Atenas, “Escuela de Grecia”

Claude MOSSÉ

 

Pericles podía jactarse justificadamente de que Atenas se hubiera convertido en la ciudad “más opulenta y más poderosa”. Pero en su opinión, tales atributos nada constituían comparados con lo que era el primer título de la hegemonía de Atenas; su superioridad intelectual y artística, que la hacía, propiamente hablando, la “escuela” de Grecia. Los modernos han repetido a porfía esta fórmula y cabe preguntarse no sobre lo que se adivina que es su sentido preciso sino sobre el eco que una afirmación tal pudo encontrar en los atenienses. ¿Cuántos de ellos participaron efectivamente en esa paideia o fueron capaces de apreciarla?  No es fácil responder a la pregunta, puesto que para mediados del siglo V no disponemos de testimonios comparables desgraciadamente a los que ofrecen las comedias de Aristófanes para el período de la guerra del Peloponeso. No obstante, podrían distinguirse dos campos: el del pensamiento especulativo, por un lado, y el campo religioso por otro. El primero solo debió interesar a una ínfima parte de los atenienses, a los allegados de Péricles que gustaban encontrarse en casa de Aspasia, su compañera. Allí se escuchaban las demostraciones de Anaxágoras y los sutiles razonamientos de Zenón. Allí, Protágoras iba a explicar que, en lo sucesivo, “el hombre es la medida de todas las cosas”, y que, posiblemente, los dioses fueran únicamente una invención del espíritu humano. La libre discusión, las sutilezas del razonamiento sofístico, las audaces especulaciones, comenzaban a poner en tela de juicio todas las verdades admitidas, tarea que llevarían a cabo en la siguiente generación los sofistas y, paralelamente a ellos, Sócrates. Pero es obvio que tales especulaciones interesaban muy poco a la masa de los atenienses, que las ignoraban o, caso de recibir algunos de sus ecos, se burlaban de ellas, cuando no las juzgaban lo suficientemente peligrosas como para llevar a sus autores ante los tribunales bajo la acusación de impiedad. Poco antes del comienzo de la guerra del Peloponeso se intentaron lleva a cabo algunos procesos contra hombres como Fidias, Anaxágoras y, más tarde; Protágoras, mientras las peores habladurías sobre sobre Aspasia corrían de boca en boca.

Pero esos mismos atenienses, prestos a cazar a Anaxágoras o a Fidias, corrían al teatro para escuchar las obras de Esquilo o de Sófocles y admirar el soberbio ornato con el que Péricles había dotado a la Acrópolis. El teatro y los templos, al igual que las grandes fiestas anuales en honor de Atenea y Dionisos formaban parte de este aspecto religioso que, junto con la actividad política, constituía el aspecto esencial de la vida de los atenienses del siglo V. Sería peligroso y erróneo imaginarse a los contemporáneos de Péricles como hombres liberados de las supersticiones y dispuestos a reconocer a la razón por única guía. La población campesina llevaba todavía una existencia muy zafia, jalonada por las fiestas agrarias en honor de las divinidades tradicionalmente protectoras de las cosechas. Démeter, la diosa del trigo, y Dionisos, el dios por excelencia de la vegetación arbustiva. En las asambleas del demo, tales campesinos se iniciaban lentamente a la vida política. A veces iban a Atenas para asistir a una sesión de la Asamblea sobre la Pnix. Pero el mundo de la ciudad y del puerto les era hostil, y volvían con gozo para encontrar a sus alegres campesinas y a las grandes farsas mediante las cuales se conciliaban con los dioses.  Los habitantes de la ciudad eran evidentemente menos zafios, más habituados a oír a los oradores, y, por ello, más sensibles a la magia de la palabra. Son ellos quienes, en las grandes fiestas e honor de Dionisos, se apretujaban en el teatro con su tentempié, dado que la representación duraba todo el día, para vibrar con el relato de la desgracia de los Atridas o de la familia de Edipo. Aunque se les escaparan algunas sutilezas, cabe pensar que cogían todas alusiones políticas y que los viejos combatientes de Salamina escuchaban con emoción el relato del mensajero en Los persas de Esquilo. Cuando se piensa que fueron los atenienses reunidos en el teatro durante las Leneas quienes coronaron a Esquilo, Sófocles y, más tarde, a Esquilo, prefiriéndolos a oscuros comparsas, no podemos por menos que admirar la seguridad en el juicio de este pueblo y dudar de los daños de la “teatrocracia” denunciada por Platón.

Esos mismos atenienses participaban en las grandes procesiones y en los Juegos que manifestaban su devoción para con los dioses. El célebre friso de Fidias hace revivir ante nuestros ojos la más grandiosa de tales procesiones, la de las Panateneas, que reunía a todos los atenienses en un homenaje a su divinidad tutelar. Conducidos por los magistrados, se sucedían portadores de ofrendas, sacrificadores, y esas muchachas que habían tenido el privilegio de tejer el velo de la diosa, mientras caracoleaban los jóvenes caballeros que escoltaban al cortejo. Las fiestas en honor de Demeter eleusina dan lugar a procesiones análogas que conducen a los futuros iniciados desde Atenas hasta Eleusis. En cuanto a Dioniso, era desde los Pisístradas una de las más veneradas divinidades de Atenas. Además de los Dionisos rústicos, fiestas populares y camperas se desarrollaban en los demos. Había tres grandes fiestas en honor de Dioniso: las Leneas que se celebraban en el mes gamelion (enero-febrero), las Antestesrías, que se celebraban en marzo y las Grandes Dionisiacas que duraban seis días, del 10 al 15elafebolion (marzo-abril) y que rivalizaban en esplendor con las grandes Panateneas. Se caracterizaban no sólo por una gran procesión, sacrificios y banquetes, sino sobre todo por los grandes concursos de tragedia y de comedia, que se desarrollaban en los tres últimos días. La importancia y la solemnidad de estas fiestas justifican la afirmación de Pericles: “Y además nos hemos procurado muchos recreos del espíritu, pues tenemos juegos y sacrificios anuales y hermosas casa particulares, cosa cuyo disfrute diario aleja les preocupaciones” (Tucídides, II, 38). Tales fiestas eran, además el pretexto para Atenas de reafirmar su poderío. A las Grandes Dionisíacas llegaban los aliados con el tributo. Sus delegados podían de esta forma admirar con sus propios ojos no solo la majestad y la pompa con la que el pueblo ateniense revestía el homenaje a sus dioses, sino también el admirable juego de piedra y oro con el que Pericles había dotado a la ciudad.

Se trataba de reparar las ruinas de las guerras médicas y, en particular, de elevar a la diosa titular de Atenas un santuario digno de ella. Pericles llamó a su amigo Fidias, quien llamó entorno a él un equipo de colaboradores entre los que se encontraban los arquitectos Calícatres, Ictinos, Mnesicles, Corebos, los escultores Peonos, Alcameno, Agorácrito, Cresilas, los pintores Polignoto y Cololes. Los trabajos comenzaron hacia el año 450. Hay que tomar prestada a Plutarco la descripción de la animación que reinaba a la sazón en Atenas:

“Porque siendo la materia prima piedra, bronce, marfil, oro, ébano, ciprés, trabajaban en ella y le daban forma los arquitectos, vaciadores, latoneros, canteros, tintoreros, orfebres, pulimentadores de marfil, pintores, bordadores y torneros; además, en proveer de estas cosas y portearlas, entendían los comerciantes y marineros en el mar, y en tierra, los carreteros, alquiladores, arrieros, cordeleros, lineros, tejedores, constructores de caminos y mineros; y cada arte, a la manera de cada general su ejército, tenía de la plebe su propia muchedumbre subordinada, viniendo a ser como el instrumento y cuerpo de su peculiar ministerio (…) Adelantábanse, pues, unas obras insignes en grandeza, e inimitables en su belleza y elegancia, contendiendo los artífices por excederse y aventajarse en primor y maestría. Y, con todo, lo más admirable en ellas era la prontitud, porque cuando de cada una pensaban que apenas bastarían algunas edades y generaciones para que difícilmente se viese acabada, todas alcanzaron en el vigor de un solo gobierno su fin y perfección (…) Porque cada una de ellas en la belleza al punto fue como antigua y en la solidez todavía es reciente y nueva. ¡Tanto brilla en ellas un cierto lustre que conserva su aspecto intacto por el tiempo, como si tales obras tuviesen un aliento siempre floreciente y un espíritu exento de vejez!” (Vida de Péricles, 12, 6-13, 1-5)

No es sorprendente esta admiración de Plutarco porque, después de veinticinco siglos, la misma emoción se apodera del visitante que sube las pendientes de la Acrópolis. La parte más importante del conjunto estaba constituida por el Partenón, el templo de Atenas, realizado por entero en mármol del Pentélico. De estilo dórico períptero, presentaba una fachada de ocho columnas, mientras que quince columnas ritmaban los costados. Por encima del arquitrabe, noventa y dos metopas evocaban las grandes leyendas épocas; el ciclo troyano al norte, el combate de las Amazonas al oeste, el combate de los Centauros al sur, la gigantomaquia al este. Los frontones, acabados en el año 433, esto es cinco años después de la consagración del edificio, evocaban a la diosa: al este el nacimiento de Atenea, al oeste su luchan con Poseidón por la posesión del Ática, dentro del santuario estaba situada la estatua crisoelefantina, o sea de oro y marfil, de la diosa, obra de Fidias.

   Los restantes monumentos de la Acrópolis fueron acabados después de la muerte del que había concebido el conjunto. Los trabajos de los Propileos, monumental entrada al perímetro sagrado, fueron interrumpidos en el año 431 por el comienzo de la guerra. El Erecteion, el templo de Atenea Niké, no se acabaría hasta finales de siglo. Pero la grandeza de concepción del conjunto dice bastante de la ambición de Péricles por hacer de Atenas la ciudad más bella y más gloriosa del mundo griego.

  Tamaña ambición cuesta cara. Péricles resolvió el problema de la financiación de estos grandes trabajos deduciendo el diezmo de la diosa del tributo de los aliados. Es fácil concebir que tales procedimientos no recibieran la aprobación de los aliados y que estos buscaran sacudirse por todos los medios una servidumbre que les resultaba cada vez más difícil de soportar.

 

Traducción de Juan M. Azpitarte Almagro. Ediciones Akal, 1987. Reproducción exclusiva para uso escolar.

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay