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TOTALITARISMO Y DECADENCIA

Una de las diferencias básicas entre el totalitarismo nazifascista y el comunismo soviético se encuentra en su apelación al pasado y al futuro (respectivamente) como fuente de argumentación. Para el nazisfascismo el origen del pueblo y su pasado (glorioso, épico) es fuente de legitimación, mientras que la justificación del comunismo se encuentra en la sociedad sin clases que se anuncia como el porvenir de la humanidad. Con una única pero importante excepción (Walter Benjamin), el pensamiento comunista busca su justificación en los elementos utópicos de raíz cristiana (el mañana necesario, por oposición al pasado miserable) y está más centrado en la construcción del futuro por medios tecnológicos, como sintetizó Lenin en su famosa definición de ‘comunismo’ como «soviets más electrificación».

En cambio, nacional-socialistas y fascistas se justifican desde el mito del origen, como reconstructores de la pasada grandeza (imperial en el caso de los fascistas y del falangismo español). Esa diferencia respecto al tiempo ‘ideal’ de la historia lleva también a una diferencia sobre las metáforas políticas. Mientras los comunistas se refieren al «Hombre Nuevo» (un concepto cuyo origen está en San Pablo), el fascismo prefiere hacerlo del «Orden Nuevo», aunque conviene advertir que ese concepto no fue demasiado apreciado por Hitler (que prefería referirse a la raza como algo ‘eterno’), ni tampoco por Mussolini (que usaba el concepto de ‘romano’ para oponerlo al decadente ‘italiano’). No es tanto un orden ‘nuevo’ lo que quiere imponer el fascismo, cuanto un ‘orden natural’, cuya justificación última sería biológica. En el pensamiento totalitario sólo el recurso a lo natural parece tener la capacidad suficiente para terminar con la artificialidad decadente propia de la cultura.

La tesis de la decadencia en la historia no es una construcción original del pensamiento totalitario y ni siquiera corresponde en exclusiva al ámbito conservador. Rousseau, el primer crítico del capitalismo en la Ilustración, ya afirmaba que «todo degenera en manos de los hombres» y Hesíodo en Grecia vio el cosmos como un proceso de degeneración o de declive desde la Edad de Oro a la Edad de Hierro. Pero discurso de la decadencia y justificación del autoritarismo político van de la mano; sólo un gobernante excepcional puede levantar la patria de su ruina.

En el totalitarismo nazi se encentran sin embargo tendencias muy distintas cuando se pretende explicar la causa de la decadencia: no es lo mismo el planteamiento de la decadencia debida a la ‘degeneración’ (?) de la raza aria que el planteamiento de Spengler (que no se sumó al nazismo) para quien la técnica y lo que denomina el «espíritu fáustico» de la humanidad la llevan irremediablemente a la ruina, en la media en que el mundo deja de ser político para convertirse cada vez más en ‘administración’. Tesis con la que, por cierto, estaba de acuerdo Th. W. Adorno y que se encuentra en la base de la crítica de la Escuela de Frankfurt a la tradición ilustrada. 

Un tópico fundamental en el pensamiento totalitario es el de la necesidad de medios excepcionales (la dictadura) e incluso violentos para salvar la patria de la supuesta decadencia. El esquema (Edad de Oro/ crisis/ reconstrucción), es un tópico historiográfico de primer orden, cuyo origen cabe detectar en los pitagóricos y en Platón y que llega hasta nuestros días (en el neoconservadurismo americano del presidente Bush hijo). El pesimismo o el optimismo son hechos psicológicos que pueden trasladarse con relativa facilidad a la explicación histórica y los hechos, por fuertes que sean, no bastan nunca para desanimar a un historiador optimista o a un pesimista.  Se trata de actitudes de desánimo o de euforia fáciles de envolver en un lenguaje emocional, aderezado por metáforas (‘el edificio de la civilización se tambalea’ o ‘hay una crisis de identidad colectiva’, ‘vivimos como animales domesticados’, ‘el hedonismo de los consumidores’, etc.).   

La tesis de la decadencia se ha articulado por lo menos en tres formas distintas:

1.- El pesimismo racial (Arthur Gobineau, Houston Stewart Chamberlain), cuya evolución conduce al mito ario. Son las razas menos dotadas (?) las que acabaran dominando el mundo y corrompiéndolo. Aunque parece probado que Hitler nunca leyó a Gobineau y que consideraba a H.S. Chamberlain como un charlatán (sólo lo soportaba por ser yerno de Wagner); es obvio que esa lectura fue central en teóricos del nazismo como Alfred Rosemberg y Dietrich Eckhart (1868-1923), el mentor de Hitler en sus inicios.

2.- El pesimismo histórico y cultural (Jacob Burkhardt, Friedrich Nietzsche y Oswald Spengler), según el cual las fuerzas espirituales de Europa se han vuelto reactivas o ‘nihilistas’, lo que hace necesario preparar la llegada del Superhombre. El fundamento de este pesimismo se encuentra en la diferencia entre «cultura», vital y propia supuestamente del pueblo joven y creador y (por otra parte) «civilización», abstracta y propia de los pueblos ancianos y decrépitos. Según esta tesis la cultura y la tradición (el origen) se hallarían en peligro de destrucción a manos de la modernidad tecnológica. En el fondo la decadencia vendría del brazo del liberalismo y el utilitarismo se contraponía a la visión heroica del soldado que se sacrifica por la comunidad. La imagen del falangista que divulgaba José Antonio Primo de Rivera («mitad monje, mitad  soldado») iba en esta dirección.

3.- La teoría de la degeneración (Francis Galton, Sigmund Freud), para quienes la naturaleza tiende al desorden cuando no se producen formas de selección de los mejores que impidan la entropía del sistema. La pérdida de vitalidad es inherente al desarrollo de la civilización. El hombre civilizado se convierte así en bestia (Freud), los poco inteligentes colapsan el sistema (Galton).

En el régimen nazi coexistieron partidarios de la tesis de la decadencia provocada por motivos raciales y de la tesis del decadentismo cultural. Unos y otros se enfrentaron a veces con acritud en el interior del sistema. Y si Jünger o Heidegger se pudieron presentar posteriormente como una especie de ‘oposición interna’ (algo que historiográficamente resulta insostenible) es porque su pesimismo no se basaba en argumentos étnicos sino culturales.       

Cuando Hitler en MI LUCHA escribe cosas como: «Todos sabemos que en un porvenir lejano, la humanidad deberá afrontar problemas cuya solución exigirá que una raza excelsa en grado superlativo, apoyada por las fuerzas de todo el planeta, asuma la dirección del mundo» (II parte, ‘Teoría del Mundo y partido’), convendría tener presente que, más que una fantasmática ‘biopolítica’, lo que hay en su tradición cultural es un arraigado pesimismo cultural frente al cual se presenta como redentor en un sentido claramente religioso.

La respuesta a la decadencia, los nazis la elaboran claramente en términos de darwinismo social. En las ‘Conversaciones privadas con Hitler’ compiladas por Martin Bormann, secretario privado de Hitler desde 1945, el darwinismo social aparece en toda su crudeza: «Si puedo admitir un mandamiento divino, es éste: ‘Hay que conservar la especie’. La vida individual no puede ser estimada a un precio demasiado elevado. Si el individuo tuviera importancia a ojos de la naturaleza, la naturaleza se encargaría de preservarlo. Entre los millones de huevos que pone una mosca pocos llegan a buen término, y sin embargo la raza de las moscas está floreciente». [LAS CONVERSACIONES PRIVADAS CON HITLER – Introducción de Hugh Trevor-Roper; Barcelona: Crítica, 2004 p. 114]. — Y textos como este podrían multiplicarse ‘ad nauseam’.

Sin embargo, el problema de la decadencia estaba planteado sobre bases falsas. No es tan importante entender por qué el nazismo creía ‘salvar’ a Alemania de su decadencia, como entender por qué los nazis (y con ellos muchos alemanes hasta entonces apolíticos) ‘necesitaban’ creer que Alemania estaba en decadencia y, a la vez, por qué ‘necesitaban’ un chivo expiatorio de esta decadencia. Una respuesta posible es que la tradición se había hecho imposible en un medio técnico y que, a la vez, sin algún tipo de fijación en el tiempo (sin algún tipo de tradiciones), la vida se hace difícil de sobrellevar.

La paradoja de la decadencia es que no necesita de datos reales para ser creída por los ciudadanos. En este sentido, el problema no es si ‘existe’ (o no una situación real de decadencia), sino la percepción que de esta cuestión se pueda tener en un momento dado. Decadencia (como antisemitismo) es una bandera que moviliza y en ese sentido es un concepto usado como categoría histórica, prescindiendo de la certeza a (o no) del hecho en cuanto tal. Herman Broch, el novelista (arrestado por los nazis en la prisión de Altausee), escribió, alrededor de 1940, un poema sobre este tema, que tal vez da algunas claves de la cuestión:

 

«La tradición…»

La tradición ha llegado a su fin,
Ha dejado de ser el espejo del hombre,
Y la mirada que contempla los fragmentos ciegos
Se vuelve ciega.
Quien en esta época
No puede desprenderse de la tradición
Está perdido;
Quien no puede recordar
Su origen
Perece.
Desnudo y sin espejo está el mundo,
Sin espejo estás tú mismo.
Pero, en medio del espanto, la gracia de la desnudez
Te ha sido regalada:
Como un niño desamparado puedes mirar a diario,
De nuevo
En el mundo que ya no tiene espejo,
En su desnudez abierta,
Y a diario de nuevo el mundo te anuncia
Tu verdad,
La verdad de tu morir solitario.

(Herman Broch: EN MITAD DE LA VIDA – POESÍA COMPLETA. Tarragona: Igitur, 2004, trad.  de Clara Janés)

Sobrevivir «desnudo y sin espejo», puede llegar a ser muy difícil. De ahí que manipular la idea de decadencia pueda resultar tremendamente fácil, hasta para convertirla en excusa bélica.     

 

FUENTE:

Arthur HERMAN: La idea de decadencia en la historia universal. Barcelona: Ed. Andrés Bello, 1998 (Ed. original, 1997).