Fichte
Fragmentos
de la Historia de la Dialéctica
(Fragmentos
de la Historia de la Dialéctica de Paul SANDOR. Ed. Leviathan.
Buenos Aires, 1986)
El
texto clásico de Paul SANDOR es, desde hace ya muchos años,
imposible de localizar en librerías. Se ha procedido a editarlo,
distinguiendo tres momentos en su explicación de Fichte:
metafísica, ética y filosofía de la historia.
De la misma manera, se han simplificado los párrafos para
hacer algo más llevadera la lectura y para mostrar el carácter
arquitectónico de la obra fichteana. Pero un resumen, y un
buen mapa como éste, no debiera evitar la lectura directa
de las obras de Fichte.
Fichte
(1762-1814) estando próximo a la Revolución Francesa
pretende realizar algo así como una teoría alemana
de esa revolución, basada en la filosofía kantiana.
Toda su vida consideró su propia teoría como un criticismo
consecuente, llevado a sus últimas conclusiones. Según
él, Kant se habría detenido en el hecho de la conciencia,
sin haber llegado a su causa última, al Yo puro. Pero llegar
a este resultado es antes que nada una cuestión de metodología:
se trata de deducir dialécticamente de un solo principio
la teoría toda entera e introducir así la filosofía
metodológica de Kant en la unidad del sistema, Según
Fichte, el hombre no puede elegir sino entre el dogmatismo y el
idealismo, pero esa elección depende de su libre determinación.
Fichte obra por el idealismo. Es imposible –dice– deducir
la inteligencia, el Espíritu, de un mundo material. Es, por
el contrario, de la inteligencia que se pueden deducir todas nuestras
nociones concernientes al mundo. El principio supremo y absoluto
del cual todas las enseñanzas de la filosofía pueden
ser deducidas no es el hecho (Tatsache) sino la acción (Tathandlung).
Esta acción es una realidad absoluta que hay que concebir
en tanto que “Yo”, es decir, en tanto que espíritu,
sin agregarle un carácter material o substancial cualquiera.
Esa
acción “no aparece entre las determinaciones empíricas
de nuestra conciencia y no puede aparecer; sirve más bien
de fundamento a toda conciencia y la hace posible.”. No es
otra cosa que la conciencia del “Yo”. El “Yo”
se postula él mismo, no en tanto que “Yo individual”,
sino en tanto que “Yo absoluto”. El Yo individual, puede
ser deducido del Yo absoluto.
El
Yo puro es su propia causa y, de una manera general, es el representante
de la razón. En el origen, el Yo es, a la vez, subjetivo
y objetivo: “el principio de la vida que puede mantenerse
a sí mismo” (Nachl. III, p.871). El Yo no es algo existente
para sí; no es algo inactivo: es actuante, pero su acción
no es empírica, es absoluta. La actividad del Yo es dialéctica
y es según ese método dialéctico que Fichte
desarrolla su propia teoría.
El
Yo no puede postularse a sí mismo sino distinguiéndose
del No-Yo. Sin tener conciencia, el Yo crea, pues, el mundo de las
representaciones, el No-Yo. Pero como el No-Yo no es postulado sino
en el Yo, en el interior del Yo, el Yo y el No-Yo, es decir, el
sujeto y el objeto, se determinan recíprocamente. Así
se da la conciencia teórica o la conciencia práctica,
según que la parte determinante sea el No-Yo o el Yo.
Fichte
no concibe los postulados del Yo como un proceso que se desarrolla
en el tiempo. Los diferentes postulados particulares están
ligados entre sí en su fin, en la manifestación de
lo Absoluto, y pueden ser deducidos de esa correlación necesaria.
Como, por otra parte, ese Yo absoluto, con su sistema de postulados,
debe contener al mismo tiempo toda la realidad, esa deducción
no es simplemente lógica: tiene una significación
metafísica, puesto que tiende a descubrir los fundamentos
de la realidad. Apercibir la estructura de la conciencia debe, pues,
permitir apercibir igualmente las profundidades de la existencia.
Es por ello que Fichte considera su sistema –que él
denomina “Doctrina de la Ciencia– como ente “realista”;
ese sistema muestra que la conciencia de las naturalezas finitas
no sería explicable si no se admitiera una fuerza contraria,
existente independientemente de ella (el No-Yo) y del cual esas
naturalezas finitas dependen, conforme a su existencia empírica.
La Doctrina de la Ciencia no postula, sin embargo, nada más
que la existencia de tal fuerza contraria, que el ser finito puede
solamente sentir, y no conocer.
La
Doctrina de la Ciencia se compromete a deducir del poder de determinación
del Yo todas las determinaciones posibles de esa fuerza –el
No-Yo–; determinaciones que pueden presentarse al infinito
en nuestra conciencia: y en la medida en que es una verdadera Doctrina
de la Ciencia es capaz de deducirlas. La Doctrina de la Ciencia
deviene, de ese modo, en realidad, “la Historia pragmática
del Espíritu Humano” y su tarea consiste “en
contemplar el saber general y absoluto en su génesis y deducir
del entendimiento toda la existencia de los fenómenos”.
Esta
historia del espíritu humano comienza con ese hecho de conciencia
de que el espíritu humano considera el principio de identidad
(A es A) como enteramente cierto, sin experimentar la necesidad
de motivarlo. Pero la ley de esa correlación está
en el Yo mismo que la postula; existe, pues, algo en el Yo que es
siempre idéntico a sí mismo. Por consecuencia, el
postulado Yo=Yo o, “Yo soy Yo” es válido. No
importa para afirmar A=A que A sea o no postulado. La validez de
la relación no se relaciona sino con la forma y no con el
contenido. No obstante, el “Yo soy Yo” es igualmente
válido desde el doble punto de vista de la forma y del contenido.
El Yo es postulado como Yo no sólo condicionalmente, sino
de una manera absoluta; eso se puede también expresar como
“Yo soy”. Todos los hechos de la conciencia experimental
encuentran su causa explicativa en ese Yo existente: el Yo debe
ser, pues, postulado antes que todo postulado.
El
Yo es, así, doble: actúa sosteniendo los juicios y
es, después, el producto de la acción. El Yo no es
algo existente, que se manifiesta en una actividad, sino que la
actividad misma es el Yo.
“El
Yo se postula él mismo y existe por él mismo, por
la fuerza del simple hecho de postular”. Esta tesis, que está
en la base de toda la teoría de la ciencia de Fichte, constituye
el principio dialéctico, el punto de partida. De esa primera
tesis, él deducirá, luego, todas las demás
tesis fundamentales.
La
antítesis, el segundo principio fundamental, es lo contrario
del primero: No-A. Esa tesis encuentra igualmente su fundamento
en el hecho de que la conciencia experimental no puede ser ni deducida
ni probada con la ayuda de un principio superior. Según su
forma, esa tesis es, pues, igualmente absoluta, incondicionada:
constituye un acto libre y no puede ser el resultado de una deducción.
Significa que hay antinomias entre las acciones del Yo. Según
su contenido, está condicionada sólo en el sentido
de que una antítesis no puede existir si no existe algo a
lo que pueda oponerse. En el origen sólo el Yo es postulado:
la antítesis debe ser, pues, opuesta al Yo; y de allí
resulta la antítesis absoluta del Yo, el No-Yo. La primera
tesis nos ha dado la ley lógica de la identidad. La segunda
tesis nos proporciona el principio de contradicción, la categoría
de la negación, la antítesis dialéctica.
El
tercer acto del Yo está condicionado por la forma de la síntesis:
su punto de partida es que el No-Yo debe estar contenido en el Yo.
El Yo y el No-Yo están, pues, opuestos en el Yo, pero no
de tal manera que el No-Yo destruya al Yo, puesto que –en
tal caso– sería la identidad de la conciencia la que
sería destruida, pero en el sentido de que el Yo y el No-Yo
se limitan recíprocamente. El resultado de esa limitación
es la divisibilidad, es decir, la noción de cantidad. La
tesis del Yo y la antítesis del No-Yo se unen por la idea
de que ambos son divisibles y pueden, pues, estar limitados. Se
obtiene de ese modo la tercera síntesis fundamental en la
cual el Yo y el No-Yo aparecen reunidos. Esa tercera síntesis
se anuncia de este modo: opongo en el seno del Yo, un Yo divisible
a un No-Yo divisible.
Las
tres actividades primordiales del Yo, la tesis, la antítesis
y la limitación, corresponden, en tanto que conceptos, a
las tres categorías kantianas de la cualidad: realidad, negación
y limitación.
La
categoría de limitación contiene igualmente las categorías
de la cantidad, de la unidad, de la multiplicidad y de la totalidad.
La
limitación recíproca del acto de la tesis por el de
la antítesis, produce las categorías de la relación,
de la causalidad y de la acción recíproca.
La
tercera categoría de la relación, de la substancia
y del accidente, resulta de lo que, si consideramos el Yo como el
resumen de toda la realidad, es accidente: “En el origen no
hay sino una substancia, el Yo, y esa substancia comprende todos
los accidentes posibles, es decir, todas las realidades posibles”.
Fichte
suprime, pues, la objetividad kantiana: no hay sino el Yo. En el
curso de la evolución dialéctica está, no obstante,
obligado a introducir un límite, lo que Fichte expresa diciendo
que la actividad del Yo recibe un impulso contrario que da vuelta
a esa actividad, es decir, que el Yo reflexiona sobre sí
mismo. Lo que llamamos “objetos” no son sino las diversas
refracciones de la actividad del Yo, como consecuencia de un impulso
inexplicable, y trasladamos esas determinaciones del Yo sobre algo
que no es exterior y que imaginamos como materia extendida en el
espacio. Esa actividad que se ejerce, a la vez, hacia delante y
hacia atrás, es la actividad del poder de la imaginación
y el primer producto de esa actividad es la sensación. En
la medida en que el Yo no es consciente de esa actividad, y en que
el resultado de esta última –la sensación–
se pierde y se disipa, obtenemos la percepción: “la
contemplación muda e inconsciente”. La percepción
ofrece, en primer lugar, un substratum al No-Yo, a lo real. Al distinguirse
de lo real, el Yo deviene un Yo en sí, es decir, un Yo consciente.
Para
todo Yo finito, para todo ser humano existe, pues, un mundo real.
Sin embargo, el poder de imaginación productivo no nos conducirá
a un resultado determinado, esto es, a un objeto puesto que el poder
de imaginación productivo es ilimitado. Pero la actividad
de la imaginación debe ser limitada y su resultado determinado.
Esa limitación y esa determinación se producen por
vía de la reflexión. La facultad de reflexión
es la inteligencia. La inteligencia es “una facultad calma
e inactiva” que fija los resultados del poder de la imaginación.
Las
leyes de la inteligencia que fija son las categorías. El
grado más elevado de la inteligencia, la razón, sirve
de base a la facultad del juicio. Con la ayuda de la razón
somos capaces de hacer abstracción de todo objeto, en tanto
que la razón pura, el Yo puro, sigue siendo el sujeto de
la facultad de abstracción, sujeto del cual no es posible
hacer abstracción. En consecuencia, cuanto más el
Yo indivisible es capaz de hacer abstracción de los objetos
–y, por consiguiente del No-Yo–, más la conciencia
de su Yo empírico se acerca al Yo puro. Es en el conocimiento
de la razón que el Yo adquiere una conciencia pura, que se
comprende a sí mismo y deviene, de ese modo, la base de todo
conocimiento. En ese estadio parece que el origen de la determinación
del Yo está en el Yo mismo, que el conocimiento teórico
conduce al conocimiento práctico.
La
parte teórica de la Doctrina de la Ciencia de Fichte muestra,
pues, la evolución dialéctica siguiente:
1.
Idea original de nuestro ser absoluto.
2. Conforme a esa idea, nuestro esfuerzo por reflexionar sobre nosotros
mismos.
3. Limitación, no de ese esfuerzo, sino de la existencia
real postulada, por un principio contrario, por el No-Yo o, en general,
por nuestro carácter limitado.
4. Conciencia, pero sobre todo conciencia de nuestro esfuerzo práctico.
5. Determinación de nuestras representaciones por medio de
nuestros actos
6. Ampliación de nuestros límites hasta el infinito.
I I
El
paso de la filosofía teórica a la teoría de
la ciencia práctica se efectúa por medio del sistema
de los instintos. El Yo tiende hacia el infinito y siente, al mismo
tiempo, su propia limitación. Se trata aquí, al mismo
tiempo, de instinto y de sentimiento, de reflexión y de instinto
de producción. El instinto de la realidad se manifiesta,
en primer lugar, en tanto que instinto de la determinación,
después en tanto que instinto que tiende a cambiar, a satisfacerse,
en tanto que harmonía entre el instinto y la acción,
harmonía que no se realiza, no obstante, sino en el instinto
absoluto, es decir, en el instinto moral: en el Yo empírico.
El
Yo empírico, es decir, el principio de la moral, es establecido
igualmente por medio de la deducción: por la deducción
de la forma pura de la conciencia general. Esa deducción
se opera de la manera siguiente: compruebo mi propia existencia
únicamente como voluntad de mi existencia; pero esa voluntad
no es concebible sino por su carácter distinto del Yo. Así
el Yo empírico se da nacimiento a sí mismo, en tanto
que personalidad moral, en el curso de su lucha en el No-Yo. El
No-Yo, el mundo no existe para nuestra actividad sino para permitir
la realización del valor, es decir, del bien moral. Las cosas
del mundo no poseen una existencia absoluta; no existen sino para
nosotros y son lo que debemos hacerlas. Se comprende así
como el Yo deviene limitado, puesto que sólo lo limitado
puede tender hacia algo. Si el Yo fuera un absoluto infinito, sería
todo en el todo y no existiría para él un fin hacia
el cual pudiera tender. Por la transformación del Yo absoluto
en Yo limitado, el Yo empírico deviene doble: en su esfuerzo
por devenir Yo absoluto difiere de éste último, pero
sabe, por otra parte que, en tanto que Yo, es, en su esencia, idéntico
al Yo absoluto. Nuestra existencia en el mundo inteligible es la
ley moral; nuestra existencia en el mundo sensible es la acción
real: el punto de unión entre ambas es la libertad, en tanto
que facultad absoluta de determinar el mundo sensible por medio
del mundo inteligible.
La
acción del Yo no puede, no obstante, devenir eficaz, si no
suponemos una cierta eficacia en las cosas; eficacia por la cual
se produce la limitación de la actividad del Yo mismo. A
pesar del carácter absoluto de mi razón, sigo siendo
desde cierto punto de vista siempre “naturaleza”, es
decir, instinto. La aspiración del ser inteligente a la autonomía
absoluta, a la libertad por la libertad misma, es el instinto puro,
el instinto fundamental que proporciona el principio formal de la
moral: el principio fundamental de la autonomía absoluta.
El
ser dotado de inteligencia es, en realidad, al mismo tiempo, limitado
y sensible: es un ser corporal y posee, pues, además del
instinto puro, el instinto de la naturaleza que considera como su
fin, no la libertad, sino el goce. Mi aspiración a la libertad
es el instinto puro, en tanto que el simple instinto natural es
contingente y pasivo. Hay que unir esos dos tipos de instintos,
de manera que el instinto natural esté subordinado al instinto
puro. Así el Yo deviene cada vez más libre y su poder
sobre el No-Yo, el poder de la Razón sobre la Naturaleza,
se realiza siempre más.
I
I I
El camino de esa realización es la vía histórica
y Fichte distingue, según las cinco etapas de esa evolución,
cinco concepciones del mundo diferentes:
1.
La concepción sensualista, que fue la concepción
dominante de la época, etapa inferior.
2. La concepción puramente moral del imperativo categórico.
3. La moralidad superior, o moralidad puramente dicha, que tiende
a transformar al hombre en la imagen del ser divino que existe
más allá del hombre.
4. La fe religiosa: Dios es y nada existe fuera de él:
nosotros mismos somos su vida inmediata.
5. La posesión de la Ciencia –y más particularmente
de la Ciencia fichteana–ciencia absoluta y perfecta en sí.
El
camino de la historia ya recorrido o que nos queda por recorrer,
muestra las cinco épocas siguientes:
1.
El reino absoluto del instinto racional: estado de la inocencia
del hombre.
2. El período en el curso del cual el instinto racional
se transforma en autoridad, obrando por violencia exterior: período
de la doctrina y de los sistemas de vida positivos, que no remontan
jamás a las causas últimas y son, por consecuencia
incapaces de convencer, pero que quieren obrar por violencia y
exigen una fe ciega y una obediencia absoluta: período
del nacimiento de los pecados.
3. Período de la liberación. Es en primer lugar,
liberación de la autoridad coercitiva y, de una manera
indirecta, la liberación del instinto racional y, en general,
de la autoridad de la razón bajo todas sus formas: indiferencia
frente a toda verdad y período de la independencia absoluta
de todo hilo conductor; estado del pecado.
4. Período de la ciencia de la razón. Es la época
en que se reconoce la verdad y se la ama en tanto que valor supremo;
período del comienzo de la justificación.
5. Período del arte de la razón: es la época
en que el hombre se crea con mano infalible y segura, como realización
de la razón recuperada; estado de la justificación
y de la santificación completas.
El
camino que la humanidad sigue según esa enumeración
es, en realidad, un retorno al estado original. Pero el hombre
debe seguir ese camino con toda independencia y sin apoyo.
El
paralelismo entre las cinco etapas de la evolución y las
cinco ideologías no es absolutamente riguroso. En la época
de sus “Discursos a la Nación Alemana” consideraba
cerrado el tercer período y pensaba que el cuarto acababa
de comenzar, puesto que el egoísmo se había destruido
a sí mismo. Pero, en la perspectiva de su sistema filosófico,
Fiche debe haber considerado necesario, como postulado, el quinto
período.
Cuando,
en sus Discursos políticos de 1813, Fichte declaraba que
la historia es evolución de una desigualdad originaria,
fundada sobre la simple fe, hacia la igualdad que procede de la
razón, ordenadora de las pasiones humanas, pensaba, ciertamente,
en primer lugar, en su propia filosofía, a la cual atribuía
un papel ordenador.
La
dialéctica, en tanto que construcción de un principio
universal, y exigencia idealista de la realización por
etapas del ideal de libertad, expresa, a fin de cuentas, la misma
realidad social que la filosofía de Kant. Con la diferencia,
no obstante, que las soluciones de compromiso de Kant nos obligan
a considerarlo como un girondino, en tanto que podemos reconocer
a un jacobino en Fichte, por lo menos en cuanto a su teoría
–y haciendo abstracción del último giro de
su filosofía: giro nacionalista y religioso que refleja
una encrucijada política, más que una situación
histórica.
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