INTRODUCCIÓN A MAX
WEBER (1864-1920)
- UN CONTEXTO CULTURAL
- SOCIOLOGÍA DESPUÉS DE MARX Y NIETZSCHE
- CARACTERÍSTICAS DE UNA SOCIOLOGÍA DE LA ACCIÓN
- TRES MOMENTOS EN UN MÉTODO: COMPRENDER, INTERPRETAR,
EXPLICAR
- CUATRO CONSTANTES WEBERIANAS
- «LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL
CAPITALISMO»: ELEMENTOS PARA UNA - LECTURA
- RELIGIÓN Y ORGANIZACIÓN SOCIAL
- EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO
- DOMINACIÓN Y ACCIÓN POLÍTICA
- DOMINIO, OBEDIENCIA Y LEGITIMIDAD
- LA BUROCRACIA
- ÉTICA Y POLÍTICA COMO FORMAS DE TRAGEDIA
- LA ÉTICA DE WEBER: RESPONSABILIDAD Y CONVICCIÓN
- A MANERA DE CONCLUSIÓN
UN CONTEXTO CULTURAL
Max
WEBER nació el 21 de abril de 1864 y murió el 14 de
junio de 1920. Tal vez estas fechas digan poco a un lector del siglo
21, pero situándolas en su contexto histórico, se
verá que fue testimonio de la creación del Imperio
(1871), de su hundimiento (1918) y del nacimiento de la República
de Weimar (1919) a la redacción de cuya constitución
contribuyó decisivamente. A lo largo de su vida conoció
dos guerras nacionales (1866 y 1870), una guerra mundial (1914-1918)
y tres revoluciones (las de 1905 y 1917 en Rusia y 1918 en Alemania).
Su disección de la sociedad burguesa es, pues, también
una consecuencia de su conocimiento vivo de la historia y de su
experiencia inmediata de la transformación del mundo cultural
que había sido el de los grandes propietarios latifundistas
prusianos aburguesados [Junkers] y acabará siendo el de las
tensiones obreras y el ascenso de la socialdemocracia.
Nacido
en la burguesía intelectual liberal (su padre era jurista
y diputado) en el seno de una complicada familia de intelectuales
y empresarios y formado en la brutal “cárcel de hierro”
de la Universidad de su época –que le provocó
sus conocidas depresiones y una muerte prematura a los 56 años–
WEBER es testimonio del análisis de la concentración
industrial [Konzern] y de las consecuencias ideológicas de
la modernidad económica que hereda tanto como transforma
radicalmente el viejo panorama ideológico protestante. Su
análisis de la religión, de la política y de
las formas de legitimación son indisociables del cambio que
experimenta Alemania, y casi Europa occidental entera, entre 1864
y 1920.
Como
sociólogo, WEBER ofrece un testimonio de primera mano sobre
la crisis de la tradición prusiana (aristocrática,
autoritaria, patriarcal) y el surgimiento de los Estados modernos
(de democracia representativa, burocráticos, legal-racionales,
etc.). La Alemania de su tiempo vive unos cambios sociales, históricos
y culturales profundos que harán posible que, por primera
vez, la modernidad tome conciencia de sus límites y de la
distancia entre su marco jurídico y la realidad social. Ese
proceso, que él denominó «racionalización
del mundo», no puede pensarse sin tensiones y contradicciones
y constituye el tema básico o el hilo conductor de toda su
obra. WEBER fue capaz de ver hasta qué punto la racionalidad
formal de la empresa, del derecho o del estado es inseparable de,
y tiene en su vértice, la irracionalidad del dominio carismático
y de la burocracia, expresión de una racionalización
que se ha vuelto irracional:
«Junto
con la máquina sin vida [la burocracia] está realizando
la labor de construir la moralidad de la esclavitud del futuro en
la cual quizá un día han de verse los hombres, como
los “felagas” en el estado egipcio antiguo– obligados
a someterse, impotentes a la opresión, cuando una administración
puramente técnica y buena, es decir, racional, una administración
y provisión de funcionarios, llegue a ser para ellos el último
y único valor, el valor que debe decidir sobre el tipo de
solución que ha de darse a sus asuntos».
WEBER se nos aparece casi un notario de estos cambios y como el
narrador de la nueva concepción del poder, de lo sagrado
y de la máquina que surge de la conciencia europea de su
momento, y que, en buena parte, perdura en los tiempos posteriores.
Así
cuando nos describe la personalidad carismática, convendría
no olvidar que él es un contemporáneo de Bismarck,
unificador de Alemania (1866-1871) y autor de las primeras políticas
sociales modernas (1883-1889). Y cuando se leen sus trabajos sobre
LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO
(1904-1905), habría que tener a mano novelas como LOS BUDDENBROOKS
de Thomas Mann (1901) donde se narra la decadencia de la vieja burguesía
rigorista y protestante, substituida por una nueva burguesía
arribista y mercantil.
WEBER
fue un personaje complejo, por enciclopédico, e incluso por
mal editado: la manipulación póstuma que su mujer,
Marianne, ejerció sobre su obra –destrucción
de manuscritos incluida– deja pequeña a la de la hermana
de Nietzsche; se trata, además, un personaje psicológicamente
atribulado, con unas complicadas relaciones familiares y acosado
por la depresión, que le dejó “fuera de juego”
en la Universidad entre 1897 y 1918, aunque practicase –cuando
la salud lo permitía– el famoso “ocio eficaz”
de los universitarios alemanes. La confidencia, que debemos a su
esposa, según la cual no logró consumar su matrimonio
hasta los 44 años (se había casado con 29), nos muestra
hasta que punto era un individuo emocionalmente complicado. Y no
debieran pasarse de largo sus obvios fracasos políticos,
incluyendo el de la constitución de la República de
Weimar que inspiró –y lo que ello pudo ayudar al posterior
auge del nazismo. Pero su obra, tomada como “Corpus”,
más que discutida y discutible en los detalles empíricos,
inicia una manera de hacer sociología y de comprender la
acción social que vale en tanto que clásica.
SOCIOLOGÍA
DESPUÉS DE MARX Y NIETZSCHE
Max
WEBER murió en 1920, Durkheim lo había hecho en 1917
y Simmel en 1918. Es demasiado simple convertir a estos tres pensadores,
y particularmente a WEBER, en una especie de “anti-Marx”
–o de reconstructores del pensamiento burgués–
como ha sido tópico en el contexto ibérico. Más
bien debiera considerarse a WEBER como el autor que ha comprendido
hasta qué punto la “filosofía de la sospecha”,
por usar una etiqueta bastante anacrónica, tiene razón
en lo que critica pero es, a la vez, impotente por lo que propone.
Según parece, WEBER habría confesado a Spengler, en
febrero de 1920, que: «La honestidad de un intelectual puede
medirse por su actitud frente a Marx y Nietzsche (...) El mundo
en que existimos intelectualmente nosotros mismos es en gran parte
un mundo formado por Marx y Nietzsche». Su proyecto no pretende,
pues, la reconstrucción, sino la revisión de lo dicho
por los maestros de la sospecha. Precisamente porque Marx y Nietzsche
llevan a un callejón sin salida –porque son geniales
y ciegos a la vez– es necesario asumirlos como ellos mismos,
en su mejor momento, hubiesen querido: sin escolástica, pero
sin perdonarles por estar vivos; sin menosprecio pero sin sumisión.
WEBER
como pensador resume las tradiciones políticas de la Alemania
de su época: fue liberal, se implicó en el pensamiento
social cristiano y terminó en el Deutsche Demokratische Partei
en 1919, después de haber estado vinculado a la socialdemocracia,
que le desagradaba por burocrática; no pretende transformar
el mundo pero comparte con Marx un enfoque metodológico básico:
el de explicar las sociedades como un conjunto de estructuras y
de prácticas sociales colectivas. Y lo hace con una perfecta
distancia, o “neutralidad axiológica” si se prefiere,
en lo que se refiere a las consideraciones morales. Así,
en 1892 podía escribir, por ejemplo, que: «... desde
el punto de vista de la razón de estado; éste no es
para mí un problema referente a los obreros agrícolas,
no pregunto si viven bien o mal y cómo se los puede ayudar».
Podríamos encontrar textos de Marx sobre la situación
de los obreros en la India que no estaría demasiado lejos
de este enfoque.
Temas
como el análisis del capitalismo y de la burocratización,
e incluso la cosificación de las relaciones humanas, se hallan
en Marx tanto como en WEBER. Sin embargo lo que les separa es obvio:
WEBER no acepta el reduccionismo de la hipótesis central
del marxismo, la primacía del sólo factor económico
para explicar el capitalismo. La alternativa weberiana es bien conocida:
si el capitalismo ha triunfado se debe no a la plusvalía
ni al maquinismo, sino a la eficiencia social de unos valores encarnados
por la ética, protestante, que ha hecho del trabajo un estilo
de vida que va mucho más lejos del puro elemento económico
e impregna todas nuestras acciones.
La
segunda influencia crucial la recibió de Nietzsche. WEBER
descubre en él la idea fundamental de su sociología:
el lugar central que ocupan los valores, su papel fundador de la
conciencia social que es, a la vez, conciencia moral. Nietzsche
muestra a WEBER que los valores no son eternos y que lo fundamental
para un sociólogo es comprender como determinados valores
se han convertido en tópicos, hasta volverse incluso incapaces
de identificarse como tales: es la aquiescencia social, el contexto
histórico y la utilidad de los valores para fundar estilos
de vida lo que nos ofrece el criterio para comprender cómo
funciona y como se articula una acción social. Se ha podido
decir que WEBER realiza empíricamente el programa de LA GENEALOGÍA
DE LA MORAL. Pero encontraremos entre ambos una diferencia crucial:
Nietzsche quiere «transvalorar», cambiar el signo de
los valores; en cambio, lo que WEBER pretende es comprender la influencia
indirecta de los valores sobre la vida y sobre la formación
social, pero sin erigirse en juez. Los valores son “racionales”,
incluso más racionales que los intereses económicos,
y por ello la actitud axiológica de neutralidad es más
conveniente que la del juicio moral o, peor aún, moralizante.
CARACTERÍSTICAS
DE UNA SOCIOLOGÍA DE LA ACCIÓN
WEBER
fue un autor enciclopédico, capaz, por ejemplo, de escribir
dos tesis sobre derecho comercial en las ciudades italianas (1889)
y sobre historia agraria de Roma, considerada en su relación
con el derecho público y privado (1891). De ahí su
agudo sentido de la historia, que lo enfrenta a la Escuela marginalista
austríaca de Carl Menger (1840-1921) a la que consideraba
sólo capaz de enunciar reglas abstractas. Pero fue también
un empirista, capaz de realizar encuestas sobre el terreno, como
la que dedicó a la situación de los trabajadores agrícolas
del este del Elba (1892) y la estudió a los obreros industriales
alemanes (1908). Sin embargo, WEBER no se limita al empirismo lato.
Considera, más bien, necesario elaborar conceptos teóricos
que permitan dar cuenta de las realidades sociales, desde un punto
de vista dinámico.
No
es función de la sociología establecer leyes de la
«ciencia de la cultura», el sentido que, por ejemplo
la entendía Wilhelm Dilthey (1833-1911) cuando distinguía
entre explicación [erklären], propia de las ciencias
naturales y comprensión [verstehen], propia de las ciencias
sociales. A las ciencias sociales no les corresponde un estatuto
minorizado. La sociología es una ciencia histórica
que debe apartarse de toda clase de dualismos y, en consecuencia,
no hay que fundar tampoco su método a partir de las ciencias
de la naturaleza, como pretendían los positivistas. Lo que
WEBER entendía por “acción social” se
puede resumir en un párrafo de su propia obra:
«La
sociología interpretativa o comprensiva considera al individuo
y su acción como su unidad básica. Como su átomo,
si puedo permitirme emplear excepcionalmente esta discutible comparación.
Desde esta perspectiva, el individuo constituye también el
límite superior y es el único depositario de una conducta
significativa... En general, en sociología, conceptos tales
como «estado», «asociación», «feudalismo»,
etc., designan categorías determinadas de interacción
humana. En consecuencia la teoría de la sociología
consiste en reducir estos conceptos a «acciones comprensibles»,
es decir, sin excepción, aplicables a las acciones de hombres
individuales participantes».
Los
dos conceptos que permiten comprender el desarrollo de la sociología
weberiana son los de «actor socializado» y «acción
instituida»; ambos permiten superar el tópico del “individualismo
sociológico” que, como veremos, es más complejo
de lo que su explicación elemental sugiere.
Hablar
de «actor socializado», sugiere que el individuo forma
parte de una serie de redes de relaciones sociales, fuera de las
cuales no puede ser comprendido. El punto de vista del «actor
socializado», es decir, la comprensión que los propios
actores tienen de su propia función es sociológicamente
fundamental. Esos actores, organizados, son la base de toda acción
social.
WEBER
distingue entre “clases sociales”, “grupos de
estatus” y “partidos políticos”, estratos
distintos que corresponden respectivamente a los órdenes
económico, social y político.
Así,
a diferencia de Marx, en WEBER las clases son únicamente
una de las formas de la estratificación social, atendiendo
a las condiciones de vida material, y no constituyen un grupo consciente
de su propia unidad más allá de ciertas condiciones
de vida.
Los
“grupos de estatus” se distinguen por su modo de consumo
y por sus prácticas sociales diferenciadas que dependen a
la vez de elementos objetivos (nacimiento, profesión, nivel
educativo) y de otros puramente subjetivos (consideración,
reputación...). Estos “grupos de estatus” se
distinguen unos de otros por estilos o “modos de vida”
(concepto que hay que comprender por oposición a “nivel
de vida”).
Finalmente,
los “partidos políticos” expresan y unifican
en forma institucional intereses económicos y estatus sociales
comunes, aunque su creación puede fundamentarse también
en otros intereses (religiosos, éticos, etc...).
Este
análisis tridimensional pone de relieve que en las sociedades
modernas hay diversos criterios de jerarquización de los
grupos sociales. Entre los diversos modos de pertenencia a un grupo,
el “grupo de estatus” posee una especial relevancia:
es ahí donde se adquieren y se comparten los valores, las
normas de comportamiento y las prácticas significativas que
los especifican. Una teoría de la acción social debe
dar cuenta, en consecuencia, de la forma como unos individuos interaccionan
con otros para modificar sus comportamientos; lo que no necesariamente
se produce de forma racional...
De
ahí que la sociología deba dar cuenta también
de la «acción instituida» que es algo más
que la pura “elección racional” del supuesto
individualismo metodológico. La elección de los valores,
que incumbe al individuo, se refiere implícitamente a su
“grupo de estatus”. Promocionar, o no, determinados
valores depende de un grupo que siempre es institucional.
Si
hablamos de un actor socializado y una acción instituida
es porque la elección de valores de los individuos es social,
elaborada en instituciones que de por sí son jerárquicas.
La conformidad o disconformidad respeto a una regla constituye al
individuo. De hecho actuar según la regla equivale a ser
instituido por ella. Pero es el individuo, y no una totalidad “holística”,
lo que explica la acción. Más que elaborar teorías
holísticas, que por su alto nivel de generalización
no explican nada, de lo que se trata es de elaborar un pensamiento
complejo sobre el individuo. Lo instituido se expresa en su actor.
El
individualismo metodológico no debe confundirse, pues, con
el individualismo social, propio de algunas sociedades liberales
que animan a ser “diferentes”; ni con el individualismo
ético que se opone al “colectivismo”. Ambos ven
al individuo como enfrentado al grupo, o “des/socializado”,
mientras que el individualismo metodológico se ejerce en
el contexto de una sociedad y de unas instituciones.
TRES
MOMENTOS EN UN MÉTODO
WEBER
en la famosa primera frase de ECONOMÍA Y SOCIEDAD, define
la sociología como: «... una ciencia que se propone
comprender por interpretación [deutend verstehen] la actividad
social interpretándola, y a partir de ahí explicar
causalmente [ursächlich erklären] su desarrollo y sus
efectos».
De
aquí se derivan las tres etapas de toda sociología:
comprensión, interpretación y explicación,
que no han de considerarse como peldaños de una escalera
sino como formas de análisis convergentes de la realidad
social, sin que quepa considerar a una “superior” a
otra.
«Comprender»
la acción social significa optar por la “neutralidad
axiológica”, tanto por razones morales como por la
propia especificidad de la teoría. No es necesario ponerse
en la piel de los actores sociales para comprenderles, o como dice
en ECONOMÍA Y SOCIEDAD: «No es necesario ser Cesar
para comprender a Cesar». Ningún científico
social tiene derecho a aprovecharse de su situación para
hacer ostentación de sus sentimientos particulares. Y, por
el mismo hecho de que en ciencias sociales es imprescindible seleccionar
cuidadosamente los materiales, la neutralidad axiológica
es imprescindible para el buen resultado del análisis. Sin
neutralidad axiológica no hay comprensión científica
de la sociedad. Como él mismo definió en un artículo
póstumo (1927):
«No
conocemos ideales que puedan demostrarse científicamente.
Seguramente, la tarea más ardua es trazar la raya desde nuestro
propio pecho en un periodo cultural que es tan subjetivo. Pero no
tenemos ningún paraíso soñado, ni ninguna calle
de oro que ofrecer ni en este mundo ni en el próximo; ni
en el pensamiento ni en la acción; y es un estigma de nuestra
dignidad humana que la paz de nuestras almas no pueda ser nunca
tan grande como la paz de aquel que sueña en tal paraíso»
La ausencia de espíritu doctrinario, la renuncia a transformar
la sociedad para lograr interpretarla ha de ser paralela a la apasionada
exigencia de lucidez en el análisis. Como se verá
la «ética de la responsabilidad» surge de la
exigencia de comprensión por encima del prejuicio y de la
utopía.
«Interpretar»
la acción social llega a ser posible mediante la construcción
de “ideales tipo” [Idealtipen – palabra también
traducida por: “tipos ideales”, o “tipologías”].
Un “ideal tipo” es una construcción abstracta,
de estatuto provisional, susceptible de ordenar el caos, la infinita
diversidad de lo real. No expresan “la” verdad, que
en tanto que concepto substancial es un ideal vano, sino uno de
sus aspectos, a través de acentuar los rasgos cualitativos
de una realidad. Su valor es, pues, utilitario, en tanto que permite
una mayor inteligibilidad de lo real. El “ideal tipo”
coincide con una «imagen mental obtenida por racionalizaciones
de naturaleza utópica», es decir, sin contenido empírico,
que retoma la distinción kantiana entre el “concepto”
[verdad] y lo “real” [realidad]. Se trata así
de evitar tanto la confusión positivista entre verdad y realidad
cuanto la dimisión conceptual del puro relativismo empirista.
En sus propias palabras:
«Se
obtiene un “ideal tipo” al acentuar unilateralmente
uno o varios puntos de vista y encadenar una multiplicidad de fenómenos
aislados –difusos y discretos – que se encuentran en
mayor o menor número y que se ordenan según los precedentes
puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de
pensamiento homogéneo».
El
concepto de “ideal tipo” sirve a WEBER para superar
la contradicción entre la subjetividad inherente a la selección
de materiales que debe plantear cualquier sociólogo y la
objetividad que se exige a sí mismo en tanto que científico
que debe actuar desde parámetros de “neutralidad axiológica”.
Y todavía más, el “ideal tipo” es una
herramienta a través de la cual se supera la contradicción
entre los hechos históricos singulares y la generalización
a que obligan las reglas sociales. Finalmente, un “ideal tipo”
es también útil para la reconstrucción racional
de las conductas sociales. WEBER los usa tanto para su sociología
de la acción (tipos de racionalidad), como para su sociología
económica (tipos de capitalismo), su sociología de
las religiones y su sociología política (tipos de
dominación).
«Explicar»
significa, en palabras de WEBER, establecer «juicios de imputación
histórica» que, a diferencia de lo que ocurre en Marx,
implican un pluralismo causal. Es importante establecer que un mismo
fenómeno puede ser explicado de formas muy diversas. Debe,
pues, tenerse muy presente, en la medida que concierne a la teoría
Weberiana del “espíritu del capitalismo”, que
el propio WEBER tenía más que reservas ante la sobrevaloración,
atribuida a sus intérpretes, del papel de la ética
religiosa sobre el famoso “espíritu”. Esta explicación
no debiera generalizarse, ni universalizarse más allá
de un contexto histórico muy concreto, fuera del cual no
es válida –precisamente en la medida que sería
monista, cuando lo que pretende WEBER es reivindicar el pluralismo.
Habría que saber hasta que punto el pluricausalismo tiene
que ver con la propia complejidad psicológica y las inseguridades
de WEBER y hasta que punto se ha convertido después en un
artefacto apto para garantizar el orden social cuando ciertas causalidades
son incluso “demasiado” claras.
CUATRO
CONSTANTES WEBERIANAS
Resulta
complejo establecer períodos en la obra de un pensador como
WEBER cuya obra, en gran medida, está condicionada por el
sistema, francamente opresivo, de la Universidad germánica
de su época. Un profesor nada convencional que muere a los
56 años y vive forzado a escribir sobre el Imperio chino,
la agricultura tardoromana, los fundamentos racionales de la música,
la historia comercial de la Edad Media, las sectas protestantes,
la bolsa, el judaísmo antiguo y el formalismo en el derecho...
difícilmente puede ser juzgado desde un planteamiento académico
perfectamente convencional que distinga entre, por ejemplo, juventud
y madurez en el sistema. En cualquier caso, WEBER es inmune a la
fascinación de las filosofías de la historia, de las
profecías sociales y del evolucionismo, que son las tentaciones
más habituales de cualquier pensador social.
Por
ello preferimos hablar de “constantes” que van apareciendo
como un fondo en la obra de WEBER; hay algunos quasi-axiomas a lo
largo de toda su obra y nos parece perfectamente asumible la continuidad
de ciertas intuiciones básicas en sus textos principales.
1.-
LA ESPECIFICIDAD DEL RACIONALISMO OCCIDENTAL: La especificidad
del mundo occidental y de la modernidad está vinculada según
WEBER a la «racionalización» y al «desencantamiento
del mundo». Esos dos principios de acción social, que
no se han dado en ninguna otra parte del planeta, se expresan de
una forma especialmente significativa en la organización
capitalista del trabajo y en el Estado burocrático moderno,
con su énfasis en el criterio de eficacia. Algunos estudiosos
de su obra sitúan ese descubrimiento hacia 1910 (en sus trabajos
sobre la música) pero es obvio que se trata de una intuición
que puede reencontrarse en sus obras mayores. Lo específico
del racionalismo occidental es que su obra vincula formas económicas,
estructuras sociales e instituciones políticas. No se trata
de que WEBER sea “etnocéntrico”: como hemos dicho
defiende metodológicamente el pluralismo causal; pero lo
cierto es que el cúmulo de circunstancias que llevan a la
racionalización en Occidente no surge en ningún otro
lugar. Con todo, debe destacarse que WEBER nunca cree que exista
ningún tipo de desarrollo lineal de las sociedades, ni que
otras culturas deban “progresar” (concepto que tampoco
asume) hacia el modelo occidental.
2.-
LA ORDENACIÓN DE LA CONDUCTA Y CONSTRUCCIÓN DE UN
“ORDEN VITAL” [LEBENSORDNUNG] Un segundo gran
tema weberiano es el de la forma como las religiones construyen
el “ethos” de los individuos, es decir, el orden normativo
interiorizado, que da forma a la conducta. Para WEBER es importante
destacar que ese “ethos” no constituye algo puramente
limitado a las ideas, sino que tiene consecuencias sociales y, además,
no surge de individuos aislados sino de grupos que consideran su
ética como un signo distintivo explícito en la acción
social. Las relaciones sociales y las formas simbólicas no
pueden ser separadas, y constituyen un orden vital que identifica
a determinados “tipos ideales”. Mecanismos subjetivos
y eficiencia social no sólo no resultan contradictorios,
sino que se necesitan, y se explican, mútuamente. Esa es
la intuición que subyace a LA ÉTICA PROTESTANTE Y
EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO.
3.-
LA TENSIÓN ENTRE RACIONALIDAD E IRRACIONALIDAD Es
uno de los temas básicos del mundo moderno. Una parte básica
de los estudios históricos weberianos está orientada
a mostrar cómo lo racional emerge de lo irracional, de manera
que no resulta posible mantener una escisión entre ambos
niveles; de hecho ni siquiera una pueden ser nítidamente
diferenciados. Lo “irracional” fascina a su época:
Freud, como Th. Mann i WEBER lo investigan –y se sienten atraídos
por su estudio. Eso no significa que la obra Weberiana pueda confundirse
con un “irracionalismo” sino que nos muestra lo extraordinariamente
complejo, e incluso lo ambivalente, de la noción misma de
racionalidad
4.-
LA INFLUENCIA DE LAS DISPOSICIONES ÉTICAS es la
otra gran constante del pensamiento social weberiano. La burguesía,
además –y por encima– de ser un sistema económico,
o una clase social con una serie de derechos jurídicos es
un “ethos”, en ruptura con los principios tradicionales,
centrada en la conciencia profesional y que sitúa el trabajo
como valor central que da sentido a la vida. El “ethos”
protestante puede parecer contradictorio –acumula riqueza
pero mantiene la prohibición radical de disfrutarla–
y constituye un ascetismo secular por oposición al ascetismo
religioso. A través de la educación este “ethos”
se acabará extendiendo a otros grupos sociales, incluidos
los obreros, para convertirse en una especie de sentido común
de las sociedades occidentales.
La
ética calvinista, puritana y el espíritu capitalista,
unidos estrechamente forman el núcleo del mundo moderno.
«Una conducta vital caracterizada por un racionalismo práctico»
–expresión que tomamos de su SOCIOLOGÍA DE LA
RELIGIÓN (1920), es tan necesaria como una tecnología
racional o como un derecho racional para la extensión del
capitalismo. Para comprender la originalidad de WEBER tanto frente
al marxismo como al marginalismo de Carl Menger, conviene recordar
que para WEBER ha habido un capitalismo “no racional”
(el de las ciudades de la Edad Media), por oposición al capitalismo
racional, orientado por el mercado y por la racionalidad calvinista.
De hecho, el capitalismo necesitó para triunfar que la familia
dejase de ser el eje “no racional” de la sociedad y
que –mediante procesos como la sociedad anónima por
acciones– sea la empresa el modelo racional de la acción
social. No puede, pues, explicarse el capitalismo ni por la pura
lógica monetaria de la economía (Menger), ni por la
lucha de clases (Marx) que, siendo elementos significativos, no
agotan su pluralidad de significaciones.
«LA
ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO»:
ELEMENTOS PARA UNA LECTURA
A diferencia
de Marx, WEBER no se interesa por el capitalismo en oposición
a una (hipotética) sociedad socialista, sino como expresión
de la especificidad del mundo occidental y de la racionalidad moderna.
Para ambos el capitalismo es un hecho determinante en el destino
del hombre, pero WEBER no ve una causalidad económica determinante
en la historia, sino una sincronía de elementos, religiosos,
económicos, éticos... que al entrecruzarse en un determinado
momento dan origen a una determinada racionalidad capitalista. Éste
es el tema de LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL ESPÍRITU DEL
CAPITALISMO (1904-1905) sobre el que luego volverá en LA
ÉTICA ECONÓMICA DE LAS RELIGIONES MUNDIALES (1915-1920).
Lo
que le importa en estos libros es explicar la «mentalidad
económica», capaz de elaborar el “ideal tipo”
capitalista, cuando la creación de riqueza se convierte en
un imperativo moral. Hay un momento, más o menos datable
en la época de Lutero, en que la palabra alemana “Beruf”
(“vocación”) pierde su sentido religioso y se
convierte en “profesión” o, mejor incluso, en
una mezcla de ambas: “vocación” y “profesión”.
El “ideal tipo” capitalista puede datarse, mejor incluso,
en Benjamin Franklin cuando atesorar se convierte en una acción
moral y usar a los otros humanos para hacer dinero llega a convertirse
en una virtud.
Sería
un error, un reduccionismo insostenible a partir de los textos de
WEBER, limitar el nacimiento del capitalismo moderno a la sola extensión
de la mentalidad calvinista. Es más correcto considerar que
la racionalidad del capitalismo surge cuando la responsabilidad
individual de los fieles, que originariamente se expresaba a través
del examen de conciencia, que en principio es un mecanismo religioso,
llega a convertirse en un sistema –una ascética–
del autocontrol económico. Así, la racionalización
de lo que en origen era una estructura religiosa se erige en principio
unificador y organizador de la vida social. La vocación (ética,
religiosa) y el oficio (actividad económica) se confunden
como medios a través de los cuales se expresa –y se
agradece– la bendición de Dios y se realiza el destino
de los humanos.
La
idea de predestinación calvinista (elección divina
insondable) se realiza “en el mundo” mediante la prosperidad
económica; que alguien “ha sido elegido” por
la divinidad se hace palpable y concreto por el éxito en
la actividad económica. WEBER comenta que «con su inhumanidad
patética, esta doctrina [el puritanismo] había de
tener como resultado en el ánimo de una generación
que la vivió en toda su grandiosa consecuencia, el sentimiento
de una inaudita soledad interior del hombre» (Segunda parte,
cap. I). Ante la imposibilidad por alcanzar la certeza de su salvación
[certitudo salutis], los individuos transfieren a la actividad económica
las disposiciones éticas que en ellos había modelado
su confesión religiosa. O como comenta WEBER: «Sólo
el elegido tiene propiamente la “fe efficax”, sólo
él es capaz –gracias a la “regeneratio”
y a la consiguiente “santificatio” de su vida entera–
de aumentar la gloria de Dios por la práctica de obras realmente,
y no sólo aparentemente, buenas»; en definitiva, lo
que se produce es una transferencia de la “eficacia”
de la fe a la “eficiencia” en el negocio. La vocación
que antaño se expresaba en el ámbito monástico
se concreta, de ahora en adelante, en la multiplicación de
los beneficios en el mercado. La «santidad en el obrar elevada
a sistema», propia del luteranismo se encontraba “con”
y “en” la economía moderna.
No
hay pues, una infraestructura económica que determine la
ideología, sino una mutua implicación de religión
y comportamiento económico. Sin la doble existencia de condiciones
materiales y de disposiciones morales y religiosas, el capitalismo
no sería posible. La «ética metódicamente
racionalizada» por el calvinismo converge con el ascetismo
necesario para la expansión del capitalismo. Es la conjunción
sincrónica de ambos elementos lo que crea una economía
racional moderna. Hay que enseñar previamente a ahorrar para
que, mediante la acumulación, pueda crecer el capitalismo.
En palabras del propio WEBER:
«Según
la voluntad inequívocamente revelada de Dios, lo que sirve
para aumentar Su gloria no es el ocio, ni el goce, sino el obrar;
por lo tanto, el primero y principal de todos los pecados es la
dilapidación del tiempo: la duración de la vida es
demasiado breve y preciosa para “afianzar” nuestro destino.
Perder el tiempo en vida social, en cotilleo, en lujos, incluso
dedicar al sueño más tiempo del indispensable para
la salud –de seis a ocho horas, como máximo–
es absolutamente condenable desee el punto de vista moral. Todavía
no se lee, como en Franklin “el tiempo es dinero”, pero
el principio tiene ya vigencia en el orden espiritual; el tiempo
es infinitamente valioso, puesto que toda hora perdida es una hora
que se roba al trabajo en servicio de la gloria de Dios».
Ello explica que sociedades como las mediterráneas (católico
romanas u ortodoxas), las árabes o las asiáticas hayan
tenido un aterrizaje tan azaroso en la modernidad. No es por algún
problema en los dogmas sino por la falta de un “ethos”.
Se precisa una gran dosis de racionalización y de «desencantamiento
del mundo» para que el capitalismo pueda llegar a desarrollarse.
En
el plano empírico sería fácil mostrar que algunos
territorios católicos y muchos territorios protestantes no
cumplen con las condiciones factuales de la hipótesis weberiana.
Ya en su época se le criticó, además, la poca
atención al componente judío de la mentalidad capitalista.
Después de la 2ª Guerra Mundial, Hugh Trevor-Roper documentó
que a finales del siglo XVI la autonomía política
de las ciudades europeas se veía limitada a la vez por el
conservadurismo de los príncipes luteranos y por el poder
de los reyes de España y Francia. También Fernand
Braudel (especialmente su clásico: «Civilización
material, economía y capitalismo») muestra, sin lugar
a dudas que fueron las ciudades italianas (católicas) las
que vieron nacer las primeras concentraciones de capital comercial
y bancario. Es a los humanistas italianos a quienes cabe dar el
mérito de haber reflexionado por primera vez sobre el significado
del capitalismo. En definitiva, LA ÉTICA PROTESTANTE Y EL
ESPÍRITU DEL CAPITALISMO puede ser un libro fácilmente
“falsable” desde el punto de vista empírico.
Pero lo que parece asumido es que el capitalismo nació contra
la lógica del mercado o, si se prefiere, poniendo la acumulación
por delante del intercambio. Y esa «mentalidad económica»
deducida de lo que no era en principio económico o ventajoso
a nivel primario explica en gran parte su originalidad como sistema.
RELIGIÓN
Y ORGANIZACIÓN SOCIAL
WEBER,
según escribió su esposa Manrianne, confesaba «no
tener oído musical para la religión». Luterano
por formación, es obvio que prefería el rigorismo
calvinista, cuya severidad e intransigencia traspasó a su
conducta vital. Tal vez no estaría de más recordar,
sin ser demasiado freudianos, que el calvinismo era también
la religión de su madre. WEBER participó en diversos
congresos de cristianismo social y se interesó por la acción
social de la iglesia que, tanto para liberales como para pietistas,
constituía la expresión más pura de la fe.
Pero cuando aborda el estudio de las religiones, sea el judaísmo
o el calvinismo, se impone a sí mismo una radical “neutralidad
axiológica” y da muestras de una impresionante erudición
histórica. Lo que le interesa es, básicamente, poner
de relieve la relación entre religión y modernización
y lo que denominó «desencantamiento del mundo»,
es decir, el proceso de racionalización en su crítica
de la fe.
Lo
primero que conviene dejar claro es que, para WEBER, la religión
no puede ser rechazada como si se tratara de algo irracional. Incluso
la magia de ayer, contra la que hoy lucha la racionalización,
fue racional en su momento; y lo mismo puede decirse del monoteísmo
frente al politeísmo y el animismo. Incluso los 10 mandamientos
del judaísmo establecieron un mecanismo legalista racionalizador.
Si la racionalidad y la irracionalidad existen conjuntamente en
el seno de las religiones es porque el comportamiento religioso
es, también, un tipo de acción social. Es interesante
observar como en la Reforma, al tratar de eliminar los elementos
mágicos de la creencia, no se consiguió romper con
lo irracional. Al contrario, con la racionalización creciente
lo irracional refuerza su intensidad.
WEBER
distingue, en tanto que sociólogo, dos formas de religiosidad,
con cuatro tipos que, una vez más, no deben leerse como evolutivos,
o ascendentes, sino que existen simultáneamente:
·
«ascetismo» (forma activa) que incide en el
mundo y que puede darse como ascetismo monástico (monje,
sacerdote) o “en el mundo” como ascetismo secular (calvinista
emprendedor). De hecho, en el capitalismo, el ascetismo secular
hunde sus raíces al monástico sin que eso signifique
que haya tomado su forma. El concepto mismo de “industria”
se origina en el ámbito monástico para pasar a significar
algo plenamente distinto en el ámbito económico.
·
«misticismo» (forma pasiva) que no pretende
adaptarse al mundo. También tiene una forma “fuera
del mundo” (la clausura) y otra más activa (puritanismo).
En
su texto de 1920 «Consideraciones intermedias: teoría
de los grados o orientaciones del rechazo religioso del mundo»
[Zwischenbetrachtung - «Paréntesis teórico»]
muestra cómo en la modernidad se produce una oposición
progresivamente insoluble de la esfera religiosa respeto a otras
esferas de valor. La religión deja de impregnar la economía,
la política y la ciencia y se abre una creciente diferencia
entre estos órdenes y el la esfera religiosa, hasta constituirse
dos grupos de fuerzas progresivamente desvinculadas de ella: las
de la actividad racional (economía y política) y las
que pertenecen al nivel de lo irracional (estética y erótica).
Lo paradójico es que también estética y erótica
conocerán también irremisiblemente su proceso de racionalización
en la medida en que se vuelvan autónomas (lo que de hecho
sucedió con Freud, todo hay que decirlo). Es el estado burocrático
e impersonal, y no la religión, el que juzga las contradicciones
entre las diversas esferas de valores y marca su diferenciación
y su autonomía relativa.
EL
DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO
Con
la creciente intelectualización, el hombre moderno deja de
creen en poderes mágicos. Pero al perderse el sentido profético
se encuentra forzado a vivir en un mundo “desencantado”.
Lo que denomina «irracionalidad ética del mundo»
procede del antagonismo de valores ligado a la intuición
fundamental de la infinita diversidad de la realidad misma. Por
lo demás, el mundo moderno experimenta una gran dificultad
para producir nuevos dioses o nuevos valores. La humanidad, o al
menos la occidental, se halla en grave peligro de pasar de la irracionalidad
ética a la «glaciación ética»;
el supuesto politeísmo de los valores en una sociedad moderna
no es más que la fachada bajo la que se oculta un indiferentismo
hacia los valores, que ya no se confrontan entre sí. Bajo
este pluralismo lo que sucede es una pura uniformización.
El
concepto de «desencantamiento del mundo» [Entzauberung
der Welt – traducible también por “pérdida
de la magia” “desembrujo”...] permite un doble
planteamiento. Por una parte constata el agotamiento del poder que
antes poseyeron las religiones para determinar de manera significativa
las prácticas sociales y para dotar de sentido la experiencia
global del mundo. Pero además ofrece un criterio para evaluar
el papel de la Ilustración. Esto es, sin embargo, una cuestión
que conviene plantear en un contexto coherente. No se trata de un
juicio, que sería contrario a la neutralidad axiológica,
sobres si el movimiento de las Luces ha fracasado al no poder ofrecer
una forma civil de esperanza al mundo. El desencantamiento del mundo,
suscitado por el actual pluralismo de valores, no es imputable a
la “racionalización” como tal sino a la forma
racionalista de concebir la racionalización, que WEBER denomina
«intelectualización».
Esta
intelectualización obliga en nuestra época a reconocer
que para encontrar un sentido a los conocimientos científicos
del mundo, los humanos se enredan en un conflicto racionalmente
insolucionable entre ideales incompatibles. Sólo las religiones
tradicionales eran capaces de conferir al contenido de los valores
culturales la dignidad de imperativos éticos incondicionales.
Pero hoy las prácticas religiosas pertenecen al ámbito
de lo privado. Las teodiceas y las promesas de salvación
se substituyen por una ética individual; los controles sociales
establecidos por una economía capitalista y un Estado burocrático
no tienen la fuerza de la religión de antaño. Mientras
que la religión podía definirse como una forma de
acción colectiva portadora de sentido, en cambio la «intelectualización»
está en el origen del «desencantamiento del mundo».
La religión, que WEBER distingue claramente del “virtuosismo”
sectario es un tema de este mundo y no del más allá
que produce un “ethos” muy concreto; no es que exista
algo así como una “lógica interna” de
las religiones que conduce a una ética, sino que en la religión
cristaliza de una manera muy específica el núcleo
de intereses (materiales e ideales) que rigen la vida de los humanos.
O, como se acostumbra a decir, la religión inserta lo extraordinario
en la vida ordinaria.
DOMINACIÓN
Y ACCIÓN POLÍTICA
Junto
al estudio de la religión, el de la política es el
otro ámbito central en WEBER; se acostumbra a recordar, cuando
se trata este tema, que ya su padre fue una figura importante en
el Partido liberal-nacional y que él mismo participó
como delegado en el patético Tratado de Versailles y en la
redacción de la constitución de la República
de Weimar. Pero desde el punto de vista sociológico lo que
le interesa es la acción pública y el orden político
en cuanto “dominación”. Hay que establecer a
las claras que para WEBER el poder reposa en la fuerza. Marsal cita
un texto weberiano perfectamente claro a tal efecto: «[Poder
es]la posibilidad de que una persona o un número de personas
realicen su propia voluntad, en una acción comunal, incluso
contra la resistencia de otros que participan en la acción».
En LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN esto queda perfectamente
claro ya desde la segunda página:
«En
última instancia –dice WEBER– sólo se
puede definir el Estado moderno, sociológicamente, partiendo
de su medio específico, propio de él así como
de toda federación política: me refiero a la violencia
física. “Todo estado se basa en la fuerza”, dijo
Troski en Brest-Litovsk. Así es, en efecto. Si sólo
existieran estructuras políticas que no aplicasen la fuerza
como medio, entonces habría desaparecido el concepto de “Estado”,
dando lugar a lo que solemos llamar “anarquía”
en el sentido estricto de la palabra. Por supuesto, la fuerza no
es el único medio del Estado ni su único recursos,
no cabe duda, pero sí su medio más específico.
En nuestra época, precisamente, el Estado tiene una estrecha
relación con la violencia. Las diversas instituciones del
pasado –empezando por la familia–con consideraban la
violencia como un medio absolutamente normal. Hoy, en cambio, deberíamos
formularlo así: el Estado es aquella comunidad humana que
ejerce (con éxito) el monopolio de la violencia física
legítima dentro de un determinado territorio».
Por
lo demás, WEBER fue siempre un convencido elitista o, como
se dice a veces, “un crítico de la sociedad de masas”;
por mucho que se esforzase en acercarse a la socialdemocracia, lo
que en realidad le interesaba es que ésta representaba orgánicamente
a la aristocracia obrera. Lo que valora en la democracia no es tanto
la expresión de la voluntad popular cuanto la astucia que
usa para lograr un cierto nivel de control sobre la actividad de
las elites.
La
teorización weberiana del Estado moderno se inserta en su
análisis de las formas de racionalización. Pero lo
que caracteriza al Estado moderno es que no usa la violencia al
modo brutal de los Estados antiguos; más bien al contrario
ha conseguido hacerse indispensable en la vida de los humanos, convirtiéndose
en la fuente única de legitimación, gestionando servicios,
etc. Lo fascinante de la dominación estatal es que se logra
sin una violencia aparente, a través del convencimiento y
de mecanismos carismáticos.
DOMINIO,
OBEDIENCIA Y LEGITIMIDAD
Los
tres mecanismos que pone en marcha la autoridad política
son: «dominio», «obediencia» y «legitimidad».
Que la sumisión no se consiga por una explícita violencia
sino por “adhesión” de los individuos no puede
explicarse sin acudir a mecanismos de fascinación por el
poder, como los que se mueven en el concepto de “servidumbre
voluntaria” de La Boétie. La ritualización del
poder, la aceptación de su legitimidad indiscutida, la persuasión,
etc., son creencias sin las cuales ningún Estado puede subsistir
y que necesita divulgar.
La
dominación es una construcción social y, por esto
mismo, estudiar los mecanismos de creación de la obediencia
o, por mejor decir, de la docilidad resulta imprescindible en cualquier
teoría sobre el poder. La relación de fuerzas desiguales
(recuérdese que toda acción social es una relación
social) tendría que hacer difícil el establecimiento
de un “orden” social; y sin embargo el orden social
existe porque se han encontrado mecanismos para hacerlo no sólo
legítimo sino incluso deseable para los humanos. De aquí
que el análisis de las condiciones de producción de
la creencia en la legitimidad sea un elemento básico en el
trabajo de WEBER. O mejor dicho, lo que llega a mostrar es cómo
la dominación se convierte en obediencia y la obediencia
engendra legitimidad.
Hay,
según la clasificación que estableció WEBER
y que hoy es clásica, tres “ideales tipos” de
legitimidad y dominación, cada una de las cuales engendra
su propio nivel de racionalidad:
·
Dominación tradicional
· Dominación carismática
· Dominación racional (o legal-racional)
«Dominación
tradicional», es la que reposa en la creencia en
el carácter sagrado de las tradiciones y de quienes dominan
en su nombre. El orden es sagrado porque proviene de “siempre”
y porque “toda la vida” de ha visto y se ha hecho igual.
La técnica de gobierno consiste en emmascarar que la tradición
es una invención y que el patrimonio base del poder patriarcal
se basa en la explotación de los otros miembros de la familia
(en el caso de las familias extensas) y en no diferenciar entre
patrimonio personal y patrimonio del Estado (caso de las monarquías).
Bajo la autoridad patriarcal el Estado es administrado como una
finca particular y no puede hablarse con propiedad de ciudadanía.
«Dominación
carismática», reposa en la creencia según
la cual un individuo posee alguna característica o aptitud
que le convierte en “especial”; se fundamenta en líderes
que se oponen a la tradición y crean un orden nuevo. Es el
tipo de los profetas [en griego “karisma” significa
“gracia”]. Tal vez los individuos carismáticos,
especialmente vistos de cerca, no resulten especialmente santos
ni admirables pero logran provocar admiración, entusiasmo,
apasionamiento –incluso de forma desinteresada. Las técnicas
mediante las cuales se puede fabricar el carisma dependen de circunstancias
históricas –WEBER es de antes de la televisión!–
pero es obvio que se trata de una construcción social y que
existe una correlación entre carisma y debilidad de las estructuras
sociales. En todo caso es obvio que el carisma –tanto el de
personas individuales como el de las instituciones– no se
hereda, ni se puede transferir. El éxito de un buen político
o de un emprendedor está vinculado a la capacidad de usar
su carisma para institucionalizar un nuevo orden legal.
El
tema del carisma en WEBER ha sido muy discutido, en la medida en
que, a través de su discípulo Carl SCHMITT, fue usado
para justificar en 1933 las ascensión al poder del Führer.
En todo caso, el tipo de carisma que le interesaba no es el totalitario
sino el que aparece plebiscitado en un Estado de derecho y sobretodo
el “capitán de industria”, verdadero carismático
de nuestro tiempo.
«Dominación
racional» (“legal-racional”),
es la que se da en los Estados modernos, en que legitimidad y legalidad
tienden a confundirse, pues, de hecho, el orden procede de una ley
–entendida como regla universal, impersonal y abstracta. Es
la expresión de la racionalización: formal, basada
en procedimientos, previsible, calculable, burocrática...
y en este sentido caben aquí no sólo regímenes
democráticos, sino el socialismo burocrático. De hecho,
incluso lo que él denominó «democracia plebiscitaria
de los jefes», es decir, lo que hoy se llama “despotismo
managerial” cabría, más o menos, agazapado en
este modelo de dominación, en la medida en que se pretende
gobernar de una forma tecnocrática, previsible, calculable...
LA
BUROCRACIA
La
burocracia es para WEBER el pilar fundamental del moderno Estado
de derecho, en la medida que permite diferenciar la esfera político-administrativa
de otras esferas o niveles (la religión, la economía...).
En este sentido cumple un papel racionalizador. Incluso si se defiende
que la violencia del Estado es “legítima”, es
porque se diferencia claramente de la violencia feudal indiscriminada.
Si existe un estado de derecho necesariamente debe existir una burocracia
que dé sentido y estructura organizativa a la ley. Esa es
la figura del burócrata. Si la ley es abstracta, impersonal
e igualitaria, el burócrata debe ser exactamente así
también. El burócrata, desligado de todo interés
personal, reclutado por un procedimiento objetivo basado en la cualificación
y en el mérito es, así, el instrumento eficaz de la
ley.
Todos
los sistemas organizativos eficaces se basan en la burocracia: el
Estado, la empresa e incluso las Iglesias (el sacerdote no deja
de ser el burócrata de la fe). Sin burocracia no hay racionalización,
ni sociedad basada en la ley. De ahí que el “ethos”
burocrático (racionalidad e impersonalidad) impregne las
sociedades modernas. La burocratización es «la nueva
servidumbre», porque es la servidumbre de la ley.
Pero
a juicio de WEBER la burocratización no es sólo algo
inevitable en el capitalismo sino que constituye el destino común
a todas las sociedades modernas, incluso las de tipo socialista.
La «dictadura del funcionario», y no la del proletariado
como creían los marxistas, es la que nos acecha en el futuro.
Con eso la racionalización del mundo tan vez habrá
alcanzado un hito, pero no está claro que lo haya alcanzado
la libertad humana. Más bien al contrario.
ÉTICA
Y POLÍTICA COMO FORMAS DE TRAGEDIA
Tal
vez la obra weberiana que mejor ha resistido el paso del tiempo
sea su conferencia LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN (1919)
donde plantea la contradicción existente entre las diversas
éticas posibles en el político. Junto con el cap.
III de ECONOMIA Y SOCIEDAD es el texto fundamental para comprender
la difícil relación entre ética y política.
A diferencia de lo que a veces se ha planteado, WEBER no considera
sólo la política como poder desnudo; es y ha de ser
un poder basado en valores, en convicciones, en elementos de carisma
y de racionalidad.
El
título de la conferencia citada es, en alemán POLITIK
ALS BERUF y, una vez más, convendría recordar la ambigüedad
del término “Beruf” (a la vez vocación
y profesión). En la misma expresión del título
va incorporada la idea de que los políticos viven “para”
la política a la vez que “de” la política.
Eso distingue la política moderna de la que se realizaba,
por parte de rentistas o de profesionales liberales más o
menos ociosos. WEBER defiende que el político debe ser un
profesional. En su aspecto de “vocación” toda
acción política necesita, e implica, un cierto “carisma”;
en su aspecto de “profesión”, en cambio, la política
es cada vez una esfera más autónoma, más responsablemente
comprometida. Con la sola pasión sin responsabilidad, no
se hace política. El político, según una conocida
expresión weberiana, debe «domar su alma». La
fuerza del político consiste en dejar que los hechos actúen
sobre él, en el recogimiento y la calma interior de su alma,
procurando lo que denomina «la distancia respecto de los objetos
y los hombres», para extraer de ellos las necesarias consecuencias
prácticas. Así el buen político, por decirlo
con una expresión de Laurent Fleury ejercería su oficio
como una “pasión desapasionada”. En LA POLÍTICA
COMO PROFESIÓN afirma que:
«Hay
tres cualidades que pueden considerarse decisivas para un político:
la pasión, el sentido de responsabilidad y la seguridad interna.
La pasión concebida como una dedicación realista:
una entrega apasionada a la causa, al dios o al demonio que reina
sobre ella. No se la puede confundir con esa actitud interna que
mi difunto amigo Georg Simmel solía llamar “nerviosismo
estéril” y que caracteriza a un determinado tipo de
intelectuales».
No
puede obviarse que la vocación política tiene en WEBER
algo de trágico, en la medida que implica gestión
de conflicto y que no podremos nunca liberarnos de ella ni hallar
soluciones perfectamente justas. Desde que los hombres viven juntos
tienen intereses diversos y algunos de estos intereses se ven inevitablemente
sacrificados; de ahí que toda política tenga algo
de trágico e, incluso, de nihilista. De la política
–como del destino en la tragedia griega–dependemos desde
que nacemos. Esa, por cierto, sería también una concepción
muy nietzscheana de la actividad política como expresión
de la «voluntad de poder», como lucha constante en la
que lo que cuenta no es tanto el éxito en la realización
de los ideales como la expresión del antagonismo y la lucha
por el reconocimiento. Toda política es “lucha”
y finalmente “elección” y, en la medida que toda
elección es excluyente, tiene un sentido inevitablemente
trágico: en toda política habrá siempre vencedores,
vencidos y resentimiento. El elemento ético de la política
debe, pues, ser estudiado desde una perspectiva correcta, sin ignorar
que los pequeños orgullos, las miserias personales y los
intereses materiales más evidentes cumplen un papel fundamental.
La
política se hace con personas y las personas tienen intereses
no siempre justos, ni dignos, ni siquiera decentes. Toda política
por pura que pretenda ser, sufre de condicionamientos, dependencias,
hipotecas por pagar y necesidades –o necedades– “instrumentales”;
no pertenece a ningún reino angélico, sino que a veces
resulta “humana, demasiado humana”. En consecuencia
una política de ideales, de puras abstracciones dirigidas
a imponer el imperio del bien sobre la tierra, sería tal
vez una “política ideal” pero resultaría
muy poco “real”. Para WEBER, el lugar de la ética
está tan alejado del de la utopía como de la pura
justificación de los valores sociales, o de los tópicos
culturales, de una época. Lo que él llamó «el
hombre auténtico» es el que resulta capaz de combinar
adecuadamente las dos perspectivas, instrumental y moral, sin negar
las contradicciones, a veces trágica, de su situación
concreta. Y en éste sentido avisa que:
«Por
lo demás el político debe luchar, cada día
y cada hora, contra un enemigo muy trivial y demasiado humano: la
vanidad común y silvestre, enemiga mortal de toda entrega
a una causa y de toda distancia, en este caso concreto de la distancia
frente a así mismo».
Rige
además en política una trágica «paradoja
de las consecuencias: a veces los resultados que se logran resultan
perfectamente opuestos a las motivaciones o las intenciones que
movieron a la actuación del político. La repercusión
incontrolable de ciertos actos, la imposibilidad de prever las circunstancias,
la contradicción entre fines y medios, la distancia entre
lo soñado y lo logrado, pesan como una losa sobre la acción
política. Eso no significa, ni mucho menos, que el político
deba prescindir de una “fe”, pero si que deba atemperarla
a sus condiciones reales y efectivas de posibilidad. Como dice en
LA POLÍTICA COMO PROFESIÓN:
«Uno
de los hechos básicos de la historia (...) es la paradójica
contradicción que se da con frecuencia, por no decir siempre,
entre el resultado final de la ación política y el
objetivo originario. Sin embargo este objetivo no debe faltar, pues
es él el que da coherencia interna a los actos. El contenido
de la causa para la cual el político busca y utiliza el poder
es un asunto de fe (...) De lo contrario, nos hallaríamos
de hecho ante la maldición de la nulidad y el absurdo humanos,
incluso si los éxitos políticos externos fuesen clamorosos».
De ahí que WEBER no crea tener recetas mágicas para
actuar éticamente en política. Es más, incluso
sucede que: «la ética puede desempeñar un papel
nefasto desde el punto de vista moral [práctico]».
En su sociología encontraremos, eso sí, una serie
de conceptos básicos para la acción política
«carisma», «racionalización» y, especialmente,
«responsabilidad», pero no una teoría sobre la
democracia. Tal vez eso sea achacable a que la democracia no es
otra cosa sino el espacio en que la tragedia de la política
no se disimula de ninguna manera y se juega en toda su radicalidad.
La democracia, finalmente, tiene como esencia la posibilidad de
que todas las supuestas “esencias” políticas
reconozcan su contingencia.
LA
ÉTICA DE WEBER: RESPONSABILIDAD Y CONVICCIÓN
Los
conceptos de «responsabilidad» y «convicción»
expresan la tragedia de la política en forma eminente en
la medida que son los polos en que se mueve la acción política.
Ambos extremos se necesitan y se repelen mútuamente. Un político
sin convicciones es, sencillamente un oportunista, un profesional
de la manipulación y un vendedor de humo. Pero un político
sin conciencia de su responsabilidad, perdido en su mundo neurótico
de utopías irrealizables, conduce a la derrota segura. Hallar
el camino eficaz entre Escila y Caribdis constituye la marca del
buen político posibilista y, a la vez, transformador. O en
palabras del mismo texto: «La pasión no hace al político
si éste no es capaz de convertir la responsabilidad al servicio
de la causa en el norte de su actividad política».
Y al mismo tiempo:
«Este
es, precisamente, el problema: ¿cómo combinar la pasión
ardiente y la fría seguridad? La política se hace
con la cabeza y no con las otras partes del cuerpo o del alma. Y
sin embargo, la entrega a la política sólo puede nacer
y nutrirse de la pasión, si no queremos que sea no un juego
frívolo e intelectual, sino una auténtica actividad
humana. Ese dominio sobre el alma, que caracteriza al político
apasionado y que le diferencia del diletante político con
su “nerviosismo estéril”, sólo es posible
si la persona se acostumbra a mantener la debida distancia en todos
los sentidos de la palabra. La “fuerza” de una “personalidad”
política implica, en primer lugar, la posesión de
esas cualidades».
WEBER
opone, pues, dos lógicas políticas que son dos éticas:
·
La «ética de la convicción»
[Gesinnungsethik] está animada únicamente por la obligación
moral y la intransigencia absoluta en el servicio a los principios.
·
La «ética de la responsabilidad»
[Verantwortungsethik] valora las consecuencias de sus actos y confronta
los medios con los fines, las consecuencias y las diversas opciones
o posibilidades ante una determinada situación. Es una expresión
de racionalidad instrumental, en el sentido que no sólo valora
los fines sino los instrumentos para alcanzar determinados fines.
Esta racionalidad instrumental «maduramente relexionada»
es la que conduce al éxito político.
En
definitiva, sería un error de la acción política
plantearse exclusivamente la «racionalidad de los valores»
para prescindir de lo fundamental: la racionalidad en las herramientas
que han de conducir a la realización de estos valores. Hay,
pues, en la política una ética implícita que
no conocen los partidarios de la pureza, de la ingenuidad evangélica
o del doctrinarismo dogmático de cualquier signo. El propio
WEBER pone un ejemplo muy conocido a propósito de la imposibilidad
de aplicar el “Sermón de la Montaña” cristiano,
modelo de ética de la convicción, en una página
que culmina así:
«La
consecuencia de una ética de la caridad acosmista sería:
“No te opongas al mal por la fuerza”. Para el político,
en cambio, sólo vale esta otra frase: “debes oponerte
al mal por la fuerza pues de lo contrario te harás responsable
de su supremacía”. Quien pretenda vivir según
la ética del Evangelio, que se abstenga de participar en
huelgas, pues son una forma de coacción; sería preferible
que se inscribiera en uno de esos sindicatos amarillos».
A
MANERA DE CONCLUSIÓN
Leer
a WEBER, a menudo desconcierta por su misma erudición y por
aquel estilo innecesariamente laberíntico y pesado (que algunos
toman por “profundo”) de profesor alemán de hace
cien años. Pero, como se ve, por ejemplo, en LA POLÍTICA
COMO PROFESIÓN, de vez en cuando WEBER es capaz de concentrar
en unas pocas líneas de gran precisión conceptual
el núcleo mismo de lo que le preocupa; y a poca experiencia
literaria que tenga, su lector nota que en esas pocas líneas,
se juega literalmente el todo por el todo prescindiendo de cualquier
ambigüedad.
WEBER
no es una lectura para adolescentes; exige una cierta madurez y
obliga a prescindir de cualquier ingenuidad política... o
moral. El supuesto de que la realidad es compleja y de que todas
las teorías que se usen para explicarla pueden resultar ambivalentes
no debiera olvidarse nunca a la hora de acercarse a su obra. En
todo caso conceptos como los que aquí se han expuesto, especialmente
en el orden de la metodología de las ciencias sociales y
de la teoría política están en la base de la
teoría social de los últimos cien años. Caracterizar
la religión como inserción de lo extraordinario en
la vida ordinaria, proponer esquemas multicausales, elaborar una
tipología de los “ethos” de la política,
analizar el significado de la responsabilidad, observar los límites
del proceso de racionalización... son méritos innegables
del pensamiento weberiano y ponen las bases de la sociología
contemporánea. Y desde el punto de vista ético parece
difícil hacer frente al desafío ecológico y
a los cambios en los patrones de valoración moral sin hacer
un profundo análisis de lo que hoy significa la «responsabilidad».
APUNTES ELABORADOS A PARTIR DE:
·
FLEURY, L : «MAX WEBER», París: PUF, 2001 (1ª
reimpresión 2003)
·
HENNIS, W : «LA PROBLEMÁTIQUE DE MAX WEBER»,
París: PUF, 1996
·
MARSAL, F : «CONOCER MAX WEBER Y SU OBRA», Barcelona:
Dopesa, 1978
·
MITZMAN, A : «LA JAULA DE HIERRO: UNA INTERPRETACIÓN
HISTÓRICA DE MAX WEBER», Madrid: Alianza Ed., 1969
(diversas reediciones)
...
y materiales propios [R.A.]
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