HANNAH 
                ARENDT: UNA FILOSOFIA MORAL POLITICA 
              Salvador 
                Giner
              
              
                I
                
                La ausencia de la filosofía moral pública
               
                La tarea de reicorporar la filosofía moral al pensamiento 
                político tiene su punto de partida en la obra de Hannah 
                Arendt. Una pensadora que nunca compuso un tratado de filosofía 
                moral.
                A lo largo de más de un siglo el progreso de las ciencias 
                sociales había hecho una considerable labor de zapa que 
                socavó los cimientos de toda filosofía política 
                uncida a una teoría ética. Ello no acaeció 
                solamente porque la ciencia social atacara de frente las aspiraciones 
                de la filosofía moral. Fue también fruto indirecto 
                del modo mismo con que un sector cada vez más visible de 
                tales ciencias prescindía de toda consideración 
                moral en sus análisis, cuando no afirmaba su absoluta indiferencia 
                ante la ética.
                
                Sería erróneo asumir que toda la ciencia social 
                tomó una deriva amoral. Al contrario, la afirmación 
                de que las ciencias sociales, y especialmente la sociología, 
                se constituyeron como disciplinas amorales es gratuita. No cuesta 
                demasiado demostrar que una parte esencial de la ciencia social 
                se ha enfrentado con notables resultados a los problemas morales 
                de nuestro tiempo y hasta ha propuesto soluciones originales y 
                robustas. Pero aunque ello sea así , lo cierto es que la 
                percepción por parte de algunos pensadores –entre 
                los que se halla Arendt- es que la ciencia social consiste en 
                un ejercicio positivista, conductista y empiricista, ajeno a la 
                condición esencialmente moral de los seres humanos. Su 
                éxito mundano era el eco de la infausta victoria de una 
                mentalidad presuntamente científica, incapaz de comprender 
                nada de lo que realmente nos hace humanos, es decir, responsables. 
                
                
                Al cinismo ambiental que había de ganar gran número 
                de conciencias libres a partir de la Gran Guerra de 1914 pronto 
                se añadió una invasión del campo cognoscitivo 
                académico por todo un lenguaje sobre historia, economía, 
                política y cultura que hacía uso de una panoplia 
                conceptual científica, con toda su presunta neutralidad 
                ética. Era el suyo un idioma anónimo, en el que 
                ‘fuerzas’, ‘vectores’, ‘factores’, 
                ‘intereses clasistas’, y demás abstracciones 
                de técnica pretensión venían a suplantar 
                el vocabulario moral tradicional, propio de toda la historia del 
                pensamiento social. (Incluso el de quienes, como Schopenhauer 
                y Nietzsche, habían instalado en él un léxico 
                subversivo y perturbador.) El vaciamiento de toda carga moral 
                en el método y contenido de una parte sustancial de la 
                ciencia social, combinado con su notable aceptación académica 
                y periodística, dejaba en situación muy precaria 
                a aquella filosofía política que no supiera aliarse 
                con ella.
                
                Para rematar el desastre, el lenguaje de la indignación 
                moral demagógica y atolondrada caía presa de las 
                ideologías más vulgares y, pronto, peligrosas. El 
                confinamiento del idioma moralista farisaico y maniqueo a las 
                ideologías –en su caso extremo, al fascismo y al 
                stalinismo- dejaba huérfano o ponía en peligro cualquier 
                discurso que escapara a sus vilezas. Y éste, por su parte, 
                se veía arrinconado por su otro flanco por aquellas ciencias 
                sociales que pretendían desasirse de toda tarea moral. 
                Así, la filosofía política de Maquiavelo 
                se degradaba en ciencia política; la concepción 
                de los sentimientos morales de Adam Smith degeneraba en econometría; 
                la preocupación por la liberación de la humanidad 
                propuesta por Karl Marx, se deteriorabla en sociografía 
                y encuestas demoscópicas. Atenazada entre la ideología 
                y la pseudociencia, perecía la filosofía política 
                laica, racional y éticamente ilustrada.
                
                Así las cosas, no puede sorprender que Hannah Arendt aludiera 
                a las nuevas disciplinas y técnicas sociales con notable 
                frialdad o mal contenido desdén, al tiempo que arremetiera 
                sin miramiento alguno contra la tergiversación del pensamiento 
                politico a manos de las ideologías totalitarias. La originalidad 
                de su solución ante aquel doble asalto a la razón 
                estriba en que no se aferró a una tradición filosófica 
                determinada, como podría haber sido la continuación 
                de una filosofía social tradicional, sino que respondió 
                con el cultivo de una vía inusitada. Hannah Arendt restituyó 
                la fibra moral a la filosofía política mediante 
                una senda de innovación en la que se recogía de 
                la tradición el elemento de preocupación moral esencial 
                –la de la búsqueda de la buena sociedad, en su caso 
                a partir de Aristóteles y San Agustín- pero que 
                se manifestaba en una labor heterodoxa, impaciente e inclasificable. 
                Se componía ésta de un cultivo ensayístico 
                y erudito a la vez de la historia, el uso de ciertos conceptos 
                básicos de la sociología alemana, la afinidad con 
                algunas posicones de la fenomenología y el existencialismo, 
                la incursión en el periodismo y el amor casi voluptuoso 
                por el idioma. La ‘inclasificabilidad’ de la obra 
                que de ello resultó es ya legendaria.
                Quienes en un primer momento intentaron descalificarla por ser 
                su autora deficiente historiadora, débil politóloga, 
                peor socióloga y notable ignorante de la economía, 
                por no mencionar a quienes la descontaron como filósofa, 
                han pasado a una oscuridad de la que nunca debían haber 
                intentado zafarse. No están los tiempos como para que, 
                quienes hablan de purezas disciplinares o, peor, predican la interdisciplanariedad 
                sin tener nada que decir, se permitan tales lindezas con la ingente 
                obra de Hannah Arendt.
                
                Para entenderla hay que retener, por lo pronto, un elemento epistemológico 
                crucial, que parte a no dudarlo de su época y sus maestros 
                –Husserl sobre todo- que es el de su permanente punto de 
                arranque. Trate de lo que trate, Arendt parte de los hechos, las 
                cosas, los acontecimientos. Nunca de una teoría previa 
                general. Es un método al que alguien llamó fenomenológico. 
                (Ella, con reservas aceptó que se la tuviera por miembro 
                de esa escuela, por lo menos en una ocasión .) Fue ese 
                el criterio, más que método, que le permitió 
                llegar a conclusiones tan obvias –que sacarían a 
                la sazón de sus casillas a tirios y troyanos- como la de 
                que la situación totalitaria es la base del totalitarismo 
                –sea este nazi o bolchevique, o de otra suerte imaginable, 
                tal vez futura- al margen de cuáles sean las diferencias 
                entre ellos, o el contenido de sus ideologías hostiles. 
                Para Arendt, uno parte del campo de concentración, de la 
                policía secreta, de la persecución política, 
                y construye luego su teoría, sus hipótesis y sus 
                explicaciones.
                
                La teoría debe serlo ex post facto. Predica con el ejemplo: 
                no parte de una teoría –la del imperialismo capitalista 
                y nacionalista o la del anarquismo libertario- para comprobar 
                luego cómo se comportan sus representantes o cómo 
                funcionan sus instituciones, sino al revés. Lo crucial 
                es el fenómeno a captar, entender y explicar. Cuando se 
                le identifica en otro tiempo y lugar, se hace posible la generalización, 
                con lo cual se soslaya toda fragmentación de la realidad. 
                Aunque lleve nombres diversos en lugares y tiempos diferentes. 
                Es eso lo que permite afirmar sin rodeos que fascismo y stalinismo 
                ‘son lo mismo’ al tiempo que nadie niegue que sean 
                tan diferentes emtre sí en no pocos sentidos. 
                
                Se suele olvidar que Arendt extendió ese criterio a procesos 
                históricos que no eran ni fascistas ni stalinistas. No 
                estaba obsesionada por ellos. Hay una larga sección en 
                los Orígenes del Totalitarismo dedicada a una evaluación 
                del imperialismo liberal y capitalista a lo largo del siglo XIX 
                . Ni la izquierda más antiimperialista de la época 
                supo expresar con mejor tino los desafueros y maldades de la aventura 
                colonial europea. Su minucioso cuestionamiento del sionismo en 
                el momento en que más incómodo era ponerlo en práctica, 
                y más aún para una hebrea perseguida como ella, 
                es otro ejemplo de la amplitud de sus preocupaciones. 
                
                Mi alusión a su inclusión de la idea de sociedad 
                buena en el contenido de su obra como filósofa política 
                tiene también otra implicación. Su filosofía 
                moral es pública. La ética moderna había 
                derivado en muchos países hacia un análisis de los 
                dilemas morales individuales y la buena conducta de las personas. 
                Esta loable empresa a la que la escolástica de la filosofía 
                analítica contemporánea ha dedicado tantos y refinados 
                desvelos ha topado siempre con ciertas dificultades, que no ha 
                logrado superar tras más de un siglo de esfuerzos denodados. 
                No es la menor menor de ellas el hecho bruto de que la mayor parte 
                de los seres humanos sepa con prontitud si un robo es un robo, 
                una mentira una mentira y una traición una traición. 
                No les hace falta ser catedráticos del ramo para identificar 
                la falsía, la buena fe, la mala, la lealtad, la deslealtad 
                y demás aspectos de la vida moral o inmoral de las gentes. 
                No sostengo con ello que no valga la pena elaborar una teoría 
                ética del comportamiento individual y de sus aporías, 
                ni que la filosofía deba abstenerse de construir los códigos 
                éticos laicos que convendría poner en práctica 
                . Los dioses me libren de dar tales consejas. 
                
                Lo que sí pienso es que, a partir de Arendt, una filosofía 
                práctica que concentre sus esfuerzos sobre la urdimbre 
                moral de la modernidad y que identifique el deber ser de nuestro 
                orden cívico, político y económico tiene 
                mayores posibilidades de aportar algo en el terreno moral a nuestra 
                vida común que otras vías, más orientadas 
                hacia lo subjetivo e individual. (Vida común, no solamente 
                en común, es una noción clave en Arendt.) Los dilemas 
                morales del individuo tendrán su consolación por 
                la filosofía, por decirlo con Boecio, pero los descalabros 
                de la vida social, las carencias de la democracia, los estragos 
                de la injusticia, o la historia de nuestra barbarie tal vez puedan 
                hallar algún remedio en una filosofía práctica 
                pública, o de la vida común. En la restauración 
                de la moral a la filosofía política, que es lo que 
                logró con singular tino Hannah Arendt. Aunque en ello se 
                encontró, a la sazón, prácticamente sola.
                
                La recuperación de la preocupación por la ética 
                societaria tanto en la filosofía política como en 
                la teoría social ya es hoy un hecho consumado y uno de 
                los acontecimientos intelectuales más considerables de 
                los últimos decenios . Aunque no siempre sus representantes 
                sigan las huellas de Hannah Arendt o compartan sus posiciones, 
                difícil será que en la historia de las ideas no 
                aparezca su obra como el momento inicial, el de ‘natalidad’ 
                -por decirlo en estricto lenguaje arendtiano- de esa feliz reinstauración.
               
              
                II
                
                Mal radical, mal banal
               
                Una corriente evaluadora del pensamiento de Arendt asume que la 
                pensadora fue evolucionando desde una posición en la que 
                dedicó su atención al análisis del mal absoluto 
                o radical de la modernidad –el terror totalitario- para 
                ir después descubriendo otra suerte de mal, el banal, el 
                rutinario, ignorante e irresponsable, vinculado a él, pero 
                distinto. Este último sería la más refinada 
                manifestación de la barbarie moderna . No es ése 
                el caso. En la obra de Arendt no hay migración de una a 
                otra posición. Tampoco hay conexión íntima, 
                contra toda apariencia, de la noción kantiana de ‘mal 
                radical’ con la arendtiana de igual nombre, cosa que puede 
                entenderse cuando recordamos que a Hannah Arendt no le interesaba 
                la filosofía política y moral de Kant.
                
                Aunque sus tesis sobre la banalidad del mal político totalitario 
                no vieron la luz hasta la publicación de sus artículos 
                periodísticos en el New Yorker sobre el juicio del genocida 
                Adolf Eichmann en Israel, toda la argumentación sobre la 
                aplicación rutinaria y anónima del mal en los regímenes 
                despóticos modernos se halla ya en Los orígenes. 
                Estamos pues ante una concepción unitaria y simultánea 
                del mal que, según Arendt, posee dos dimensiones, la del 
                mal radical y la del banal. Éste último es la expresión 
                cotidiana, funcionaril, mecánica –la aplicación 
                racionalizada y burocrática de lo irracional- que mana 
                directamente de una maldad radical. Entre ambos hay, a lo sumo, 
                un cambio de acento.
                
                Lo esencial en todo esto para lo que intento expresar es que hay 
                en Arendt una reinstauración del mal en el núcleo 
                del pensamiento moral y político. El creciente descrédito 
                del pecado durante los tiempos modernos constituye la raíz 
                de la desaparición del mal y de la maldad del discurso 
                moral filosófico. (Nunca, naturalmente, del meramente ideológico, 
                en el que la identificación y demonización del enemigo 
                es esencial para su existencia.) No es éste el lugar para 
                describir las harto conocidas causas de la muerte de Satán 
                en el pensamiento laico occidental, con ramificaciones hoy, en 
                el religioso, puesto que hasta las mismísimas iglesias 
                se encuentran incómodas ante Belzebú y demás 
                espíritus malignos, otrora tan prominentes en su mitología. 
                Por su parte, en el mundo de la ciencia hay aún menos lugar 
                para el demonio que para los dioses. Restaurar el mal –radical, 
                banal o de otra índole- en la esfera del discurso filosófico 
                moral sin caer en el oscurantismo ni en la fe sobrenatural tenía 
                que ser por fuerza una proeza intelectual. La que llevó 
                a cabo Hannah Arendt.
                
                Esta se consolida, en su caso, mediante la eliminación 
                paradójica de toda maldad por parte del sujeto. La insistencia 
                de los magistrados que juzgaban a Eichmann en considerarlo culpable, 
                es decir, responsable según su conciencia, según 
                la tradición más acrisolada de la jurisprudencia 
                occidental, era el mayor yerro de todo el proceso, según 
                Arendt. El hecho esencial era que Eichmann no pensaba. Cumplía. 
                Al igual que, más tarde, cumplirían los torturadores 
                que en la Argentina u otros países víctimas de dictaduras, 
                alegaban ‘obediencia debida’ para cometer sus tropelías. 
                El funcionario de la muerte Adolf Eichmann, era un probo ejecutor. 
                La producción industrial de la muerte y la racionalización 
                (en el sentido de productividad maximizada) de la desolación 
                y la inhumanidad eran también lo que banalizaba el mal. 
                Eichmann era sin duda un ser abyecto y un pobre hombre, bastante 
                inteligente para ciertas cosas, y no muy brillante para otras, 
                salvo en su minuciosidad destructiva y metódica, pero no 
                era el monstruo de maldad que los jueces imaginaban. El argumento 
                ha sido repetido demasiadas veces y más elocuentemente 
                (sobre todo por la propia Arendt) para merecer mayor desarrollo 
                aquí. Lo que interesa es evocar el hecho de la entrada 
                del mal –en sus dos dimensiones, la radical y la banalizada, 
                moderna- en la teoría política.
                
                Si bien ese paso entraña, como señalo, un replantemiento 
                de la filosofía política contemporánea, transformándola 
                en filosofía política moral (o moral política), 
                el gran avance esconde una dificultad difícil de soslayar. 
                Como categoría que se preste a una argumentación 
                rigurosa en teoría política, la del mal, con todo 
                y con ser necesaria en principio, es huidiza. Invita a que los 
                pensadores de la política, la libertad y la responsabilidad 
                (o de las tres cosas a la vez, pues suelen ir juntas) sigan esquivando 
                su uso. 
                
                Mas una cosa es que no estemos aún en condiciones de elaborar 
                una noción teórica y argumentativamente viable del 
                mal, y otra, que podamos prescindir de esa noción. La teoría 
                social ha logrado habérselas con nociones que nadie hubiera 
                pensado capaces de entrar convincentemente en ella, y que son 
                hoy esenciales. Pienso en el concepto de ‘carisma’, 
                entre otros, que ocupa ya el lugar que le corresponde, y no sólo 
                en el análisis de las creencias religiosas y los movimientos 
                religiosos, sino también en los políticos. De éste 
                último campo, el del carisma político, se ha extendido 
                hoy a la sociología de la cultura y de la comunicación. 
                En él sus varias ramificaciones –la fama, la popularidad, 
                el aura de la celebridad y el atractivo publicitario manufacturado- 
                son ya hasta material en peligro de trivialización. 
                
                La cuestión filosóficopolítica del mal es 
                hoy una cuestión abierta, que de no resolverse podria convertirse 
                en una quaestio disputata endémica. Una cuestión 
                no resuelta o irresoluble, que obligaría a la teoría 
                política a seguir su triste camino utilitarista –el 
                militante antiiutilitarismo de Hannah Arendt habría resultado 
                inútil- sin poder explicar la vida de los hombres en términos 
                trágicos de responsabilidad, racionalidad y libertad. Si 
                bien sabemos, por un lado, que la maldad –radical y banal- 
                debería ser componente de una teoría moral de la 
                política, por otra sabemos también que son nociones 
                aún prácticamente intratables, incómodas 
                como mínimo. Y a la vez, desde esa perspectiva –que 
                es forzosamente laica y racional- imprescindibles. No podemos 
                confinar el mal a los pronunciamientos de los ideólogos 
                y los demagogos, sean éstos guías iluminados de 
                sectas fanáticas y terroristas o presidentes de gobiernos 
                democráticos e imperiales, dispuestos a la devastar el 
                mundo en nombre del Todopoderoso y en contra de Satán. 
                La situación no es halagüeña, ni en el mundo 
                real, por así decirlo, ni en el de producción teórica 
                de la moral política.
               
              III
                
                Revolución y pluralidad
               
                No estoy en condiciones para salir del atolladero teórico. 
                Siento la desazón de quien invoca una necesidad intelectual 
                a sabiendas de que no tiene la fórmula para satisfacerla 
                convincentemente. Sin embargo, tengo para mí que el análisis 
                del modo con el que Hannah Arendt se enfrentó con asunto 
                tan definitorio para nuestro tiempo como es la revolución 
                puede darnos algunas indicaciones de cuál podría 
                ser la senda a seguir para incorporar el mal en la filosofía 
                política.
                Hannah Arendt se adentró en un terreno en el que, precisamente, 
                hay excelente material sociológico acumulado, hasta tal 
                punto que hoy en día es posible elaborar una interpretación 
                asaz satisfactoria de los procesos revolucionarios en el mundo 
                moderno, si bien una parte señalada de lo aportado sea 
                posterior a su ensayo De la revolución, que publicó 
                en 1961.
                
                Característicamente, De la revolución soslaya algunas 
                de las buenas interpretaciones sociológicas sobre las causas 
                de la revolución ya conocidas a la sazón, para adentrarse 
                en la que es para su autora la cuestión esencial: la del 
                establecimiento del reino de la libertad por parte de ciudadanos 
                responsables. No era siempre ésa la preocupación 
                de los sociólogos de la revolución. (Lo ha sido, 
                eso sí, después.) No deja de llamar la atención, 
                empero, que uno de los más brillantes, sino el más 
                original de todos ellos, Alexis de Tocqueville, ocupe un lugar 
                central en el análisis arendtiano. A pesar de su deuda 
                con Tocqueville Arendt soslaya la descripción de la concatenación 
                de causas y acontecimientos revolucionarios para concentrarse 
                exclusivamente en la constitución y textura de ese novus 
                ordo saeculorum que quisieron establecer, por vez primera en el 
                mundo , las revoluciones norteamericana y francesa. 
                
                De la revolución puede interpretarse correctamente como 
                explicación de dos modos de concebir ese novus ordo, como 
                evaluación de dos vías muy distintas de hacerlo 
                realidad entre los hombres. Cabe entender también ese ensayo 
                como continuación, sin fisuras, de la obra sustancial inmediatamente 
                anterior de Hannah Arendt, La condición humana. Ésta 
                perspectiva es más interesante que la de considerar su 
                estudio sobre la revolución como obra relativamente aislada. 
                Así, en la taxonomía del comportamiento humano que 
                establece La condición según los tres niveles de 
                conducta -la labor o trabajo (labor, en el inglés nortemericano 
                original), obra (work) y acción (action) - la última 
                categoría posee un conjunto de características que 
                la hacen distinta de las otras dos. La acción es particularmente 
                política. Si por un lado el trabajo (del latín tripalium, 
                una tortura para esclavos castigados) nos acerca a lo biológico 
                y a la mera faena de vivir, sobrevivir y ganar el sustento, por 
                otro, la obra nos aproxima a la artesanía, al buen oficio, 
                al arte y al artificio, a la construcción. (Decimos de 
                una casa que es una obra, o de una escultura o pieza musical, 
                que son obras de arte, como decimos también de la labor 
                de un profesional: ‘es su obra’; o de algunos efectos 
                de la vida moral: ‘una obra de caridad’.) La acción, 
                en cambio, es interacción pública de seres libres 
                en su elaboración conjunta de la vida común. Esta, 
                en sociedades ‘avanzadas’ –como lo era la de 
                Atenas tras Solón, o las occidentales en las puertas de 
                la modernidad- posee necesariamente una dimensión pública. 
                Al homo faber capaz de crear su obra, se superpone en ellas, sin 
                obliterar estadios anteriores, el hombre de la vita activa, responsable, 
                solidario, en conversación permanente con los demás, 
                y con ellos dispuesto a consolidar una vida en res publica, la 
                única adecuada a la acción. Las otras formas de 
                actividad –el trabajo y la obra- sobreviven y hasta medran 
                bajo tiranías y dominaciones de toda suerte, pero la vita 
                activa sólo florece en la república.
                
                Esto es, naturalmente, menos que un resumen de lo que propone 
                La condición humana. Es una mera evocación. Para 
                el propósito de la presente reflexión, que es habérnoslas 
                con la cuestión del mal, lo conveniente es subrayar que 
                Arendt descubre una relación directa entre vida activa 
                y vida pública, y entre éstas y la textura republicana 
                de la politeya. Ésta no se identifica con la naturaleza 
                democrática del orden político: para Arendt la democracia 
                entraña el reino de las mayorías, la imposición 
                –a veces legítima- de los representantes de las mayorías, 
                que suelen ser una minoría y hasta una oligarquía 
                ‘democrática’ . Lo que cuenta decisivamente 
                en la república, en cambio, es la capacidad de decisión 
                mediante la deliberación, la consideración sosegada 
                y el debate públicos de los asuntos del mundo común 
                o compartido, de la politeya. 
                Con ese criterio los veredictos que deban pronunciarse sobre las 
                dos revoluciones seminales de la modernidad, la yanqui y la francesa, 
                tienen que ser forzosamente distintos. Lo esencial desde perspectivas 
                diferentes a la suya podría ser averiguar en qué 
                medida cada revolución emancipó a la ciudadanía 
                de su servidumbres feudales, o de obediencia al monarca absoluto, 
                o cómo permitió que cada cual entrara en la liza 
                de la concurrencia individualista sin más ingerencia estatal 
                que la necesaria para proteger el fomento de los intereses individuales 
                o corporativos. Desde la perspectiva de Arendt, sin embargo, lo 
                decisivo es determinar en qué sentido una u otra revolución 
                creó las condiciones para que la ciudadanía persiguiera 
                una vita activa propia de seres libres y responsables, una vida 
                que entiende la participación en la cosa pública 
                como manifestación, paradójicamente de la autonomía 
                del ciudadano. En la vida tribal no se participa, se es elemento 
                del todo. En el otro extemo, en una sociedad hipermoderna carente 
                auténtica ciudadanía, tampoco se participa, porque 
                se es público, o consumidor, o presa de la publicidad y 
                la propaganda. En contraste con esas situaciones límite, 
                el ciudadano autónomo es el que consciente y voluntariamente, 
                participa.
                
                La simpatía de Hannah Arendt por la solución norteamericana 
                –la republicana jeffersoniana, para ser más precisos- 
                se basa en ese criterio. No atiende -¿menester es decirlo?- 
                a la transformación ulterior de los Estados Unidos en potencia 
                mundial hegemónica apoyada en un potente capitalismo industrial 
                sin precedentes. Sin idealizar indebidamente el tejido civico 
                yanqui del momento prerrevolucionario y del revolucionario, Arendt 
                detecta, siguiendo la huella de Tocqueville, un grado de autodeterminación 
                ciudadana de la vida común, de participación activa 
                en lo público, que no encuentra parangón en la Francia 
                de la época. La oleada revolucionaria francesa entrañó 
                una intervención emocional de las turbas y un frenesí 
                de comités y comisiones de conspiradores que desembocó 
                con extraordinaria celeridad en el Terror. La República 
                de Robespierre degeneró pronto en la negación de 
                todo republicanismo cívico. (Aunque éste fuera proclamado 
                a los cuatro vientos.) La acción propia de la vita activa 
                llevó allí a la inacción, al temor político, 
                a la proclamación huera de la vertu patriotique del ciudadano 
                y a la entronización oficial del maniqueísmo. La 
                idolización de un emperador belicoso y endiosado, un general 
                trepador, fue el final de esa historia.
                
                La revolución francesa condujo, con su homogeneización 
                de una ciudadanía convertida en masa –como lo sería 
                en mucha mayor medida más tarde bajo el totalitarismo del 
                siglo XX- a una anulación del hecho fundamental de toda 
                politeya de gentes libres: la pluralidad de los humanos. La razón 
                esencial de la existencia de los seres humanos como animales políticos 
                –capaces de acción- no es que pertenezcan a una especie 
                de simios superiores dotados de razonamiento. Es que son esencialmente 
                diferentes entre sí. Los seres iguales no necesitan discernir, 
                debatir, juzgar y actuar según tales criterios. La diferencia 
                entre nosotros es lo que nos obliga a que tengamos que ponernos 
                de acuerdo. Si no nos pone de acuerdo un tirano o el dominio del 
                señor, tenemos que pensar. Pensar, esto es, sin anularnos 
                los unos a los otros. Recuérdese, Eichmann no pensaba, 
                por eso podía aniquilar inocentes a mansalva pero con miramientos, 
                es decir, con miramientos a la ley nazi, que le obligaba a no 
                tenerlos ante nada ni nadie: gitano, republicano español, 
                hebreo, o demócrata de cualquier país europeo, empezando 
                por Alemania.
                Cultivamos la vita activa porque somos distintos. Los semejantes 
                en todo no necesitan elaborar un espacio común público. 
                Viven sumergidos en su tribu y tradición. O en el adocenamiento 
                de la socidad ultramoderna. En ambos casos, no hay conversación. 
                La condición dialógica es la propia de la vita activa. 
                El pensamiento, incluso el filosófico, surge de la conversación. 
                Los diálogos ‘socráticos’ de Platón 
                eran algo más que una estratagema para presentar el pensamiento. 
                Entrañaban un reconocimiento del hecho seminal al que Arendt 
                atribuye el origen de lo político en libertad: la pluralidad 
                humana. 
                
                Me acerco ahora a la cuestión del mal: la revolución 
                construida sobre un fundamento ideológico rígido, 
                que subordina y anula la autonomía de la sociedad civil, 
                engendra una afirmación dogmática del bien –de 
                la virtud pseudorrepublicana proclamada constantemente por Robespierre- 
                que no sólo permite sino que fomenta, exige, el funcionamiento 
                sistemático, rutinario, del miedo político: el terror. 
                De la guillotina francesa al gulag stalinista hay un hilo conductor 
                sin solución de continuidad.
                
                Desde una perspectiva arendtiana, y según una posible interpretación, 
                en ningún lugar explícita en su obra , el mal, en 
                la modernidad democrática, es la anulación del pensamiento 
                crítico de la ciudadanía por medio de la rutinización 
                de su vida y la producción industrial (hoy, mediática) 
                de sus sentimientos, percepciones y pensamiento. 
                
                Sin evocar la larga sombra de Max Weber, Hannah Arendt explora 
                y explica la gran paradoja de la revolución monolítica: 
                la de su rápida degeneración en su propio contrario, 
                a través de su tergiversación del bien (el novus 
                ordo saeculorum) en mal, la destrucción de la autonomía 
                de la sociedad civil y la libertad individual. La obsesión 
                de aquel sabio sociólogo fue la de desvelar el enigma de 
                la transformación de los procesos históricos liberadores 
                y creativos en sus contrarios: del evangelio de San Mateo a la 
                Santa Inquisición, de la individualismo liberal a la burocracia 
                inmisericorde. Podríamos añadir, del comunismo libertario 
                a la degradación del bolchevismo en terror policial . Si 
                más tarde el Maoismo –y su terrorífica ‘revolución 
                cultural- y Pol Pot no hubieran ocurrido habría cabido 
                la posibilidad de confinar estas nociones, a la vez weberianas 
                y arendtianas, a un episodio del pensamiento político mora. 
                Tendría entonces solamente interés histórico. 
                No ha sido así. No puede ser así. 
              
                IV
              El 
                republicanismo cívico
               
                Toda república es democrática, pero no toda democracia 
                es republicana . El desvelo de Hannah Arendt por mantener una 
                distinción nítida entre república y democracia 
                le permitió identificar en ésta última un 
                potencial para la demagogia, la manipulación de la ciudadanía 
                –por seducción, propaganda o distracción consumista- 
                y la degradación del hombre libre en hombre masa que la 
                llevaron a constituirse en una pensadora enraizada en la tradición 
                filosófica del republicanismo. Era ésta en aquel 
                entonces una corriente minoritaria y casi olvidada, aunque hstóricamente 
                poderosa . Fue recuperada, tras la aportación de Arendt, 
                para la filosofía política de fines del siglo XX 
                y principios del XXI. No obstante, no todos su representantes 
                de hoy se reconocen en deuda directa con nuestra pensadora. Habrá 
                que suponer que la preocupación por desentrañar 
                la sabiduría de Tucídides, Cicerón, Maquiavelo 
                y hasta Tocqueville o los fundadores de la república yanqui 
                no les deja mucho lugar para atender a la mayor pensadora política 
                del siglo recientemente fenecido.
                
                La única tradición filosófica a la que Hannah 
                Arendt pertenece de lleno es a la republicana. No hay texto evaluador 
                de su aportación que no subraye su vinculación cualificada 
                o ambigua a ésta o aquella corriente. Los observadores 
                suelen indicar que Arendt es ‘bastante’ existencialista, 
                ‘algo’ o hasta ‘muy’ fenomenóloga, 
                de izquierda pero de derecha, sionista pero antisionista, universalista 
                pero relativista, y así sucesivemente. Siempre hay quien 
                piense que vale la pena entretenerse en averiguar si son galgos 
                o si son podencos. Arendt es presa ideal para tales exploradores 
                del sexo angélico. De lo que no cabe duda es que es republicana 
                . Es la gran pensadora republicana del siglo XX.
                
                Si lo hubiera sido de otra época, como un Tocqueville lo 
                fue en la anterior centuria, su republicanismo no hubiera necesitado 
                de ciertas precisiones, como la elemental, señalada espero 
                que diáfanamente más arriba, que la filosofía 
                política republicana contemporánea posee, por lo 
                pronto, dos sendas que conducen a universos opuestos. La una, 
                la de Maximilien Robespierre, lleva a su propia destrucción 
                y a la pronta voladura de la democracia y la libertad, en nombre 
                de ambas cosas a la vez. La otra senda, la del republicanismo 
                cívico –que no debería poseer epíteto 
                alguno- es compatible con algunos aspectos esenciales el liberalismo, 
                no pocos del socialismo democrático y es afín a 
                un igualitarismo participativo. Hasta tal punto es así 
                que no faltan quienes, cada uno según sus preferencias, 
                subrayan espacios compartidos para intentar demostrar la falta 
                de sustantividad o diferencia de la posición republicana. 
                Aunque discrepe de esa manera de diluir la filosofía republicana 
                subsumiéndola en otras concepciones de la democracia, me 
                abstendré de argumentar aquí lo que he defendido 
                ya en otros lugares .
                La amenaza inherente a toda democracia no proviene solamente sus 
                enemigos externos, sino los que están entre los propios 
                ciudadanos. Siempre estará dispuesta una victoriosa Esparta 
                a imponer la tiranía sobre los súbditos de Atenas 
                a través de oligarcas y tiranos atenienses. Los imperialistas 
                invasores del siglo pasado y los del XXI no hacen otra cosa. El 
                nombre del patético amanuense del fascismo Quisling en 
                Noruega alcanzó pronto las resonacias internacionales que 
                hoy posee sólo por eso. Los enemigos más insidiosos, 
                sin embargo, son los internos: los promotores autóctonos 
                de la domesticación de la ciudadanía. 
                
                La desconfianza del demócrata ante la propia democracia 
                cría desencanto. Y, a veces, un escepticismo rayano en 
                el cinismo. No fue ése el caso de quien tenía todas 
                las razones para abrazarlo, Hannah Arendt. En su lugar se aferró 
                a la profunda convicción republicana de que el hombre es 
                capaz de autogobierno y merecedor moral de ejercerlo. Esta convicción, 
                merced a un pensamiento anclado en el realismo sociológico 
                propio de la pensadora, no obedence a ningún género 
                de optimismo antropológico. En todo caso, refleja fielmente 
                el principio más universalmente compartido por todos los 
                republicanos: el de la confianza aristotélica en la capacidad 
                de los hombres por practicar la virtud pública y la filia 
                politké, la concordia civil o amor de lo público, 
                cuando su condición social se lo permita.
                
                Para Arendt, la constitución de un espacio público 
                compartido, de ciudadanía, constituye la condición 
                primera del republicanismo y la democracia. Las repúblicas 
                realmente existentes, como la nortemericana, poseen su talón 
                de Aquiles en la restricción de la soberanía cívica 
                mediante la desigualdad o la exclusión de otras razas a 
                través de la esclavitud, como en el caso de los negros 
                importados de África, o el exterminio, como acaeció 
                de los aborígenes indios. El espacio público se 
                logra solamente cuando es materialmente posible el ejercicio de 
                la fraternidad, única via para el cultivo de la acción 
                (en el sentido arendtiano) como expresión suprema de la 
                humanidad inteligente. Se trata de una acción enraizada 
                en el principio inmanente del comportamiento racional de los hombres 
                libres. Lo cual es absolutamente distinto de cualquier ideal impuesto 
                que nos diga cuál haya de ser el bien absoluto . Esto es 
                propio de las ideologías y aún de ciertas utopías. 
                La virtù republicana mana del hombre y no de la doctrina. 
                Incluye una preocupación mínima por el espacio común, 
                que se imputa (aristotélicamente) al común de los 
                humanos. Para Hannah Arendt la virtud cívica es la forma 
                primigenia de toda virtud.
                
                Estas concepciones entrañan un énfasis agudo sobre 
                lo público. La libertad individual, crucial para el pensamiento 
                liberal –su noción del estado mínimo tiene 
                su fundamento en ello- lo es también para el republicano 
                siempre que no haga sombra alguna a la libertad pública. 
                Arendt dice que ésta debe ser prioritaria ‘en todas 
                las circunstancias’ si queremos que medre la otra. 
                El republicanismo de Arendt es transversal. Su énfasis 
                es sobre la calidad de la urdimbre cívica. Para quienes 
                dedican tanta curiosidad a definir su republicanismo frente a 
                otras posiciones posibles, no hay duda que el suyo se acerca a 
                ciertas concepciones libertarias. So pena de ser blanco del sarcasmo 
                de los desengañados, ella jamás dejó de sentir 
                simpatía por los soviets autogestionados de la Revolución 
                rusa, ni por las formas de autogobierno del anarquismo español, 
                es especial del anarcosindicalismo ordenado, eficiente y disciplinado 
                de la Cataluña de nuestra contienda civil del siglo XX. 
                Cierto es que las fórmulas que propuso para mantener el 
                potencial cívico y de virtud pública de tales estructuras 
                ante el desarrollo devastador de un leviatán tiránico 
                destinado a ahogarlas no parecen muy convincentes. Sin embargo, 
                su insistencia en la necesidad de la institucionalización 
                de la particiapción cívica en las politeyas modernas 
                se ha convertido en uno de los asuntos nucleares de análisis 
                y discusión en el republicanismo contemporáneo. 
                De hecho, a mi juicio, es el problema con el que tiene que enfrentarse 
                la teoría general del republicanismo: el de la viabilidad 
                y constitución de la libertad republicana en la condiciones 
                de hoy. Dicho de otro modo, el del ejercicio palpable de la fraternidad 
                en el seno de la ‘pluralidad inherente al universo común’ 
                contemporáneo por decirlo en lenguaje estrictamente arendtiano.
               
              
                V
              La 
                primacía moral de la política
               
                El triunfo del individualismo moderno en todas sus facetas, desde 
                el concurrencial -persecución legítima de intereses 
                personales- hasta el del derecho a la privacidad y su cultivo 
                por cada cual, ha encontrado un desarrollo paralelo en la creciente 
                preocupación por la moral individual. Esto es, por la moral 
                como asunto de conciencia y convivencia o de mera conllevancia 
                entre seres soberanos. La reivindicación de la moral como 
                expresión primigenia y esencial del hombre como animal 
                político en un universo viable y digno ha sido, en cambio, 
                la constante de la filosofía republicana. 
                
                Ésta última es tan hostil a la absorción 
                de la vida individual por la esfera pública como lo es 
                a la inhibición cívica. Tal inhibición difiere 
                por completo de la apatía política, en el sentido 
                de quien por disgusto o desdén hacia los partidos o los 
                políticos no vota en una elecciones. Hay quien no vota 
                y sin embargo participa en la vida pública, en lo común, 
                a través de la actividad individual cívica, del 
                ejercicio personal de su virtud cívica, o mediante la participación 
                en asociciones cívicas altruistas. Es la vita acitva que 
                se expresa en el campo de lo que he llamado lo privado público 
                donde mujeres y hombres responsables se hacen cargo del espacio 
                común, que por definición incluye el de los demás 
                . Dicha absorción no se circunscribe al totalitarismo, 
                u a otras manifestaciones menos virulentas de prepotencia estatalista 
                o dominación dictatorial, sino que se extiende a la erosión 
                de la soberanía del ciudadano a través del mundo 
                mediático, la manipulación política del conocimiento 
                y la brutalidad o prepotencia de las oligarquías empresariales 
                o las democráticamente legitimadas en las urnas.
                
                La preocupación de Hannah Arendt por una judiciosa dispersión 
                del poder entre la ciudadanía y, por ende, la eliminación 
                del dominio arbitrario –noción eminentemente republicana- 
                le inclina a reincorporar la noción de sociedad civil al 
                discurso político de su tiempo. Se trata de un cocepto 
                plenamente recuperado en los decenios posteriores a su desaparición 
                pero que, lamentablemente, tampoco es usado de modo explícito 
                por ella con ese nombre. Sin embargo, su énfasis sobre 
                la autonomía de las asociaciones voluntarias o cuerpos 
                intermedios entre estado y ciudadano, sobre la institucionalización 
                de tales asociaciones civiles, así como la capacidad de 
                resistencia de éstas a los asaltos del estatalismo, la 
                hiperburocracia y la manipulación demagógica no 
                deja lugar a dudas sobre sus simpatías . No sólo 
                en las instituciones altruistas y sin ánimo de lucro aparece 
                la virtud cívica de aquello que es proyección de 
                lo privado sobre lo público, sino también en aquellas 
                instituciones –cooperativas de producción, por ejemplo- 
                en los que hay poder compartido y responsabilidad forjada en la 
                deliberación racional. 
                
                Hannah Arendt no vivió lo suficiente para poderse plantear 
                con el necesario pomernor la extensión de su filosofía 
                moral política a las nuevas circunstancias creadas por 
                las transformaciones de la mundialización y de la técnica 
                en el marco de grandes democracias multipartidistas y en el de 
                las redes corporativas de inmensa envergadura. Su preocupación 
                por si la cuestión de ‘la talla moral del hombre’ 
                iba o no a sufrir bajo la nueva situación queda sólo 
                apuntada . Como quiera que su estudio sobre Vida del Espíritu 
                quedara truncado en su último volumen, sobre la capacidad 
                de juicio del hombre moderno, huelga la especulación. Lo 
                único que podemos asegurar es que las sobrecogedoras páginas 
                finales de su Condición humana presentan una angustiada 
                preocupación por porvenir y mantenimiento de la vita activa, 
                con su carga moral por lo común, que considera prioritaria. 
                Arendt la ve asaltada y rodeada por aquellos rasgos de la modernidad 
                avanzada que parecen incompatibles con ella. Que, hoy en día, 
                piensa, haya vuelto a triunfar el homo laborans a costa del creador, 
                del homo faber, puede haber significado también la puesta 
                en peligro del ser moral –solidario, capaz de un razonable 
                grado de altruismo, o de atención al mundo común- 
                que es el homo activus. Que en todo ello tenga mucho que ver la 
                redefinición del espacio público hoy en día, 
                sobre todo a través de la cultura mediática, consumista, 
                e impresionista –es decir, enemiga del pensar, condición 
                primera como hemos visto de la vita activa responsable- es también 
                patente.
                
                Dada la naturaleza del pensamiento arendtiano, pues, parece más 
                aconsejable la continuación de las líneas de indagación 
                abiertas por ella que el análisis erudito de sus textos 
                como fin en sí mismo. La distanciación de los partidos 
                y los gobiernos de sus respectivas ciudadanías contra su 
                propia retórica , la erosión de la capacidad decisoria 
                cívica, la ocupación inmisericorde de la tecnosfera 
                y la mediosfera por las corporaciones empresariales y su publicidad, 
                la impunidad de los fundamientalismos y fanatismos, y varios componentes 
                más exigen una redefinición de lo que Hannah Arendt 
                pudo aún llamar ‘mundo común’ sin que 
                nadie pusiera en cuestión el significado de esa expresión.
                
                El mundo común arendtiano se componía esencialmente 
                de ciudadanos lo sufcientemente conscientes y celosos de su libertad 
                como para realizarla en un esfuerzo diario de cooperación 
                en lo público, no necesariamente partidista, pero sí 
                claramente político en sus repecusiones. En ese sentido 
                cabe suponer que Hannah Arendt, poco amiga de excesivas militancias 
                expresivas y ambiguas, estaría hoy mucho más interesada 
                en contemplar una prolongación de su obra en la promoción 
                e indagación del altruismo cívico, en la urdimbre 
                de una sociedad civil densa y rica, y mucho menos en los movimientos 
                ideológicos amigos de expresiones genéricas emancipatorias 
                (‘Otro mundo es posible’, ¿cuál? preguntaría 
                con su inclinación cuasi instintiva por lo concreto.) El 
                tejido de la politeya democrática, la morada del altruismo 
                y la virtud pública, le interesaría más que 
                los grandes movimientos sociales, siempre sospechosos para ella. 
                Con simpatía y afinidad por pacifismo, ecologismo, feminismo 
                y exigencia de participación de los preseuntamente excluidos, 
                lo más probable es que su énfasis y prueba definitiva 
                de la salud de la buena sociedad posible la encontrara en la plasmación 
                tangible de todo ello en una ciudadanía de gentes libres 
                en sus trabajos y sus días, más que en los grandes 
                combates y su épica.
                
                Todo ésto sólo podemos adivinarlo. Tal vez no valga 
                demasiado la pena especular sobre ello. Lo que conviene, en cambio, 
                es poder responder a las preguntas filosóficas que subyacen 
                en su pensamiento. Y cuya pertinencia sigue hoy tan viva como 
                ayer, cuando ella las formulara entre las cenizas del descalabro 
                peor que vieran los siglos. ¿Tenemos hoy aún un 
                mundo común que merezca ese nombre? ¿Es posible 
                sostener todavía, en el que tenemos, la primacía 
                de la moral política sobre la mera política y sobre 
                cualquier otra suerte de moral? ¿Cómo reivindicar, 
                en las presentes condiciones, y frente a ideologías hostiles 
                al universalismo, la vida activa que Hannah Arendt definió 
                tan certeramente?
               
               
                