 
 
              
               
                I
               
                LAS TRES DEMOCRACIAS
              
                El afianzamiento de la virtud cívica como espina dorsal 
                de la democracia se perfila, cada vez más, como la aportación 
                más deseable para mitigar algunos de los principales males 
                que hoy la acucian. Ello ocurre en el momento histórico 
                en que el orden político democrático abraza a un 
                mayor número de países, al tiempo que todos la reclaman 
                para sí. ¿Qué régimen hay que niegue 
                ser democrátrico? Hasta los tiranos y las facciones fanáticas 
                recurren hoy a subterfugios para justificar su gobierno arbitrario 
                mediante la presunta voluntad popular que según ellos les 
                asiste.
               
                El consenso universal sobre la deseabilidad de la democracia no 
                va acompañado de otro consenso, de semejante alcance, sobre 
                cuál sea la suerte de democracia que nos conviene. De ésta, 
                claro está, hay una versión hegemónica, la 
                liberal. Es individualista, procedimental y legalista, dotada 
                de un núcleo constitucional que abarca toda una ciudadanía. 
                Junto a ella se abre paso también una versión comunitarista, 
                que considera las culturas y subculturas presentes en cada orden 
                político, o politeya, como entes o sujetos de derecho. 
                Según ella tales comunidades culturales (y en su caso, 
                étnicas) vendrían a formar parte del pluralismo 
                democrático, mientras que el núcleo constitucional 
                compartido sería minimalista. Existiría sólo, 
                o principalmente, para garantizar la autonomía de colectividades 
                encerradas en sus costumbres y creencias. Permitiría la 
                coexistencia de variedades tribales, étnicas, credenciales, 
                ideológicas, con estilos diferentes de vida. O, también, 
                en algún caso, sería patrimonio de naciones dotadas 
                de una cultura única, coherente, sin fisuras internas graves. 
                Finalmente, hay -de modo en algunas instancias recesivo, o defensivo- 
                una versión de la democracia deseable que está ligada 
                a las varias manifestaciones del igualitarismo, del solidarismo 
                y, sobre todo, de la participación ciudadana. Para ella 
                la democracia no sólo se legitima por el hecho de garantizar 
                libertades y autonomías -como sucede, respectivamente, 
                en los dos casos anteriores- sino también por la puesta 
                en vigor de procesos de justicia social y por el fomento político 
                de tendencias redistritibutivas y de capacitación de la 
                ciudadanía.
               
                En cuanto sigue asumo las buenas razones que avalan cada una de 
                las tres posturas, pero no alcanzo con ello una conclusión 
                meramente ecléctica. Al contrario, me inclino por la última, 
                en su versión republicana. (Y, dentro de ella, por la interpretación 
                más fuerte, o democrática). El republicanismo es 
                una solución que comparte algunos de sus supuestos con 
                el liberalismo y otros con el comunitarismo, pero no se confunde 
                en absoluto con ninguno de los dos . Al terciar de ese modo en 
                el actual debate entre liberales y comunitaristas quiero recordar, 
                asimismo, que no es justo que la discusión sobre la democracia 
                se circunscriba a esa alternativa, como si no hubiera otra. Como 
                si la tercera posición, la republicana, careciera de credenciales 
                para entrar en liza. En su día presenciamos ya una polarización 
                semejante del debate democrático, el que surgiera entre 
                democracia liberal y democracia socialista. En aquélla 
                ocasión, sin embargo, pronto se tergiversaron las cosas, 
                pues el poderoso surgimiento en muchos países de la fórmula 
                política leninista logró acaparar el debate y degradarlo 
                sobremanera por muchos años. Ni su negación del 
                pluralismo ni su obliteración de la sociedad civil y de 
                la libertad individual bastaron para impedir que el 'socialismo' 
                leninista se convirtiera en el interlocutor privilegiado y de 
                algún modo respetable de muchos de los defensores de la 
                democracia liberal, mal llamada burguesa por sus contrincantes. 
                A causa de esa polarización la concepción socialista 
                (por definición pluralista y democrática) así 
                como sus diversas versiones socialdemócratas quedaron a 
                menudo fuera del diálogo. Mientras duró la contienda 
                ideológica entre el depotismo monolítico y burocrático 
                de los unos y el pluralismo liberal y capitalista de los otros 
                se ahogaron muchas distinciones y matices, así como descollantes 
                divergencias políticas y de concepción de la vida 
                pública digna. Lo cierto, sin embargo, es que bajo el genérico 
                nombre de democracia liberal, convivían y conviven varias 
                concepciones, no siempre compatibles entre sí. En favor 
                de una de ellas pretende argumentar este escrito.
                
                Las observaciones que siguen se confinan tan sólo a países 
                que poseen niveles de secularización, tecnología, 
                educación y riqueza parecidos o superiores a los europeos. 
                Como pronto se verá, la argumentación no obedece 
                sólo a sentimientos idealistas, a pesar de mi invocación 
                al concepto de virtud cívica. Rehúye, además, 
                la moralización vacua. Espero mostrar, eso sí, que 
                dicha argumentación responde a los imperativos morales 
                que rigen la vida política civilizada así como a 
                ciertas constataciones muy prácticas acerca de la estructura 
                lógica de la democracia y del orden social sobre el que 
                reposa.
               
                Este escrito parte de una alusión a la pobreza del monolitismo 
                político y a la vacuidad del liberalismo como mero procedimiento, 
                para examinar luego la promesa de convivencia fértil y 
                de buen gobierno de la cosa pública que encierra la tradición 
                política republicana. Intenta entonces desvelar en qué 
                medida el republicanismo contiene algunas soluciones a las aporías 
                políticas de la modernidad y cómo es capaz de acomodarse 
                a algunas de las mutaciones que la nueva civilización nos 
                depara hoy en día. Indicaré, en ese contexto, porqué 
                la filosofía política republicana está en 
                condiciones menos desfavorables que otras filosofías públicas 
                para habérselas con la nueva situación del mundo. 
                Aunque mi argumentación se inscriba en la tradición 
                democrática republicana rompe en más de un sentido 
                con algunos de sus supuestos. Es menos tradicionalista. Tengo 
                la impresión de que el actual reavivamiento del interés 
                por el republicanismo sufre de un excesivo historicismo. Bien 
                está que la teoría democrática republicana 
                de hoy se esfuerce por adquirir más dignidad teórica 
                con la codificación del corpus clásico heredado. 
                Lo está menos, sin embargo, que soslaye las cuestiones 
                con las que tiene que habérselas hoy toda filosofía 
                pública. Nuestro interés permanente por Maquiavelo 
                como primer teórico moderno del republicanismo mal puede 
                justificar una nostalgia de Maquiavelo.
               
                La era mediática, la de las grandes corporaciones y la 
                de la mundialización trae consigo exigencias a los que 
                el legado clásico republicano, desde Cicerón hasta 
                nuestros días, no está en condiciones de dar siempre 
                respuesta. Razón de más para no evocar aquí 
                la evolución histórica de esta corriente, ni evaluar 
                sus logros y limitaciones desde su génesis hasta hoy. Lo 
                que me interesa aquí, exclusivamente, es aprovechar algunos 
                aspectos del potencial teórico del republicanismo para 
                discernir de qué modo puede ayudarnos tanto a mantener 
                como a hacer florecer la democracia en las arduas condiciones 
                del presente. Arduas, esto es, para la prosperidad de un orden 
                democrático exigente .
                Por tal se entiende aquél que incorpora la participación 
                ciudadana en la mayor medida posible, además de su representación 
                política, al tiempo que la cosa pública es entendida 
                como vehículo tanto para la libertad como para el fomento 
                de la justicia social y el interés común.
               
               
                II
               
                CARENCIAS LIBERALES Y POBREZAS COMUNITARIAS
              
                El republicanismo es aquélla concepción de la vida 
                política que preconiza un orden democrático dependiente 
                de la vigencia de la responsabilidad pública de la ciudadanía. 
                Su institución crucial es la de la ciudadanía, en 
                el doble sentido que la palabra posee en castellano: conjunto 
                de miembros libres de la politeya -los ciudadanos- y condición 
                que cada uno de ellos ostenta como componente soberano del cuerpo 
                político . Su supuesto distintivo es que, si bien existe 
                una ciudadanía universal básica para todos los miembros 
                de una comunidad política dada, la práctica de esa 
                ciudadanía es un logro moral que depende de la voluntad 
                de cada cual. (Sin duda, también de su buena educación 
                y de un marco social mínimamente favorable para que medre). 
                Por lo tanto, la virtud cívica se convierte en piedra angular 
                del orden republicano. Sobre el contenido de esa virtud y sus 
                condiciones políticas de existencia diré algo más 
                adelante.
               
                El republicanismo es variado. Hay versiones más democráticas 
                que otras, y algunas asaz elitistas. Hay un republicanismo explícito 
                -hoy cada vez más, debido a su redescubrimiento- y lo ha 
                habido y hay, latente. Este se percibe en muchos autores y, cómo 
                no, en no pocas constituciones e instituciones de la democracia. 
                Me permitiré también ahorrarme una discusión 
                frontal de estas posiciones diversas dentro del republicanismo, 
                para hablar desde él mismo, como si la concepción 
                republicana poseyera un grado de coherencia interna mayor del 
                que tiene. Asumiré también que la versión 
                más democrática es superior a la más aristocratizante, 
                pero sin olvidar que el republicanismo, sea de la suerte que sea, 
                está tan lejos del populismo como de la oligarquía: 
                propone una selección constante de la responsabilidad moral 
                entre la ciudadanía, lo que llamaré y definiré 
                en su lugar como clase cívica. A soslayar análisis 
                pormenorizados de la doctrina republicana me obliga la concisión 
                que exigen estas someras reflexiones.
               
                Sea cual sea la versión del republicanismo con la que nos 
                topemos, éste comparte con otras doctrinas una esfera de 
                supuestos bastante amplia. Así, el liberalismo hace un 
                extraordinario hincapié en el marco jurídico de 
                la ciudadanía y también en la aplicación 
                de procedimientos públicos para la conducción de 
                la vida política. Es crucial para él el establecimiento 
                de reglas del juego así como de reglas para la resolución 
                de conflictos. Pero también lo es, para muchos de sus representantes, 
                que existan derechos fundamentales que defender. Una cosa es que 
                tomemos distancias frente a la vaciedad procedimental de cierto 
                liberalismo y otra, que debería repugnarnos, sería 
                atribuir a todo el liberalismo un huero cinismo. (Los republicanos 
                no son insensibles al liberalismo, ni tampoco a la otra doctina 
                rival, la comunitaria). Los liberales que se toman en serio los 
                derechos esenciales hacen bien en rechazar aquellas críticas 
                comunitaristas que les acusan de mero formalismo. Mi argumento 
                al respecto es que, con los debidos respetos a este núcleo 
                duro del liberalismo, éste no basta. Concedamos que un 
                buen inventario de los derechos y los deberes de cada cual supera 
                en alguna medida el formalismo procedimental. Pero ello no indica 
                cuál vaya a ser la forma y sustancia de la politeya que 
                de ellos se constituya.
               
                El republicanismo no tiene nada que objetar ante los escrúpulos 
                procedimentales del liberalismo. Tampoco ante su apego a los derechos 
                fundamentales de cada cual. Abraza estas nociones con entusiasmo. 
                (Siempre que algunos de esos derechos no vulneren los de los demás: 
                incluir por ejemplo entre ellos un derecho ilimitado a la propiedad 
                privada es gratuito, aunque a los libertarios de derechas les 
                parezca la cosa más natural del mundo). Pero el liberalismo 
                es en cierto sentido vacuo, y ello por definición. (Aunque 
                no lo sea de manera banal, pues es preferible a otros órdenes 
                políticos menos cuidadosos con los principios procedimentales 
                y con el derecho procesal mismo). Para dotarle de contenido uno 
                tiene que optar por ser liberal socialista, o liberal redistribuidor 
                de riqueza por vía estatal (amigo del estatalismo benefactor), 
                o liberal capitalista (identificador del liberalismo con la concurrencia 
                desigual entre individuos poseedores de bienes y recursos distintos) 
                o liberal libertario (asumir, en su versión radical de 
                izquierda, la existencia de una sociedad civil sin estado y una 
                vida pública asamblearia). Estas son algunas de las opciones 
                imaginables. Tampoco, desde el punto de vista analítico, 
                puede uno ser liberal a secas: hay que ser o 'individualista' 
                o 'corporatista' u otra cosa, es decir, adoptar una perspectiva 
                doctrinal. Por lo tanto, la identificación del liberalismo 
                con normas de procedimiento no resuelve la cuestión del 
                contenido de la vida política (o económica, o cultural). 
                Operaciones de rescate, como la de John Rawls (o la en varios 
                sentidos distinta de Friedrich von Hayek) mediante la identificación 
                de unos mismos derechos fundamentales en todo ciudadano son esfuerzos 
                notables para atribuir sustancia al armazón legal del liberalismo 
                neutro, procedimental, o vacío. Sobre todo el de Rawls, 
                que obliga establecer condiciones de justicia social previamente 
                a la entrada en liza de los animales racionales concurrenciales 
                que el liberalismo imagina son los ciudadanos. Pero no hace falta 
                esforzarse, pues el imperativo de sustantividad pronto levanta 
                su tozuda testuz: no hay liberalismo realmente existente que esté 
                vacío, que sea sólo un juego.
               
                Entiendo por imperativo de sustantividad la necesidad estructural 
                de que toda posición formalista vaya unida, de hecho, a 
                valoraciones sobre el contenido y la naturaleza de la politeya 
                deseada por quienes por ella abogan. Así, muchos de quienes 
                afirman la bondad de un liberalismo neutralista son partidarios 
                -y además, muy militantes- del individualismo posesivo, 
                lo cual desmiente instantáneamente su pretensión 
                de neutralidad. Aunque estipulen otra cosa, la suya no es más 
                que una versión más. (Amiga de la sociedad abierta, 
                concedámoselo, pero también ferviente partidaria 
                del capitalismo sin trabas, que conduce a su vez a notables cierres 
                clasistas. Sobre éstos, callan). Uno no tiene así 
                otra salida que la de inclinarse por una de las opciones disponibles: 
                el liberalismo socializante, el individualista, el comunitarista, 
                el libertario, entre otros posibles. Es una exigencia que no necesita 
                explicarse. El mundo es así.
               
                La búsqueda de las condiciones que fomentan la Buena Sociedad 
                nos obliga a hacer distingos importantes por lo que respecta al 
                contenido que demos a lo que por liberalismo se entiende. Así 
                por ejemplo, existe una versión del liberalismo, que no 
                se presenta como una de las varias posibles, sino como la versión 
                correcta. Es una versión que ha usurpado la noción 
                abierta o hipotéticamente neutral, que todos los liberales 
                podrían suscribir. La usurpación ha sido tan rotunda 
                que, en la imaginación popular, es hoy liberal (y son partidos 
                liberales) quienes identifican liberalismo con un mercado de bienes 
                poseidos o controlados por propietarios o empresas, guiados por 
                la pasión del beneficio y protegidos por un aparato público 
                mínimo. La potente utopía económica llamada 
                neoliberal ignora con ello no sólo la mera existencia de 
                oligopolios y monopolios económicos, asociativos, culturales 
                y políticos -a los que activamente apoya - sino también 
                el hecho de que la dinámica concurrencial misma indefectiblemente 
                los genera. No es éste el lugar de someterla a un escrutinio, 
                que ya ha sido realizado (tal vez ad nauseam) por los analistas 
                . Sólo es preciso constatar que como doctrina política 
                ese liberalismo se ve obligado a identificar democracia con mercado 
                libre de ideas y creencias, en el que queden garantizadas las 
                minorías -e incluso y muy especialmente aquella minority 
                of one que invocó con tanto tino John Stuart Mill- pero 
                que, una vez realizada tal identificación, se queda in 
                albis, sin nada sustancial que decir. En teoría, la democracia 
                liberal no tiene contenido, aunque sí tenga procedimiento. 
                El contenido queda para cada cual y para cada uno de los programas 
                que se lancen al mercado político para ver quién 
                se suma a ellos. En la práctica, su posición, en 
                virtud del imperativo de sustantividad, es favorable al orden 
                social del privilegio y la propiedad característicos del 
                individualismo posesivo.
               
                La afinidad electiva entre el liberalismo formal y el relativismo 
                propio de lo que en su día vino a llamarse posmodernidad 
                es muy profunda, habida cuenta de que el primero no suministra 
                otros criterios de excelencia que los del éxito egoista. 
                (Lo contrario del republicanismo). Por su parte las ideologías 
                totalitarias, integristas y fundamentalistas carecen de afinidades 
                con la modernidad civilizada, pero sí las tienen, paradójicamente, 
                con la ideología posmoderna. Hay entre ésta y el 
                totalitarismo, como mínimo, un punto tangencial compartido, 
                y tal vez algo más que eso. Ambos comparten un cinismo 
                metodológico. El 'todo vale' del relativista posmoderno 
                corresponde al 'vale lo mío' por encima de lo de los demás 
                del fundamentalista. Así, construyo o desconstruyo (destruyo) 
                según mí soberano (y arbitrario) criterio. Nada 
                más posmoderno que un buen fascista, sobre todo si es un 
                fascista à visage humain. (La panoplia mediática 
                puede hacer milagros para lograr componer cosméticamente 
                esa faz humana de la que carecían los fascistas originales. 
                Al menos ellos la aborrecían). Lo que le diferencia de 
                los postmodernos es que éstos últimos practican 
                su cinismo en términos de pura indiferencia, o de dadaísmo 
                político o cultural, mientras que el fascista clásico 
                impone su barbarie con mera brutalidad, sin apología. Por 
                su parte el fascista con faz humana socava la democracia mediáticamente 
                y con sus propias armas, sin negarla jamás.
               
                El totalitarismo, al igual que el liberalismo, tiene algunas cosas 
                en común con el republicanismo. Mas el asunto no es inquietante. 
                En efecto, el liberalismo comparte con éste último 
                el respeto a las normas y la aceptación del pluralismo 
                cultural, asociativo y económico. El totalitarismo, inclusive 
                en su versión más amable -criptototalitaria- cuando 
                establece para todos lo que es la corrección política, 
                y descalifica lo que caiga fuera de ella- no puede compartir tales 
                atributos, de los que carece, y contra los que se erige. Coincide, 
                en cambio, con los republicanos en su legitimación de la 
                autoridad a través del mérito, la virtud y el espíritu 
                de servicio. (De qué mérito, virtud y servicio se 
                trata, es ya otro asunto). Además, ambos, totalitarismo 
                moderno y republicanismo, confieren al altruismo una centralidad 
                política que desconoce explícitamente la doctrina 
                egoista liberal. Cosa muy distinta, si bien crucial, es que el 
                totalitarismo constituya una corrupción automática 
                del republicanismo. También lo es, y de modo bien manifiesto, 
                del comunitarismo, pues quiere imponer una comunidad nacional, 
                o ideológica, o utópica, unitaria a una sociedad 
                heterogénea, variada, henchida de discrepancias: la comunidad, 
                cualquier comunidad, brota, no se impone. Su 'mérito' es 
                espúreo, pues los camaradas del partido único no 
                son moralmente superiores a nadie, más bien al contrario. 
                Ni su fraternalismo fanático , ni su hybris política, 
                ni su afirmación pública y permanente de superioridad 
                moral convencen. Su 'virtud' es vicio. El caso del jacobinismo 
                en el poder, durante la Revolución francesa, es paradigmático. 
                Su invocación inflacionaria a la noción de virtud 
                a duras penas sirvió para esconder su faz implacable. En 
                manos totalitarias, 'mérito', 'virtud', 'servicio' se degradan 
                y corrompen al instante en sus contrarios. Los 'elegidos' se transforman 
                con celeridad en una clase política cerrada, parasítica 
                y su partido en un arma corporativa para el ejercicio oficial 
                del terror. En la vida pública todo, incluso el republicanismo, 
                está abierto a la degradación. Lo pertinente ante 
                ese riesgo es saber qué puede hacerse en cada caso para 
                evitar el deterioro y qué orden político es el más 
                resistente a él.
               
                La desvirtuación política de ciertas nociones y 
                palabras nobles y de los ideales que representan levanta un escollo 
                notable para la teoría democrática, y dentro de 
                ella para la republicana. Pero ello no puede ser óbice 
                para que nos esforcemos, cuando sea preciso, en recuperarlas. 
                Hay que recuperar las palabras de la decencia a sabiendas de que 
                su sentido suele tergiversarse. Más aún, a sabiendas 
                de que alguien o algo las va a tergiversar tarde o temprano. Que 
                se hayan cometido crímenes en nombre de la libertad, según 
                la proverbial sentencia, no entraña que desterremos su 
                ideal de nuestro vocabulario político. El problema es que 
                no tenemos más remedio que echar mano de alguna expresión 
                que denote albedrío. Todo esto viene a propósito 
                de la noción clave de virtud republicana. Sin ser la única, 
                es paradigmática del peligro permanente de degradación 
                semántica. La filosofía pública es, de todas 
                las ramas del pensamiento, la más vulnerable a la incursión 
                de la desvirtuación significativa. Porque tiene que hablar 
                en lenguaje ordinario. No puede refugiarse en los formalismos 
                de la lógica ni prepararse un léxico epistemológico 
                aparte. Tener que hablar el lenguaje de la ciudadanía es 
                su miseria pero también su grandeza.
                
                La cuestión hoy, con respecto a nociones como la de virtud 
                cívica, es saber si aún poseen sentido en teoría 
                política. Saber si lo que denotan es posible en la realidad. 
                Si su florecimiento en la vida pública resolvería 
                en alguna medida las aporías de las que sufre la democracia, 
                tal y como la conocemos . En otras palabras la cuestión 
                es examinar la viablidad del republicanismo. 
               
              III
               
                LA VIRTUD CIVICA
              
                Ha habido una fuerte tendencia hacia la bifurcación en 
                el seno de la ciencia política y en particular en la teoría 
                democrática moderna. Una parte muy sustancial ha prestado 
                su atención a los procesos políticos encarnados 
                en el seno de la clase política, entendiendo aquí 
                la palabra 'clase' en un sentido lato, como conjunto de ciudadanos 
                que ejercen la política con diversos grados de profesionalidad. 
                La corriente que va de Pareto a Schumpeter y de éste a 
                Downs y Dahl y que desemboca luego en los estudios contemporáneos 
                de la elección pública es rica en posiciones diversas, 
                pero es una corriente identificable, y muy poderosa por cierto, 
                si no la que más, dentro de la ciencia y la sociología 
                políticas del siglo XX. Tiene un elemento común: 
                estudia detentadores de poder, élites (gobernantes u opositoras), 
                grupos y personas identificables (sindicatos, partidos, ideólogos, 
                estrategas, cuadros) así como los intereses que los mueven. 
                También se estudian, dentro de ese gran marco, las políticas 
                que se ejercen. Unos estudian procesos, otros políticas, 
                y algunos, la relación de entrambos. Frente a esta gran 
                corriente de corrientes hay otra, algo menos poderosa, que estudia 
                públicos, votantes, 'masas', las disposiciones de la ciudadanía 
                (abstención, inclinación al voto, apatía, 
                manipulabilidad, movilización) así como la cultura 
                política, con inclusión de valores y actitudes. 
                Es decir, es una corriente, también caudalosa, que estudia 
                la ciudadanía en general, el pueblo. Sería caricaturesco 
                decir que la bifurcación ha llevado a unos a estudiar élites 
                y a otros a hacer lo propio con las masas, y no solo por la simplificación 
                (terrible por lo que respecta al uso de la dudosa expresión 
                'masa'), aunque ello encierre un adarme de verdad. Lo cierto es 
                que la tendencia predominante ha sido la primera y que la ciudadanía 
                en general ha sido considerada casi siempre en su relación 
                con los núcleos de autoridad y poder salvo en el caso de 
                algunas indagaciones socioculturales.
               
                Frente a estas dos grandes corrientes hay una tercera - profundamente 
                afín a la concepción republicana de la politeya 
                democrática- que concentra su atención sobre la 
                actividad política del ciudadano común, si se me 
                permite el uso de tal expresión. (No hay hombres masa, 
                todos somos distintos, pero hay ciudadanos llanos). Es una corriente 
                ciertamente débil, en comparación con las otras, 
                atrapada como ha estado entre ellas. Le hacían la tenaza 
                una poderosa tradición de pesquisas sociológicas 
                y politológicas sobre élites del poder, grupos de 
                presión o veto, partidos políticos y guías 
                carismáticos, por una parte, y consideraciones sobre masas 
                y públicos, con frecuencia presuntamente manipulables y 
                manipulados, por otra. La atención principal, la realista, 
                la presuntamente digna de científicos, era responder fríamente 
                al hoy legendario who governs, (¿quien manda?) y al no 
                menos legendario who does what to whom (¿quien hace qué 
                a quien?). Además, prestar atención a la actividad 
                mujeres y hombres que algunas tendencias consideraban implícitamente 
                (cuando no abiertamente) como 'objetos de la historia' -según 
                la acostumbrada y hoy obsoleta expresión de algunos de 
                sus hegelianizados representantes- entrañaba un cierto 
                optimismo antropológico. Semejante optimismo no era de 
                buen tono. Ni lo es hoy tampoco: lo inteligente es ver las cosas 
                por su faz sombría. Sabido es que la política encierra 
                intereses inconfesables. En ella quien no manda, obedece. El arte 
                de mandar es el de manipular, y la naturaleza del pueblo es ser 
                masa. Tal vez lo haya expresado con rudeza, pero no veo que algunas 
                de las implicaciones de gran parte de una y otra corriente atenazante 
                puedan ser otras que las que revelan estas afirmaciones en última 
                instancia. Una cosa es que debamos a la ciencia política 
                así constituida importantes aportaciones. Otra que ello 
                nos impida descubrir en ella flancos débiles, prejuicios 
                antihumanistas y desconfianzas en la razón.
               
                La vuelta al ciudadano , el redescubrimiento de la ciudadanía 
                en sus dos sentidos -citizenship y citizenry, Bürgerschaft 
                y Bürgertum- ha ido abriéndose por fin camino entre 
                estas dos fauces tan características de la sociología 
                política del siglo XX. Ya van a constituir, para siempre, 
                sus aportaciones más significativas. Características, 
                dicho sea de paso, la una y la otra, de un notable desencanto 
                con el republicanismo democrático clásico, propio 
                tanto de la Revolución norteamericana como de la francesa. 
                Su dimensión moral, su obvia confianza en el ciudadano 
                como ser capaz de discernimiento racional y de juicio ético 
                casaba mal con la era cientificista y positivista que dominó 
                aquella centuria. ¿Cómo aceptar los postulados implícitos 
                del republicanismo cuando lo importante era construir una ciencia 
                política o una sociología de la política 
                fundamentada en supuestos empíricos, en la metamórfosis 
                de la voluntad en motivación y de la participación 
                responsable en gregarismo genéticamente programado? Sólo 
                un cierto cansancio y un relativo agotamiento de las soluciones 
                cientificistas (que no necesariamente científicas) ha permitido 
                la vuelta al ciudadano como ser dotado de una ética -de 
                la responsaiblidad y de las convicciones, a la vez, como indicara 
                Weber- y de un racioncinio no reducible al determinismo biológico 
                o sociobiológico.
               
                Merced a este cambio de rumbo en el que ha entrado ya un buen 
                número -una minoría- de autores, en estos dos últimos 
                decenios, se ha acrecentado el interés por el ámbito 
                que es propio del estudio republicano de la democracia. Se han 
                multiplicado así las especulaciones y los estudios empíricos 
                sobre participación democrática, intervención 
                ciudadana, sociedad civil, así como sobre las implicaciones 
                políticas de la presencia de lo privado en el terreno de 
                lo público, y en algunos casos, sobre la virtud pública 
                y también la dimensión pública y política 
                de lo privado .
               
                Algo que llama poderosamente la atención cuando se considera 
                la aportación de esta tercera vía de la teoría 
                democrática (y de la sociología de la democracia) 
                es su republicanismo implícito. So pena de que algún 
                lector de estos renglones pueda colegir que mis propias inclinaciones 
                republicanas me llevan a ver lo que no hay, a descubrir indicios 
                inexistentes, me limitaré a recordar que, por lo general, 
                la mayor parte de esta literatura explora ya la intervención 
                de ciudadanos modestos, corrientes o comunes en la esfera pública, 
                ya sus desvelos por controlar sus propias vidas de modo solidario, 
                asociativo y comunitario, ya ambas cosas a la vez. Siempre dentro 
                de este enfoque, otro grupo de estudios se centra sobre conductas 
                altruistas, sobre la acción social concertada para resolver 
                problemas ajenos, o de terceros. En resolución, la corriente 
                del republicanismo implícito merece ese nombre porque pivota 
                sobre la virtud pública. Son sus manifestaciones específicas 
                las que le interesan. Su supuesto principal es el de la posibilidad 
                de que medren los ciudadanos responsables, o que haya gentes dotadas 
                de suficiente generosidad como para intervenir racional y desinteresadamente 
                en la esfera pública, amén de mostrar solicitud 
                más allá del círculo de su clan o familia 
                .
               
                La introducción de la hipótesis altruista en la 
                filosofía política del siglo XXI podría resultar 
                beneficiosa para la dignidad teórica que debería 
                alcanzar en los tiempos que nos esperan. Esto es, siempre que 
                no sea es una hipótesis ingenua, que no asuma abundancias 
                de bondad donde no las hay. No hay buenas razones para creer en 
                un altruismo espontáneo -no inculcado ni aprendido a través 
                de la práctica de ciertos modos de cooperación y 
                sociabilidad- dirigido a prójimos distantes . Si algo nos 
                enseña la tradición republicana es que la virtud 
                es un bien escaso y que la cívica también lo es, 
                aunque pueda acrecentarse bajo ciertas circunstancias. Su doctrina, 
                desde Maquiavelo, no reza que todos los hombres sean buenos, ni 
                siquiera que sean potencialmente buenos. Dice más bien 
                que hay una distribución desigual de su capacidad de patriotismo, 
                altruismo, solicitud, desprendimiento o, simplemente, interés 
                genuino por la cosa pública y por los asuntos que no caen 
                en nuestro entorno inmediato. Su aceptación, desde el primer 
                momento, de la escasez del bien sobre el que centra su argumentación 
                pone al republicano a salvo de toda atribución de ingenuidad. 
                Cabe entonces preguntarse cómo el reproche contra la imaginaria 
                ingenuidad republicana (¿Maquiavelo, ingenuo?) no ha encontrado 
                un reproche paralelo contra el pesimismo antropológico 
                de Thomas Hobbes. 
               
                La virtud cívica es una virtud política democrática 
                cuyas pretensiones son modestas por lo que se refiere a moral. 
                No exige santidad. Pide solamente una medida módica de 
                buena conducta pública, de obediencia a leyes legítimas 
                y sobre todo una capacidad de participación activa mínima 
                en la cosa pública, por costoso que ésto sea. (Cuando 
                se dice que no exige santidad no se excluye que no exija heroismo 
                en condiciones de suma adversidad: desde el moviento feminista 
                sufragista inglés hasta los encabezados por el Mahatma 
                Gandhi y Martin Luther King, y sin olvidar a los disidentes soviéticos, 
                o a los estudiantes chinos segados por los tanques en la Plaza 
                de Tien An Men, las instancias de heroismo son múltiples 
                y ponen de relieve su pertinencia para la calidad de la vida pública). 
                Esencialmente, la virtud republicana está compuesta de 
                tolerancia, espíritu público, exigencia de información, 
                es decir, una cierta sed de saber qué pasa en la esfera 
                pública. Está compuesta, también, por una 
                medida de confianza en la capacidad propia y la de la ciudadanía 
                para intervenir y modificar -siquiera marginalmente- para mejorarlas, 
                las condiciones de la vida compartida .
               
                Hay un republicanismo meramente prescriptivo, el que exhorta a 
                los ciudadanos a que ejerzan su virtud política, a que 
                participen, critiquen el gobierno, se hagan oir, y exijan el bien 
                público, es decir, que sean patriotas en el sentido clásico 
                de la palabra. (Postura esencialmente distinta de la nacionalista, 
                que no sólo incluye distinciones, a veces peyorativas, 
                frente a otras comunidades étnicas o identitarias, sino 
                que no pone en primer término la cuestión de la 
                probidad ciudadana). El patriotismo incluye cierto sacrificio 
                y entrega por la res publica pero con exigencia de que los demás 
                hagan lo propio. De ahí que el republicanismo sea esencialmente 
                redistributivo -y no necesariamente igualitario de forma extrema- 
                y que muestre afinidades con ciertas posiciones que son identificables 
                con los principios morales que inspiran al estado del bienestar. 
                Frente a este republicanismo exhortativo -nada desdeñable- 
                hay otro más realista, más sociológico. Este 
                asume los postulados del anterior pero identifica y explora las 
                condiciones que favorecen el florecimiento de la virtud ciudadana. 
                Es el que se pregunta por la estructura social y por la cultura 
                del republicanismo. Antes de esbozar algunas de sus características, 
                añadiré algunas precisiones más sobre la 
                naturaleza de la virtud cívica republicana.
               
                Los hombres no son santos políticos. Una sociedad de ciudadanos 
                plenamente virtuosos no sólo sería farisaica y ultrapuritana 
                sino que conduciría a la postre a la imposición 
                violenta de la virtud. Los terrores virtuosos de Robespierre y 
                de Stalin, ya aludidos, bastan ya para ver en qué para 
                la cosa. La tarea que se impone en democracia es mucho menos cruel, 
                pues está inspirada por la dulzura, la tolerancia y la 
                paciencia pedagógica. La tarea del republicano asume la 
                mediocridad moral de muchos pero también la capacidad de 
                algunos de ellos de mostrar, destellos de nobleza política; 
                la inclinación de otros a actúar con cierto desprendimiento; 
                la pasión de algunos por la causa pública, que es 
                el otro nombre que puede darse al interés común 
                . Es decir, parte de la constatación de la heterogeneidad 
                política y moral de la humanidad y la respeta. Sabe que 
                obligar a las gentes a ser virtuosas es la peor de la tiranías, 
                porque hacerlo entraña someterlas a la horma inmisericorde 
                de la simplificación absolutista.
               
                En nada contradice todo esto el afán republicano por confiar 
                en las posibilidades didácticas de la democracia para habituar 
                a la mayor parte posible ciudadanía a la práctica 
                de la participación política así como a la 
                de plantearse tareas y objetivos que pueden ser a medio o largo 
                plazo -que no son acuciantes a primera vista- o que no afectan 
                directamente a cada uno de los ciudadanos. Ello supone confiar 
                en el potencial de la ciudadanía, paradójicamente 
                desconfiando al mismo tiempo de la capacidad de resistencia que 
                tenga una buena parte de ella ante las condiciones adversas que 
                puedan socavar su predisposición cívica. Así, 
                el caso de la panoplia mediática y de los empresarios del 
                poder que se hallan en connivencia con ella, y contribuyen a destruir 
                tal predisposición es paradigmático. (La tarea de 
                elaborar una pedagogía política para la era mediática 
                está enteramente por hacer). Los viejos republicanos del 
                siglo XIX, con su confianza en la escuela pública, con 
                su conmovedor y admirable fe en el maestro de escuela -pundonoroso, 
                laico, abnegado y fiel representante de un ilustrado Ministerio 
                de Instrucción Pública- iban, para su época, 
                por buen camino. Mas no se imaginaban lo que a nosotros se nos 
                ha venido encima. La enseñanza de la virtud republicana 
                en condiciones de demagogia televisiva y banalización en 
                gran escala de bienes otrora restringidos a clases privilegiadas 
                (o hasta inaccesibles a ellas) pide cosas distintas.
               
              IV
               
                LA CLASE CIVICA Y LAS CONDICIONES DEL REPUBLICANISMO
                
              
                Los teóricos contemporáneos del republicanismo suelen 
                porfiar más por defender su posición ante concepciones 
                rivales que por erigir una explicación impecablemente construida, 
                conceptual y lógicamente, de su versión de la democracia. 
                A mi juicio, el campo que hay que labrar con mayor urgencia es 
                el último. La tarea principal, hoy en día, es la 
                de adecuar, con el necesario realismo, los postulados de la persuasión 
                republicana a las condiciones de la modernidad presente.
               
                Para entrar mejor en lo que ésta entraña para la 
                posición que aquí se preconiza, permítanseme 
                primero unas observaciones algo atemporales sobre la estructura 
                social del republicanismo. Es un tema por lo demás casi 
                siempre ignorado por los teóricos contemporáneos, 
                aunque lo fuera mucho menos por parte de los clásicos, 
                más libres de prejuicios demóticos. Son las siguientes.
               
                (a) La distribución social de la virtud pública 
                es esencialmente asimétrica, como consecuencia no sólo 
                de las servidumbres que la desigualdad social impone, sino de 
                la misma heterogeneidad que los seres humanos presentan. Partir 
                de una confianza aristotélica en la distribución 
                equitativa de la razón, o mejor dicho, de la disposición 
                razonable de que son capaces (casi) todos los hombres tiene sus 
                ventajas. (De lo contrario habría que pensar que la raza 
                humana no tiene remedio y abrazar alguna concepción pesimista 
                u obscurantista de la politeya que, por definición, ya 
                no sería una teoría política racional). Pero 
                desconocer las consecuencias sociales de la heterogeniedad humana 
                llevaría también a posiciones no menos insostenibles. 
                La distribución del talento, de la inteligencia moral, 
                y demás facultades mentales, presenta un perfil determinado: 
                no es llana. Sigue, societariamente, una curva como la sugerida 
                por Pareto o, en psicología, por Galton. E, institucional 
                y grupalmente representa dispersiones y acumulaciones que no permiten 
                una fácil generalización: hay, no obstante, obvias 
                concentraciones de talento (y de capital humano) en cada marco 
                social determinado. Unos se hallan más desprovistos de 
                él que otros, al tiempo que más que talento lo que 
                hay son talentos diversos: deportivos, científicos, literarios, 
                artísticos, gerenciales, sacerdotales, políticos, 
                histriónicos, y así sucesivamente. En lo que aquí 
                nos atañe, es preciso constatar, simplemente, que hay ciudadanos 
                más sensibles que otros a la vida pública, como 
                los hay más dispuestos a asumir responsabilidades. (Sin 
                confundir ésta última actitud con los anhelos que 
                puedan tener algunos a profesionalizarse como políticos 
                u ocupar cargos públicos). Los grados y modos de sensibilidad 
                o insensibilidad están desigualmente distribuidos a lo 
                largo y ancho de la población.
               
                (b) Como consecuencia de la predisposicón diferencial a 
                tomar parte en la vida de la esfera pública o a preocuparse 
                activamente por ella por parte de la ciudadanía, toda politeya 
                compleja presencia la formación de una clase cívica 
                en su seno. En virtud de esa predisposición ocurre un proceso 
                contínuo de autoselección de la ciudadanía 
                capaz de virtud pública y deseosa de ejercerla. Se compone 
                ésta de ciudadanos inclinados a asumir la dependencia de 
                la política de la comunidad en la que surge. En efecto, 
                la idea de la 'autonomía de la política' -tan importante 
                en gran parte de la ciencia y la teoría políticas 
                contemporáneas- no es republicana. La política, 
                para los miembros de la clase cívica, es un bien común. 
                No puede ser usurpada por una clase política.
               
                El proceso de autoselección o promoción ciudadana 
                a la esfera de la responsabilidad pública puede proceder 
                de un sentimiento de indignación moral ampliamente compartido 
                (manifestaciones populares espontáneas contra el terrorismo), 
                en cuyo caso grandes sectores de la población alcanzan 
                el status de clase cívica en ciertos momentos. O puede 
                requerir, además, dosis importantes de coraje personal 
                (disidencia ante totalitarismos o dictaduras). En condiciones 
                de relativa estabilidad, no obstante, la clase cívica abarca 
                a una colectividad transclasista forzosamente minoritaria y, en 
                sí, también heterogénea. Todos sus miembros 
                se preocupan por la cosa pública -y por vigilar a los profesionales 
                del poder- pero cada cual puede tener intereses diversos. Es más, 
                las causas especiales -el feminismo, el pacifismo, el ecologismo, 
                los derechos civiles, el cuidado de la buena calidad de la opinión 
                pública- permiten reclutar ciudadanos para empresas específicas 
                que, gracias a ello, aumentan su eficacia sin abandonar el universalismo 
                que es propio de todo republicanismo genuino.
               
                (c) La democracia liberal representa, hasta hoy, el marco más 
                adecuado para el florecimiento de la virtud cívica en el 
                seno de una sociedad civil autónoma. La condición 
                sociológica fundamental para el ejercicio del republicanismo 
                es la de la prosperidad de la sociedad civil . Esta es el ámbito 
                idóneo de la autoselección de la clase cívica 
                así como el de la libre formación de asociaciones 
                y movimientos cívicos altruistas
                de intervención en la esfera pública. Los partidos 
                no acaparan la virtud pública, ni los sentimientos y manifestaciones 
                de responsabilidad o convicción ciudadanas en la esfera 
                de lo que es el interés común, al que ya me he referido 
                más arriba. Al contrario, la premura de sus servidumbres 
                electorales o su respuesta a intereses sectoriales representan 
                barreras (si no infranqueables, a menudo difíciles de salvar) 
                para abrazar las causas de tal interés.
               
                (d) El republicanismo cívico no supone que la autoselección 
                ciudadana -ciertamente un acto racional de voluntad política- 
                resulta de determinismos mentales y biológicos dependientes 
                del equipo genético y disposicional da cada cual. (Aunque 
                no niegue su posible importancia). Rechaza el bioreduccionismo. 
                La promoción a la clase cívica tampoco se produce 
                según predestinaciones idealistas o místicas. Mas 
                bien resulta de condiciones sociales adecuadas entre las que descuellan 
                dos factores: la educación cívica y la presencia 
                de intereses cívicos o inversiones, es decir, prendas , 
                que debe tener la ciudadanía para la buena marcha de la 
                democracia. Por lo que respecta a la educación, ésta 
                no se reduce a la formación de los ciudadanos a través 
                de manuales escolares de civismo (que no sobran) sino más 
                bien a través de procesos educativos democráticos 
                que se engendran en los ambientes más diversos. Estos incluyen, 
                de modo prominente los procesos de capacitación de la ciudadanía, 
                entre los que descuella la devolución o transferencia de 
                responsabilidades desde el estado a la sociedad civil . La capacitación 
                ciudadana se produce a través del suministro y adquisición 
                de información sobre el estado de los asuntos públicos 
                (por ejemplo, de las amenazas al ecosistema o al ambiente) completada 
                por ejercicios de democracia dialógica (grupos de discusión, 
                debates con expertos, o debates entre legos para tomar posición). 
                A la didáctica del civismo se añade así una 
                educación cívica generada por asambleas que permiten 
                ampliar la base del reclutamiento de la clase cívica al 
                tiempo que mejoran la calidad de la propia vida de todos los participantes.
               
                Por muy tentador que sea para alguien, no es posible identificar 
                ninguna clase social específica (las clases medias, por 
                ejemplo) como poseedora de una capacidad superior a las demás 
                para fomentar el espíritu de la responsabilidad ciudadana. 
                Así, los movimientos políticos más abominables 
                han encontrado en aquéllas clases sociales que algunos 
                pudieran favorecer como las potencialmente más democráticas, 
                apoyos fundamentales. El republicanismo es universal y democrátrico, 
                de modo que los procesos de selección de sus militantes 
                o de sus amigos no se asmejan en absoluto a los de selección 
                de élites del poder o de élites clasistas. Una educación 
                para la autoselección o autopromoción al seno de 
                la clase cívica es abiertamente hostil al clasismo. En 
                consecuencia, la clase cívica es esencialmente abierta. 
                No se autorreproduce, en claro contraste con las clases sociales, 
                cuyo origen procede del mantenimiento de la desigualdad.
               
                Por lo que se refiere a las prendas o intereses (stakes) de la 
                ciudadanía en el mantenimiento de la democracia, representan 
                el lado material, por así decirlo, de su fundamentación 
                sólida. Es elemental asumir que sin una distribución 
                de intereses en que la democracia funcione -distribución 
                relativamente equitativa de la propiedad, agravios comparativos 
                bajos, legitimación de los gobiernos por la eficiencia 
                de su administración- surgirán movimientos de desafección 
                que socavarán la politeya democrática y fomenatarán 
                el desarrollo de ideologías antidemocráticas y actitudes 
                políticamente cínicas que, aislen, primero, y ridiculicen, 
                después, el ejercicio de la probidad o las muestras de 
                virtud pública. Los ciudadanos respetan su república 
                si ésta les responde, bien suministrando servicios y bienes 
                mínimos (de ahí la íntima relación 
                del republicanismo moderno con ciertos aspectos del estado del 
                bienestar como expresión del buen gobierno), bien permitiéndole 
                ir a sus asuntos o ejercer la libertad de asociación para 
                lograr sus fines legítimos sin trabas, protegiendo así 
                la independencia de la vida cívica .
               
                Estas caracteríticas que he llamado atemporales se mantienen 
                en condiciones de modernidad. Pero su mantenimiento encuentra 
                un mundo muy diverso al que hasta hoy ha predominado. Debo confesar 
                que no estoy en condiciones de elaborar una teoría satisfactoria 
                de las vías para la supervivencia y fomento de la virtud 
                cívica en el mundo de hoy. Me limitaré sólo 
                a indicar algunas de las tareas con las que debe enfrentarse esa 
                nueva teoría:
               
                (a) Los procesos de mundialización de la economía, 
                la política y la cultura, junto a las colisiones y reafirmaciones 
                particularistas que a ellos se han opuesto, ponen a los ciudadanos 
                de hoy entre la espada de la grandes fuerzas anónimas y 
                el muro de los tribalismos locales. El descrédito de las 
                grandes certidumbres generales socava el idealismo fundamentalista, 
                al tiempo que el determinismo materialista queda en hipótesis 
                fascinadora pero inoperante. El hombre o es (marginalmente) libre 
                o en todo caso actúa como tal: se siente responsable y 
                exige responsabilidades. Los deterministas no pueden ser republicanos: 
                ni siquiera pueden ser liberales. (Tal vez si puedan ser comunitaristas). 
                Pensar en la buena sociedad y desearla (tarea fundamental de la 
                doctrina en cuestión) significa la práctica de un 
                idealismo pragmático característico de la ciudadanía 
                virtuosa, o del espíritu cívico, como vía 
                de salida frente a la esterilidad de las otras dos posiciones 
                de la modernidad en su momento presente.
               
                (b) Una expresión del idealismo pragmático es el 
                patriotismo republicano que se expresa en el esfuerzo por mejorar 
                el propio huerto (la propia empresa, universidad, ayuntamiento, 
                sindicato) dando al mismo tiempo muestras reales de solidaridad 
                con otras entidades sociales en el propio y otros países. 
                (En otras palabras, negando el gremialismo o el egoismo colectivista, 
                y yendo más allá de la promoción de los asuntos 
                de cercanías o individuales). La entrega virtuosa al ámbito 
                propio puede hasta alcanzar la propia nación, siempre que 
                el patriotismo no se confunda con el nacionalismo . Un nacionalismo 
                enteramente solidario con los demás nacionalismos se confunde 
                con el patriotismo para bien suyo, pero suele ser más bien 
                excepcional. La mejora del propio huerto en condiciones de mundialización, 
                no es como la del Doctor Panglos, sino que exige a veces la ingerencia 
                solícita en algún predio ajeno. Ingerencia que debe 
                estar inspirada en la solicitud o en el altruismo, y que la nueva 
                situación invita a practicar. La nueva situación 
                dificulta cada vez más el particularismo y nos obliga a 
                actuar de modo interdependiente. Eso nos muestra no sólo 
                la expansión de la red telemática mundial, sino 
                las migraciones, las repercusiones de las corrientes y crisis 
                financieras, el mercado internacional laboral, y así sucesivamente.
               
                El patriotismo republicano no acaba, ni mucho menos, en actitudes 
                de solidaridad, sino que se expresa en una lealtad al marco universal 
                (la constitución democrática: por eso es un patriotismo 
                esencialmente referido a la ley y sobre todo a la ley suprema 
                de la politeya). Su lealtad a esa ley (universal) es lo que permite 
                y consolida la diferencia (el respeto a lo particular y la convivencia 
                tolerante y pacífica en la diversidad). Es pues un universalismo 
                político compatible y defensor del pluralismo .
                El universalismo hacia el marco de referencia común a toda 
                la ciudadanía -la politeya demnocrática y su constitución- 
                es fundamental a todo republicanismo. No es un universalismo que 
                obligue a todos a ser iguales: como insistiré acto seguido, 
                es una concepción que fomenta una universal deferencia 
                ante las diferencias. Es decir, la tolerancia mutua dentro de 
                un espectro muy vasto de opciones de vida y de formas de asociación 
                y culturas en el seno de la sociedad civil.
               
                (c) Otra expresión de idealismo pragmático son los 
                movimientos sociales altruistas y en general el altruismo cívico. 
                Las asociaciones de la sociedad civil entregadas al beneficio 
                de terceros no están, ciertamente, libres de manipulaciones 
                externas ni de servidumbres internas, pero su proliferación 
                y consolidación más allá de los partidos 
                o del control estatal indica una inesperada vitalidad de la sociedad 
                civil y un amplio deseo ciudadano de resolver problemas concretos 
                -el hambre, la tortura política, la guerra- y circunscritos, 
                en nombre de ciertos sentimientos básicos de empatía 
                moral (como sugirió Adam Smith) y el convencimiento, por 
                amor propio, de que la propia dignidad no lleva al aislamiento, 
                sino al reconocimiento de la condición ajena. No es llevar 
                agua a nuestro propio molino doctrinal reconocer en la intervención 
                privada en la esfera pública, en el cultivo de lo privado 
                público, una vigorosa manifestación contemporánea 
                de la virtud republicana. Esta no sufriría así despolitización 
                alguna, aunque sí es cierto que se produce con frecuencia 
                de modo apartidista.
               
                (d) La mayor dificultad para preconizar esta posición surge 
                del universo mediático y telemático. No es mucho 
                consuelo constatar que otras posiciones rivales, la liberal y 
                la comunitaria, tienen dificultades parejas. Mal de muchos, consuelo 
                de necios. Lo cierto es que la industria del entretenimiento, 
                el impresionismo televisivo en la información, el relativismo 
                latente de los medios y los pseudodebates con pseudopúblicos 
                en pantalla no se prestan ni al acrecentamiento de la vida democrática 
                ni a la consolidación, dentro de ella, del republicanismo. 
                Algunos esfuerzos, loables, para profundizar en las posibilidades 
                de una democracia electrónica -a base de referendums y 
                consultas ciudadanas recurrentes a través de terminales- 
                están lejos de ser concluyentes. Más que apelar 
                a una clase cívica apelan a una población doméstica 
                dotada de ciertos aparatos, un sector de la cual estaría 
                dispuesta a usarlos políticamente frente a una mayoría 
                indiferente o electrónicamente analfabeta. La presente 
                indigencia teórica en este campo no se remedia con los 
                panegíricos de la sociedad 'informacional' ni panorámicas 
                de su expansión, algunas suavemente críticas y conscientes 
                de sus efectos perversos. Lo cierto es que las interpretaciones 
                de la llamada sociedad de la información no han logrado 
                todavía consolidar una interpretación del calibre 
                de la que en su día produjera, por ejemplo, el modelo marxiano 
                de sociedad capitalista, o alguno posterior sobre la sociedad 
                industrial. Decir que el neorrepublicanismo debe tener en cuenta 
                el universo telemático mediático es expresar un 
                deseo piadoso, que no puede hacer sino subrayar la dolorosa ausencia 
                de una propuesta bien articulada para la supervivencia de la democracia 
                en tales condiciones. Cierto es, como afirma Habermas, que en 
                "la concepción republicana cobran tanto el ámbito 
                público, como su basamento (Unterbau), la sociedad civil, 
                un significado estratégico" pues garantizan su capacidad 
                de integración y autonomía . Pero, ¿qué 
                decir de situaciones en las que dicho ámbito público 
                (Öffentlichkeit) está dominado por lo mediático 
                o, simplemente, pasa por los medios? La situación estratégica 
                de una ciudadanía vigorosa depende de que no se oblitere 
                la capacidad de discernimiento moral de sus miembros ni se narcotice 
                su sensibilidad política a través de la representación 
                publicitaria y mediática del universo humano.
              
                V
               
                A MODO DE CONCLUSION
               
                La justificación del republicanismo hasta aquí realizada 
                peca de somera. No obstante he creido de un cierto interés 
                esbozar las características de su promesa actual de un 
                modo compacto, sin escamotear algunas de las dificultades que 
                también esta posición plantea. Aunque, a mi juicio, 
                sea la menos vulnerable a la crítica de las hoy posibles. 
                Para concluir estas observaciones querría precisamente 
                aludir a dificultades, o por lo menos a cuestiones que permanecen 
                abiertas, al tiempo que resumo y matizo la parte más sustancial 
                del alegato que se acaba de presentar en pro de un republicanismo 
                democrático.
               
                La propuesta republicana se ha apoyado en una alusión a 
                las tres grandes perspectivas que se abren hoy en día a 
                la teoría de la politeya democrática. Las diferencias 
                entre liberalismo, comunitarismo y republicanismo han sido presentadas 
                como más profundas de lo que una mera cuestión de 
                énfasis podría sugerir, aunque en todo momento se 
                han subrayado los espacios compartidos por ellas. Al fin y al 
                cabo, todas son concepciones de lo que es una politeya democrática, 
                aunque diverjan entre sí. De las tres opciones, se ha favorecido 
                la republicana porque, por definición, se ve obligada a 
                asumir los mejores postulados propios del liberalismo, con los 
                mejores del comunitarismo, además de añadir a ellos 
                los que le son a él privativos. En efecto, si bien es cierto 
                que el republicanismo se basa, sobre todo, en ciudadanos polícamente 
                activos así como en una sociedad civil de gentes libres 
                y responsables, también lo es que su actividad sólo 
                puede realizarse en el marco procedimental y de derechos civiles 
                preconizados por los liberales sin exclusión del de los 
                mútuos reconocimientos y respetos entre seres y agrupaciones 
                distintas que caractrizan a las concepciones comunitaristas. En 
                otras palabras, la incorporación de algunos supuestos de 
                las otras dos posiciones no diluye el republicanismo. Ni lo degrada 
                en un sincretismo irreconocible, pues posee un núcleo duro, 
                que le es propio y lo distingue de las otras concepciones. En 
                cambio, sí diluiría al comunitarismo aceptar demasiado 
                liberalismo, y al revés. 
               
                En todo caso, subsiste una paradoja: la eliminación de 
                las diversas comunidades coexistentes en una politeya por parte 
                del liberalismo, para subsumir en ella a un conjunto de individuos 
                soberanos desprovistos de características comunitarias 
                supondría la conversión de todo el orden político 
                en una comunidad única. La cultura liberal en su extremo 
                es también una comunidad política. Tal liberalismo 
                supone una comunidad omniabarcante de gentes que comparten una 
                cultura jurídica, económica y política determinada. 
                Por eso hay quien afirma que el liberalismo es un particularismo 
                enmascarado. E intolerante cuando se impone como credo único 
                e infalible. Habría que desterrar, como propuso con toda 
                seriedad Rousseau en su tratamiento de la religión civil, 
                a quienes no aceptaran sus dogmas. Una religión civil única 
                -liberal- excluiría así a otras comunidades de persuasión 
                distinta en nombre de una comunidad suprema de persuasión. 
                Claro está que entonces dejaría de ser liberal, 
                pues desterraría también la tolerancia. Pero estas 
                observaciones, por mi parte, no son antiliberales. En estado de 
                pureza todas las posiciones aquí aludidas son fundamentalistas, 
                como hubiera demostrado con facilidad Isaiah Berlin , sin excluir 
                la republicana. Como se ha señalado repetidas veces más 
                arriba su degradación tiránica es, desgraciadamente, 
                una posibilidad real.
               
                La cauta confianza republicana en el pueblo como ciudadanía 
                se apoya en una creencia en la posibilidad de la virtud cívica. 
                Sin ciudadanos responsables dentro y fuera de la clase política 
                el republicanismo no es viable. Lo que confiere a esta confianza 
                cierta credibilidad, es que, como hemos visto, no reposa en una 
                fe ingenua en la bondad innata de la inmensa mayoría de 
                los ciudadanos, sino más bien en la constatación 
                de sentido común de su capacidad, bajo circunstancias normales, 
                para ejercer el civismo. Hay que estar muy conscientes de la problematicidad 
                de la noción de 'circunstancias normales' cuando nos acercamos 
                a esta cuestión. La consciencia de la precariedad de las 
                disposiciones virtuosas de la ciudadanía ante condiciones 
                hostiles es fundamental para entender el republicanismo, también, 
                como un orden político delicado, como un logro civilizatorio 
                nada fácil, por muy deseable que sea . El republicanismo 
                es realista. No espera demasiado.
               
                Es por ello por lo que la intuición básica que todo 
                republicanismo ha mostrado poseer ante la precariedad de la virtud 
                cívica ha inclinado a sus promotores a concebir la democracia 
                como escuela de civismo. Hay una formación continua del 
                ciudadano que vive en democracia, un aprendizaje moral y cívico. 
                No se trata tan sólo de que aprenda a votar, a expresar 
                opiniones divergentes, a tomarle las cuentas al gobierno, sino 
                también de que participe en la enmienda permanente de la 
                vida pública. La proposición de Emile Durkheim según 
                la cual el crimen y la delincuencia son necesarios para el buen 
                orden moral de la vida social (sólo cierta medida de ellos, 
                ni que decir tiene) podría extenderse al orden democrático: 
                la corrupción política, los crímenes contra 
                el erario público, las violaciones de la privacidad o de 
                la integridad física de los ciudadanos y otras transgresiones, 
                al caer bajo el peso de la justicia son paradójicamente 
                necesarios para el buen gobierno de la cosa pública. Un 
                exceso de ellos supondría una masa crítica insoportable 
                para la democracia, y no son pocos los casos en que ello ha ocurrido. 
                Mas su ausencia total supondría un edén de robots 
                felices, una quimera que negaría el orden político 
                y el jurídico. Estos existen precisamente para habérselas 
                con la endémica imperfección moral de toda comunidad 
                humana.
                
                La constatación de la heterogeniedad de la raza humana, 
                combinada con las desigualdades de todo orden que la atraviesan 
                obliga a la aceptación de que la virtud cívica no 
                es simétrica ni a lo ancho ni a lo largo de toda la sociedad. 
                Hay, ante todo, una estructura social del altruismo como lo hay 
                de su dimensión pública, el civismo o virtud cívica. 
                Debemos pues que partir de la base de que los miembros de la clase 
                cívica son todos miembros de clases sociales y comunidades 
                determinadas, y que algunas de ellas son más favorables 
                que otras a que de su seno surjan ciudadanos virtuosos. Ello es 
                así porque se requieren ciertas condiciones educativas, 
                morales y de bienestar económico para que manen preocupaciones 
                altruistas ajenas a intereses clánicos, partidistas, clientelares 
                o facciosos. Además, es evidente que allí donde 
                la sociedad civil es débil, inculta o cautiva de ideologías 
                o aparatos de control, las condiciones para el civismo son desfavorables. 
                También lo son cuando la cultura mediática engendra 
                públicos telenarcotizados y telemanipulados que pueden 
                llegar a conformar mayorías estadísticas. 
               
                Semejantes constataciones sociológicas no son óbice 
                para que continuemos postulando una noción como la de la 
                clase cívica. Al contrario, lo que parece indicado ante 
                ellas es la elaboración de estrategias para que el mayor 
                número posible de ciudadanos pueda emanciparse de esos 
                impedimentos de clase o cultura e incorporarse a la clase de la 
                ciudadanía responsable. Hay que pensar una estrategia para 
                multiplicar el número de ciudadanos que posean la capacidad 
                mental, cultural y lingüística necesaria para que 
                sepan teorizar por su cuenta el interés común y 
                argumentar las vías para alcanzarlo. Tal 'clase' -que no 
                es clase social- es democrática por la vastedad potencial 
                de su base de reclutación, igualitaria porque su pertenecia 
                está en principio al alcance de todos, y libre porque su 
                incorporación depende de un acto de voluntad. Sin negar 
                que existan motivos egoistas y hasta alevosos para entrar en un 
                movimiento cívico altruista o sobre todo en un partido 
                o sindicato, hay una elección racional de responsabilidad 
                en muchos de quienes toman esa senda. Un camino que no necesita 
                especialistas políticos ni militancias profesionalizadas: 
                la participación en manifestaciones, la expresión 
                pública de opiniones en la prensa o en asambleas cívicas 
                no queda restringida a la clase política o insitucional 
                oficial.
               
                La definición de clase cívica es diametralmente 
                opuesta, por lo tanto, a la de facción jacobina de ciudadanos 
                supuestamente virtuosos, a la de 'clase universal' ungida con 
                destinos providenciales emancipatorios (como los imaginados por 
                algunos discípulos hegelianizantes de Marx), y a la de 
                un partido de iluminados. Imputar virtud, como hiciera en su dia 
                Lukács, a un predestinado proletariado presuntamente libre 
                de toda pasión por explotar a otra clase es aún 
                más grave, por lo ingenuo, que atribuir virtud a mero partido 
                monopolista y funcionarial. Ambas cosas han ocurrido durante el 
                siglo XX y han causado sus irreparables daños.
               
                Al concepto de clase cívica, y como criterio definitorio, 
                he adjuntado el de interés común. Este se entrevera 
                con el de virtud cívica, pues para juzgar su naturaleza 
                es menester comprobar primero si supera los intereses particulares, 
                sectoriales o gremiales y, segundo, si tiene en cuenta las consecuencias 
                a medio y largo plazo de la acción humana o de la que se 
                propone. La concepción del interés común 
                como objeto del deseo de la clase cívica no entraña 
                que éste sea fácilmente identificable. Al contrario, 
                la ciudadanía lo va descubriendo mediante un diálogo 
                constante, racional, laico y abierto. Se sopesan razones y consecuencias, 
                se evocan principios y se valora su importancia en cada caso. 
                La tarea es ardua. Saber, por ejemplo, cuáles son las mejores 
                políticas laborales y económicas para reducir drásticamente 
                el desempleo sin aumentar la penuria cuesta bastante. Reconocer, 
                con todas las pruebas en la mano, que el equilibrio ecológico 
                del planeta está en peligro, o que el crecimiento demográfico 
                de la humanidad es excesivo y arriesgado es más fácil. 
                Pero ya no lo es tanto establecer los procesos que han de conducir 
                a una solución, entre los cuales hay que incluir la persuasión 
                de los enemigos de estos componentes evidentes del interés 
                común de los humanos. En estos casos, si bien sabemos lo 
                que debemos hacer para conseguir fines de interés común 
                como lo es la protección de la naturaleza, las resistencias 
                políticas malignas para que no lo logremos son demasiado 
                poderosas. Si ello no fuera así la supresión universal 
                de minas explosivas antipersonas o la eliminación del tráfico 
                de estupefacientes no costaría tanto. Dificultades aparte, 
                la mera proclamación y defensa de cada interés común 
                descubierto por parte de la ciudadanía activa enriquece 
                el discurso político, dignifica a sus participantes y beneficia 
                a los recipientes.
                
                La introducción de los conceptos de clase cívica 
                y de interés común en el acervo del republicanismo 
                constituye, a mi entender, un enriquecimiento necesario. Uno de 
                los defectos del republicanismo tradicional ha sido una cierta 
                vaguedad sociológica en su atribución de virtud 
                o patriotismo a la ciudadanía. Su mayor atributo, en cambio, 
                ha sido su énfasis en ésta última y en el 
                vigor de la socidad civil. Sin embargo, su falta de concreción 
                sobre quiénes son sus portadores, cuáles sus condiciones 
                históricas y sociales y cuál el modo de buen gobierno 
                que es más congruente con el espíritu republicano 
                no ha sido beneficioso para él.
               
                La visión republicana, refinada y mejorada, no es una panacea. 
                Presenta, eso sí, algunas ventajas. Integra, sin contradicciones 
                un grado muy sustancial de pluralismo social y cultural. No sólo 
                no vamos todos a una en la búsqueda del interés 
                común (hay feministas, sindicalistas, pacifistas, ecologistas, 
                defensores de los derechos civiles) y por lo tanto creamos comunidades 
                públicas diferentes, dialogantes, sino que el republicanismo 
                acepta las diferencias culturales existentes en nombre de su constitucionalismo 
                congénito . Es un universalismo garante de diferencias. 
                Sin curar la corrupción pública, expresa una confianza 
                en la regeneración permanente y en la decencia de la ciudadanía 
                que no poseen otras concepciones. A pesar de su afinidad con políticas 
                de justicia social y su invitación a que sea considerado 
                buen gobierno aquél que se legitime mediante un flujo de 
                medidas justas, restañadoras de los daños y los 
                efectos perversos de la vida social, el republicanismo, en sí, 
                no es en absoluto un programa político. Una cosa es que 
                posea un parentesco con lo que ha venido en llamarse 'estado del 
                bienestar', con la redistribución de recursos y con el 
                reequilibrio moral constante que toda politeya exige . Otra, que 
                por sí sólo constituya una estrategia.
               
                El liberalismo fragmenta. El comunitarismo aisla. El republicanismo, 
                en cambio, relaciona. El primero nos concibe como voluntades soberanas 
                y egoistas; el segundo, como seres tribales. Sólo el tercero, 
                sin rechazar la autonomía del individuo ni el fuero de 
                cada comunidad, hace hincapié sobre la naturaleza esencialmente 
                interactiva de toda vida social La politeya republicana logra 
                así superar tanto los excesos del formalismo liberal como 
                la cerrazón carismática de todo tribalismo comunitario. 
                Pero asume que las políticas de cada día las tenemos 
                que hacer nosotros, los ciudadanos. Nos exige enmienda racional 
                y prudente de un mundo endémicamente imperfecto . El gobierno 
                no es responsable único: si yerra y persiste es porque 
                se lo permitimos. Por su parte, los dioses no son todopoderosos: 
                podemos plantarles cara, obligarles como mínimo a volver 
                a la carga, a sabiendas de que les esperamos con desafío. 
                Es una perdonable arrogancia, propia de gentes libres. A pesar 
                de ella el republicanismo cívico es esencialmente modesto. 
                Se ofrece solamente como una concepción democrática 
                y racional, a la altura de los tiempos. Constituye, a no dudarlo, 
                la cultura pública más amable de las hoy posibles. 
                
               
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