¿POR
QUÉ PERMANECEMOS EN LA PROVINCIA?
(Warum Bleiben Wir in der Provinz)
En
1933 se ofreció a Heidegger por segunda vez una cátedra
en la Universidad de Berlín, pero decidió quedarse
en la pequeña Friburgo. Para justificar tal decisión
escribió el texto cuya traducción ofrecemos. Este
artículo de Heidegger apareció en 1934 en una obscura
hoja periodística de provincia y no se volvió a
publicar hasta los años 60. En castellano se tradujo en
ECO- Revista de la cultura de Occidente, marzo de 1963, nº
35, tomo VI-5. Lo retomamos de ESPACIOS, revista del Centro de
Investigaciones Filosóficas de la Universidad de Puebla
(México), año 2, nº 6, 1985.
En
una abrupta cuesta de un amplio y alto valle de la Selva Negra,
se levanta un pequeño refugio de esquiadores a 1.150 metros
de altura sobre el nivel del mar. Su planta mide de seis a siete
metros. El bajo techo recubre tres cuartos: la cocina, el dormitorio
y un gabinete de estudio. En el estrecho fondo del valle y en
la ladera opuesta, igualmente abrupta, yacen dispersos los cortijos
de los campesinos, ámpliamente emplazados, con el gran
techo que pende sobre ellos. Cuesta arriba se extienden las praderas
y las dehesas hasta el bosque con sus viejos, enhiestos y oscuros
abetos. Todo lo domina un claro cielo soleado en cuyo resplandeciente
espacio dos azores se elevan trazando círculos.
Éste
es mi mundo de trabajo visto con los ojos mirones del huésped
o del veraneante. Yo mismo nunca miro realmente el paisaje. Siento
su transformación contínua, de día y de noche,
en el gran ir y venir de las estaciones. La pesadez de la montaña
y la dureza de la roca primitiva, el contenido crecer de los abetos,
la gala luminosa y sencilla de los prados florecientes, el murmullo
del arroyo de la montaña en la vasta noche del otoño,
la austera sencillez de los llanos totalmente recubiertos de nieve,
todo esto se apiña y se agolpa y vibra allá arriba
a través de la existencia diaria. Y, nuevamente, esto no
ocurre en los instantes deseados de una sumisión gozosa
o de una compenetración artificial, sino, solamente, cuando
la propia existencia se encuentra en su trabajo. Sólo el
trabajo abre el ámbito de la realidad de la montaña.
La marcha del trabajo permanece hundida en el acontecer del paisaje.
Cuando
en la profunda noche del invierno una bronca tormenta de nieve
brama sacudiéndose en torno del albergue y oscurece y oculta
todo, entonces es la hora propicia de la filosofía. Su
preguntar debe entonces tornarse sencillo y esencial. La elaboración
de cada pensamiento no puede ser sino ardua y severa. El esfuerzo
por acuñar las palabras se parece a la resistencia de los
enhiestos abetos contra la tormenta.
Y
el trabajo filosófico no transcurre cual la apartada ocupación
de un extravagante, sino que tiene una íntima relación
con el trabajo de los campesinos. Mi trabajo se asemeja al del
joven campesino cuando sube la pendiente remolcando el trineo
de la montaña y luego, una vez bien cargado con leños
de aya, lo dirige a su cortijo en peligroso descenso; al del pastor
cuando con su andar lentamente meditabundo arrea su ganado pendiente
arriba; al del campesino cuando en su cuarto dispone en forma
adecuada las innumerables tablillas para su techo. Allí
arraiga su inmediata pertenencia a los campesinos.
El
hombre de la ciudad piensa que “se mezcla con el pueblo”
tan pronto condesciende a entablar una larga conversación
con un campesino. Por las tardes, cuando durante la pausa del
trabajo me siento con los campesinos en torno de la estufa o en
la mesa junto al rincón donde está la imagen del
Señor, casi nunca hablamos. En silencio fumamos nuestras
pipas. Entretanto quizá cruza una palabra. Que el trabajo
se termina en el bosque, que en la noche anterior se metió
una marta en el gallinero, que posiblemente mañana una
vaca parirá, que el campesino Oehmi ha tenido un ataque,
que el tiempo pronto “se muda”. La íntima pertenencia
del propio trabajo a la Selva Negra y a sus moradores viene de
un centenario arraigo suabo-alemán a la tierra que nada
puede reemplazar.
Al
hombre de la ciudad una estadía en el campo, como se dice,
a lo más, lo “estimula”. Pero la totalidad
de mi trabajo está sostenida y guiada por el mundo de estas
montañas y sus campesinos. Ahora, mi trabajo allá
arriba se ve interrumpido a menudo por largo tiempo debido a gestiones,
viajes para dictar conferencias, discusiones y la actividad docente
aquí abajo. Pero tan pronto retorno arriba se aglomera,
ya desde las primeras horas de estadía en el albergue,
todo el mundo de las antiguas preguntas y, por cierto, en el mismo
cuño con que las dejé.
Sencillamente,
soy trasladado al ritmo propio del trabajo y, en el fondo, no
domino en ningún caso su ley oculta. Los hombres de la
ciudad se maravillan a menudo de este largo y monótono
quedarse solo entre los campesinos y las montañas. Sin
embargo esto no es ningún mero quedarse solo; pero sí
soledad. En verdad en las grandes ciudades el hombre puede quedarse
solo como apenas le es posible en ninguna otra parte. Pero allí
nunca puede estar a solas. Pues la auténtica soledad tiene
la fuerza primigenia que no nos aísla, sino que arroja
la existencia humana total en la extensa vecindad de todas las
cosas.
Es
posible convertirse en una “celebridad” en un santiamén
mediante los periódicos y revistas. Éste es siempre,
por cierto, el camino más seguro por el que el querer más
auténtico sucumbe al malentendido y llega al olvido profunda
y rápidamente.
Por
el contrario, la memoria campesina tiene su fidelidad sencilla,
segura e incesable. Hace poco le llegó la hora de la muerte
a una campesina allá arriba. Ella conversaba conmigo a
menudo y de buena gana, y me enseñaba viejas historias
del pueblo. En su lenguaje enérgico y lleno de imágenes
conservaba todavía muchas palabras viejas y diversas sentencias
que habían llegado a ser ininteligibles para los actuales
jóvenes del pueblo y, así, han desaparecido del
lenguaje vivo. Todavía el año pasado, cuando yo
vivía solo semanas enteras en el refugio, esta campesina
con sus 83 años, subía a menudo la abrupta cuesta
que conduce a él. Quería ver, como decía,
si yo todavía estaba allí y si no me había
robado de improviso “algún duende”. La noche
que murió la pasó conversando con sus parientes
y, hora y media antes de su fin, envió todavía un
saludo al “señor profesor”. Tal recuerdo vale
incomparablemente más que el más hábil “reportaje”
de un periódico de circulación mundial sobre mi
pretendida filosofía.
El
mundo de la ciudad está en peligro de sucumbir a una falsa
creencia corruptora. Una impertinencia muy ruidosa y muy activa
y muy delicada parece, a menudo, preocuparse por el mudo y la
existencia del campesino. Pero con ello se niega precisamente
lo que ahora sólo hace falta: mantener la distancia de
la existencia campesina; abandonarla –ahora más que
nunca– a su propia ley; ¡fuera las manos!, para no
arrastrarla en una falsa habladuría de literatos sobre
lo popular y el amor a la tierra. El campesino ni quiere ni necesita
en ningún caso esta exagerada amabilidad ciudadana. Lo
que ciertamente necesita y quiere es el tacto reservado respecto
a su propio ser y a su independencia. Pero muchos de los procedentes
de la gran ciudad y de los transeúntes –y no en último
término los esquiadores– se comportan a menudo en
el pueblo o en la casa del campesino como si se “divirtieran”
en sus salones de recreo de la gran ciudad. Tal ajetreo destruye
en una noche más de lo que puede fomentar jamás
un adocenamiento científico de varios decenios sobre lo
popular y las costumbres y usos del pueblo.
Dejemos
toda intimidación condescendiente y todo falso culto de
lo popular; aprendamos a tomar en serio allá arriba aquella
existencia sencilla y dura. Sólo entonces nos podrá
volver a decir algo.
Hace
poco recibí la segunda llamada de la Universidad de Berlín.
En una ocasión semejante me retiro de la ciudad a mi refugio.
Escucho lo que dicen las montañas, los bosques y los cortijos.
En esto vengo a donde mi viejo amigo, un campesino de 73 años.
En los periódicos ha leído sobre el llamado a Berlín.
¿Qué irá a decir? Lentamente desliza la segura
mirada de sus claros ojos en los míos, mantiene los labios
fuertemente apretados, me coloca su mano fielmente circunspecta
sobre el hombro y sacude su cabeza en forma apenas perceptible.
Esto quiere decir: ¡irrevocablemente no!