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LIBERACIÓN ANIMAL

(CAPÍTULO 1º). TODOS LOS ANIMALES SOMOS IGUALES...

O POR QUÉ LOS DEFENSORES DE LA LIBERACIÓN DE LOS NEGROS Y DE LAS MUJERES DEBERÍAN APOYAR TAMBIÉN LA LIBERACIÓN DE LOS ANIMALES


Es posible que la “Liberación de los Animales” suene más a una parodia de otros movimientos de liberación que aun objetivo serio. La idea de “los Derechos de los Animales” se usó de hecho, en otro tiempo, para hacer una parodia del tema de los derechos de las mujeres. Cuando Mary Wollstonecraft, una precursora de las feministas de hoy, publico su Vindication of the Rights of Woman en 1792, sus puntos de vista fueron considerados absurdos por una gran parte de la gente, y antes de que pasara mucho tiempo apareció una publicación anónima titulada A vindication of yhe Rights of Brutes. El autor de esta obra satírica (ahora se sabe que fue Thomas Taylor, un distinguido filósofo de Cambridge) intentó rebatir los argumentos de Mary Wollstonecraft demostrando que podían llevarse más lejos. Si había razón para hablar de igualdad con respecto a las mujeres, ¿por qué no hacerlo con respecto a los perros, gatos y caballos? El razonamiento parecía también aplicable a estas ìbestiasî aunque, por otra parte, sostener que las bestias tenían derechos era obviamente absurdo; por lo tanto, el razonamiento que condujo a esta conclusión tenía que ser falso, y si resultaba falso ala aplicarse a las ìbestiasî, también tenía que serlo al hacerlo con las mujeres, ya que en ambos casos se habían usado los mismos argumentos.
Para explicar las bases de la igualdad de los animales, sería conveniente empezar por un examen de la causa de la liberación de las mujeres. Asumamos que queremos defender el tema de los derechos de las mujeres atacado por Thomas Taylor. ¿Cómo responderíamos?
Un modo de réplica sería decir que no es válido extender el argumento de la igualdad entre los hombres y las mujeres a los animales no humanos. Las mujeres tienen derecho al voto, por ejemplo, porque son exactamente capaces de hacer decisiones racionales sobre el futuro como los hombres; los perros, por otra parte, son incapaces de comprender el significado del voto y por lo tanto, no pueden tener acceso al mismo. Hay muchas otras formas igualmente obvias de mostrar la gran semejanza que existe entre los hombres y las mujeres, mientras que los humanos y los animales difieren enormemente entre sí. Así pues, podría decirse que los hombres y las mujeres son seres similares y que deben tener similares derechos, mientras que los humanos y los no humanos son diferentes y no deben tener los mismos derechos.
El razonamiento que esconde esta réplica a la analogía de Taylor es correcto hasta cierto punto, pero no llega lo suficientemente lejos. Hay diferencias importantes entre los humanos y otros animales, y estas diferencias tienen que dar lugar a ciertas diferencias en los derechos que tenga cada uno. Sin embargo, reconocer este hecho que es obvio, no implica que haya una barrera para la extensión del principio básico de igualdad a los animales no humanos. Las diferencias que existen entre los hombres y las mujeres son igualmente innegables, y los defensores de la Liberación de la Mujer son conscientes de que estas diferencias pueden originar derechos diferentes. Muchas feministas sostienen que las mujeres tienen derecho a abortar cuando lo deseen. De esto no se infiere que, puesto que estas mismas feministas hacen campaña para conseguir la igualdad entre los hombres y las mujeres, tengan que defender también el derecho de los hombres al aborto. Puesto que un hombre no puede tener un aborto, no tiene sentido hablar de su derecho a tenerlo. Puesto que un perro no puede votar, no tiene sentido hablar de su derecho al voto. No hay ninguna razón por la que la Liberación de la Mujer o la de los Animales tengan que complicarse con semejantes necedades. la extensión de un grupo a otro del principio básico de igualdad no implica que tengamos que tratar a los dos grupos del mismo modo exactamente, ni tampoco garantiza los mismos derechos a ambos grupos. El que debamos o no hacer esto, dependerá de la naturaleza de los miembros de los dos grupos. El principio básico de igualdad no requiere un tratamiento igual o idéntico; requiere una consideración igual. Igual consideración para seres diferentes puede conducir a diferentes tratamientos y derechos diferentes.

Vemos, por tanto, que hay otra manera de responder al intento de Taylor de parodiar la causa de los derechos de las mujeres, una manera que no niega las obvias diferencias entre los humanos y los no humanos, pero que penetra más profundamente en la cuestión de la igualdad y que concluye sin encontrar nada absurda la idea de que el principio básico de igualdad se aplique a las llamadas "bestias". Esta conclusión puede parecernos extraña por el momento, pero si examinamos más detenidamente las bases sobre las que se apoya nuestra oposición a la discriminación por la raza o el sexo, veremos que no serían muy sólidas si pidiéramos igualdad para los negros, las mujeres y otros grupos de humanos oprimidos y, simultáneamente, les negáramos a los no humanos una consideración igual. Para clarificar este punto tenemos que ver primero por qué exactamente son repudiables el racismo y el sexismo.
Cuando decimos que todos los seres humanos, independientemente de su raza, credo o sexo, son iguales, ¿qué es lo que estamos afirmando? Los que desean defender las sociedades jerárquicas no igualitarias han señalado a menudo que, sea cual fuere el método de demostración elegido, simplemente no es verdad que todos los humanos son iguales. Nos guste o no, tenemos que reconocer el hecho de que los humanos tienen formas y tamaños diversos, capacidades morales y facultades intelectuales diferentes, distintos grados de benevolencia y sensibilidad para con las necesidades de los demás, diferentes capacidades para comunicarse efectivamente y para experimentar placer y dolor. Dicho de otro modo, si cuando exigimos igualdad nos basáramos en la igualdad real de todos los seres humanos, tendríamos que dejar de exigirla.

No obstante, uno puede aferrarse a la idea de que la igualdad de los seres humanos se basa en una igualdad real de las diferentes razas y sexos. Se podría decir que, aunque los humanos difieren como individuos, no existen diferencias entre las razas y los sexos en cuanto tales. Del mero hecho de que una persona sea negra o mujer no se puede inferir nada sobre sus capacidades intelectuales o morales y ésta, podría decirse, es la razón por la que el racismo y el sexismo son repudiables. El racista blanco alega ser superior a los negros, pero esto es falso, ya que aunque existen diferencias entre los individuos, algunos negros son superiores en capacidad y facultades a algunos blancos en todos los aspectos relevantes que puedan concebirse. El oponente del sexismo diría lo mismo: el sexo de una persona no nos dice nada sobre sus capacidades, y por lo tanto, es injustificado discriminar sobre la base del sexo.
La existencia de variantes individuales cuya base no sea la raza o el sexo, sin embargo, nos deja vulnerables frente a un oponente de la igualdad más sofisticado, uno que proponga por ejemplo, que los intereses de todas las personas cuyos coeficientes de inteligencia sean menores a 100 merecen una consideración inferior a los de aquellas otras por encima de 100. Quizás los que no consiguiesen pasar la prueba fueran, en esa sociedad, esclavos de los que la hubiesen superado. ¿Sería una sociedad jerárquica de este tipo mejor que otra cuya jerarquía se basara en la raza o en el sexo? No lo creo, pero si limitamos el principio moral de igualdad a la igualdad real de las diferentes razas y sexos, consideradas en su conjunto, nuestra oposición al racismo y al sexismo no nos proporciona ninguna base para cuestionar este tipo de no igualitarismo.
Hay otra razón importante por la que no debemos basar nuestra oposición al racismo y al sexismo en ninguna clase de igualdad real, ni siquiera la que se basa en que las variaciones en las capacidades y facultades están distribuidas uniformemente entre las diferentes razas y sexos: no podemos tener una garantía absoluta de que, en efecto, así sea. En lo que se refiere a las capacidades reales, parece haber ciertas diferencias objetivamente determinables entre las razas y los sexos, aunque por supuesto, no se muestran en cada caso individual, sino sólo en valores medios. Todavía más importante: no sabemos aún qué proporción de estas diferencias se debe, de hecho, a las diferentes dotaciones genéticas de las diversas razas y sexos, y cuál se debe a peores escuelas, peores viviendas, y demás factores que son resultado de la discriminación pasada y presente. Es posible que todas las diferencias significativas se lleguen a identificar algún día como ambientales y no como genéticas, y todo el que se oponga al racismo y al sexismo esperará que sea así, ya que esto facilitaría mucho la tarea de acabar con la discriminación; pero de todas formas, sería peligroso que la lucha contra el racismo y el sexismo descansara en la creencia de que todas las diferencias importantes tienen un origen ambiental. El que tratara de rechazar el racismo por ejemplo, por esta vía, tendría que acabar admitiendo que si se prueba que las diferencias de aptitudes tienen alguna conexión genética con la raza, el racismo podría ser defendible en cierto modo.
Afortunadamente, no hay necesidad de supeditar el tema de la igualdad a un resultado concreto de la investigación científica. La respuesta adecuada para los que pretenden haber encontrado evidencia de diferencias de aptitudes entre las razas o los sexos basadas en la genética no está en aferrarse a la creencia de que la explicación genética tenga que estar equivocada, aunque existan pruebas de lo contrario, sino más bien en dejar muy claro que el derecho a la igualdad no depende de la inteligencia, capacidad moral, fuerza física, o factores similares. La igualdad es una idea moral, no la afirmación de un hecho. Lógicamente, no hay ninguna razón de peso para asumir que una diferencia real de aptitudes entre dos personas justifique ninguna diferencia en cuanto a la consideración que debamos dar a sus necesidades e intereses. El principio de la igualdad de los seres humanos no es la descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma de conducta.

Jeremy Bentham, fundador de la escuela de filosofía moral utilitarista y reformista, incorporó la base esencial de la igualdad moral a su sistema de ética mediante la fórmula: "Cada persona debe contar por uno y nadie por más que uno." En otras palabras, los intereses de cada ser afectado por una acción han de tenerse en cuenta y considerarse tan importantes como los de cualquier otro ser. Henry Sidgwich, un utilitarista posterior, lo expresó del siguiente modo: "El bien de cualquier individuo no tiene más importancia, desde el punto de vista (si podemos decirlo) del Universo, que el bien de cualquier otro". Más recientemente, las figuras más influyentes de la filosofía moral contemporánea están en general de acuerdo en incluir como un supuesto fundamental de sus teorías morales, alguna formulación similar que suponga la 1a igual consideración de todos los intereses; en lo que estos escritores no se ponen de acuerdo en términos generales, es en cómo debe formularse este requisito.

Este principio de igualdad lleva implícito que nuestra preocupación por los demás y nuestra buena disposición para considerar sus intereses, no debe depender de cómo sean los otros o de sus aptitudes. Lo que esta preocupación o consideración requiera de nosotros precisamente puede variar según las características de los afectados por nuestras acciones: el interés por el bienestar de un niño que crece en América requeriría que le enseñáramos a leer; el interés por el bienestar de un cerdo puede requerir tan sólo que le dejemos en paz con otros cerdos en un lugar donde haya suficiente alimento y sitio para que se mueva libremente. Pero el elemento básico el tener en cuenta los intereses del ser, independientemente de cuáles sean esos intereses tiene que extenderse, según el principio de igualdad, a todos los seres, negros o blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos.

Thomas Jefferson, que fue responsable de la inserción del principio de la igualdad de los hombres en la Declaración de Independencia Americana, ya tuvo esto en cuenta, lo que le motivó a oponerse a la esclavitud aún cuando era incapaz de liberarse completamente de su pasado como propietario de esclavos. En una carta dirigida al autor de un libro que ponía de manifiesto los considerables logros intelectuales de los negros para rebatir la entonces generalizada opinión de que sus capacidades intelectuales eran limitadas, escribió lo siguiente:
“Puede estar seguro de que nadie en el mundo desea más sinceramente que yo ver una refutación absoluta de las dudas que he mantenido y expresado sobre el grado de inteligencia con que les ha dotado la naturaleza, y descubrir que son iguales a nosotros. . . pero cualquiera que sea su grado de talento, no puede constituirse en la medida de sus derechos. El que Sir Isaac Newton fuera superior a otros en inteligencia, no le erigió en señor de la propiedad o la persona de otros”.
De un modo semejante, cuando a mediados del siglo pasado, en la década de los cincuenta, surgió el llamamiento en pro de los derechos de las mujeres en los Estados Unidos, una extraordinaria feminista negra llamada Sojourner Truth dijo lo mismo en términos más duros en una convención feminista:

“. . . hablan de esto que tenemos en la cabeza; ¿cómo le llaman?
("Intelecto", susurró alguien que estaba cerca). Eso es ¿qué tiene eso que ver con los derechos de las mujeres o de los negros? Si en mi taza sólo cabe una pinta y en la tuya cabe un cuarto de galón, ¿no pecarías de mezquindad si no me la dejaras llenar?”.

La lucha contra el racismo y el sexismo tiene que apoyarse, en definitiva, sobre esta base; y de acuerdo con este principio, la actitud que podemos llamar "especismo", por analogía con el racismo, tiene que ser condenada también. El especismo la palabra no es atractiva, pero no se me ocurre otra mejor es un prejuicio o actitud cargada de parcialidad favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de las otras. Debería resultar obvio que las objeciones fundamentales al racismo y al sexismo de Thomas Jefferson y Sojourner Truth se aplican igualmente al especismo. Si la posesión de una inteligencia superior no autoriza a un humano a que utilice a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los humanos a explotar a los no humanos con la misma finalidad?

Muchos filósofos y escritores han propugnado de una u otra forma como un principio moral básico la igual consideración de intereses, pero no muchos han reconocido que este principio sea aplicable, también, a los miembros de otras especies distintas a la nuestra. Jeremy Bentham fue uno de los pocos que tuvo esto por cierto. En un pasaje con visión de futuro, escrito en una época en que los franceses ya habían liberado a sus esclavos negros, mientras que en los dominios británicos se les trataba aún como ahora tratamos a los animales, Bentham escribió:
“Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se le pudo haber negado de no ser por la acción de la tiranía Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para abandonar sin remedio a un ser humano al capricho de quien le atormenta. Puede que llegue un día en que el número de piernas, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa hay que pudiera trazar la linea infranqueable? ¿Es la facultad de la razón, o acaso la facultad del discurso? Mas un caballo o un perro adulto es sin comparación un animal más racional, y también más sociable, que una criatura de un día, una semana o incluso un mes. Pero, aún suponiendo que no fuera así, ¿qué nos esclarecería? No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?”.

En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como la característica básica para atribuir a un ser el derecho a una consideración igual. La capacidad de sufrimiento o más estrictamente, de sufrimiento y/o goce o felicidad no es una característica más como la capacidad para el lenguaje o las matemáticas superiores. Bentham no está diciendo que los que intentan trazar "la línea infranqueable" que determina si se deben tener o no en cuenta los intereses de un ser hayan elegido una característica errónea. Al decir que tenemos que considerar los intereses de todos los seres con capacidad de sufrimiento o goce, Bentham no excluye arbitrariamente ningún interés, como hacen los que trazan la línea divisoria en función de la posesión de la razón o el lenguaje. La capacidad para sufrir y disfrutar es un requisito para tener cualquier otro interés, una condición que tiene que satisfacerse antes de que podamos hablar de intereses de una manera significativa. Sería una insensatez decir que se actúa contra los intereses de una piedra porque un colegial le dé un puntapié y ruede por la carretera. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir, y nada que pudiéramos hacerle afectaría a su bienestar. Un ratón, sin embargo, sí tiene interés en que no se le haga rodar a puntapiés por un camino porque sufrirá si esto le ocurre.

Si un ser sufre no puede haber ninguna justificación moral para negarse a tomar en consideración este sufrimiento. El principio de igualdad requiere, independientemente de la naturaleza del ser que sufra, que su sufrimiento cuente tanto como otro igual --en la medida en que pueden hacerse comparaciones a grosso modoóde cualquier otro ser. Cuando un ser carece de la capacidad de sufrir, o la de disfrutar o ser feliz, no hay nada que tener en cuenta. Por lo tanto, la sensibilidad (entendiendo este término como una simplificación conveniente, aunque no estrictamente adecuada, para referirnos a la capacidad de sufrir y/o disfrutar) es el único límite defendible a la hora de sentirnos involucrados en los intereses de los demas. Establecer el límite por alguna otra característica como la inteligencia o el raciocinio sería introducir la arbitrariedad. ¿Por qué no situarlo entonces en una característica tal como el color de la piel?

El racista viola el principio de igualdad al dar un peso mayor a los intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento entre sus intereses y los de otra raza. El sexista viola el mismo principio al favorecer los intereses de su propio sexo. De un modo similar, el especista permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico en los tres casos.
La mayoría de los seres humanos es especista. Los capítulos siguientes muestran que seres humanos corrientes, no unos pocos excepcionalmente crueles o despiadados, sino la gran mayoría de los humanos, participan activamente, dan su consentimiento y permiten que los impuestos que pagan se utilicen para financiar un tipo de actividades que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otras especies para promover los intereses más triviales de la nuestra.

Existe, sin embargo, una defensa del tipo de acciones que se describen en los próximos dos capítulos que debemos descartar antes de pasar a hablar de las prácticas en sí. Se trata de un alegato que, si es verdadero, nos permitiría hacer toda clase de cosas a los no humanos por la razón más insignificante, o sin ninguna razón en absoluto, sin merecer por ello ningún reproche fundado. Esta opinión sostiene que en ningún caso somos culpables de despreciar los intereses de otros animales por una razón sencillísima: no tienen intereses. Los animales no humanos carecen de intereses, según esta perspectiva, porque no son capaces de sufrir, y no es que se quiera decir tan sólo que no son capaces de sufrir de las múltiples formas en que lo hacen los humanos, por ejemplo, que una ternera no pueda sufrir por saber que la van a matar en un período de seis meses. Esto no ofrece lugar a dudas, si bien no libera a los humanos de la acusación de especismo, ya que no elimina la posibilidad de que los animales sufran de otras formas: haciéndoles recibir descargas eléctricas o manteniéndoles entumecidos en pequeñas jaulas, por ejemplo. La defensa que voy a exponer ahora, consistente en afirmar que los animales son incapaces de cualquier tipo de sufrimiento, es mucho más devastadora, aunque menos plausible. Los animales, según esta opinión, son autómatas inconscientes, y carecen de pensamientos, sentimientos y vida mental.

Aunque, como veremos en un capítulo posterior, la opinión de que los animales son autómatas la lanzó el filósofo francés René Descartes en el siglo XVII, es obvio para la mayoría de la gente, entonces y ahora, que si clavamos sin anestesia un cuchillo afilado en el estómago de un perro, el perro sentirá dolor. Las leyes en la mayoría de los países civilizados confirman que esto es así prohibiendo la crueldad gratuita con los animales. Los lectores cuyo sentido común les diga que los animales sufren, pueden saltarse lo que queda de esta sección y pasar directamente a la página 40, ya que las páginas intermedias se dedican exclusivamente a refutar una postura que no comparten. Sin embargo, para hacer una exposición completa, hay que incluirla a pesar de ser tan poco plausible.

¿Sienten dolor los animales, que no son humanos? ¿Cómo lo sabemos? Pues bien, ¿cómo sabemos si alguien, humano o no humano, siente dolor? Sabemos que nosotros sí lo sentimos por haberlo experimentado directamente cuando alguien, por ejemplo, aprieta un cigarrillo encendido contra el dorso de nuestra mano; pero, ¿cómo saber que los demás también lo sienten? No se puede experimentar el dolor ajeno, tanto si el "otro" es nuestro mejor amigo como si es un perro callejero. El dolor es un estado de la conciencia, un "suceso mental", y, como tal, nunca puede ser observado. Comportamientos como retorcerse, gritar o retirar la mano del cigarrillo no son dolor en sí. El dolor es algo que se siente, y no nos queda más alternativa que inferir que los otros también lo sienten por las diversas indicaciones externas.

En teoría, siempre podríamos estar equivocados al asumir que otros seres humanos sienten dolor. Es concebible que nuestro mejor amigo sea, en realidad, un robot muy inteligentemente construído, controlado por un brillante científico, de forma que manifieste todas las señales de sentir dolor, pero que de hecho, no sea más sensible que cualquier otra maquina. Nunca podemos estar completamente seguros de que no sea éste el caso y, sin embargo, mientras éste tema resulta complejo para los filósofos, nadie tiene la menor duda de que nuestros mejores amigos sienten dolor exactamente igual que nosotros. Se trata de una deducción, pero es una deducción muy razonable, dado que está basada en observaciones de su conducta en aquellas situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, y en el hecho de que tenemos toda la razón al asumir que nuestros amigos son seres como nosotros, con sistemas nerviosos como los nuestros, que funcionan de un modo similar y son capaces de generar iguales sentimientos en parecidas circunstancias.

Si está justificado suponer que los otros humanos sienten dolor como nosotros, ¿existe alguna razón para que no lo estuviera en el caso de otros animales?
Casi todos los signos externos que nos motivan a deducir la presencia de dolor en los humanos pueden también observarse en las otras especies, especialmente en aquéllas más cercanas a nosotros, como los diversos tipos de mamíferos y las aves. La conducta característica: sacudidas, contorsiones faciales, gemidos, chillidos u otros sonidos, intentos de evitar la fuente del dolor, aparición del miedo ante la perspectiva de su repetición, y así sucesivamente está presente. Además, sabemos que estos animales poseen sistemas nerviosos muy parecidos a los nuestros, que responden fisiológicamente como los nuestros cuando el animal se encuentra en circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: un aumento inicial de la presión de la sangre, dilatación de las pupilas, transpiración, aumento de las pulsaciones y, si continúa el estímulo, un descenso de la presión sanguínea. Aunque los humanos tienen una corteza cerebral más desarrollada que el resto de los animales, esta parte del cerebro está ligada a las funciones del pensamiento más que a los impulsos básicos, las emociones y los sentimientos. Estos impulsos, emociones y sentimientos están situados en el diencéfalo, que está bien desarrollado en otras especies de animales, sobre todo en los mamíferos y las aves.
También sabemos que los sistemas nerviosos de otros animales no se construyeron artificialmente para remedar las reacciones de dolor de los humanos, como pudiera construirse un robot (...).