexiones sobre el Talmud, el pecado original –misterio que nos ilumina– la redención...
21.- PERPETUIDAD
El Antiguo Testamento anuncia el Nuevo y éste se prolonga en el desarrollo de la Iglesia que resiste a sus enemigos seculares.
22.- PRUEBAS DE MOISÉS
La preparación del cristianismo debe mucho a la longevidad de los patriarcas.
23 .- PRUEBAS DE JESUCRISTO
La divinidad de Cristo es probada por las profecías, por los milagros y todavía más por la santidad de Su persona y de Su doctrina, sólo visible a los hombres que tienen el corazón puro. Distinción entre los tres órdenes: carne, espíritu y caridad
24.- PROFECÍAS
Las profecías no son sólo anteriores a la vida de Cristo, sino que constituyen un “milagro subsistente”.
25.- FIGURAS PARTICULARES
Capítulo sólo esbozado. Sin duda, Pascal quería mostrar cómo algunas realidades del A. T. profetizan ciertos aspectos de la Iglesia.
26.- MORAL CRISTIANA
El convertido debe odiar su propia voluntad, su amor propio, para vincularse a Dios. Debe evitar el desespero como la presunción orgullosa
27.- CONCLUSIÓN
Sólo hay conversión en la humildad. Toda gracia proviene de Dios. Conocer a Dios sin amarlo es inútil. Quienes creen sin pruebas, porque sencillamente conocen su miseria y aspiran a la salvación, tienen sin embargo una fe cierta.
Para el Cardenal Jean Daniélou (en «Le Figaro littéraire» de agosto de 1970) la argumentación que debía presentarse en la «Apología» pascaliana se despliega progresivamente en tres tiempos, se trataría así de mostrar que:
1.- La religión es razonable (legajos 1 a 7). Tras de haber descrito la debilidad del hombre, Pascal muestra su grandeza. “Contradicción” que sólo explica el pecado original, de forma que el cristianismo «ha conocido bien al hombre».
2.- La religión es “amable” (legajos 8 a 11). El común de los hombres busca el «divertissement», mientras que los filósofos nos proponen el estoicismo o el epicureísmo, igualmente decepcionantes. Sólo la religión ha sido capaz de comprender la incapacidad del corazón humano para satisfacerse mediante los bienes terrenales. El hombre, en profundidad, únicamente puede ser feliz si participa de la vida de Dios. De allí que el cristianismo «promete el auténtico bien».
3.- La religión es verdadera (legajos 12 a 27). Podría parecer que la pretensión de participar en la vida de Dios sea algo increíble, imposible o absurdo. Pero ello no sólo es posible en la medida en que el hombre es un ser que tiende al infinito (legajos 12 a 14) sino que es incontestable, como lo prueban el Antiguo Testamento, los milagros y el argumento de los tres órdenes (legajos 15 a 27).
En consecuencia podría decirse que en el supuesto plan de su obra, Pascal parte de la consideración de la naturaleza humana, de sus contradicciones y de sus necesidades para llevar al escéptico a jugarse «su eternidad y su todo» en la búsqueda de la verdad. Se trataría, pues, de una obra que mantiene desde el punto de vista literario una argumentación coherente... aunque no sea posible ya reconstruirlo, ni siquiera en parte.
Queda abierta la pregunta de qué hubiese sucedido en caso de haber podido levar a cabo este proyecto de «Apología». Para algunos (como Sartre) fue una suerte que no desarrollase el libro en su intención original, pues no hubiese pasado de ser un vulgar “Catecismo” de apologética, tan previsible como otros muchos. Otros autores no han dejado de recordar que Pascal era un polemista de genio, capaz de convertir sus «PROVINCIANAS» en gran éxito de público, por lo que seguramente el libro habría sido de gran interés. Tal vez, de acuerdo a los usos literarios del momento, habrían desaparecido los fragmentos más emotivos o existenciales. En todo caso, como es obvio, no hay respuesta posible para lo que aquí se plantea, como no la hay para ninguna ucronía. El texto que tenemos no es el que hubiera podido ser, sino el que es.
Espíritu de geometría y espíritu de fineza; la “apuesta”
La defensa pascaliana de la fe parte de una distinción muy clara y radical; la que distingue entre «espritu de geometría» (es decir: lógica, racionalismo, mundaneidad al fin al cabo) y «espíritu de fineza» (el necesario para captar las “razones del corazón”). Ambos son propia y estrictamente humanos y expresión de la gloria de Dios, pero el primero resulta, sencillamente, insuficiente para acercarse a lo que de verdad importa, es decir, a Dios. El libertino es, de una manera muy simple y clara, el que se ha quedado anclado en el primer nivel, pero no puede ser criticado por ello. De hecho, sin espíritu de geometría no habría para nada ciencia deductiva y la famosa “apuesta” pascaliana proviene de la deducción, es decir, del método científico.
Claude Genet en un estudio introductorio a las «PENSÉES» muestra, a propósito de los textos sobre el «divertissement» como la argumentación que propone Pascal sigue fielmente los pasos de la reflexión matemática, en tres tiempos. En el espíritu de geometría se parte de la observación (p.e., la agitación propia del corazón humano), se busca la causa (imposibilidad de quedarse quieto en una habitación) y se llega finalmente a la razón profunda (incapacidad de refexionar seriamente sobre lo que nos sucede). Luego Pascal analiza lo que sucedería si se realiza lo que nos divierte y lo que sucedería, también, caso de no realizarse; de forma que la verificación de los hechos toma forma de ley. En definitiva, la lógica no es algo que un creyente pueda tirar al cesto de los papeles.
La «apuesta» pascaliana constituye así un ejemplo de la utilidad del espíritu de geometría también en el ámbito de la fe. Se trata de optar entre «Infinito/Nada» (L 418). Incluso si el libertino no ha hecho ninguna experiencia espiritual (propia del “espíritu de fineza”), apostar a que Dios existe, regulando mi vida en consecuencia, significa ganarlo todo en la Eternidad. Y al revés, si Dios no existe no pierdo más que pequeños placeres mundanos, egoístas, efímeros y mediocres. A mi muerte entraré en la nada, sin más. En cambio si apuesto a que Dios no existe y resulta que me equivoco, mi pérdida sería inmensa pues me condenaría eternamente.
Aunque pueda tener algún valor apologético y convenza a los convencidos, como argumento filosófico no resulta convincente de ninguna de las maneras, porque, de hecho, la “apuesta” trata a los individuos como menores de edad –y en tal sentido es irrelevante, tanto desde el punto de vista moral (porque se sitúa al margen de la autonomía), como en una seria concepción religiosa, incompatible con cualquier “juego”. Lo significativo, en todo caso es que Pascal creía que la razón, incluso la matemática de las probabilidades, ponía de verdad al alcance del hombre religioso un argumento para confirmar y/o demostrar la fe.
Pero el creyente sabe que la razón por ella sola no pude de ningún modo conducirnos a la fe, precisamente porque el hombre es “poco” razonable. El error de los incrédulos no es otro que el de no darse cuenta de las limitaciones que corroen ala razón, en ella misma, implícitamente y de forma inevitable. El hombre nace del pecado original y por eso mismo siempre será un ser imperfecto. La razón sin la fe vale de poco. He ahí, pues, el papel del corazón, que tiene «razones que la razón no conoce» (L 423). De la misma manera que no se ama por la razón, tampoco es ella el instrumento adecuado para el conocimiento de Dios. Como dice en L 424: «Es el corazón quien siente a Dios y no la razón. He aquí lo que es la fe. Dios sensible al corazón, no a la razón».
La «miseria del hombre sin Dios» se verá compensada por la «grandeza del hombre con Dios», pero para eso se necesita un «esprit de finesse» que no se opone mecánicamente al de geometría sino que lo complementa. Es el corazón y la sensibilidad, es decir, la aspiración al infinito lo que determina la grandeza humana. Haberlo entendido no es poco. En un momento de crisis de la religión “social”, regresar a la concepción pascaliana del “coeur” tal vez indica un camino...
APÉNDICE:
EL «MEMORIAL»; LA ORACIÓN DE PASCALEl año de gracia 1654,
Lunes 23 de de noviembre, día de san Clemente, papa y mártir, y otros en el martirologio
vigilia de san Crisógeno, mártir, y otros
desde cerca de las diez y media de la noche hasta cerca de la una y media
Fuego
«Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob»
no de los filósofos y de los sabio
Certeza [alegría], certeza, sentimiento [visión], alegría, paz
Dios de Jesucristo.
Deum meum et Deum vestrum [Jn 20,17]
«Tu Dios será mi Dios» [Rut]
Olvido del mundo y de todo, fuera de Dios.
No se encuentra sino por las vías enseñadas en el Evangelio
Grandeza del alma humana
«Padre justo, el mundo no te ha conocido pero yo te he conocido» [Jn, 17]
Alegría, alegría, alegría [y] llantos de alegría.
Yo no me he separado
Dereliquierunt me fontem aquae vitae
¿Dios mío, me abandonaréis?
Que no esté separado de vos eternamente
«Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, único verdadero Dios y al que has enviado»
Jesucristo
Jesucristo [en letra de mayor tamaño en el pergamino]
Yo me he separado de Él, le he huido, renunciado, crucificado
Que nunca sea separado de Él
No se conserva sino por las vías enseñadas en el Evangelio
Renunciación total y suave [también en letra de mayor tamaño][Sumisión total a Jesucristo y a mi director
Eternamente en alegría por un día de ejercicio en la tierra
Non obliviscar sermones tuos. Amen]Dereliquierunt me fontem aquae vitae: Me han abandonado a mí, fuente de agua viva (Jr 2,13).
Non obliviscar sermones tuos. Amen: No olvidaré tus palabras (Ps 119,16)
Posdata: Me gustaría que estos apuntes sobre Pascal, lanzados a Internet desde Catalunya para uso promordial de amigos latinoamericanos, valgan también como un pequeño homenaje al Profesor Pere LLUÍS FONT (Pujalt, 1934) en su jubilación de la docencia en la Universitat Autònoma de Barcelona y en su nombramiento como «Doctor honoris causa» por la Universitat de Lleida (abril, 2005). Nunca pude ser alumno suyo en la Universidad pero su enseñanza sobre Pascal en el ya mítico Col·legi de Filosofia, en un seminario de la Fundació Maragall y en el libro publicado en catalán INTRODUCCIÓ A LA LECTURA DE PASCAL [Barcelona, Ed. Cruïlla, 1996] me ha orientado en el (poco) Pascal que puedo transmitirles. Lo insuficiente de estos apuntes anótese en mi cuenta; y valga lo útil de la labor didáctica de Pere LLUÍS y la huella que ha dejado su enseñanza sobre múltiples generaciones de pensadores catalanes. « Gràcies de debò, Pere! » [R. A., marzo de 2005]