LA TRIPLE APORTACIÓN DE FRANCIS BACON
Ramon Alcoberro
La teoría de la ciencia de Francis Bacon, barón de Verulam y vizconde de St. Albans, puede parecer un poco arcaica, una curiosidad histórica que pocos epistemólogos han leído. Pero hay algo que siempre me ha interesado de su obra: Bacon se esforzó en poner al espíritu en guardia contra sí mismo, en avisar sobre el principal problema que atenaza al conocimiento cierto. Tendemos tanto a creer en nuestras propias hipótesis y en nuestros propios tópicos que acabamos por cegarnos a nosotros mismos.
Evitar engañarse a uno mismo proponiendo hipótesis erróneas ha de ser el principal propósito de alguien que quiera conocer la verdad en ciencia. Más que conocer la verdad lo principal es evitar el autoengaño que conduce a la inoperancia práctica. Bacon propuso diversos métodos para evitar el error: actuar por inducción, es decir, por comparación de casos, rechazar lo excesivo, experimentar elaborando cuatros comparativos, etc. Para él la naturaleza era exactamente un laberinto y la función de la filosofía consiste en proponer toda una serie de métodos para lograr que ese laberinto nos acabe engullendo. El uso de diversos protocolos científicos es fundamental para conseguir llegar a la verdad. Esa afirmación de Bacon sigue siendo nuclear al cao de los siglos.
Otra aportación también es significativa: Bacon fue el primero en entender que la labor científica es siempre comunitaria, colectiva a la vez que especializada. De ahí la necesidad de transmitir la información a los iguales, de discutirla en la comunidad de expertos mediante una división colectiva del trabajo. La Royal Society es la expresión de ese designio de debate colectivo, pero curiosamente Bacon no es un ingenuo creyente en el progreso.
Además debemos a Bacon la tesis (que luego retomó Descartes) según la cual la naturaleza está regida por leyes, cuya existencia objetiva es previa a cualquier ficción que la mente puede elaborar para comprenderla. El mundo fue escrito por Dios en dos libros, el de la Naturaleza y la Biblia, ambos autónomos, de manera que la Biblia nada tiene que decir sobre la ciencia (es muy posible que Galileo conociese esa tesis). Para vencer a la naturaleza hay que obedecerla, dice Bacon en el tercer aforismo de la primera parte del Novum Organum y esa regla exige también analizar la realidad física desde ella misma y no desde el designio divino (o teológico).
No se acostumbra a decir (pero debería hacerse) que Bacon no fue un progresista banal cuya esperanza está depositada en el futuro mejor. El conocimiento de la naturaleza es algo a lo que nos exhorta la Biblia y que forma parte de la naturaleza humana. Pero conocer la verdad del mundo mediante la ciencia es, en realidad, reconstruir la Casa de Salomón (es decir la sabiduría perenne, la de origen adánico). Bacon hoy resuena de manera extraña precisamente por esa extraña referencia no al futuro (al progreso), sino al pasado. Pero entender a Bacon significa situarlo en su lugar. La ciencia para el canciller no lleva consigo tanto una promesa de un mañana mejor cuanto el designio de restaurar un tiempo de felicidad humana. De reconstrucción del paraíso, si se quiere. La naturaleza es, en el fondo, el jardín que hay que cultivar con esfuerzo. Para Bacon la ciencia es el trabajo colectivo de los sabios reunidos en la casa de Salomón con una vocación de caridad y de esperanza. Tal vez eso no debiera olvidarse cuando se habla sobre la función social de la ciencia en nuestros días de progresismo ingenuo. Hacer ciencia en Bacon es tanto como restaurar la razón.