Françoise d'Eaubonne y el ecofeminisme: junto a Simone de Beauvoir pero un paso más allá

Ramon ALCOBERRO

Se puede decir casi en broma, pero es muy serio. Los existencialistas eran urbanitas; la naturaleza les parecía un lugar hooooorrrrrible, lleno de moscas. En el existencialismo solo mediante la cultura, que nos libra de los lazos siniestros de la necesidad, puede alcanzarse la libertad, porque ser libre es tener un proyecto y arrancarse de las garras de lo biológico que es siempre limitador y que nos conduce a la muerte. El cuerpo, por ejemplo, es vivido en el movimiento existencialista con una especie de angustia y, por ello mismo, hay en la filosofía y en la literatura existencialista un claro desprecio a la maternidad. Françoise d’Eaubonne, que compartía muchos de los postulados del existencialismo, es significativa en el ámbito de la ética y de la antropología política porque fue capaz de romper con esa imagen y reivindicar la naturaleza poniéndola en conexión con el cuerpo de la mujer.

   Una de las idees básicas del feminismo y de la teoría de género es el antiesencialismo, un concepto cuyo significado remite a la frase más citada de El segundo sexo de Simone de Beauvoir, que el tiempo ha convertido en un mantra: «no se nace mujer, se llega a serlo». En otras palabras, el existencialismo asume la afirmación de que no existe un destino biológico o psicológico que defina a una mujer en tanto que tal. No existe ninguna esencia de lo femenino. Más bien al contrario, todo cuanto es significativo en la vida de los humanos, hombres o mujeres, es estricta y exactamente cultural. Para la filosofía existencialista los humanos no tienen esencia sino proyecto. La esencialización de los roles sociales otorgados a los hombres y a las mujeres es la falacia que justifica la opresión femenina y ha de ser combatida siempre y en todo lugar. Para la Beauvoir la naturaleza (que le horrorizaba) era una instancia de limitación y de sujeción y solo la sociedad constituye un instrumento de libertad (o de liberación). La naturaleza, en tanto que principio, es la instancia que nos impide ser libres; por eso mismo ha de ser superada y transcendida y eso solo puede hacerse optando por la superación (cultural) de las limitaciones que la biología impone a los humanos. Metodológicamente en toda la obra de Beauvoir se da por supuesto que hay una clara incompatibilidad entre naturaleza y sociedad –y ella optó siempre, en cualquier caso– por la libertad. El rechazo de Beauvoir a tener hijos y el desprecio que sentía por la maternidad puede ser causa o consecuencia de ese antiesencialismo, pero jugó un papel importante en su vida, no solo desde el punto de vista intelectual.

Es dogma existencialista (y fenomenológico) que los seres humanos a diferencia de los seres de la naturaleza no “son”, sino que “se hacen”. En su desprecio por la naturaleza, la perspectiva de la Beauvoir era culturalista: los seres humanos tienen (de hecho, padecen) una condición natural, pero solo “existen” realmente –es decir, construyen su identidad– en tanto que proyecto y acción; es decir: somos cultura y no biología. Es así como debe situarse la frase famosa de «no se nace mujer, se llega a serlo».

   No está nada claro que ni la teoría queer (ni que Françoise d’Eaubonne) hayan entendido correctamente el significado de esa frase de Beauvoir, porque en la perspectiva existencialista de lo que se trata es de construir la personalidad (y lo colectivo) mediante «actos que trasciendan su condición animal» mientras que lo típicamente queer es negar cualquier significado a la condición biológica de raíz.  En cambio, la teoría queer vive obsesionada por el estatuto de la construcción (supuestamente) social de los conceptos biológicos y por el origen más que por el proyecto. En lo queer manda el azar; la categoría de “proyecto”, que es lo que hubiese interesado a la Beauvoir, o interesa muy poco o ni siquiera existe ya. En el ámbito queer y postpunk la naturaleza no es (ni tan siquiera) limitación, sino fluido – y la cultura, entendida en tanto que proyecto, es un sinsentido. Cualquier planteamiento más o menos postpunk que proclame algo así como «No future», es poco o nada respetuoso con el legado de Sartre y Beauvoir, ambos profundamente imbuidos de espíritu hegeliano. Sin “futuro” el existencialismo, como el marxismo, se hunden sin remedio. En el existencialismo el futuro era uno de los pocos elementos de redención que permitían mantener una cierta confianza, ni siquiera muy mínima, en los humanos y negar la posibilidad de un futuro es una forma de contribuir a la expansión del nihilismo y de la miseria moral.

 

Donde Françoise d’Eaubonne se separa de Simone de Beauvoir

En El segundo sexo, la mujer está biológicamente condenada a repetir la vida («biologiquement vouée à répéter la vie»), lo que marca una obvia diferencia con la posición de Eaubonne y de la teoría queer, para quienes el determinismo biológico es también una construcción social. Lo que la teoría queer niega de forma más vehemente es que los papeles sociales estén construidos por la biología. Para la Beauvoir la única manera que tiene una mujer de emanciparse (de evitar el «malheur»), es trascender su inmanencia rechazando su naturaleza sociobiológica (por ejemplo, no teniendo hijos, rechazando voluntariamente esa posibilidad).  En cambio, en el pensamiento de François d’Eaubonne de lo que se trata no es de luchar contra algo así como una limitación biológica, sino de asumirse como cuerpo y, muy especialmente, de luchar por ello, entendiendo el cuerpo como una realidad placentera. Simone se sentía mal con su cuerpo y solo hay que leer su correspondencia con Nelson Algren para entender que lo femenino le interesaba conceptual y políticamente, pero que despreciaba supinamente a las mujeres concretas, putas incluidas. Eaubonne, que había sido madre por dos veces no tenía ninguno de esos problemas; para nada. Siempre fue una epicúrea y su problema era con la religión, que entiende como represión, pero no con el personaje histórico de Jesús.

   Simone era materialista y Françoise d’Eaubonne, aunque atea, consideraba que Jesús había sido un protofeminista, cuyas sus ideas habían sido traicionadas por la iglesia. Hay un obvio trasfondo cristiano en su opción feminista (María Magdalena); y toda su opción por lo que luego las feministas llamarían propiamente la Care Ethics recoge en buena parte un mensaje de compasión, cuyo trasfondo es culturalmente cristiano. Eso no significa que el ecofeminismo sea un idealismo o un emotivismo. Nada más lejano a las opciones intelectuales de Eaubonne que el idealismo. También se ha criticado al ecofeminismo por substancialista – por crear una esencia ahistórica de lo femenino–, cosa que en los textos de Françoise d’Eaubonne nunca es. Pero jamás aceptó simplificaciones y esquematismos, ni de tipo economicista o sociológico y moral. Ella se consideraba una activista que entendía que el sujeto transformador/revolucinario estaba cambiando ante la urgencia del del destrozo ecológico de la naturaleza. En un texto inédito que cita Caroline Goldblum («Mise au poing ou souvenirs de la vieille enragée»), dice claramente que al principio le escandalizó escuchar a un militante ecologista cuando éste decía que el problema de la revolución pasa a segundo término ante la urgencia ecológica y que necesitó tiempo para asimilar que «El Capital está en estado de suicidio, pero matará a todo el mundo con él». El ecofeminismo de Françoise d’Eaubonne es una respuesta materialista a la crisis ecológica que no idealiza la naturaleza, pero que asume que sin ella resulta imposible toda acción social transformadora. La única revolución posible consiste en luchar para que: «el planeta en femenino reverdezca para todos». En la perspectiva ecológica que defiende: «Las feministas asumen en tanto que universalidad la raza humana». Pero para realizar lo que califica de «mutación», hay que hacer previamente un análisis del sexismo y de la cosificación de la mujer.

D’Eaubonne coincide con la Beauvoir en su análisis de la función social de la sexualidad. Acepta efectivamente de que en el caso de la mujer se produce una división entre funciones (procreación, educación de los hijos) y actividades (transformar el mundo transformando lo humano). Pero ella va más lejos, porque fue capaz de transcender los modelos jerárquicos las dicotomías que tanto molestaban a Simone de Beauvoir. Para la Beauvoir, la biología (es decir la naturaleza) implicaba una especie de condena eterna, que solo podía ser superada mediante la apelación a la cultura (y al trabajo remunerado de las mujeres). D’Eaubonne propuso una manera de salir de esta contradicción entre biología y cultura proponiendo una respuesta que, en cierta forma, significaba una superación de las posiciones de la Beauvoir sin abandonar el marco existencialista. Para superar el callejón sin salida de la contradicción de la categorización entre inmanencia y transcendencia, Eaubonne propuso distinguir entre «feminité» y «féminitude». La primera es la condición biológica, el hecho de ser mujer; de hecho, hay dos sexos que pueden distinguirse el uno del otro objetivamente. Pero «féminitude» es otra cosa. Se trata ahí de todos los estratos de mistificación, de prejuicios, de subordinación… impuestos culturalmente y políticamente a la condición femenina.

Así, pues, contra lo que podía defender la Beauvoir, ni la naturaleza femenina (ni la maternidad) tienen nada de malo en sí mismas. Lo terrible es que el patriarcado haya impuesto una versión cursi, ñoña, castradora, de la feminidad que es la «féminitude». La feminidad existe porque hay mujeres, y ser mujer es un hecho natural que debe ser afirmado. En cambio, la «féminitude» es una construcción ideológica del patriarcado falocrático, del machismo como fuerza política y cultural, y de su imposición inconsciente. Es un fantasma, un malentendido, y a la vez una forma de opresión, que actúa sobre hombres, sobre mujeres y también sobre homosexuales. Ello no significa que para Eaubonne exista una «nature de femme» que obligue a actuar de una manera “femenina”, lo que existe es una subordinación cultural ilegítima debida al sexo biológico. Solo cuando haya sido abolida esa subordinación cultural y política que es lo que convierte a las mujeres en una clase oprimida, se podrá debatir sobre la (supuesta) naturaleza femenina. En todo caso las mujeres son una clase porque se las explota económica y sexualmente al servicio de un orden falocrático y se las subordina en términos de poder. D’Eaubonne considera que las mujeres son una clase oprimida, en el sentido marxista del concepto de clase, porque reproducen el trabajo, crean plusvalía y no tienen poder. En todas partes viven claramente en una situación de asimetría de derechos o lo que es lo mismo, de opresión. Como decía una famosa frase de las feministas americanas en los años de 1960: «la mujer es la esclava del esclavo, la obrera del obrero y la negra del negro». De ahí la necesidad de la revolución sexual contra el falocentrismo y la exigencia, moral pero especialmente política, de establecer un nuevo contrato sexual igualitario. La igualdad entre hombres y mujeres es una condición sine qua non para que pueda hablarse un cambio radical de civilización.

Las mujeres son “la mitad del cielo” (una frase supuestamente de Mao)… pero son también lo nuclear de la naturaleza y la conexión fundamental con la vida. En ese punto, Eaubonne supera claramente la posición antiesencialista primaria de Simone de Beauvoir y pone las bases de lo que ha de ser un cambio de civilización en términos ecofeministas y de complejidad biológica. El feminismo de Françoise d’Eaubonne implica una analogía feliz de la mujer y la naturaleza, que supera lo que en Simone de Beauvoir era conciencia desgraciada. Es la reapropiación de lo femenino, natural, la última esperanza no solo para las mujeres, sino para el planeta. Hablando de las consecuencias de la contaminación, Eaubonne escribe que: «los valores de lo femenino, durante tanto tiempo pisoteados, en la medida en que eran atribuidos a un sexo inferior, constituyen las últimas posibilidades de supervivencia del hombre en sí mismo» (Lé féminisme, 1972, pp. 354). Ese es el núcleo del ecofeminismo.

 

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay