42 Como siempre que se producen discusiones, la atmósfera era pesada. Pero era el precio a pagar. El objetivo de mi visita a los “libres” no era observar a uno de los grandes, sobre el que se han escrito bibliotecas enteras [1]. De hecho, con el encuentro personal disminuye su talla.
Quería obtener información sobre uno de ellos, que apenas tomaba parte en la conversación. Se sentaba, silencioso, ante su vaso, fumando con evidente placer. Se decía que su única pasión era un buen cigarro puro. Por otra parte, ni en su vida profesional –era por entonces profesor en un colegio privado para muchachas de buena familia– ni en el matrimonio ni en la literatura (con una sola excepción) había cosechado grandes éxitos.
Su esposa, con la que Mackay [2] sostuvo, muchos años después del divorcio, una entrevista en Londres, conservaba de él un detestable recuerdo. Se habían casado, en circunstancias escandalosas para la época, en la casa que ella tenía en Berlín, con Buhl y Bauer como testigos. Cuando llegó el clérigo, miembro del Supremo Consejo Consistorial, apareció Bruno, en mangas de camisa, saliendo de un cuarto contiguo. También la novia llegó tarde, sin ramo de flores ni velo –faltaba la Biblia y no tenía los anillos de boda. Bruno Bauer les echó una mano, sacando de su monedero unos anillos de latón. El humor berlinés los convirtió en los “anillos de la bronca”. Acabaron todos bebiendo cerveza y reanudaron su interrumpida partida de naipes.
Se habían conocido el grupo de “los libres”. La esposa era, por supuesto, una emancipada. Su ideal era George Sand. En Londres se dio a la beatería. No quería ni oír hablar de su matrimonio y, frente al escocés, describía a su marido como astuto, zorro, furtivo: sly. Según su versión, él había derrochado y perdido en el juego todo lo que ella había aportado al matrimonio. Había algo de cierto en ello, porque el hombre fracasó en una serie de extraños proyectos. Como muchos literatos, junto a una total ausencia de sentido práctico, tenía grandes proyectos, que debería haber explotado en las novelas y no en los negocios.
(....)
*
...
Contemplo su suave perfil mientras fuma sentado. El boceto que le hizo de memoria Friedrich Engels en Londres sólo es acertado en la parte central de rostro: la nariz recta y la boca fina. La imagen ha sido revisada y corregida en el luminar por los mediums. También aquí aparece la frente alta, aunque menos huidiza. A este Johann Caspar Schmidt, le llamaban ya sus camaradas de Königsberg “Stirner”, “frontudo”. Más tarde, usó como pseudónimo este nombre de “Max Stirner”.
También sus firmas son finas; llama la atención que, con los años, el trazo final va descendiendo. Por lo demás no tuvo la muerte de un hombre libre; falleció como consecuencia de la picadura de un insecto, que se le infectó. Una vida trivial: fracaso en la profesión y en los negocios, matrimonio arruinado, deudas, tertulias con la palabrería habitual de la revolución del 48, filisteos de alto nivel... en fin, lo de costumbre.
Tampoco tiene valor su obra literaria, sus ensayos y críticas en periódicos y revistas; había sido olvidada ya en vida del propio Stirner y habría desaparecido para siempre, víctima de las tempestades de fuego, de no haberla salvado el luminar. Y, sin embargo, cabalmente estas pequeñas páginas que brotan en los periodos de crisis como setas, para desaparecer con igual rapidez, tienen un valor incalculable para el historiador que quiere estudiar las ideas in situ nascendi. Luego quedan sepultadas bajo los escombros de las revoluciones.
También se habría perdido el panfleto que redactaron contra Stirner Marx y Engels: un manuscrito in folio de varios cientos de páginas con el título de «El santo Max». Cuando se desenterró estaba ya muy roído por los ratones. Engels se lo había confiado a un ebanista llamado Bebel. El luminar ha restituido el texto.
La redacción de este manuscrito se inició el año 1845, del calendario cristiano, fecha de la aparición de la obra más importante de Stirner. Este libro es la excepción antes mencionada. Así, pues, la polémica era fruto de impresiones frescas e inmediatas.
*
...
En toda burla hay su granito de verdad. También el “santo” Max. Stirner halló en John Mackay su Pablo. Mackay tomó muy en serio la santidad... por ejemplo, cuando puso al “Único” por encima de la Biblia:
« Del mismo modo que este libro “santo” se sitúa en los inicios de la Era cristiana y llevó sus efectos devastadores casi hasta los últimos rincones de la ecumene, también la nada santa obra del único egoísta autoconsciente se sitúa en los inicios de una nueva Era... para ejercer un influjo tan beneficioso como fue funesto el del “libro de los libros”» Y luego cita al autor:
«Un crimen brutal, desconsiderado, desvergonzado, sin consciencia, orgulloso, comedido contra la santidad de toda la humanidad.»
*
.....
(...)
El signo distintivo de los grandes santos –y sólo hay unos pocos– es que van al fondo de las cosas. Lo más inmediato es invisible porque está oculto en el hombre. Nada tan difícil de explicar como lo evidente. Pero cuando se descubre, o se lo encuentra de nuevo, desarrolla una fuerza explosiva. Antonio conoció el poder del solitario, Francisco el del pobre, Stirner el del único [3]. “En el fondo”, todo hombre es solitario, y pobre, y único en el mundo.
*
....
Para estos descubrimientos no se requiere genio, sino intuición. Pueden darse en la existencia más trivial, son obvios. Por eso no se los debe estudiar como sistemas; se accede a ellos mejor con la meditación. Para volver al arte del tiro al arco, nunca se ha dicho que el arquero más ejercitado sea el que mejor acierta el blanco. Puede ocurrir que un soñador, un niño, un chiflado, sean más precisos. Incluso el centro tiene un punto céntrico: el centro del mundo. No es temporal, ni se le alcanza en el tiempo, sino sólo en el intervalo atemporal. Uno de los críticos benévolos de Stirner –tuvo pocos, y sí muchos hostiles– le calificó de «metafísico del anarquismo.»
Los chiflados son indispensables. Actúan gratis y tejen sus finas redes a través de los órdenes establecidos. Al hojear estas revistas ya olvidadas, di con un dato que me sorprendió. Un psiquiatra que había tomado la molestia de analizar los escritos de una «mujer de mente perturbada», una «criada puesta bajo tutela por idiotismo.» Y le llamó la atención descubrir en ellos sentencias de gran penetración lógica, que coincidían del todo en todo con los puntos básicos de Stirner.
Paranoia: «la obsesión elabora casi siempre un sistema lógico en sí, cuya fuerza demostrativa no se puede invalidar por los argumentos contrarios.» Spiritus flat ubi vult [4]. Lo que recuerda el juicio de un filósofo sobre el solipsismo: «Una fortaleza inexpugnable, defendida por un loco.»
Por lo demás, Stirner no era solipsista. Él es el único como lo son Pedro y Juan. Sólo tenía de especial el hecho de que lo reconocía. Se parece al niño que juega con el juguete que ha encontrado en el suelo. Que lo guarde para sí, responde a su naturaleza. Lo extraño es que comunique a otros su descubrimiento. También Fichte, que enseñó en Berlín una generación antes, había descubierto, (mejor sería decir “desvelado”) esta margarita en la «posición del yo por el yo mismo»; sólo que, tal vez asustado por su propia osadía, lo envolvió en el papel de estraza de su oscuro pensamiento. A pesar de lo cual, también gozó él fama de solipsista.
*
.....
¿Cuáles son, pues, los puntos cardinales o los axiomas, si preferimos decirlo así, del sistema de Stirner? Son sólo dos, pero dan materia bastante para una meditación a fondo.
1.- Esto no es Mi causa
2.- Nada hay superior a Mí.
Huelgan los comentarios. Ya se entiende que el Único provocó, desde el primer momento, vivas contradicciones, que fue radicalmente mal interpretado y que se atrajo la reputación de monstruo. El libro se publicó en Leipzig y fue inmediatamente secuestrado. Pero el Ministerio del Interior levantó el secuestro “porque la obra es demasiado absurda para ser peligrosa”. A lo que comentó Stirner: «Puede quitársele a un pueblo la libertad de prensa. En cuanto a Mí, conseguiré la impresión por astucia o violencia: el permiso de impresión lo saco de Mí, sólo de Mí y de Mí poder.»
La palabra monstruo tiene, por otra parte, un doble significado. Se deriva de “monere”, advertir; el autor ha lanzado una de sus grandes amonestaciones. Ha hecho comprensible lo evidente.
Las acusaciones centraron su fuego graneado, como no podía ser menos, en el egoísmo, un concepto que el propio Stirner no acertó a definir bien. Pero al Único le añadió en muchos pasajes la etiqueta de «propietario», y a veces incluso le sustituyó por ésta. El propietario no lucha por el poder, sino que lo reconoce como su propiedad. Se lo apropia o, por mejor decir, se lo adjudica. Y puede hacerlo sin recurrir a la violencia, sobretodo mediante la confirmación de la conciencia de sí.
«Todo puede ser asunto mío, pero nunca Mi causa. “¡Huye del egoísta!” Pero es de Dios, de la Humanidad, del Sultán, de todos cuantos fundamentan su causa sólo en sí mismos, de estos grandes egoístas quiero aprender yo. Nada hay superior a Mí. Como aquéllos, tampoco yo quiero fundamentar Mi causa sobre nada que no sea Yo.»
El propietario no lucha con el monarca; se inserta en él. En este sentido se parece al historiador.
*
(...)
Habría que indagar, pues, dónde aconteció esta obviedad de la anarquía, sea en la acción, el pensamiento o la poesía..., dónde coincidió y se identificó con la autocomprensión del hombre y se descubrió que ella era el fundamento de la libertad. Pondremos el luminar a disposición de los colaboradores: presocráticos, gnosis, mística silesiana y otros períodos semejantes. Entre peces curiosos también quedarán prendidos en la red algunos grandes.
*
.....
El siglo cristiano que corre de 1845 a 1945 forma una época claramente delimitada, lo que confirma la sospecha de que un siglo sólo consigue su forma auténtica en el centro. Me resisto a creer que el hecho de que el Único apareciera en 1845 sea un mero azar. El azar es todo o nada. Hojeé en el luminar la mesa de bibliografía secundaria consagrada a Stirner y di con un autor, llamado Helms, que le describe como el prototipo del pequeño burgués y de sus ambiciones
Esto es cierto, en el sentido de que el Único está oculto en todos, es decir, también en el pequeño-burgués. Aparte esto, la afirmación era particularmente acertada para aquel siglo. No es menos cierto que suele pasarse por alto la importancia de este tipo –lo que ya de por sí es un indicio de su robustez. Cuando mi querido hermano se dedica, con sus camaradas, a tirar bolas sobre figuras de papel, lanzar una injuria se considera una demostración. Ésta es una de las razones de sus desengaños.
¿A qué se debe que el pequeño-burgués sea tratado por los intelectuales, la alta burguesía, los sindicatos, en parte como si fuera el coco y en parte como el pagador de platos rotos? Probablemente, a que se niega en redondo a empujar la máquina, sea por arriba, por abajo o desde atrás. Pero, si no hay más remedio, entonces toma él mismo el timón de la historia. Un tejedor, un carpintero, un sillero, un albañil, un pintor de brocha gorda, un tabernero, descubre en sí al Único y todos se reconocen en él.
(...)
*
(...)
Habíamos previsto, como acotación importante, la comparación entre el Único y el superhombre. Sería aquí secundaria la discusión de si el viejo Cabeza de Pólvora había leído –como supone Mackay– o no la obra de Stirner..., las ideas están en el aire. La originalidad está en su modelación, en la fuerza con que se las agarra y se les da forma.
En primer lugar: el superhombre conoce el mundo como voluntad de poder: «no hay nada fuera de esto.» Incluso el arte es voluntad de poder. El superhombre toma parte en los acontecimientos del mundo, mientras que el Único contempla su espectáculo. No anhela el poder, no corre detrás ni delante de él, porque lo posee y lo disfruta con plena conciencia. Lo cual recuerda los mundos de imágenes del Lejano Oriente.
Puede ocurrir, naturalmente, que en virtud de una serie de circunstancias exteriores el poder recaiga sobre el Único, o también en el anarca. Pero más bien le pesará como un fardo (...)
En segundo lugar: el célebre: «Dios ha muerto.» Con ello, Cabeza de Pólvora [5] no hacía más que abrir puertas abiertas. Era un hecho de general conocimiento. Así se explica la sensación que causó. El Único, en cambio: «Dios... no es Mí causa.» Con lo que todas las puertas quedaban abiertas: puede destronar a Dios, entronizarlo, abandonarlo a su suerte, como le plazca. Puede despedirle o “asociarse” con él. Como para los místicos de Silesia: «Dios no puede estar sin Mí.» Como Jacob, puede luchar con él hasta la llegada de la aurora. No dice otra cosa la historia sagrada.
COMENTARIO Y NOTAS – R. ALCOBERRO
En el nº 42 de EUMESWIL se plantea la diferencia entre el «anarca» de Jünger y el «anarquista», a la vez que se hace una revisión de la izquierda hegeliana. El historiador y protagonista del libro, Manuel Venator, propugna como modelo de conducta al «anarca» es decir al individuo que en tiempos totalitarios vive en la emboscadura de una voluntad libre que se compagina con una sumisión servil meramente externa y siente la necesidad de diferenciarlo del anarquista, cuyas figuras más representativas ve en Stirner y en Tucker. Entre el anarca y el Único stirneriano hay un parecido obvio: la exigencia del «hazte feliz a ti mismo» reivindicado por oposición al «conócete a ti mismo» de los clásicos. Pero las diferencias por lo que hace referencia al poder, a la ironía escéptica, al desprecio aristocrático por los otros y a la función de la técnica son obvias.
[1] Referencia a K. Marx, el miembro más conocido de la izquierda hegeliana.
[2] Referencia al principal –y casi único –discípulo de Stirner, John Mackay
[3] San Antonio del desierto y San Francisco de Asís, figuras ambas cuyos seguidores las consideraron “verdaderos Cristos”
[4] Sentencia bíblica: «El Espíritu sopla por donde quiere.»
[5] Nietzsche, obviamente
© Ernst JÜNGER, fragmentos del nº 42 de «EUMESWIL», en traducción de Marciano Villanueva, Ed. Seix Barral, Barcelona, 1980, p.389 a 404 (selección)