EL ARTE DE SABER CALLAR

Josep Massot

La Vanguardia; 28/02/2016

 

Ela Geminada publica el breviario del abate Dinouart contra la charlatanería y el exceso de malos libros.

En España se publican más de 72.000 títulos al año, de los que 13.067 son libros de literatura, casi 36 cada día. Desde primeras horas de la mañana hasta la madrugada, radios y televisiones se constituyen en estado de tertulia permanente, a menudo con los todólogos (invitados que opinan como expertos sin serlo) hablando a la vez. Nunca se había escrito tanto –libros, artículos, comentarios en Facebook, blogs, chats, tuits, wat­saps, SMS, e-mails…– ni hablado tanto en tantos foros ni el ser humano había estado sometido a tal diluvio permanente de imágenes y sonidos en todo tipo de lugares y pantallas. Junto a la censura clásica de la prohibición, hay otra más sutil, la que no prohíbe sino que marea el discernimiento del ciudadano con el exceso de información sin darle instrumentos para distinguir lo falso de lo cierto, la consigna simple del pensamiento complejo: las tablas de la ley para personas apresuradas, las diez cosas que basta saber. Entre ese tráfago, dos libros reclaman pausa. Uno es la recuperación de un clásico del barroco, que Ela Geminada publica en catalán, L’art de callar, del abate Joseph Antoine Toussaint Dinouart (1716-1786), un eclesiástico mundano enemigo de los enciclopedistas y que acabó excomulgado en 1749, cuando publicó Le triomphe du sexe, considerado un libro protofeminista, y dedicado a la marquesa de Châtelet, amante de Voltaire y divulgadora de Newton. Su mensaje: “Nunca se sabrá hablar bien, si antes no se ha aprendido a callar”, lo que es trasladable a la escritura: “Para escribir bien, antes aprende a callar”. El segundo libro es Misión del ágrafo (La Rota), de Antonio Valdecantos, en la que, según comenta José Manuel Cuesta Abad, “en la negativa a escribir de quien podría y hasta debería hacerlo cabe vislumbrar un gesto oblicuo de rebeldía. El ágrafo lanza un desmentido silencioso a la Cultura en lo que tiene de cháchara literaria y de aparato ideológico”.

El libro del abate Dinouart tiene una finalidad religiosa, pero su lectura ha sido aplicada como correctivo a los excesos de los escritores. De él es una frase que ha sido muy repetida: “Sólo se debe dejar de callar cuando se tiene algo que decir más valioso que el silencio”. Pero también hay que saber callar bien: “Hay formas de callar sin cerrar el corazón, de ser discreto sin ser sombrío y taciturno; de ocultar algunas verdades sin cubrirlas de mentiras”. Callar antes de hablar, porque el silencio es un tiempo para escuchar. Porque hay muchos silencios. Hay un silencio prudente y un silencio artificioso, un silencio complaciente y otro burlesco, uno espiritual y otro estúpido. Hay un silencio de aprobación y un silencio de desprecio. Un silencio de humor y otro de capricho. El silencio estúpido es cuando “con la lengua inmóvil y el espíritu insensible, el hombre parece hundirse en una profunda taciturnidad que no significa nada”. Y el peor de todos, el silencio del miedo y la cobardía, el del que calla cuando es imperativo que hable. Más imperdonable cuando en el mundo emerge con fuerza la censura antigua, el deseo de prohibir, de silenciar al disidente, de amparar al impune. ”Sería muy útil que los escritores sólidos y con juicio, a quienes les gusta mucho callar, diesen más a menudo al público instrucciones prudentes e importantes”.

Dinouart da mucha importancia al silencio que habla. El rostro y el cuerpo a veces dicen más que las palabras. Hay ironía, calidez, burla, énfasis, duda, ruego, exigencia, severidad, riña … según sean los gestos que emite el cuerpo. Es un lenguaje de signos que se pierde en la comunicación de los mensajes instantáneos del móvil o en las cartas electrónicas.

El filósofo Ramon Alcoberro, prologuista del libro, dice que “L’art de callar es una estrategia barroca de escritura que comprende la complejidad de la realidad. Sólo quien ha callado, es decir, sólo quien ha visto la complejidad de la realidad, tiene derecho a hablar. Sólo quien ha puesto límites y ha depurado la escritura tiene, por así decirlo, el derecho a ser autor. En La paradoja del comediante, Diderot aprovechó esa intuición para proponer que el gran actor teatral emociona a los demás precisamente porque no cae en la trampa de emocionarse él”.

“Vivimos una época de neobarroco –dice Alcoberro– donde como entonces se esconden las cosas a base de mostrarlas y viceversa. Todo el barroco fue detallista, y detallista incluso hasta el exceso. Pero, a la vez, mostrándolo todo, pretextando una transparencia absoluta e incluso obscena, se logra que nadie entienda lo principal. Inevitablemente se escribe mal, según Dinouart, cuando el ego o la subjetividad pretenden imponerse sobre la realidad de las cosas. Sucede, simplemente, que las cosas siempre tienen más caras de las que alguien puede llegar a comprender. El mal escritor no entiende eso y quiere reducir la realidad a fórmulas. Con eso se pueden escribir best sellers, pero no se genera un pensamiento interesante. Escribir mal es consecuencia de no entender la complejidad de las cosas.”

El viejo sacerdote creía que todo lo apresurado es falso. “Dinouart fue un conservador inteligente, que se dio cuenta de la parte de retórica vacía y absurda que siempre se detecta en cualquier proclama demasiado enfática. En su opinión la Ilustración era poco menos que una farsa porque se preocupaba por ser original en vez de preocupase por ser cierta”.

Se confunde opinar con pensar. Dinouart puede servir de antídoto para descubrir charlatanes. Para Dinouart lo principal en un autor es evitar la fantasía, entendiendo por tal ‘la falsa impresión de las cosas’ Es decir, para escribir, o (¿por qué no?), para opinar en un diario, lo fundamental es no autoengañarse, no caer víctima del pensamiento desiderativo e ineficaz. En este sentido, el viejo Dinouart se divertiría mucho en la Catalunya actual. La precipitación política le parecería un rasgo de ingenuidad lamentable”. Como complemento, serviría El arte de tener siempre razón, la guía de Schopenhauer para detectar las mentiras retóricas.

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay