Hasta 1880 aproximadamente el mundo político europeo (al menos en su vertiente institucional)constituía un coto exclusivo de las élites: los partidos políticos eran simples agrupaciones de notables y el voto popular, cuando lo había, era censitario, es decir limitado a los propietarios. Hacia la década de 1880 las cosas cambiaron en toda Europa. Muchos factores explican este cambio: la revolución industrial, el hundimiento de los precios de los productos del campo, la mayor facilidad de transporte favorecido por el ferrocarril, la extensión de la prensa escrita e incluso el hecho de que el servicio miliar obligatorio saca de sus pueblos a los jóvenes y les lleva a la ciudad.
En las dos últimas décadas del siglo 19 se constituyen por toda Europa partidos anarquistas y socialistas que por una parte recogen el viejo modelo del igualitarismo campesino de base cristiana (muy enraizado en el socialismo utópico) pero que enlazan este fondo cultural con las nuevas exigencias derivadas de la sociedad industrial. El movimiento obrero se encuentra, además, con los movimientos nacionalistas de clases medias (a veces, aunque no siempre, católicos y antimodernistas), muy significativos en toda Europa (especialmente en las nacionalidades del viejo imperio Austro-húngaro, en Italia y en Catalunya).
Clase obrera y nacionalismo de las clases medias son los dos grandes bloques progresistas (lo que en España se denomina todavía hoy los ‘rojoseparatistas’) que se enfrentan a las élites políticas conservadoras y tradicionales (grandes propietarios y banqueros, rentistas y altos funcionarios, etc.) que controlaban los Estados europeos a finales del siglo 19. A veces unidos y otras veces contrapuestos, son la clase obrera y el nacionalismo cultural los elementos políticos que piden una ruptura (una más amplia democratización) en los Estos europeos.
En Italia hacia 1848 de 36 millones de habitantes sólo 3 tenían derecho al voto — que muchos católicos no lo ejercían para protestar contra la expoliación del Estado Vaticano llevada a cabo por la Unificación. Sólo a partir de 1911, Gioliotti instaura un sistema representativo para intentar integrar a las masas obreras, lo que significa que en 1912 la ley da voto a todos los varones mayores de 30 años (edad rebajada a 21 años por la ley de 15 de agosto de 1919). Sin embargo Italia por lo menos intentó resolver el problema de la introducción de las masas en el sistema; cosa que en Rusia el zar no hizo y en España tampoco permitió la monarquía alfonsina.
Para entender la emergencia del totalitarismo (y muy especialmente el caso italiano) es fundamental comprender la frustración política y cultural de estos dos grupos sociales: la clase obrera se encontró al regreso de la Primera Guerra Mundial en una situación de auténtica miseria e hiperinflación. Y la burguesía nacionalista se sintió traicionada por las falsas promesas y el patrioterismo de sus políticos. Con falta de carbón, paro y subidas de precios, tanto en Italia como en Alemania y Austria, la decepción de la postguerra alejan a las masas de sus partidos tradicionales (socialdemócratas), considerados traidores –y de hecho convertidos ya una casta integrada en los aparatos de Estado tradicionales (los mismos que 50 años atrás había combatido Marx). Y lo mismo sucede con el hundimiento de los partidos cristianos conservadores (llamados ‘populares’), que ya no expresan los intereses de las clases medias, cada vez en peor situación económica, sino los intereses de grupos agrarios o de conglomerados industriales.
El comunismo soviético por una parte y por la otra la emergencia de una nueva mentalidad en las trincheras y la desilusión por las promesas incumplidas (sería un ejemplo el irredentismo triestino, en el caso italiano), hunden en el descrédito el modelo liberal y oligárquico de las viejas élites y obligan a buscar nuevas formas de gobernación. El viejo sistema de progreso gradualista, los nuevos modelos de enriquecimiento de las granes compañías ya multinacionales y la sensación muy extendida en las clases populares de haber sido usadas como combustible por las viejas élites.
Una consecuencia inesperada de la Primera Guerra Mundial fue el emerger de la juventud como nuevo grupo social, cada vez más decisivo. Cientos de miles de jóvenes volvieron de las trincheras convencidos de haber sufrido una carnicería espantosa por haber seguido a lideres ancianos que ya no entendían nada y que, cínicamente, podían enviar a matar a quienes representaban el futuro de sus propios países. El mito de la juventud (que Mussolini supo explotar) y la emergencia del deporte de masas (con la exaltación del cuerpo que supone –un tema recurrente en el nazismo) provienen de ese momento histórico.
Las trincheras dieron además una consciencia de unidad política a jóvenes procedentes de muy diversas clases sociales. Jóvenes del campo y de la ciudad, con estudios o sin ellos, superan juntos el frío y la miseria de cinco años de guerra. El recuerdo de esa fraternidad combatiente está del todo presente en la propaganda nazifascista. El éxito de consignas como el ‘Orden nuevo’ tiene mucho que ver con la política de empleo para los jóvenes y con la emergencia de la idea misma de ‘novedad’ en una sociedad anquilosada y muy controlada por la Iglesia católica
Tal vez al principio el fascismo fue una respuesta espontaneista (‘sin orden ni concierto’) ante el fracaso de la guerra el incumplimiento de las promesas de expansión territorial (Fiume y Dalmacia) y la miseria de las masas. Los primeros fascistas son socialistas desencantados y Mussolini era incluso el número tres del partido, excluido de él por haber preconizado la participación en la guerra. Los ‘arditi’ (tropas de intervención inmediata, considerados héroes de guerra) tenían un prestigio personal que el viejo liberalismo y los socialistas simplemente habían perdido (si alguna vez lo tuvieron). El fascismo fue desde el principio un movimiento violento. Pero su violencia era paradójica: se puede describir como un intento de reestablecer el orden mediante la extensión de la revuelta violenta que se orientaba hacia la ruptura de las viejas estructuras tradicionales, ineficaces y antimodernas.
Ante el peligro revolucionario (el modelo soviético), el fascismo es una revolución ‘corporativa’, que propugna la vuelta al orden, un orden liberado de antiguallas tradicionales y modernizador (por ejemplo, la desecación de los arrozales sería un modelo de gestión modernizadora de la agricultura). El fascismo no es tradicionalista sino ‘futurista’ y no debe olvidarse ese dato que es fundamental: mira hacia el futuro y usa la tecnología (construye las primeras autopistas, encarcela las mafias sicilianas que los americanos reanimaron después). El fascismo cree muy profundamente en las obras públicas. Mussolini lo decía claramente: ‘Il fascio, fa’. El fascismo significa la primacía de la acción transformadora en política y, sobretodo en construcción de infraestructuras (como puede comprobar cualquier turista todavía a inicios del siglo 21, cuando va a coger el ten o cuando busca la oficina central de correos en cualquier ciudad italiana). Que progresivamente los viejos ‘camisas negras’ fuesen substituidos por funcionarios y por miembros de las clases tradicionales – e incluso el hecho incontrovertible de que el fascismo fue un régimen profundamente teatral, hasta en lo cursi – no debe hacer olvidar que conectaba con amplias capas populares y daba una respuesta al problema de l integración de las masas e el Estado.
Cuando en 1922 Mussolini llegó al poder como presidente del Consejo, la gran mayoría de la población le idealizó como un salvador y como el único capaz de ahuyentar una revolución. La destrucción del parlamentarismo no parecía tan grave cuando el Parlamento estaba absolutamente desprestigiado. De hecho, hasta 1926 (con el asesinato de Matteotti, 10 de junio de 1924), no se acostumbra a considerar que se consolide un Estado totalitario en Italia. La consolidación del Estado totalitario se institucionaliza con las leyes llamadas ‘fascistísimas’ de 1925-1926 que autorizan la disolución de las logias masónicas y de la mayoría de partidos, que recuperan los ‘delitos de opinión’ y que crean la OVRA [Organización Voluntaria para la Represión del Antifascismo] y el tribunal Especial de Delitos (tribunales de excepción). La idea de ‘todo el poder para el Duce’ y la construcción de un ‘pueblo viril’, no fue una imposición que llegó de arriba sino que estaba muy asumida y construida por las masas. El líder carismático y el partido único (trazo común de fascistas y nazis), fue apoyado por una burguesía y por clases altas que lo consideraban como una garantía de regresos al orden (auque fueses a un ‘orden nuevo’), pero responde a intereses que en su momento eran compartidos por capas sociales mucho más amplias (agricultores, pequeños burgueses, grupos intelectuales, parados y mutilados de guerra y trabajadores desencantados con los sindicatos).
Incluso el dirigente comunista Palmiro Togliatti, en su artículo ‘A propósito del fascismo’ (agosto de 1928) escribió: «Es absolutamente ingenuo creer que el capitalismo se habría servido de este movimiento como de un arma destinada a romper la fuerza del proletariado para luego dejarla a un lado y continuar así manteniéndose en el poder volviendo a las formas habituales, sirviéndose de las mismas instituciones, de los mismos hombres políticos, de los mismos métodos que antes». La ‘Carta del Laboro’ (Ley del 13 de diciembre de 1928), reconocía a los sindicatos (fascistas) el poder de acordar convenios colectivos obligatorios para toda clase de trabajadores y prohibía las huelgas pero también el cierre patronal. Es decir, ‘tranquilizaba’ la cuestión obrera de una forma que conviene no olvidar –especialmente en el contexto de la crisis económica de 1929. El propio Mussolini veía una continuidad entre el socialismo y el fascismo, por ello proclamó que: «no estamos hablando de alzar un nuevo estandarte político sino más bien de liberar la vieja bandera socialista de aquellos que se han envuelto en sus pliegues.».
Conviene no olvidar que el fascismo creó organizaciones de masas que desde los cuatro años hasta el final de la vida activa encuadraban prácticamente a toda la sociedad. A partir de 1936, 5 millones de jóvenes italianos se afiliaron obligatoriamente a organizaciones juveniles (Hijos de la loba [de 4 a 8 años], Balillas [hasta los 14], Pequeñas Italianas, Jóvenes italianas, Juventudes fascistas [a partir de los 18], etc.), agrupadas en torno al lema ‘Crecer, obedecer, luchar’. Aunque fuesen organizaciones más retóricas o virtuales que eficaces, no puede negarse que se representaron un intento de cambio revolucionario y que su proyecto totalitario de construcción del ‘hombre nuevo’ (aunque fracasado) ha aportado elementos para la integración de las masas también en las democracias posteriores. El uso masivo a efectos de control político de la publicidad, del deporte, del culto al cuerpo, de la juventud, de los mitos del origen común, etc., son elementos de origen fascista que perviven hoy.
FUENTE:
Serge BERNSTEIN: Los regímenes políticos del siglo XX. Para una historia política comparada del mundo contemporáneo. Barcelona: Ariel, 2003.
Palmiro TOGLIATTI: Escritos políticos. México: Era, 1971 (Ed. italiana, 1964).