Fichte
LECTURA
DE LA «REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAR»
(1793)
de Johann Gottlieb FICHTE
Presentación
Las circunstancias de un libro
Un manifiesto a favor de las Luces
Contra la obscuridad reinante
La deducción de los derechos del hombre
La ley fundamental de nuestro ser y la libertad de pensar
Las libertades
Presentación
Tal
vez J. G. Fichte (1762-1814) sea hoy un pensador más “actual”
por un libro de urgencia, como su REIVINDICACIÓN DE LA
LIBERTAD DE PENSAR (1793), que por la DOCTRINA DE LA CIENCIA,
el texto especulativo que revisó y matizó hasta
lo indecible durante decenios. Y eso habla sobre el filósofo
pero también, y especialmente, indica algo grave sobre
nuestro presente: si seguimos leyendo su REIVINDICACIÓN
es porque la “libertad de pensar” aún (nos)
sigue resultando problemática, más allá de
un debate histórico concreto. Y en este ámbito,
Fichte no es aún la nota erudita o curiosa a pie de página
en un libro de historia, sino una fuente de argumentaciones. En
una sociedad consecuentemente republicana “justa y benéfica”,
los edictos sobre religión y censura promulgados en Prusia
en 1788 y el debate consiguiente, no entusiasmarían como
tema de estudio ni a los eruditos más apelmazados. Pero
entre las ruinas de una inteligencia política que se sobrevive
malamente a sí misma, el libro sigue teniendo valor de
acusación.
La
REIVINDICACIÓN condensa en un mínimo de páginas
los argumentos de historia, política y derecho natural
que centran todavía el debate de la autonomía racional
frente a una «ilustración insuficiente» (germánica
ayer, hispánica y latinoamericana a inicios del siglo 21).
El manifiesto político que reivindica la esencia libre
del ser humano y su devenir colectivo no debiera leerse, pues,
al margen de su recepción. En repúblicas bananeras,
en estados policíacos, en democracias “de mínimos”
y en alguna monarquía vergonzante de Europa leer a Fichte
es “algo más” que hacer una pacífica
excursión intelectual al reino de las ideas puras. Las
páginas que siguen intentan, pues, algo que sabemos insuficiente:
prescindir de un contexto postmoderno, de políticos-travestis
y de sociedades del espectáculo (dot.com) para centrarnos
en los elementos históricos que, tal vez, permitirán
a otros en un futuro una lectura menos amable y menos gerontocrática
del texto. En lo que sigue se habla de un “panfleto”
a favor del “todo”: es decir, de toda la libertad,
de toda la autonomía y de toda la racionalidad moral. Tal
vez fuese baldío el esfuerzo conceptual fichteano por lograr
una verdadera deducción racional de la libertad de pensamiento
y para inferir a priori los derechos inalienables de la razón.
Pero era noble y, por eso mismo, digno de lectura y, tal vez,
de imitación. En el contexto de una política republicana,
Fichte como Maquiavelo, ocupa un lugar de honor inexcusable. Precisamente
en su SOBRE MAQUIAVELO (1807), Fiche escribió que «su
libro EL PRÍNCIPE, debería ser un libro necesario
y de ayuda para cualquier príncipe en cualquier situación
en la que pudiera encontrarse». Pues bien “necesaria
y de ayuda” cuando se pretende limitar la libertad de expresión
en el ciberespacio, y en la perspectiva de un choque de civilizaciónes
que se nos quiere imponer, es también la REIVINDICACIÓN
DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO fichteana.
Cuando
en 1784, Kant en su ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?
se veía obligado a considerar el «Siglo de Federico»
como el primero que había otorgado la la libertad de pensar
a sus súbditos, no dejaba, sin embargo, de matizar que
se les había permitido razonar siempre y cuando, obviamente,
no dejasen de obedecer. Habría que leer, pues, en perspectiva
histórica, a Fichte como el siguiente “momento”
de esa historia, en el contexto del reaccionarismo último
de Federico (el monarca homosexual, militarista y cínico
pero ilustrado “a su manera”) y sobre todo, hay que
comprender la aparición de la REIVINDICACIÓN en
1793, en relación con los cambios –a peor–
que había introducido su sucesor Federico-Gulllermo II
a partir de 1786.
Si
Federico el Grande no pudo engañar a Diderot, que le dedicó
sus lúcidas PÁGINAS CONTRA UN TIRANO, Federico-Guillermo
II es ya un pálido reflejo de glorias pasadas. Y, por ello
mismo, el texto de Fichte debiera leerse, pues, conociendo un
contexto atroz. Pero: ¿hay algún contexto cultural
que no sea atroz en la historia? Dejemos la respuesta a Walter
Benjamin y vayamos ahora a conocer con algo más de detalle
un complejo momento histórico.
Las
circunstancias de un libro.
Como
pensador político, no faltaron ocasiones para que Fiche
en el período de 1790 a 1814 expusiera claramente y en
voz alta una serie de reflexiones que no siempre estaban en la
onda que querían escuchar sus conciudadanos. En 1991 intervino
en el debate sobre LA ILIGITIMIDAD DE LA REPRODUCCIÓN DE
LIBROS, y entre 1793 y 1794 continuó defendiendo la revolución
francesa ante una ciudadanía cada vez más escéptica,
en sus CONSIDERACIONES DESTINADAS A RECTIFICAR LOS JUICIOS DEL
PÚBLICO SOBRE LA REVOLUCIÓN FRANCESA. Entre ambos
textos apareció, anónima, en 1793, la REIVINDICACIÓN
DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO A LOS PRÍNCEPES DE EUROPA
QUE HASTA AHORA LA OPRIMIERON, fechada en “Heliópolis
[la ciudad del Sol], en el último año de las antiguas
tinieblas”.
La
REIVINDICACIÓN condensa en pocas páginas, 48 en
la traducción española de Faustino Oncina Coves
(Madrid: Ed. Tecnos, 1986), argumentaciones de tipo histórico,
político y jurídico; lo hace –además–
mezclando argucias retóricas con deducciones racionales
fundadas en la esencia autónoma del ser humano para inferir
de ellas, a priori, una serie de derechos inalienables e imprescriptibles
del hombre. Pero el valor lógico de la obra es un dato
tal vez secundario ante la perspectiva de lo que se propone el
autor: subrayar la elevación infinita de nuestra razón
por encima de la naturaleza es una manera de decir que los seres
humanos son en esencia libres, y que el destino razonable del
hombre es incompatible con toda limitación a la libertad
de pensar. Como plantea Oncina no es descabellado «hablar
de una politización de la metafísica» en Fichte.
La polémica que opone a partidarios y adversarios de los
edictos de censura promulgados en Prusia en 1788 es, tras la reflexión
de Fichte, algo más que eso. Deviene, además, una
reivindicación de la libertad contra la Ilustración
insuficiente. Y precisamente porque la Ilustración siempre
acaba resultando “insuficiente” –es algo que
está en su entraña misma– leer a Fichte significa
hacer un esfuerzo en la línea de la comprensión
misma del proyecto de liberación del hombre.
Recordemos,
también, que la obra fichteana arranca de un contexto histórico
restauracionista. La monarquía de Federico II de Prusia,
entre 1740 y 1786, había sido un período de cambios
excepcionales en la política y en la sociedad prusiana.
El monarca, auténtico artista del Estado, anticlerical
y contradictorio, capaz de discutir con Voltaire y de encargar
a Bach piezas para flauta, había sido homenajeado por Kant
al denominar a su época en ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN?
nada menos que «el siglo de Federico», jugando con
la imputación volteriana del «Siglo de Luís
XIV». Recuérdese que en este texto, Kant elogiaba
de manera más o menos sincera al rey por haber otorgado
a sus súbditos la libertad de razonar «tanto como
quisieran y sobre lo que quisieran», con un único
–y feroz– límite en el ámbito práctico:
«pero ¡obedeced!».
Para
Kant y sus contemporáneos la función de la Ilustración
es, pues, el estudio, el aprendizaje y la formalización
de la cultura, como herramientas necesarias para educar razonablemente.
No se ponía en duda, todavía, la necesidad de la
censura ni incluso, como atestigua la propia obra kantiana, que
de vez en cuando fuese necesario dejar a un lado la razón
para encontrar un hueco a la fe. Lo que propondrá Fiche
es dar un paso más allá: llevar a la práctica
el potencial implícito en la libertad de pensamiento que
para Federico el Grande, y todavía más para su sucesor,
Federico-Guillermo II era poco más que una retórica.
Se
trata, pues, de luchar contra una censura que impide la libertad
de pensamiento y la libertad de la crítica. Ya el lema
con el que Fichte encabeza su REIVINDICACIÓN es una ironía
brutal. El filósofo se siente en la obligación de
defender la libertad, mientras los príncipes que quisieran
enterrar la Ilustración ruegan a los dioses «Noctem
peccatis et fraudibus objice nubem» [“extiende la
noche sobre mis culpas y una nuve sobre mis robos”, con
una expresión tomada de las Epístolas de Horacio].
El
contexto de la obra resulta, pues, muy obvio. La REIVINDICACIÓN
de Fiche se presenta, sencillamente, una obra de combate dirigida
como se dice en el “Prólogo” a: «recomendar
calurosamente algunas ideas que impacten al público menos
instruido, que, sin embargo, tiene una notable influencia sobre
la opinión pública por la elevada posición
que ocupa y su potente voz». Con la ENCICLOPEDIA había
nacido la “opinión pública” como fuerza
social transformadora y a ella se encomienda Fichte.
Federico-Guillermo
II, por su parte, consideró como parte de misión
de gobierno enterrar la Ilustración incluso en la formulación
“de mínimos” que había auspiciado su
tio Federico el Grande, y a ello apunta directamente con su “Edicto
de religión” (9 de julio de 1788), con el “Edicto
de censura” (19 de diciembre del mismo año) y, especialmente,
impidiendo la entrada en vigor del “Código general
de leyes para el Estado prusiano” en 1792. Los «errores
miserables desde hace tanto tiempo refutados de socinianos, deistas,
naturalistas y tantas otras sectas» (“Edicto de religión”,
párrafo 7º), son sencillamente un peligro que el Estado
debe atajar. En este contexto lo que pretende Fiche en su REIVINDICACIÓN
es mostrar que el camino de la Ilustración no tiene retorno
posible. Recuérdese que la crítica a la religión
había sido tolerada, y estratégicamente, mal que
bien, incluso fomentada por Federico el Grande, él mismo
un descreído radical, que había puesto la censura
religiosa en manos de los entonces llamados “neólogos”
[corriente evangélica ilustrada, contraria al luteranismo
y al pietismo] de carácter reformista, para sencillamente
hacerla inofensiva. Pero substituir el cinismo por la restauración
ortodoxa va a resultar, sencillamente, inviable.
Cuando
el nuevo rey, Federico-Guillermo, pretende desandar lo andado,
situando como ministro principal al rosa-cruz conservador Woellner,
es obvio que el camino de las Luces no tiene marcha atrás,
por mucho que éste intente reponer la censura. O en palabras
de Fichte: «Es verdad que el perfil gótico del edificio
es todavía visible por todas partes y que los nuevos edificios
anexos aún están lejos de formar un todo orgánico,
pero en tanto están ahí, empiezan a ser habitados,
mientras que los antiguos castillos, centros de rapiña,
se desmoronan. Si no se les inoportuna, los hombres los desalojarán
progresivamente y los cederán como morada a las lechuzas
y murciélagos temerosos de la luz, mientras que los nuevos
edificios serán ampliados y poco a poco compondrán
un todo cada vez más armónico».
El
tantas veces citado artículo 2º del “Edicto
de religión” de Federico-Gulliermo decía que:
«en ningún momento se debe ejercer ninguna opresión
contra la conciencia de nadie, mientras que cumpla tranquilamente
sus deberes en tanto que buen ciudadano del Estado mientras que,
a su vez, guarde su opinión particular para sí mismo,
y se abstenga escrupulosamente de propagarla y de convencer a
otros»; y en el artículo 7º del mismo texto
se restringía la libertad religiosa con el argumento de
que no debe hurtarse «a millones de Nuestros buenos súbditos
la tranquilidad de su existencia y su consuelo en el lecho de
la muerte, de manera que se les haga desgraciados». Pero
será, más en concreto, el hecho de que no llegue
a sancionarse el Código de 1792 –que en su “Parte
primera, (título 4º, párrafo 9º declaraba
que: «La libertad de conciencia no puede ser restringida
por ninguna declaración de voluntad»- lo que llevará
a Fiche a escribir su REIVINDICACIÓN (1793), preparada
el año anterior por un texto más corto: SOBRE EL
RESPETO DE LOS ESTADOS POR LA VERDAD en que se asumía que
si bien «La auténtica libertad de pensar podría,
ciertamente, provocar desventaja a ciertos miembros singulares
[de la sociedad]», que temen la luz, pues sus intenciones
son obscuras (...) pero es siempre útil sin excepción
a la totalidad del pueblo para su bienestar terreno».
Un
manifiesto a favor de las Luces.
El
marco general de la REIVINDICACIÓN DE LA LIBERTAD DE PENSAMIENTO
es, diez años más después del “¿QUÉ
ES LA ILUSTRACIÓN? de Kant, exactamente el mismo al que
apelaba el filósofo de Königsberg, en la medida en
que su antropología, que luego Fiche matizará profundamente,
era por entonces todavía compartida por ambos. Se trata
de volver a proclamar una vez más el «Sapere aude»,
(“Atrévete a pensar”) como exigencia radical.
El hombre, como ser autónomo, cuyo destino racional se
desarrolla en la historia, necesita las Luces. Pero mientras Kant
estaba dispuesto a esperar que la razón realizase lentamente
su tarea en la historia, incluso al precio de que lo irracional
inevitable se cobrase su tasa en la famosa “insociable sociabilidad”
humana, en Fichte se expresa una clara impaciencia política;
Fichte tenía –como tantos otros que habían
oído la llamada de la Revolución francesa–
una total incapacidad, reivindicada y explícita, para aceptar
el paternalismo y la sumisión.
El
despotismo ilustrado, con el que Kant estaba dispuesto a transigir,
en parte y por lo menos estratégicamente, es para Fichte
un yugo insoportable: «El principio [despótico] dice
que nosotros no sabemos lo que promueve nuestra felicidad, lo
sabe el príncipe y es él quien tiene que guiarnos
hasta ella, por eso tenemos que seguir a nuestro guía con
los ojos cerrados. Él hace con nosotros lo que quiere,
y si le preguntamos, nos asegura bajo su palabra que eso es necesario
para nuestra felicidad. Pone la soga en torno al cuello de la
humanidad y grita: “Calma, calma, es todo por vuestro bien».
La respuesta fichteana, en el párrafo siguiente al citado
es también explícita: «No, príncipe,
tu no eres nuestro Dios. De Él esperamos la felicidad,
de ti protección de nuestros derechos. Con nosotros no
debes ser bondadoso, debes ser justo».
Como
veremos, lo que hace Fichte es oponer el derecho natural y la
estructura ontológica de la libertad al despotismo que
no es criticado básicamente con argumentaciones de tipo
ético, que no estaría dispuesto a escuchar, sino
directamente impugnado a partir de considerarlo contradictorio
con la estructura misma de un principio de justicia universal.
Contra
la obscuridad reinante.
Sin
embargo, la exhortación de Fiche al monarca, y en general
hacia las monarquías europeas, que toman a los súbditos
por niños de pecho, tiene un tono agridulce. Mientras que
no hay tregua hacia la nobleza y los cortesanos que «os
jurarán solemnemente, si eso es lo que deseáis oír
que os respetan y aman»; en cambio al dirigirse al monarca
se alternan la amenaza y la requisitoria con la franca exhortación.
Los cortesanos: «Son aquellos que os aconsejan dejar a vuestros
pueblos en la ceguera y la ignorancia, propagar entre ellos nuevos
errores y mantener los antiguos, impedir y prohibir la libre investigación
de todo género. Consideran vuestros reinos como reinos
de las tinieblas, que no pueden subsistir en la luz». En
definitiva, «Quien aconseja a un príncipe que impida
a su pueblo el progreso de la ilustración, le dice en la
cara: “ (...) Las tinieblas y la noche son tu elemento y
debes tratar de difundirlas a tu alrededor antes de que tengas
que huir del día”». En la medida en que los
príncipes no disponen totalmente de sí mismos, lo
que Fiche pretende es abrirles los ojos a una realidad que nadie
les ha querido mostrar en la Corte.
El
hecho es claro: «Vuestros conciudadanos os respetarán
en la misma medida en que vosotros os podáis respetar,
siempre que no os miréis a través del cristal engañoso
de vuestra presunción, sino en el espejo puro de vuestra
conciencia». Hay que romper con la débil capacidad
de espíritu de unos monarcas manipulados, porque la otra
posibilidad será, sencillamente, una revolución
como la que ha estallado en Francia. La alternativa fichteana
es, en consecuencia, asumir conceptualmente, por vía pacífica
y reformista, el nuevo modelo de Estado que surge de la revolución
francesa y revisar, por tanto, el pacto social que en la teoría
ilustrada ha de fundamentar el Estado. Debe ser el monarca quien
garantice, no la felicidad –en un modelo paternal–
sino los derechos.
Presentarse
como garante de “la felicidad” es, sencillamente,
abusivo y fuera de lugar, pues la felicidad pertenece al ámbito
público y lo que se solicita al monarca es la justicia,
que pertenece al ámbito privado; incluso la Declaración
americana lo reconoce así cuando habla no del derecho a
la felicidad, sino del derecho a “buscarla” cada cual
a su manera, lo que es bien distinto a la pretensión despótica
de “saber correctamente” qué sea la felicidad.
Kant dirá lo mismo en TEORÍA Y PRÁCTICA,
texto también de 1793, donde se lee que tratar a los súbditos
como menores de edad, confundiendo el Estado con la familia, constituye
«el mayor despotismo concebible».
Fichte
arranca del hecho que la Ilustración al hacernos conscientes
de haber llegado, como Humanidad, a la “mayoría de
edad” nos ha abierto los ojos a la autonomía. O en
sus propias palabras, con la extensión de las Luces, los
hombres: «Habéis aprendido, si se admite este razonamiento,
que vosotros sois los más fuertes y ellos los más
débiles; que su fuerza reside en vuestros brazos».
Se trata, pues, de sacar las obvias consecuencias, políticas
y morales, de este hecho.
La
deducción de los derechos del hombre.
Junto
a Kant, la otra fuente del texto fichteano es el CONTRATO SOCIAL
de Rousseau. Si la autonomía se reivindica al modo kantiano,
la libertad, considerada como obediencia a la ley que autónomamente
cada cual se ha prescrito, se interpreta en el contexto conceptual
rousseauniano; forjarse las propias convicciones, la propia libertad
de pensar, es la consecuencia implícita y explícita
del pacto social que permite la existencia misma de lo jurídico
y de toda legalidad.
En
todo caso, es obvio que el “derecho hereditario” constituye
una falacia: «Suponiendo que vuestro actual príncipe
hubiera podido heredar tal derecho de su padre, y éste
a su vez del suyo (...) ¿de dónde lo recibió
el primero de la serie?, o si no tenía tal derecho ¿cómo
podía dejar en herencia aquello que no poseía?».
El punto de partida de todo derecho es la conciencia: «El
hombre no puede ser heredado ni vendido, ni regalado; no puede
ser propiedad de nadie porque es y debe seguir siendo propiedad
de sí mismo. Lleva en lo más profundo de su corazón
una chispa divina que lo eleva por encima de la animalidad y lo
hace ciudadano de un mundo en el que Dios es su primer miembro:
la conciencia».
En
este contexto el contrato social surge por intercambio de derechos:
«Yo renuncio al ejercicio de uno de mis derechos con la
condición de que otro renuncie al ejercicio de los suyos
(...) La sociedad civil se funda en un contrato de este género
(...) La legislación civil es válida para mí
sólo en tanto que la acepto voluntariamente (...) y me
doy a mí mismo la ley».
Fichte
considera que es precisamente esa autonomía, constitutiva
del “hombre interior” capaz de darse a sí misma
la ley, el fundamento desde el cual resulta posible deducir los
derechos del hombre; puesto que es imposible renunciar a la libertad
de pensamiento, en tanto que me constituye, en tanto que es constitutiva
de mi conciencia moral, se podrá derivar de ello la conciencia
de los derechos humanos. Los textos posteriores de Fichte, relativos
por ejemplo a la Universidad y su papel, perfilarán luego
esta idea. El motor de la deducción de los derechos humanos
está claramente establecido: «(...)... alguien que
tiene un derecho sobre un fin, lo tiene igualmente sobre los medios».
En la medida que el fin del hombre es la racionalidad, la libertad
sobre los medios de usarla debe estar fuera de duda; y sin esta
libertad no existe tampoco un pacto social efectivo. Un derecho
es una posibilidad de acción en el mundo que debe ser garantizada.
O
un derecho puede ser ejercido, o no es tal: y como el derecho
fundamental a pensar y a formarse es imprescriptible, no pude
haber contrato social si no se garantiza: «La libre investigación
de todo objeto posible de la reflexión, llevada en cualquier
dirección posible y hasta el infinito, es sin duda alguna,
un derecho del hombre. Nadie, salvo él mismo, puede determinar
su elección, su dirección y sus límites (...)
Es una determinación de su razón no reconocer ningún
límite absoluto, y sólo así la razón
se hace razón, y el hombre un ser racional, libre y autónomo.
Por eso, la investigación hasta el infinito es un derecho
del hombre»
La
ley fundamental de nuestro ser y la libertad de pensar
La
ley fundamental es, pues, obvia. Se trata de seguir la voz de
la conciencia [Gewissen] término que en la REIVINDICACIÓN
aparece siete veces y siempre en contextos decisivos. La libertad
se opone a la constricción como el poder interno de producir
interiormente se opone al de recibir una ley y como la autonomía
se opone a la heteronomía. En la medida en que la conciencia
es el ámbito de la ley moral y determina su arbitrio, la
conciencia es el ámbito de la libertad. Habría que
recordar aquí que en la caracterización kantiana,
tal como aparece en la CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA
(1781), la libertad no es un tipo de causalidad fenoménica,
aunque sus efectos se hagan sentir en el mundo sensible. De ahí
una característica central del planteamiento fichteano,
que en eso es profundamente fiel al espíritu del maestro
de Königsberg; para Fichte una revolución no es sólo
una realidad sensible, empírica, sino que resulta también
fruto de una causalidad inteligible. En la medida que una revolución
es una transformación radical resulta perfectamente posible
compararla al huracán o a la tempestad: «... ordenada
al huracán que se calme, -dice Fichte- y después,
ordenad lo mismo a la tempestad de nuestras opiniones subversivas».
Si una cosa no es posible, tampoco lo es la otra.
Limitar
la libertad de pensar, pretender encadenar la conciencia, es –en
consecuencia– el equivalente a prohibir por decreto la tempestad.
La razón práctica, que actúa por su propia
energía, por su propio autodesarrollo en la conciencia,
no tiene límites en la medida que es un derecho imprescriptible.
Por lo demás, la libertad de pensar no es una libertad
indiferente en relación a su objeto. Nace y tiene sentido
en virtud de nuestra más íntima convicción,
captada por nuestra inteligencia y a ella nos adherimos por la
voluntad. Es de la propia autonomía del pensamiento de
donde toma sentido toda libertad y toda estructura posible del
contrato social. En tal medida, conciencia y libertad forman una
unidad, no sólo empírica sino transcendental.
Las
libertades
Sería
arduo entrar en el tema de las libertades en Fichte, que de hecho
se extiende por casi todas sus obras, sin asumir un dato que en
la REIVINDICACIÓN aparece casi sólo en escorzo pero
que tiene una importancia central: libertad y verdad se interpenetran,
se implican necesariamente, en la medida en que ambas no son algo
“dado” en cuanto tal, sino algo que ha de ser buscado,
construido y defendido sin tregua a través de la razón.
Sin asumir como dato previo la igualdad del género humano
no sólo meramente en el Estado sino en «el mundo
espiritual», las libertades no tienen ningún sentido.
De aquí su requisitoria a los monarcas. «Honrad y
respetad personalmente la verdad y aprended esto: Sabemos que
en el mundo espiritual sois iguales a nosotros y que la verdad,
mediante el respeto de los más poderosos dominadores, adquiere
un carácter tan poco sagrado como mediante el homenaje
que le tributa el último del pueblo». Es pues, en
la medida que todos somos iguales ante la verdad, que somos también
iguales ante la libertad, de la que constituye, por así
decirlo, la otra cara de la moneda.
La
búsqueda de la verdad para ejercer la razón es el
fundamento de la libertad, y por ello mismo, ninguna censura o
ninguna limitación puede ser aceptada no sólo en
el plano empírico sino en el sentido transcendental. La
libertad requiere la libertad, en la búsqueda de la verdad
y en la expresión. Y la verdad no es una posesión
de nadie, según lo muestra la misma tradición protestante,
sino una investigación constante. Por lo demás,
esta búsqueda no se refiere únicamente al individuo,
sino que adquiere su sentido más profundo cuando se realiza
en común. Cuando un monarca esclaviza a sus súbditos
se hace también él, esclavo: «Vuestros conciudadanos
os respetarán en la misma medida en que vosotros os podáis
respetar siempre que no os miréis a través del cristal
engañoso de vuestra presunción, sino en el espejo
puro de vuestra conciencia». No hay, pues, ninguna diferencia
entre reyes y súbditos en la búsqueda de la verdad,
ni en el derecho a la libertad. Fichte no distingue, pues, entre
el derecho a pensar y el derecho a la comunicación de las
ideas. Los pensamientos deben poder comunicarse en la medida que
gracias a ello se llega a un estadio superior en el desarrollo
de la razón. El pensamiento debe ser comunicado para el
libre desarrollo de las facultades y no para aprender de memoria
una doctrina oficial.
De
aquí la exhortación fichteana a los príncipes:
«Dirigid las indagaciones del espíritu investigador
hacia las necesidades más actuales y urgentes de la humanidad,
pero dirigidlas con mano sabia y prudente, nunca como soberanos,
sino como libres colaboradores, nunca como amos del espíritu
sino como alegres participantes de sus frutos. La coacción
es contraria a la verdad; ésta sólo puede prosperar
con la libertad de su patria, el mundo espiritual». No se
debería, pues, pensar en el príncipe en virtud de
absurdos derechos históricos, sino en tanto que delegado
del pueblo. Los individuos ilustrados sólo pueden pedir
al monarca: «que tengáis vuestra morada en la luz».
Esa es la única posibilidad para que un gobierno, formalmente
monárquico pero auténticamente republicano, pueda
perpetuarse.
Habría
que notar, finalmente, que Fichte no pretende en su REIVINDICACIÓN,
plantear una ética, sino una teoría política
basada en el derecho natural. Y es precisamente por ello que su
obra ha de situarse en la tradición de lo que hoy se denomina
“republicanismo”, en la medida que no pretende exhortar
a la bondad –al fin y al cabo un asunto de índole
privada– sino al establecimiento de un ámbito público
de justicia basado en lo que considera la naturaleza inalterable
de lo humano. Lo que Fichte plantea no se debe entender, pues,
tanto en el orden de los hechos –y por ello prescindimos
aquí de buscar su acomodo en el contexto de la Revolución
francesa– sino en el orden de los principios. Que el texto
sea actual, ya lo decíamos al inicio, habla también
de nuestra miseria presente.