I
La condición de ciudadano es el mayor logro de la civilización
moderna. Todos los demás empalidecen ante él. Es
más, cualquier otro, desde el acceso universal a la educación
hasta la asistencia médica y sanitaria a toda la población,
tienen su fundamento moral y jurídico en la entronización
de la ciudadanía como principio. La condición ciudadana
es la que permite hoy a los humanos hacer valer su humanidad.
La ciudadanía es el espinazo del orden social democrático
de la modernidad. Por esa misma razón, también confiere
sentido a nuestra historia, a la reciente. Dígolo sin temor
ante la numerosa y creciente grey de quienes creen saber a ciencia
cierta que la historia carece de todo sentido. Así, la
suposición, empíricamente constatable, de que desde
las revoluciones laicas que estallaron a entrambas orillas del
Atlántico a fines del siglo XVIII, hasta hoy, ha habido
una corriente hacia la instauración de la ciudadanía,
es súmamente sensata. Anunciada y razonada en sus albores
por Alexis de Tocqueville, merece reconsideración y renovado
análisis. Él no pudo prever los altibajos, descalabros
y hasta catástrofes por los que estaba destinada a pasar
esa corriente civilizatoria. Tan grandes han sido éstos,
tanto sufrimiento, desolación y daño han entrañado,
que uno comprende el escepticismo con el que cualquier amigo de
la democracia tiene que habérselas al sostener que, a pesar
de todo, tal corriente existe. Una corriente circunscrita, precaria
y sujeta sin duda a caducidad. Pero vitalmente importante. Constatarla
no es pues asumir grandiosidad histórica alguna, ni suponer
el progreso indefinido e irreversible de la humanidad. Es suponer
tan sólo que la lógica expansiva de la ciudadanía
constituye un proceso histórico algo más que episódico.
Es el característico de toda una era, la de la modernización,
en combate incesante con contracorrientes y dificultades. Del
resultado final nada sabemos. Sabemos sólo que, hoy por
hoy, es bueno arrimar el hombro a cuanto pueda fomentar la instauración
de una democracia cívica, de una república de gentes
libres. Y de gentes, también, materialmente capaces de
serlo: sin unas condiciones mínimas de existencia, a ningún
ser humano se le puede exigir el ejercicio de la ciudadanía,
ni tampoco el de la virtud cívica sobre el que se asienta.
Las reflexiones que siguen se fundamentan en tres supuestos. Primero,
el de que la ciudadanía es posible, progresivamente posible,
siempre que se consolide dentro de una politeya republicana. Otras
formas de politeya democrática, la liberal pura, por un
lado, y la comunitarista, por otro, son incompatibles con la plena
ciudadanía universal –para los miembros de una politeya
determinada, ya que no se trata aquí aún de ciudadanía
cosmopolita- aunque no lo sean con una ciudadanía más
o menos restringida . Segundo, parto también del supuesto
de que la teoría republicana de la ciudadanía sólo
puede avanzar si indaga las condiciones socioestructurales de
la fraternidad –en especial las que son adversas a una plena
ciudadanía de todos- y propone soluciones para mejorarlas.
En otras palabras: ni la filosofía política ni la
ética del republicanismo, bastan. Es menester hacerse también
con una sociología de la fraternidad. Y argumentar desde
esa sociología. Tercero, para medrar, la ciudadanía
exige un nivel mínimo, una masa crítica, de homogeneidad
jurídica y de afinidad cultural dentro de una misma sociedad.
(Amén de un mínimo de condiciones de vida que permitan
al ciudadano, libre de penuria, pensar en la cosa pública
como algo potencialmente suyo.) Un supuesto adicional, de carácter
metodológico, que va más allá de estos tres
criterios, es el de que es la ciudadanía activa -es decir,
participativa en la esfera de lo público- la que da una
medida de la calidad democrática que posee una politeya.
La bondad y florecimiento de la res publica de la ciudadanía
se calibra, en consecuencia, por la vitalidad y peso de la ciudadanía
en el conjunto del cuerpo político. No sólo cuentan,
para la democracia republicana, el imperio de la ley, la representación
parlamentaria, las libertades garantizadas y la independencia
de la voluntad ajena arbitraria –para decirlo con Baltasar
Gracián - sino que es necesaria también una ciudadanía
proactiva. Espero poder dar cuenta y razón de estas afirmaciones
a lo largo de cuanto sigue.
II
Las tres ciudadanías
Las sociedades que gozan de politeyas constitucionales democráticas
basan su orden político en la delegación popular
de poder y autoridad en cuerpos de legisladores, gobernantes,
administradores y magistrados . Los dos primeros suelen ser electos.
Los demás, nombrados por los electos. Queda un conjunto
de derechos cívicos –los de opinión, manifestación
pública, recursos contra la autoridades- que siguen detentados
por la ciudadanía.
Esta situación divide automáticamente al cuerpo
político en dos sectores: el formado por quienes detentan
cargos –legisladores, magistrados, funcionarios- y quienes
integran la sociedad civil . Esta es la dicotomía clásica
de la politeya democrática. Aunque presente problemas de
interpretación y a menudo de demarcación entre las
dos esferas, no será aquí objeto directo de análisis.
Éste se centrará en la naturaleza de los ciudadanos
que caen dentro del vasto ámbito de los gobernados y sobre
sus formas de entrada y participación en la esfera de lo
público.
La institución de la ciudadanía es una de las consecuencias
históricas de la vida urbana. Es el resultado de la destribalización
de la sociedad que ella, inevitablemente genera primero intramuralmente,
después también extramuros. La producción
urbana de la ciudadanía es el paso previo a la otra creación
de la ciudad, la democracia. (Desgraciadamente, la segunda no
siempre sigue a la destribalización, pero ciertamente no
hay democracia sin ese paso previo.) Durante largo tiempo la ciudadanía
se dio sólo en ciertas ciudades, democrática o semidemocráticamente
constituidas. Por su parte, la ciudadanía moderna procede
de la territorialización de esa institución, merced
al apoyo de una nueva institución, el estado. La democracia
resultante se fundamenta en la dicotomía entre gobernantes,
administradores (con facultad ejecutiva) y legisladores por un
lado y la ciudadanía sin cargos, aunque con derecho a opinar,
protestar o aprobar, asociarse y manifestarse colectivamente,
por otro. (Un tercer elemento fue el de la consolidación
de una leal oposición al gobierno, plenamente legítima,
formada también por ciudadanos con cargo.) Desde ese instante,
se planteó la cuestión, tan filosófica como
práctica, del alcance de la actividad política,
de la participación, de la ciudadanía sin cargos.
La atención recibida por ésta no ha sido poca desde
el alba de la democracia hasta hoy. Abunda la literatura dedicada
a la participación de la ciudadanía o falta de ella
así como a la manipulación de los ciudadanos y a
la demagogia y sus límites. La teoría política
democrática no ha ignorado el cuerpo de los ciudadanos.
Pero tal atención no es comparable por la recibida desde
siempre por la clase política. Lo decisivo para tal teoría
era y es esclarecer la concurrencia entre elites, la dinámica
entre facciones o partidos, las tendencias oligárquicas
dentro de cada uno de ellos, y así sucesivamente. Conocer
la naturaleza y dinámica de la ciudadanía no dedicada
profesionalmente a la política ni detentadora de funciones
públicas poseía para ella, evidentemente, mucho
menor interés.
De hecho abundantes observadores han ignorado el peso de la ciudadanía,
la han tenido como algo secundario en la vida de una politeya
democrática. Algunos, sin embargo, se han planteado la
vida política activa de la ciudadanía ordinaria
como algo crucial para la democracia. Con ello asumían
que ésta sólo existe de veras en el marco de una
población dotada de un mínimo de actividad pública.
Ese mínimo de ciudadanía debía ser muy superior,
no obstante, a la mera participación ciudadana en las elecciones
u otras consultas populares propias de toda democracia.
No es posible determinar a ciencia cierta el nivel participativo
que caracteriza a la ciudadanía que cumple ese mínimo.
Podemos, eso sí, bosquejar algunos de sus rasgos. Por lo
pronto, sabemos que la ciudadanía a la que, desde una perspectiva
política cívica, es menester prestar atención
no es necesariamente la que se confluye en las manifestaciones
públicas multitudinarias, que jalonan la vida de una democracia
y que llegan a a constituir parte esencial de su historia y hasta
de su épica. Ni tampoco, al otro extremo, el comportamiento
abstencionista en el voto y en la opinión pública.
Tanto la Stimmungsdemokratie, o democracia emocional, como la
apatía son radicalmente distintas, cuando no hostiles,
a la verdadera democracia cívica. No así la mera
desafección a un régimen democrático. Yerran
quienes han hecho un problema de la desafección a la política
en condiciones de democracia pensando que es algo preocupante
y peligroso , puesto que tal desafección sólo lo
es si va acompañada de la inactividad pública. La
desafección hacia gobiernos democráticos no es necesariamente
apatía, sino un sentimiento de desazón y hartazgo
capaz, en ciertos casos, de estimular iniciativas cívicas
muy significativas.
En efecto, el escepticismo hacia los partidos políticos
o la política partidista, socava la democracia solamente
si representa un repliegue absoluto hacia la privacidad, acompañado
de manifestaciones privadas de cinismo político. En cambio,
la actividad pública no partidista que brota del ámbito
privado cívico es parte esencial de la democracia y la
refuerza. (Otra cosa, muy distinta, es que la teoría y
la ciencia políticas le hayan dedicado tan poca atención
hasta hoy.) Aquello que sin duda debe llamarse lo privado público
consiste en el ejercicio de la virtud cívica por medios
distintos a los partidistas o funcionariales públicos.
Desde una asociación de vecinos a una organización
cívica altruista (a menudo llamada con el equívoco
de ‘organización no gubernamental’) toda coalición
de ciudadanos establecida para lograr objetivos públicamente
loables, incluso si resultan incómodos a los gobiernos,
pertenece a la democracia, y en especial a la republicana. A menudo
hay sociedades democráticas con fuerte grado de descontento
o desfección al gobierno entre la ciudadanía que
no obstante generan una fuerte actividad pública cívica,
una potente presencia de lo privado público. Ello es así,
no a pesar de que esté presente la desafección,
sino precisamente porque lo está. En tales casos, el desencanto
engendra participación. Aunque sea por otros medios de
los previstos por ciertos manuales. La actividad de lo privado
público es la continuación de la democracia por
otros medios.
Toda teoría democrática que no preste atención
honda a la presencia cívica en el ámbito público
es incompleta. Lo privado público es un componente crucial
de la estructura lógica de la buena politeya. Por consiguiente,
la distinción tradicional entre una ciudadanía activa
(encuadrada en partidos) y otra pasiva (y hasta indiferente o
apática), es pobre. La calidad de una democracia depende
asimismo de la textura y la actividad pública presente
en la sociedad civil.
Analíticamente, pues, cabe distinguir tres categorías
de ciudadanos según el modo e intensidad de su participación
en la politeya democrática. Los políticos son los
ciudadanos con cargo, en el gobierno o la oposición, así
como en la administración de la cosa pública, para
quienes la política o su aplicación son parte esencial
de su ocupación o profesión. Los ciudadanos pasivos
son aquellos que se limitan a cumplir con un mínimo de
obligaciones, aunque en momentos efímeros de emoción
colectiva puedan manifestarse públicamente. Para ellos
el ejercicio de la virtud cívica consiste en la obediencia
rutinaria a la autoridad legítima, es decir, el pago de
contribuciones sin evasión fiscal detectable, el relativo
buen comportamiento en la vía pública, y demás
expresiones de buena conducta cívica aceptable, amén
de su presencia en las urnas.
Son, por su parte, ciudadanos activos quienes, sin ser profesionales
de la política, intervienen en la esfera pública
para mejorar las condiciones de la vida democrática, ejercer
su propia libertad y, sobre todo, cultivar la virtud suprema de
la república, la fraternidad. Los ciudadanos activos son,
esencialmente, proactivos, es decir, toman iniciativas para cumplir
estos fines, al margen o más allá de situaciones
que les hayan perjudicado o dañado. En otras palabras,
las frecuentes protestas ciudadanas contra decisiones gubernamentales,
que llegan a ser altamente movilizadoras, no están compuestas
necesariamente por ciudadanos activos en sentido estricto. Así,
la construcción de un presidio en un barrio que provoca
la airada respuesta de las gentes que lo habitan no hace de ellas
ciudadanos activos, o proactivos. Prueba de ello es que, al mismo
tiempo, esperan del gobierno una mayor represión contra
la delincuencia y la ampliación de las instituciones carcelarias
. La ciudadanía pasiva, cuando es meramente reactiva, por
mucho que se agite, no entra en la categoría de la proactiva.
(Esta requiere tenacidad, continuidad y voluntad de presencia
en el espacio público, más allá de cualquier
agravio específico o interés circunscrito a defender.)
Otra cosa es que, en ciertos casos, una reacción defensiva
original desencadene ulteriormente una metamorfosis del movimiento
en el que se encarna en dirección altruista proactiva.
La distinción entre participación y pasividad aquí
trazada debe distinguirse muy cuidadosamente –aunque existan
paralelos sutiles- de la otra distinción, clásica,
tan bien elaborada por Benjamin Constant, entre la ciudadanía
participativa de la plaza pública y el derecho a la privacidad
y al ámbito íntimo . Éste último incluye
el derecho a no estar en el ágora, a retirarse al hogar
o al cultivo de los propios menesteres y aficiones. (Sin que Constant
asumiera que los antiguos careciesen del derecho a recogerse o
a abstenerse de participar en lo público, en abundantes
casos.) Que la libertad de los antiguos, como señalaba
Constant no fuera equiparable a la de los modernos, que ciertamente
incluye ese derecho a recogerse y a no participar y a estar solo
de ningún modo empaña la cuestión de dilucidar
qué medida de indiferencia ciudadana puede admitir la democracia
hoy sin menoscabo de su naturaleza como tal.
Las ‘tres’ ciudadanías son manifestaciones
de una única categoría básica, la de la ciudadanía,
que a las tres une y legitima. Son tan distintas, empero, que
merecen tratarse como tales para comprenderlas. Representan otros
tantos tipos ideales de inserción en la politeya. Cada
una pivota sobre un elemento político distinto. (a) La
autoridad es propia del cargo, la representación y la habilitación
para el ejercicio del poder, de acuerdo con la ley, sobre los
demás ciudadanos. (b) El derecho a la existencia digna
es propia de la mera ciudadanía, e incluye protecciones
legales, garantías de libertad, subsidios y servicios,
así como derechos de voz y voto. (c) El altruismo como
cultivo de lo privado público, es el ejercicio de la virtud
cívica por parte de aquellos ciudadanos que así
lo desean. La virtud cívica no se deja confundir con el
mero civismo. (Ni tampoco debe identificarse altruismo con fraternidad,
aunque hayan similitudes entre ambas.)
El civismo es una crucial virtud menor, sin la que es imposible
la convivencia civilizada. La virtud cívica, propiamente
dicha, es la promoción privada, activa y libre, de bienes
públicos comunes o de las buenas condiciones de vida de
terceros. (En términos filosóficos, consiste en
la promoción intencionada de la vida buena de los demás
y, a través de tal promoción, de la vida buena propia.)
Una asociación cívica dedicada a la protección
ambiental, por ejemplo, cumple la primera misión, el cuidado
y fomento de un bien público. Otra, dedicada a combatir
la explotación del trabajo infantil y a fomentar la escolarización
de la infancia, interviene a favor de unos terceros específicos.
Cumple la segunda. En ambos casos se honra la quintaesencia de
la ética política republicana.
La realidad permite tantos claroscuros como se deseen en el análisis
de estos tres tipos ideales, así como de matizaciones respecto
a los diversos pasajes de uno a otro estado. (Un ciudadano es
proactivo en una época de su vida, y deja de serlo en otra.)
De la misma manera, la intensidad y la cualidad de la participación
deben tenerse en cuenta antes de emitir juicios morales o decidir
si una forma de participación es beneficiosa o perniciosa
para la vida de la república. La ocupación de edificios
abandonados que atente contra derechos de propiedad puede hacerse
en nombre de una redistribución más equitativa de
la riqueza al tiempo que incrementa en ciertos casos la insalubridad
o produce el deterioro de inmuebles, por ejemplo. Lo que suele
llamarse activismo varía en cada caso: es tan activista
quien enarbola cuasi profesionalmente la causa de un movimiento
social cívico y no partidista, como el ciudadano que expresa
su preocupación y sus anhelos solidarios de modo individual.
Es decir, la virtud cívica puede enmarcarse en una organización
voluntaria o puede expresarse individual e independientemente,
sin que sea posible considerar que una de estas dos manifestaciones
sea superior a la otra. Depende, además, de que los lazos
y redes sociales favorezcan su ejercicio: el ciudadano proactivo
no suele ser un héroe solitario . Todas éstas variedades
y matizaciones presentan algunas dificultades interpretativas.
No se despejan fácilmente. Pero no imposibilitan el análisis
de la dimensión ciudadana de la vida democrática.
Más allá de tales dificultades, sin embargo, la
distinción de las tres ciudadanías supera algunas
de las señaladas por la dicotomía tradicional entre
élites politicas y electorado potencial. Ceñirse
a ésta condena la teoría democrática a no
ir más allá de las concepciones clásicas,
tales como la de la circulación de la élites de
Pareto, la de la ley de hierro de la oligarquía de Michels,
la del empresariado político de Schumpeter y la de la poliarquía
de Dahl. Estas, más alguna otra, son fundamentales y complementarias
entre sí. Se refuerzan mútuamente y constituyen
el acervo sólido de la sociología política.
No obstante, ninguna de ellas ha sabido habérselas satisfactoriamente
con la cuestión de la ciudadanía activa (o proactiva)
y su peso y función, nada marginal, en el seno de la vida
republicana.
III
El
ejercicio público de la fraternidad
Las tres suertes de ciudadanía no son, del todo, abstracciones.
Así, es obvio que en las democracias liberales hallamos
ciudadanos que, individualmente, se encuentran situados en cada
una de las tres categorías. Los ciudadanos activos independientes
de todo grupo son muy numerosos. Van desde el intelectual crítico
hasta el cargo público al que se accede por cooptación,
dadas las reales o presuntas cualidades del nombrado, pasando
por los muchos ciudadanos que, por su cuenta, entran en la esfera
proactiva, específicamente para la promoción de
una causa determinada, sin integrarse establemente en movimiento
social alguno.
Sin negar, sino al contrario, la vital importancia que tienen
estos ciudadanos ‘flotantes’ –aunque no precisamente
a la deriva- para la prosperidad de una buena república,
lo cierto es que la textura de la democracia hay que buscarla
muy especialmente en su red asociativa. Ella es la esencia de
la sociedad civil. Su presencia es tan crucial como la de la esfera
pública organizada en partidos, sindicatos, agencias oficiales
e instituciones de derecho público. Su importancia para
la calidad de la democracia es de igual alcance que la de esta
última. Las democracias que carecen de sociedades civiles
vigorosas que alberguen a ciudadanías con una mínima
densidad cívica asociativa y un número sustancial
de ciudadanos individuales proactivos son democracias indigentes.
Para establecer la naturaleza de la urdimbre de una politeya hay
que considerar, no sólo cuántas, sino cómo
son sus asociaciones cívicas. La politeya se define tanto
por la calidad de su vida política como por la densidad
cívica, en especial por aquel sector dentro de ella dedicado
al altruismo. Por sí sola, la suerte de gobierno que posea
una determinada sociedad, no da la medida justa de la calidad
de su democracia. Las asociaciones voluntarias que cubren el ámbito
de las establecidas para la promoción de los intereses
propios de cada colectividad a menudo contribuyen a establecer
la bondad de un cuerpo político, pero no bastan. (Muchas
de ellas se establecen para defender intereses sórdidos
o perniciosos.) Amén de las instituciones básicas
de la democracia –partidos políticos, opinión
pública vigorosa, garantías jurídicas para
todos- las que son hoy en día cruciales para establecer
la justa medida de tal bondad pública y política
de una politeya son las vinculadas al cultivo de la fraternidad
cívica, es decir, del altruismo. Es éste el que
moviliza ciudadanos para promover, más allá de la
política institucional oficial, los intereses de otros,
o en algún caso, como en el de quienes que se esfuerzan
por la salvación de la sostenibilidad del planeta, por
los de la humanidad misma . Según mi vocabulario, las asociaciones
solidarias se mueven en el ámbito de lo privado público.
Sin ignorar el alcance de las asociaciones cívicas de interés
propio, dedicaré aquí la necesaria atención
a las dedicadas al ejercicio del altruismo .
Tomarse en serio el ejercicio público y social de la fraternidad
no resulta fácil, fuera de la retórica sentimental
o la mentira ideológica más flagrante, fondamentada
en un ‘buenismo’ peligrosamente acrítico. No
sorprende pues que hasta quienes se dicen amigos del republicanismo
expresen abundantes y muy serias reservas, tanto sobre motivos,
como sobre las razones de las actividades cívicas solidarias
o fraternas . La literatura en torno a la solidaridad ciudadana
está plagada de advertencias, desconfianzas e incredulidades.
(Todo ello muy acorde con la inveterada actitud sociológica,
tan propia de nuestro tiempo, de la sospecha.) Mal entendida la
herencia de Maquiavelo una vez más, la desconfianza propia
de toda buena ciencia social ha socavado la concepción
menos malévola de la naturaleza humana que, sin dudar de
la inmensa fuerza de nuestras intenciones egoistas o hasta taimadas,
admite una distribución desigual, precaria, pero altamente
significativa, de la buena voluntad, compasión, empatía
y demás virtudes de las que la raza humana también
suele ser capaz . Es como si la garantía de cientificidad
u objtevidad de un análisis estuviera asegurada ignorándolas
o dejando claro que, si existen, son factores, irrelevantes. Por
fortuna cada vez es mayor el volumen de las aportaciones que constatan
fehacientemente el alcance real, nada despreciable, de tales virtudes
en cualquier sociedad, incluso en aquellas cuya estructura y dinámica
fomentan la insolidaridad, el individualismo oportunista y la
concurrencia universal despiadada, más allá de la
reciprocidad calculada o la estrategia .
Al margen de toda especulación sobre la naturaleza última
del altruismo, lo cierto es que las manifestaciones más
palpables de la solidaridad cívica han experimentado hoy,
en los países prósperos, una inesperada revitalización.
Ello ha acaecido precisamente cuando un conjunto de corrientes
históricas parecían conspirar, juntas, en la destrucción
definitiva de la democracia liberal tradicional, socavando su
sociedades civiles, y ‘masificando’ su estructura.
El advenimiento de la presunta y destructiva sociedad de masa
–con su política y cultura de masas- junto al auge
de la corporatización, el corporativismo y la burocratización
del mundo, de haber ocurrido como sus teóricos pretendieron,
no hubieran permitido la considerable revitalización contemporánea
de la sociedad. La hubieran arrasado. Sin embargo, algunos de
los problemas engendrados por esas corrientes son constatables.
La concepción de la sociedad moderna como sociedad masa
está sólo parcialmente equivocada, aunque sus errores
no sean menores. Ni ella, ni la concepción rival que otrora
predecía una vasta revuelta proletaria que impondría
un nuevo orden, igualitario, libre y radicalmente democrático,
han suministrado una versión acertada de lo que acaece.
Lo cierto es que, que, en condiciones que en no poca medida supo
describir la teoría de la masificación de la sociedad
moderna se produce hoy un auge constatable de las asociaciones
cívicas solidarias o altruistas. Por lo pronto, ello significa
que la potencia avasalladora que se atribuía a las fuerzas
masificadoras no ha sido tanta. Y también, como columbro,
que ha tenido lugar algo muy distinto de lo esperado por la teoría.
En efecto, han sido precisamente la relativa masificación
y burocratización del mundo, el incremento del poder estatal
y la distancia entre éste y la ciudadanía, además
de la invasión mediática de la cultura popular,
los factores que han estimulado la constatable reacción
cívica hacia la recuperación privada de la vida
pública. El republicanismo intuitivo de una ciudadanía
impaciente que recobra parcial pero significativamente el protagonismo
es más deudora de la profesionalización de la política,
la gerencia administrativa y anónima de la cosa pública
y la colonización mediática de la cultura popular
de lo que pueda parecer a primera vista . En otras palabras, la
participación ciudadana constituye una rebelión
pacífica contra los abusos de estas fuerzas antidemocráticas.
IV
La sociedad abierta y sus forasteros
Las corrientes que presuntamente conducían hacia la sociedad
masa eran siempre homogeneizadoras. Simplificaban la desigualdad
mediante una dicotomía entre élites y masas. Simplificaban
la cultura a través de los medios masivos de comunicación.
Simplificaban la política mediante la manipulación
de la opinión pública y el control minoritario de
los resortes del poder. Y, finalmente, simplificaban la economía
a través de la corporación, el mercado y el consumo,
una vez más, de masas. La patética presencia de
logotipos diferenciadores no oculta, reza la doctrina, la producción
industrial masiva de toda suerte de bienes. Disminuye así
la complejidad y perece la aguda diferenciación interna
propia de toda sociedad libre y creativa. La noción de
eclipse de la comunidad tan crucial para quienes de tal manera
han querido comprender el mundo de nuestro tiempo, venía
a ser crucial para ese modo de entender las cosas .
Como acabamos de señalar, sin embargo, la proliferación
e intesificación, no sólo del asociacionismo cívico
en general, sino también del cívico altruista en
muchas sociedades avanzadas ha mostrado el flanco débil
de tal concepción. En efecto, la sociedad contemporánea
es mucho más diversa y menos adocenada de lo previsto por
la teoría de la imparable masificación. Pero eso
no ha sido todo. Algunas de las tendencias demográficas,
poblacionales y migratorias propias de la sociedad contemporánea,
espoleadas en muy gran parte por la aceleración del proceso
de mundialización, han venido, inesperadamente, a complicar
la urdimbre misma de nuestras sociedades. Este hecho, combinado
con el del auge inesperado también del localismo, el nacionalismo
étnico, la afirmación del barrio étnicamente
distinto, en urbes y villas, junto a otras tendencias autóctonas
de afirmación comunitaria, ha engendrado toda una preocupación
por lo étnico, lo multicultural y lo intercomunitario prácticamente
inexistente poco tiempo ha. Este último acontecimiento
me servirá ahora como pretexto para seguir analizando la
noción de ciudadanía tal y como se presenta en nuestro
mundo.
Intuitiva o articuladamente el pensamiento político ha
reconocido siempre la existencia de las tres expresiones de la
ciudadanía a las que me refería, que sólo
en apariencia son tres suertes sustancialmente distintas de ella.
Como ya se ha indicado, ciudadanía no hay más que
una, en el fondo y por definición. No obstante, el análisis
político siempre ha solido distinguir sensatamente entre
varias manifestaciones posibles. Así, es de total propiedad
constatar la presencia de una ‘ciudadanía precaria’
, o reconocer diversos grados de acceso a la autoridad y al poder,
de modo que pueda hablarse, en el discurso corriente, de ‘ciudadanos
de segunda’. ás allá de las mínimas
condiciones materiales y de vida sin las cuales es imposible la
ciudadanía generalizada, la fundamentación compartida
por las diversas ‘ciudadanías’ es la dignidad
de la persona humana, su soberanía moral y por lo tanto
cívica. Ésa es la infrastructura moral que suministra
el derecho universal de los seres humanos a ser parte constitutiva
de la politeya, a ser respetados como depositarios de responsabilidad
y albedrío. Es un derecho de principio compartido por todos
y cada uno de los miembros plenos de la ciudad o del cuerpo político
general pero reconocido de hecho muy precariamente, cuando no
ignorado, por gran parte de la población. Su fuerza, por
lo tanto, es constituir un principio inspirador de conductas conducentes
a su puesta en vigor, a veces bajo el imperio de la ley constitucional.
Otras veces, el mero civismo, aunque no esté apoyado en
una convicción profunda sino en la de que la buena educación
es ventajosa para la convivencia, palía eficazmente las
inclinaciones discriminatorias que pueda sentir una parte sustancial
de las gentes. No son civismo y la civilidad aspectos menores
de la convivencia ni algo que no deba tomar en serio la ciencia
social o la política cívica de las autoridades,
en especial las urbanas .
La debilidad de ese principio universal de ciudadanía,
en cambio, procede de la existencia de intensas relaciones sociales
(tribales, comunitarias, de desigualdad) y credenciales (prejuicios,
concepciones particularistas, lealtades fundamentalistas) que
la frenan o, abiertamente, la excluyen. Es crucial reconocer aquí
que no sólo el prejuicio de una ciudadanía circundante
aisla y capitidisminuye la puesta en vigor de la plena ciudadanía
de los miembros de las comunidades ‘distintas’ insertas
en ella sino que también la natural inclinación
aislacionista de toda comunidad minoritaria y diferente contribuye
a debilitar la aplicación del principio de ciudadanía
plena y universal . Será preciso volver sobre esta cuestión.
En tanto no se establezca un derecho universal de ciudadanía
en toda la Tierra, es decir, hasta cuando se haya producido la
mundialización de la institución, y por lo tanto
de la sociedad civil , si es que algún día se alcanza,
los ‘distintos’ de cada lugar o sociedad no entrarán
en todas partes y del todo en la categoría de ciudadanos
plenos. La generalización del orden civil universal que
acarreó consigo la modernidad política y jurídica
en cada estado planteó pronto serias dificultades para
entender jurídicamente a los extranjeros que en ellos se
encontraban. Todas las sociedades son permeables y todas contienen
individuos que forman comunidades, de algún modo distintas
a la mayoría o a la colectividad que posee hegemonía
dentro de la politeya. Estas comunidades suelen estar formadas
por forasteros o gentes que han dejado de serlo (así, pueden
llevar varias generaciones morando en un país dado) pero
que son percibidos como tales por el sector socialmente hegemónico.
(En la célebre expresión de Simmel, el forastero
no es el que viene de fuera sino el que viene de fuera y permanece.)
A menudo, la sociedad anfitriona – ¡por usar un lugar
común algo dudoso, pues con el paso del tiempo, una sociedad
deja de serlo, del mismo modo en que el Gastarbeiter deja de ser
Gast!- se permite el lujo de no extender la ciudadanía
a los ‘forasteros’ o ‘extraños’
apoyándose en el hecho de que, si bien toda colectividad
presente en una sociedad necesita integrarse en ella como hecho
estructural, éste no es moral, ni jurídico más
que como principio. (Lo que no es poco.) Mientras sea un extraño,
el inmigrante será un forastero. Y lo serán si continúan
siéndolo, su prole y sus descendientes.
Más allá de prejuicios intercomunitarios, ello es
así porque en una politeya determinada la forzosa integración
sistémica que acarrea toda convivencia en una misma economía,
no entraña integración social, como enseña
la muy útil y clásica distinción sociológica
. Desde la formación de guetos hasta la consolidación
de clases parias o intocables, pasando por la del reconocimiento
del status especial de los metecos, la humanidad ha ido encontrando
a través de su historia sus modos de habérselas
con el imperativo de relegamiento cultural o jurídico al
que obliga la estructura misma del orden político, de desigualdad
y privilegio de cada sociedad, que simultanea con el imperativo
de incorporación económica. La forzosa inserción
en el mercado de trabajo o en la división social de las
tareas (integración sistémica) se acompaña
así con una falta de inserción en los otros campos
de la vida (integración social). La concesión de
derechos políticos, sanitarios, educativos y fiscales al
forastero o sus descendientes incrementa la integración
sistémica que ya suministra la entrada en la economía
pero no así la social. Esta, cuando ocurre, va en zaga
a la primera, y mantiene por lo tanto una distancia tensa, que
sólo el paso del tiempo acorta y la cultura cívica,
si es potente, va erosionando.
Para ahondar más en este asunto es imperativo contemplar
primero la estructura misma de la sociedad en la que surge. Cuando
se estudia la cuestión de la llamada inclusión o
exclusión social de quienes no son ciudadanos –los
inmigrantes, por ejemplo- es menester tener en cuenta esta cuestión
crucial, a menudo olvidada. La concepción multiculturalista
de la desigualdad invita a no percibirla. Invita a entender una
sociedad compleja como si de un mosaico más o menos variopinto
se tratara, en el que la única política social necesaria
para establecer una buena democracia consistiría a exhortar
a todos a respetarse mutuamente y permanecer lo más distintos
posibles, enn nombre de una metafísica ‘dentidad’
siempre indefinible. Todo esto olvida una de las más sólidas
tradiciones del análisis sociológico de la desigualdad
social.
Por lo pronto, recordemos que la propia estructura de la desigualdad
de un país dado posee sus criterios establecidos de cierre
social, discriminación, marginación y acceso a cada
clase, elite, colectividad. Por ello una masa muy vasta de literatura
o discurso contemporáneo que habla de ‘exclusión’
o de ‘integración’ sociales, entre otras expresiones,
lo hace con una espectacular medida de irresponsabilidad al ignorar
inexplicablemente el hecho de que la sociedad receptora misma
posee sus propios y a veces férreos criterios de desigualdad.
Es decir, para invocara Weber, sus criterios específicos
de cierre social. ¿Porqué habría de integrar
socialmente a sus forasteros una sociedad que no integra a sus
propias clases subordinadas? ¿O que lo hace de modo atenuado,
o discriminatoriamente sutil? ¿Porqué en las clases
subordinadas no habrían de repetir con los recién
venidos, o con aquellos que retienen por largo tiempo su condición
forastera, los mismos criterios de discriminación y supraordenación,
usando de nuevo una expresión simmeliana, que a ellos los
mantiene en posición subalterna? ¿Porqué
quien posee posición subalterna no gana con poseer sus
propias capas o grupos subalternos?
El forastero entra, ante todo, en una sociedad de clases, aunque
salga de otra cuyas pautas de desigualdad son más agudas,
crueles e incomparables a las que encuentra. Al margen del alivio
que pueda sentir al comparar las condiciones de las que escapa
con las posiblemente más llevaderas de las que encuentra,
el forastero tiene que hallar su lugar en ella. Ésta no
es más que en apariencia una sociedad compacta, homogénea,
dotada de una movilidad social óptima. Además, el
inmigrante no se inserta en una clase subordinada, sino que encuentra,
dadas sus características ocupacionales, lingüísticas
, raciales, religiosas, u otras, su lugar aparte dentro de ella.
Un lugar a menudo subordinado.
Pero no siempre. Las comunidades foráneas de clase media
profesional, por ejemplo, son capaces de insertarse en los niveles
correspondientes en la estructura de la desigualdad, y de iniciar
pronto a la integración social y hasta la fusión
con la sociedad receptora. Si ello no acaece –como en el
caso con la próspera diáspora china en muchos países
del Sudeste asiático- se forman y persisten poderosas minorías
étnicoculturales socialmente excluidas (o autoexcluidas),
económicamente privilegiadas. Un fenómeno al que
la crítica presta demasiada poca atención, a pesar
de que su presencia es fuente de vastos movimientos populares
intermitentes de persecución, movidos por la demagogia
pero basados en el resentimiento, que en no pocos países
con frecuencia desencadenan choques y matanzas de extrema crueldad
. Por lo menos en los países occidentales la atención
siempre se dirige, compasivamente, hacia las comunidades forasteras
discriminadas, o ‘excluidas’ entre las clases subordinadas,
con flagrante olvido de las real o presuntamente privilegiadas.
Que son las que más se benefician de la estructura general
de la desiguadad prevaleciente en su propia sociedad.
Que algunos perciban la inserción de vastas poblaciones
inmigradas como un ‘problema’ propio de la sociedad
receptora es ya, de por sí, preocupante, cuando en la medida
en que el problema es principalmente el del migrante. Tengo para
mí que el asunto deja entenderse si se atiende primero
con serenidad a algunas de las disfunciones creadas por toda colectividad
forastera en la sociedad receptora, disfunciones que a menudo
son mucho menores que los efectos funcionales para ésta.
Estamos anteefectos perversos de un fenómeno que es, globalmente,
benéfico para la sociedsd receptora, que ve incrementada
su prosperidad, capital humano y riqueza cultural. Otra cosa,
mucho más grave, es que nuestra atención analítica
y crítica se centre erróneamente sobre la aparición
de colectividades y comunidades excluidas o aisladas en el seno
de la sociedad receptora como si ésta no tuviera sus propios
criterios internos de cierre. Dicho de otro modo, la sustitución
de la preocupación clásica por la desigualdad social
y la estructura clasista de las sociedades modernas por una preocupación
única por la discriminación étnica empobrece
la capacidad de análisis de la teoría social y de
la teoría moral. El desplazamiento del análisis
clasista tradicional por un comunitarismo presuntamente emancipatorio
que no lo tiene en cuenta representa una regresión lamentable
para la sociología.
La universalización de la ciudadanía crea algunas
de las dificultades que hoy conocemos. No sólo son nuestros
ordenamientos jurídicos lo que las producen –la parsimonia
en la concesión de documentación ciudadana y permisos
de residencia y trabajo- sino también la cultura moral
de la modernidad . Así, mientras que diversas inercias
sociales inclinan hacia el relegamiento de las crecientes colectividades
inmigrantes, de distinta cultura, lengua y raza, las exigencias
y demandas del mercado fomentan la integración sistémica,
al margen de la social, y por lo tanto, escoran el comportamiento
de las gentes hacia la solución tradicional, el aislamiento
cultural y político de las colectividades o comunidades
forasteras. Naturalmente, si que ello sea óbice para su
incorporación económica y ocupacional. Es más,
ésta última se estimula, sobre todo cuando así
lo exige el mercado de trabajo.
El resentimiento (disfrazado de prejuicio social) del que suelen
sufrir las comunidades foráneas o simplemente ‘distintas’
pero dotadas de buenos recursos económicos o profesionales
no es menos intenso que el que las clases subordinadas de las
sociedades receptoras sienten hacia las minorías dominantes
y no integradas. Sin embargo, en las sociedades occidentales éstas
tienen abundantes recursos para paliarlo. Sobre todo confundiéndose
con las clases privilegiadas y atenunando su distinción
étnica. En todo caso el resentimiento, esa noción
clave que la sociología heredó de Nietzsche a través
de la formulación de Weber, se intensifica a base de nociones
perfectamente erróneas, empezando por la de que los forasteros
‘vienen a quitarnos nuestro trabajo’ y acabando por
la de que son sucios, desarrapados, torpes en el uso de la lengua
oficial o predominante y hasta delincuentes en ciernes.
La consolidación de la integración sistémica
frente a la social es, contra lo que reza la teoría predominante
de la llamada exclusión social, fruto de varias tendencias
complementarias y esencialmente distintas. El mercado de trabajo
ofrece integración sistémica: mano de obra no especializada
si las condiciones son favorables, oficios y comercios muy especializados
–a veces con buenos sueldos o ingresos altos- y demás
fuentes de inserción. La dimensión clasista, la
comunitaria y la cultura, en cambio, coinciden en la consolidación
en forma de mosaico de toda la sociedad. Y ésta, como he
insinuado ya más arriba, no sólo se refuerza a través
de la discriminación que le dedica cada clase o colectividad
social de la sociedad receptora, ya fundida en gran medida, a
lo largo de batallas históricas sin cuento, en una sóla
politeya de ciudadanos distintos y desiguales pero acomodados
en una comunidad cívica compartida. Se refuerza también
por su propia insistencia en reconstruirse a sí misma como
comunidad de paisanos, poseedores de un carisma compartido, intransferible,
al que se atribuye una cualidad numinosa, la de la identidad .
Esta resistencia a la fusión –no siempre, ni las
más de las veces- suele obedecer a fuerzas objetivas y
poderosas, como la de necesidad de comunidad en un entorno ajeno
potencialmente hostil. (Si bien puede resultar favorecida por
factores del todo ajenos a los valores civiles republicanos; la
religión, por ejemplo, como un modo de identidad contrario
a ellos.) Uno de los costes de esa resistencia natural a la fusión
es el mantenimiento de la diferencia, y por lo tanto, de la desigualdad.
La extensión de la ciudadanía topa puesa un tiempo
con la tendencia centrípeta de la comunidad existente de
ciudadanos a no incluir quienes se perciben como esencialmente
extraños a ella y con la tendencia centrífuga de
cada comunidad a permanecer fuera del núcleo cívico
hegemónico.
Mantener y cultivar la diferencia será, posiblemente, bueno
y deseable . Pero a nadie debe escapársele que diferencia
y desigualdad, aunque son dos fenómenos opuestos, se refuerzan
la una a la otra salvo en condiciones muy excepcionales. La única
en que, tal vez, no se engendren mútuamente más
de lo tolerable para la pervivencia de una sociedad decente es
la representada por la presencia vigorosa de una ciudadanía
universal y compartida por todos, no sólo en un sentido
jurídico, sino muy principalmente, en el del contenido
moral de las personas. Me explicaré.
V
Integración social y ciudadanía pública
Los
avances de la mundialización junto a la afirmación
de la cultura política liberal democrática han favorecido
la noción, inspirada por una loable buena voluntad, de
que es posible y deseable vivir en sociedades multiétnicas,
religiosa e ideológicamente plurales, unidas por sentimientos
de tolerancia, respeto mútuo y hasta interés y curiosidad
genuinas por los estilos de vida, concepciones y normas de los
que no pertenecen a nuestros grupos o colectivos particulares.
Nadie en su sano juicio discutirá la inmensa valía
de estas nociones.
No obstante, la tendencia a consolidar la permanencia (o a intensificarla)
de la sociedad mosaico, en condiciones de modernidad es, a la
larga, perniciosa. La plataforma de civilidad de una democracia
republicana sólo puede echar raíces hondas si existe
una cultura política y moral compartida. Las sociedades
mosaico son propias de ciertos imperios premodernos y de algunos
despotismos paternalistas . Su permanencia en las presentes sufre
constante erosión bajo el embate de las fuerzas económicas,
políticas y culturales de la modernidad y en particular
las de la mundialización. Topa también con los principios
universalistas que deben inspirar la convivencia en toda sociedad
a la vez moderna y decente.
Sin embargo, el camino hacia la ciudadanía pública
compartida en plenitud no es ni simple ni unidireccional: así,
la intensificación y revitalización de los movimientos
comunitarios hacia la diferencia no son hoy menores. La reacción
contra los estragos de la homogeneización paulatina es
a menudo vigorosa. No sólo se resisten muchas comunidades
a ser absorbidas en las culturas predominantes o a sucumbir en
el mar de sincretismos en que se sume la sociedad moderna en nuestra
encrucijada histórica , sino que además también
se crean comunidades –neoétnicas, neoreligiosas,
neoideológicas- basadas en afinidades electivas o subculturas
que cobran independencia poco a poco. A ello se debe en gran parte
el relativo retorno de lo tribal en el seno de lo que algún
autor sigue todavía llamando sociedad masa . Mas las corrientes
secundarias o reactivas, por potentes que sean, no deben obnubilar
la visión crítica general.
La ciudadanía requiere una cultura moral y política
única. Con el necesario tacto y debido respeto por la diversidad,
ciudadanos y autoridades republicanos (laicos, racionalistas,
y sobre todo proactivos, es decir, solidarios) deben saber que
la creación de ese espacio público común,
ese palenque republicano es una condición necesaria para
el ejercicio de la virtud pública, es decir, de la fraternidad
y el buen gobierno democráticos. Por eso la educación
de la población en el espíritu de la ciudadanía,
la enseñanza de la ciudadanía, debe ser un objetivo
prioritario en toda politeya democrática y avanzada .
Este ejercicio de fusión respetuosa e indolora en la politeya
republicana se ejerce, sobre todo, en y desde la ciudad. Es el
mejor ámbito, en términos prácticos, para
la conducta cívica proactiva. Sin quitar al gobierno nacional
(o supranacional en el caso europeo) su misión de desempeñar
su función decisiva e insustituible en la creación
de la ciudadanía pública: la educación estatal
suele depender de él, así como las leyes cuya soberanía
(y no la de los ciudadanos con sus intereses diversos) ha de ser
suprema por encima de la voluntad de cada cual, según reza
un crucial principio de todo republicanismo.
No se trata de socavar de ningún modo, directamente, la
diferencia ni las ámbitos de cada comunidad. Al contrario:
la politeya, estatal o urbana, debe proteger y hasta fomentar
la lengua minoritaria, las fiestas sacras, la indumentaria, la
educación cultural, de cada comunidad. Mas debe también
darles acceso al ámbito de lo compartido, al ámbito
de la ciudadanía pública. Darles la opción
de que se incorporen de grado, y sin violencia alguna, a una koiné
compuesta por gentes lo más libres e iguales posible.
Hay una muy buena razón para que ello deba ser así:
retornando a un tema nuclear de este ensayo, la ciudadanía
proactiva es factible en cualquier ámbito de una sociedad
medianamente libre y democrática. (Y hasta lo es bajo ciertas
dictaduras, que estimulan la indignación moral de gentes
decentes sin lograr acallarlas ni domesticarlas del todo.) En
contraste con ello, constatamos que el mundo de las tribus o de
las neotribus, el de las comunidades étnicas, religiosas
o ideológicas no es muy favorable a la proactividad cívica.
A veces hasta es abiertamente hostil a ella. La solidaridad interna
de sectas, iglesias, asociaciones nacionales, y movimientos sociales
cerrados en sí mismos suele ser absorvente o muy intensa.
Frente a ellas es el altruismo extragrupal, y no el interno, el
que está en juego en el caso de una politeya democrática
moderna, por definición. La ciudadanía es la pertenencia
jurídica, política y moral a la humanidad a través
de ella. Es la calidad opuesta al clan. La comunidad tiene sus
fueros que es menester respetar: es fuente también de dignidad
y ética, como enseñara en su día Ferdinand
Tönnies . Mas la invasión comunitaria del espacio
público no puede augurar nada bueno para la suerte de esfera
pública que hoy necesitamos. El reino republicano de lo
público es el de la libertad y la autonomía, el
que fomenta la participación cívica más allá
de la delegación del poder. Por eso es menester articular
la proactividad cívica a la democracia. No se agotan mútuamente:
pretender que la democracia sea absorbida por ciudadanos altruisticamente
motivados a la acción solidaria es tan utópico como
pueda serlo la exigencia de democracia asamblearia radical bajo
condiciones de modernidad avanzada . Lo crucial al emitir nuestro
juicio sobre la calidad de una politeya espcífica es que
el componente cívico solidario y participativo sea sustancial,
no meramente residual ni decorativo.
A la larga es muy posible que el coste, si coste hay, del proceso
democrático que se recomienda sea si bien no la desaparición,
por lo menos sí la atenuación de las identificaciones
comunitarias circunscritas. No otra cosa enseña la historia:
no hay gran civilización que no haya presenciado, en su
forja, esa paliación de distancias, identidades y diferencias.
No puede ser de otro modo en la civilización democrática
de la modernidad. Una civilización inextricablemente unida
a la promoción de la ciudadanía mundial (es decir,
a la mundialización de la ciudadanía) y a la consolidación
del cosmopolitismo. De un cosmopolitismo crítico, esto
es, el único aceptable para una koiné de gentes
libres y mínimamente fraternas .
El gobierno local, que con frecuencia es el urbano y afecta a
un gran volumen de ciudadanos, debe tener presente que la vieja
tarea de destribalización que otrora emprendieran las ciudades
jónicas en la luminosa Grecia es, de nuevo, la tarea fundamental
con se enfrenta hoy la ciudad. También deben tenerlo presente
los gobiernos regionales o de áreas étnicamente
distintas de las que les rodean. El incremento progresivo de la
diferenciación étnicocultural interna a que todas
ellas se ven sometidas con la afluencia permanente y desarrollo
paralelo de comunidades distintas de las previamente establecidas
no hace sino poner de manifiesto la necesidad moral de esa empresa.
Por lo menos si lo que aspiramos es a erigir la morada digna que
los seres humanos de nuestro tiempo, transformados en ciudadanos,
merecen.
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