Ramon ALCOBERRO

Paul Ricoeur (1913-2005) fue un filósofo francés de orientación fenomenológica tal vez hoy poco leído, pero muy interesante en lo que hace referencia a la cuestión de la vulnerabilidad por un breve texto, “Justicia y Vulnerabilidad” publicado en el vol.2º de Le Juste (1995), que vendría a ser su teoría de la justicia. No entraremos en ella, pero sí nos interesa recoger su reflexión sobre el problema de que el ser humano es, a la vez, autónomo y vulnerable. Experimentamos nuestra autonomía no como seres poderosos y autosuficientes, sino en tanto que seres frágiles, vulnerables. Pero el problema (o la paradoja) es que ambos términos no pueden comprenderse por separado. No somos por una parte autónomos y por otra frágiles, sino ambas cosas simultáneamente. Llamados a ser autónomos y racionales somos —también e inevitablemente— seres frágiles y emocionales.

Según Ricoeur, autonomía y vulnerabilidad son conceptos complementarios. La autonomía humana es la de un ser frágil, vulnerable, que reconoce otros seres en su horizonte como topes a su capacidad de hacer y de decir. Mientras que la autonomía es autoafirmativa, la vulnerabilidad (ontológica ante la muerte, pero también empírica ante nuestra fragilidad social y humana), habla de nuestros miedos y nuestros límites. Desde el punto de vista de la autonomía la vulnerabilidad es algo enfermizo, lamentable incluso. Y la fragilidad no sería más que una patología si no fuera la fragilidad de un ser llamado a ser autónomo. No es el miedo sino la conciencia de nuestra naturaleza en sus límites. Además, la vulnerabilidad es universal (todos lo somos en un uno u otro aspecto) y profundamente personal, subjetiva, es decir, cada cual la vive en una manera propia. Autonomía, en definitiva, no es autarquía, porque se vive en un contexto donde los otros (y el lenguaje que con ellos comparto) me constituyen, por lo menos tanto como yo les constituyo.

De aquí deriva Ricoeur una teoría de la justicia que ha tenido poco eco jurídico pero que es interesante como material de reflexión. Muy en resumen para Ricoueur, “juez” es quien mantiene la justa distancia entre los intereses contrapuestos y la justicia es una forma de “poner distancia”, entendiendo por tal alejar nuestra fragilidad poniéndola a salvo de la violencia y de la agresividad. Lo que él llamaba “Instaurer la juste distance” significa situar la autonomía en la justa distancia respeto a la autarquía y la vulnerabilidad en su justa distancia respeto a la victimización. Por el hecho de que cada uno es un “sí mismo” singular, es autónomo y también frágil. Fácilmente, pues, la sociedad podría imponernos obligaciones injustificadas y coartar nuestra individualidad. Poner distancia sirve, básicamente, para no ser herido ante el peso de la presión social. Sabernos vulnerables hace también que debamos sentirnos responsables y así preservarnos. Dicho de una manera un poco más sencilla, prescindiendo de la fraseología filosófica de la fenomenología, el hecho de ser vulnerable me convertiría fácilmente en víctima si yo no me preservase y la justicia no me protegiese ―y tal es el papel de la justicia: evitar que, en el contexto de las relaciones interpersonales, sociales, jurídicas o políticas, me convierta en víctima fácil de quienes me tienen en su entorno más accesible. Poner distancia permite alejarme del agresor y me protege. Eso sería lo que deberían hacer las leyes al salvaguardar mi autonomía en peligro. Mi autonomía no sirve para justificar la agresión al otro vulnerable, ni mi vulnerabilidad está indefensa ante la violencia si hay una ley que mantiene las distancias y, por lo tanto, me permite ser yo mismo.

Puesto que todo delito implica un abuso de la vulnerabilidad de otro (de la víctima), entender la vulnerabilidad es imprescindible para comprender la justicia, más allá de la aplicación mecánica de la ley. Esa no es una abstracción filosófica, sino una exigencia del equilibrio que debe instaurar la justicia. En todos los sistemas jurídicos, la situación de especial vulnerabilidad es, y ha sido siempre, un agravante del castigo. Robar a una apacible abuelita o engañar a alguien con síndrome de Down resulta mucho más repugnante que el delito cometido sobre alguien que pueda valerse por sí mismo. Grupos de individuos que comparten características que los hacen vulnerables (niños, prisioneros, embarazadas, discapacitados, gentes de nivel socio-económico muy bajo, etc.) necesitan mucho más que otros que su distancia sea respetada y protegida. Ese principio tiene una especial importancia en bioética. Así, por ejemplo, la Declaración de Helsinki sobre principios éticos para las investigaciones médica en seres humanos establece que “Todos los grupos y personas vulnerables deben recibir protección específica” (19) y que hacer investigación sobre un grupo vulnerable: “sólo se justifica si la investigación responde a necesidades o prioridades de salud de este grupo y la investigación no puede realizarse en un grupo no vulnerable” (20).

Precisamente porque vivir en común no es posible si no se construye un espacio en común, la justicia debe asegurarse de que nuestra propia vida, nuestro mundo/espacio personal y vulnerable, es no solo respetado sino protegido; y eso no es posible sin poner distancia, es decir, sin asegurarnos de que nadie ocupará el espacio de nuestra individualidad, de nuestra privacidad. La vulnerabilidad no es algo que podamos superar por una mera afirmación de la individualidad o de la subjetividad. Por eso resulta imprescindible la ley. La justa distancia (es, decir la distancia que es regulada por la justicia para que no signifique lejanía o impunidad social) protege nuestra autonomía y nuestra vulnerabilidad; y lo hace al respetar la libertad de cada uno tanto como el poder de todos ―que es la ley. Si se entiende que en la ley somos “todos y cada uno”, para que no se convierta en venganza de todos contra uno (o en sumisión de todos a uno), “mantener las distancias” se vuelve imprescindible. Eso sería el respeto. La experiencia de pestes y virus (de lo que sucede cuando nos tocamos demasiado, por decirlo de una manera un tanto simple) muestra que mantener una cierta distancia higieniza la vida. También mantener nuestra autonomía moral y protegernos ante la vulnerabilidad que experimentamos en tanto que miembros de la sociedad política, exige poner distancias. Por eso, como dice Ricoeur al final de su conferencia, “la conquista de la justa distancia concierne a la vez al justiciable y al ciudadano en cada uno de nosotros”.

 

 

Barcelona, 2 de abril de 2020

 

 

 

 

© Ramon Alcoberro Pericay