EL ESPECTÁCULO COMO MUNDO
Ramon Alcoberro
La primera tesis de La sociedad del espectáculo de Guy Debord (1967) dice así: “La vida entera de las sociedades en las que imperan las condiciones de producción modernas se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo directamente experimentado se ha convertido en representación.” Para Debord (Tesis 4ª): “El espectáculo no es solo un conjunto de imágenes sino una relación social entre las personas mediatizadas por las imágenes”. Además: (Tesis 6ª): “El espectáculo, entendido en su totalidad es al mismo tiempo el resultado y el proyecto del modo de producción existente. No es un suplemento del mundo real, una decoración sobreañadida. Es el núcleo del irrealismo de la sociedad real”. Casi por resumir y seguir citando sus textos: “En el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso” (Tesis 9ª).
¿Qué hacer con la obra de Guy Debord? Su espectro resucita meticulosamente a cada conmemoración del viejo Mayo del 1968 y vuelve a dormir durante algunos años más; sus libros desaparecen, crece el mito del filósofo alcohólico y suicida, nadie le cita e incluso sus películas acaban por olvidarse. Para la Academia, Debord se convierte en una cita culta a pie de página y la reproducción mecánica de algunos de sus textos principales evita la “molestia” de leerle. Pero, curiosamente, Debord renace y se “redescubre” a cada tanto, sobreviviendo a sus ilusos enterradores.
¿Fue Debord el último filósofo que en el siglo XX actualizó las tesis de la alienación en Marx? O per el contrario, ¿es su tesis del espectáculo como realidad social una superación de las tesis clásicas (hegelianas y marxistas) sobre el tema? Lo primero que hay que decir es que fue un inagotable lector. Y que sacó consecuencias de sus lecturas. Los libros de Debord están llenos de referencias inconfesadas, e incluso de apropiaciones, de otros autores a los que jamás cita directamente. Sus fuentes son múltiples, tal como lo demuestran las fichas conservadas de sus apuntes para La sociedad del espectáculo donde se cita a Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Antonio Labriola, Eduard Bernstein, Rosa Luxembourg, Karl Korsch, Karl Wittfogel, Ante Ciliga, Georges Bataille (una influencia esencial de su obra), Wilhelm Reich, Herbert Marcuse, Sidney Hook, J. K. Galbraith, Joseph Gabel… Pero Debord los lee siempre con una unidad de fondo, para poner en valor su propia tesis, sobre la que basa no solo su visión del mundo, sino su llamada a la resistencia: vivimos hoy en una sociedad donde el valor se ha separado del trabajo, solo nos queda el espectáculo.
Al cabo de medio siglo de enunciarla, su tesis de que el mundo se ha convertido en espectáculo e imágenes (y que, en consecuencia, luchar contra ellas es absurdo y –en todo caso lo que debemos hacer es subvertirlas), prácticamente se ha convertido en sentido común de la postmodernidad. Hoy el espectáculo es un dato previo de la política y de la cultura.
Hay que matizar, sin embargo, una cuestión importante: más que haber sido un formidable estudioso de los procesos de alienación que se producen en el mundo contemporáneo; el tema que interesaba a Debord, y sobre el que incidió particularmente, fue la cuestión de “fetichismo”. Situar en el centro de su reflexión la cuestión de las nuevas formas del fetichismo no es nada baladí. Podría parecer un rasgo anecdótico o estetizante en su teoría, pero no lo es. Vivimos hoy en tiempos del fetichismo y del espectáculo y eso nos marca como sociedad y pone en cuestión la supuesta racionalidad de nuestra civilización (neo/post) capitalista. El dato capital según Debord cuando se trata de entender nuestro presente no es la plusvalía económica, sino la forma como el capitalismo ha logrado la obediencia de las gentes. La respuesta la halla en el fetichismo. El fetichismo podría parecer un concepto muy antiguo, que remite al ámbito de lo sagrado (los dioses fetiche) y queda fuera del control humano. Pero en nuestro mundo, la forma de poseernos que ejerce el fetiche es mucho más sinuosa, matizada y si se quiere incluso inconsciente. “El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones.” (Tesis 66). La civilización basada en la imagen no solo aliena, también fetichiza, es decir, hace adorable, la miseria de la vida cotidiana convirtiéndola en espectáculo.
En cierta manera, Debord tuvo una concepción teológica de la vida. No por casualidad Regis Debray comparó (1999, Contre Debord) la obra de Debord con el papel que en su momento tuvo La esencia del cristianismo de Feuerbach, en la crítica al idealismo alemán del siglo XIX, al desnudar las mistificaciones religiosas de la antropología. Feuerbach y Debord vienen a decirnos que, por racionales que parezcamos los humanos, siempre hay en las sociedades algún dios (escondido, pero no mucho); siempre encontraremos algo sagrado en el sentido en que la sociedad parece no poder vivir sin construir algo que diviniza y adora irracionalmente. En nuestro caso, el espectáculo se ha convertido en la nueva esfera de lo sagrado. Sin espectáculo ya no pueden vivir hoy ni la religión ni la política –y eso incluye también al marxismo, obviamente. Pero lo interesante en la sociedad del espectáculo es que los dioses ya no se hallan fuera del mudo. Se han vuelto inmanentes y se proyectan en imágenes, en cines, televisiones y redes sociales. No importa en absoluto si la imagen es verdad o no lo es. En nuestro mundo de espectáculo, como dijo Debord, lo verdadero es un momento de lo falso.
Incidentalmente conviene no pasar por alto que esa había sido ya la intuición de un libro de Edgard Morin: Les Stars (1957) y fue también Morin quien, por primera vez detectó, en la música del rockero francés Johnny Hallyday, los síntomas del advenimiento de una nueva cultura juvenil, centrada en la protesta y en la imagen. Pero da lo mismo si Debord no fue “el primero en decir que…” Lo importante es que lo sistematizó, que llevó la conciencia de la centralidad de lo espectacular a todas las manifestaciones de lo social (y no solo a las juveniles) y que, además, su obra cayó en un momento especialmente sensibilizado para comprender esa nueva situación. Por azares del destino su libro La sociedad del espectáculo (publicado en 1967) se convirtió en una especie de biblia del mítico Mayo francés del 68 y orientó en buena manera la contestación social de los últimos años del siglo pasado.
Hay, además, en Debord un elemento que no se encuentra en la obra de Morin: la tesis de la separación. De la misma manera que nadie será nunca tan perfecto como una idea platónica, o como el dios cristiano, también Debord tuvo la intuición (¿la sugestión?) de que el espectáculo es algo demasiado perfecto como para poder encarnarse en la vida de los humanos. El espectáculo tiende a desbordarse -y nosotros con él, en una situación puramente nihilista y sin consuelo. Si antes sufríamos por no poder ser como dioses, ahora lo hacemos por no poder vivir en el mundo perfecto de los objetos de consumo que el espectáculo nos propone como modelo o idea reguladora de lo social. El trabajador que vive en una (sic.) “abundancia de desposesión” (Tesis 31) es incapaz de evitarla y de luchas contra ella.
Por usar un lenguaje teológico/nietzscheano estamos tan inmersos en el mundo del nihilismo (falta de sentido) que somos incapaces de revelarnos contra el – y muchas veces ni tan siquiera de verlo. La vida cotidiana, adaptada a las condiciones modernas de la explotación, se convierte en una larga, pesada y finalmente absurda, explotación de las apariencias. Lo ideológico ya no es “el opio del pueblo” (como creía Marx), es decir, algo que se le da desde fuera para siléncialo, o para impedirle pensar. Más bien al contrario, la ideología del espectáculo no es sino la condición misma de la explotación, exigida por los mismos que la sufren.
Ni que decir tiene, por obvio, que en la sociedad del espectáculo ha transformado profundamente la manera de gobernar a lo que hoy llamamos “multitudes”. Por una parte, la gobernación se ha simplificado, se ha vuelto mucho más simple (en la medida en que resulta suficiente con proyectar imágenes) y por la otra se ha convertido em mucho más cínica – pues se ha disuelto cualquier vínculo con algo que pueda ser llamado “la verdad”. En el espectáculo todo es, simplemente, interpretación. Los escrúpulos en política son cosa de otro tiempo cuando lo fundamental es la imagen. Solo un cínico vulgar puede sostener que en una sociedad democrática la palabra resulta todavía un instrumento de información. Cuando el poder es un espectáculo y el espectáculo un poder, algo se ha roto en el mismo concepto de democracia. Y así vivimos hoy lo político. Hacernos conscientes de la centralidad del espectáculo en el análisis de nuestras sociedades será siempre un mérito de Debord. Y eso con independencia de que su obra “resucite” (o no) en cada aniversario del Mayo francés de 68 que buscaba la playa bajo los adoquines.