WERNER
JAEGER
SEMBLANZA DE ARISTÓTELES
ANÁLISIS
DEL HOMBRE [fragmentos]
(...)
La fundación de la ética como ciencia resultó
profundamente afectada por el hecho de haber puesto Sócrates
en primer término la cuestión del conocimiento moral
y de haber continuado Platón en esta dirección.
Estamos acostumbrados a considerar como el problema esencial la
intención y la conciencia personal, y por eso tendemos
a ver en la distinta forma de plantear Sócrates la cuestión
una condición histórica de su pensamiento, que oculta
lo que era en realidad una cuestión, no de conciencia psicológica,
sino de conciencia moral. Por justificable que sea el aclararnos
a nosotros mismos los grandes fenómenos de la historia
del espíritu griego traduciéndolos a las correspondientes
categorías de nuestro tiempo, envuelve ello el peligro
de pasar por alto los grandes logros de Grecia. Estos logros no
residen en la profecía religiosa, ni simplemente en el
extremo radicalismo con que aplicaron la moralidad a la vida,
sino en su aprensión de la objetividad de los valores éticos
y del lugar objetivo del elemento ético dentro de la totalidad
del universo. Sócrates no fue en realidad un teorizante
de la ética; buscaba simplemente el camino capaz de conducirle
a la virtud y sacarle de su aporía de ignorancia; pero
ya este punto de partida contiene el germen de la conclusión
hacia la que había de tender el proceso iniciado por él,
la fundación de la “ética”. La cuestión
“¿qué es lo bueno o lo justo?” no es
la cuestión de un profeta sino la de un pensador. Con todo
y afirmar tan apasionadamente el bien, lo que pone en primer término
esta cuestión es el descubrimiento de la naturaleza de
lo que llamamos bien; y el ignorarlo es la verdadera desgracia
a que da expresión. El hecho de que el más grande
guía moral de Grecia se interese tanto por la objetivación
y la aprehensión de lo justo, muestra que los griegos sólo
podían lograr su más alto triunfo moral mediante
la creación de una filosofía de la moralidad. Ésta
es la razón de que la cuestión de la intención
subjetiva y la “realización” de la educación
de la voluntad, ocupe un segundo término en Sócrates
y éste la trate de un modo que –por mucho que hablemos
en torno a ella– no puede satisfacernos. Para él,
como para Platón, no era esta cuestión tanto la
única finalidad directiva, cuanto simplemente el supuesto
de la cuestión que ellos sentían con verdadera intensidad,
a saber, cuál es la esencia del bien. El camino del conocimiento
era largo para ellos; en cambio, que el conocimiento aseguraba
el acierto de la acción parecía casi evidente de
suyo.
El
proceso que va desde Sócrates hasta Aristóteles
se ha presentado como un proceso de creciente distanciamiento
respecto del primero, en el curso del cual su enseñanza
moral práctica se redujo gradualmente a forma teorética,
y así es como se presenta realmente si se ve en Sócrates
al investigador de la naturaleza de la conciencia y al predicador
de un evangelio de libertad moral; en otras palabras, si se le
atribuye la moderna actitud protestante y kantiana. Bajo nuestro
punto de vista, sin embargo, el verdadero curso de los acontecimientos
fue el inevitable proceso de progresiva objetivación de
lo moralmente justo, debido a la esencial naturaleza del espíritu
griego y no al azar de personalidades particulares. Tan sólo
este proceso podía superar la vieja moralidad tradicional,
que se desintegraba sin cesar a la vez que el acabado subjetivismo
que acompañaba a la desintegración. La lucha por
la objetividad había nacido, ciertamente, de la aporía
práctica de una poderosa y militante personalidad moral,
pero la propia naturaleza de ella la forzó a desenvolverse
aliándose al pensamiento filosófico, en que encontró
el instrumento con que alcanzar su fin, o, más exactamente
llamando a la vida a un nuevo movimento filosófico, que
creó nuevos instrumentos para ello. El movimiento tomó
un camino diferente con cada socrático, según que
se acercaran externamente a Sócrates con los problemas
sofísticos en posesión ya del propio espíritu,
para servirse de él simplemente a fin de enriquecer los
propios materiales, pero sin hacerse dueños del núcleo
de su problema en su significación suprapersonal, o que
reconociendo el nuevo y revelador elemento que había en
él, como hizo Platón, se aferraran a este punto,
para desarrollarlo con fuerza original.
Los
investigadores consideran comúnmente como otro simple accidente
histórico el que Platón hiciera su gran descubrimiento
del Deber moral –para emplear términos modernos–
bajo la forma de Idea, esto es, de una esencia suprasensible dotada
de una superior realidad; y excusamos el empleo de este método
extraviado señalando las artísticas exigencias del
espíritu griego. Pero una vez más no es bastante
presumir simplemente de un conocimiento superior, ni imponer precipitadamente
nuestro punto de vista “más avanzado”. El mismo
rasgo que nos parece extraviado o erróneo, fue el necesario
supuesto histórico del reconocimiento de la verdadera naturaleza
de la cosa misma. El descubrir los valores objetivos del espíritu,
sean morales, estéticos o lógicos, y el abstraerlos
en forma purificada del enmarañado caos de las ideas morales,
estéticas y lógicas que ocupan constantemente las
almas humanas, sólo fue posible gracias a la visión
objetivadora, configuradora, formativa con la que aproximaban
los griegos a todas las cosas, incluso las intelectuales, y a
la que deben su filosofía y arte específicos. Otros
pueblos han conocido por experiencia una gran elevación,
mas para dar cuenta filosófica de la moralidad como un
valor en su forma pura tuvieron que venir al mundo los griegos
y Platón. La Idea, en el momento de su aurora en el espíritu
griego, pareció ser por natural necesidad una realidad
objetiva, independientemente de la conciencia en que se refleja.
Y puesto que había sobrevenido como respuesta a la cuestión
socrática “¿qué es de tal manera?”,
poseía también los atributos del objeto de la lógica,
del concepto. Tal es el único camino por el que fue posible
reconocer, a aquel nivel no abstracto del pensamiento, dos de
las propiedades esenciales del Deber moral, su indisputabilidad
y su incondicionalidad. Platón debió de pensar,
al descubrir la Idea, que alcanzaba por primera vez una verdadera
comprensión de la esencia de la obra toda de Sócrates:
la erección de un superior mundo intelectual de inconmovibles
fines y términos. En la visión transcendental del
Bien en sí, que no cabe derivar de experiencia sensible
alguna, la busca socrática encuentra ahora lo que la satisface.
A
Platón le entusiasma el presentar su descubrimiento filosófico
de que el único motivo moralmente válido de la actividad
humana es el puro Bien, en la forma popular en que buscaba el
griego el bien supremo o la vida mejor. A las numerosas sugerencias
que ya se habían hecho y abarcaban más o menos todos
los bienes del mundo, opuso la suya propia, de que “un ser
humano se torna feliz cuando se torna bueno”. Sólo
el hombre bueno puede emplear rectamente los bienes del mundo,
y por eso únicamente para él son bienes en el verdadero
sentido de medios para el Bien. El ser humano, es, sin embargo,
independiente de ellos y lleva la felicidad en su propio interior.
Así destierra Platón el eudaimonismo y la ética
de bienes, las bases de toda visión popular griega de la
vida. Mas como verdadero griego vuelve a llamarlos en el mismo
instante, aunque en nueva y más alta forma. La visión
del Bien en sí es el fruto de toda una visión de
fervoroso trabajo. Supone la gradual familiarización del
alma con el “bien mismo”; éste sólo
se revela a aquel que busca realmente la sabiduría y, por
tanto, sólo al término de un penoso camino intelectual
que pasa por todos los métodos de argumentación.
A diferencia de un conocimiento mecánico, no puede transmitirse
de una persona a otra. La vida mejor es, por consiguiente, la
vida “filosófica” y el Bien supremo es la interna
felicidad de aquel que aprehende verdaderamente el Bien.
Así
vino a ser Platón no sólo el descubridor teorético
de la moralidad, sino también el creador de un nuevo ideal
de vida, aunque admite la moralidad común como un nivel
inferior al lado de la virtud filosófica (...)
Los
primeros diálogos de Aristóteles están llenos
de un enorme fervor por la vida filosófica de Platón,
pero al mismo tiempo hasta un libro tan temprano como el Protréptico
señala claramente los límites de la influencia que
podía ejercer sobre la realidad cívica este ideal
exclusivo de aristocracia intelectual. El intento de imponerlo
a la vida entera de la nación sólo podía
conducir a una completa renuncia a la realidad, puesto que la
realidad se mostraba incapaz de adoptarlo. La tendencia a renunciar
al mundo, junto con un negro pesimismo acerca de sus bienes y
una crítica implacable de su sociedad no intelectual, es
harto patente en las primeras obras de Aristóteles. Frente
a este desánimo resalta con la mayor claridad su optimismo
metafísico-religioso, que brilla sobre toda la pobreza
y toda la miseria de este mundo, y pugna por llegar con el puro
intelecto, a través de este reino de las apariencias, hasta
la meta que nos hace señas desde la vida inmortal. La duradera
impresión recibida por Aristóteles de esta manera
platónica de ver las cosas no puede ponerla en duda nadie
que haya seguido la influencia de la misma a través del
desarrollo ulterior del filósofo, pero también debemos
tener presente el fondo que nos oculta esta manera de ver típicamente
académica. En esta escuela empezó el movimiento
que culminó con la ética de Aristóteles y
hasta los diálogos de éste delatan algo del penetrante
análisis de conceptos que lo trajo a la existencia. Aquellos
hombres querían entender el alto ideal de la vida filosófica
por medio de la naturaleza misma del espíritu humano, y
al hacerlo así, aunque debido a la falta de una psicología
analítica pudo al pronto parecerles que encontraban confirmada
su fe en la primacía del espíritu cognoscente sobre
las otras partes del alma, tropezaron en todo caso con el problema
de las diferentes “partes” del alma y con la cuestión
de hacer justicia a las partes irracionales también, es
decir, de incluirlas en el proceso de asimilación del espíritu
de Dios. Lo mismo en el Filebo que en el Protréptico aparecen
otras “vidas” además de la filosófica,
y se hace un intento para ponerlas en relación. Una cuestión
como la del papel desempeñado por el placer en la pura
vida filosófica conduce a la investigación de los
motivos de la acción moral; y la idea pedagógica
de la vejez de Platón, que había que educar a los
jóvenes para el bien, acostumbrándolos desde el
primer momento a sentir placer en el bien y desplacer en el mal,
está ya cerca de la ética de Aristóteles,
según la cual un acto sólo es bueno cuando va acompañado
de la alegría en el bien. También debió de
trabajarse en la Academia sobre el problema del carácter,
puesto que Jenócrates dividía la filosofía
en lógica, física y ética o estudio del carácter.
Los últimos diálogos de Platón presentan
señales de una teoría de la voluntad y de la responsabilidad
moral, que prueba que no fue Aristóteles la primera persona
que alcanzó la maestría filosófica en esta
cuestión tan discutida en el derecho penal griego. Cuando
Aristóteles examina y rechaza definiciones de tales términos
como elección, felicidad y placer, probablemente las toma
todas de las discusiones de la Academia. La intelectualización
de las viejas metáforas de Platón y la fundación
de la ética como ciencia aparte estaban ya en plena marcha
en aquella escuela. Aristóteles es simplemente el platónico
que siguió estas tendencias con la mayor resolución.
No
era él un legislador moral a la manera de Platón.
Ni ello entraba en los límites de su propia naturaleza,
ni lo permitía el progreso de los problemas. Aunque su
ética empezó por estar saturada de la idea de la
norma divina, y por considerar toda vida como el servicio y conocimiento
de Dios, hasta en sus más antiguas obras denota el nuevo
elemento otra dirección, a saber, el análisis de
las formas de la vida moral, tales como son realmente. Aristóteles
abandona la teoría de la virtud de Platón por una
teoría de tipos vivientes adaptada a la rica realidad de
la vida moral en todas sus manifestaciones concebibles, incluyendo
la economía, la sociedad, las relaciones de clase, el derecho
y los negocios. Entre este estudio realista de la vida cívica
y las elevadas ideas recibidas de la filosofía religiosa
de Platón que forman la armazón del conjunto, hay
una gran tensión. Aunque Aristóteles explica los
tipos del hombre justo, del valiente, del orgulloso, del liberal
y del magnificente por medio de un solo concepto formal de virtud,
el principio del justo término medio, y aunque no desarrolla
sus tipos mediante una pura descripción, sino mediante
una construcción dialéctica en que cada rasgo está
lógicamente enlazado con los demás, su contenido
está tomado de la experiencia, y los tipos mismos brotan
de relaciones de hecho tales como se dan realmente. La discusión
inicial de la naturaleza fundamental de la virtud está
orientada con vistas a la cuestión de la intención
moral y de su cultivo. Esto era un decisivo paso adelante; la
esencia del valor moral se saca ahora del yo subjetivo y se acota
a la esfera de la voluntad como el dominio peculiar de ese valor.
Esto da realmente a la virtud del carácter la preeminencia
sobre la del intelecto, y por eso se le dedica la mayor parte
de la discusión, aunque Aristóteles está
todavía lejos de trazar una división fundamental
entre ambos. La teoría de la virtud ética se vuelve
ahora hasta cierto punto una ética dentro de la ética,
y determina el nombre del conjunto. A base de Aristóteles
sólo ya no veríamos porque la teoría de la
virtud intelectual entra en cualquier forma que sea en la ética,
si no supiéramos que para Platón (y para Aristóteles
en su juventud) había sido el verdadero centro, la ciencia
del más alto valor objetivo. Hasta en sus últimos
días siguió vinculando Aristóteles el más
alto fin de la vida humana con el fin divino del mundo, haciendo
culminar la ética con la metafísica teorética,
pero el acento ya no cae principalmente sobre la aprehensión
de esta norma eterna, sino sobre la cuestión de cómo
puedan los individuos humanos realizar esta norma en su voluntad
y actividad. Así como en ontología hizo dar a la
Idea de Platón frutos en la aprehensión del mundo
de las apariencias, de igual manera hizo en la ética adoptar
a la voluntad del individuo moral la norma transcendente, objetivándose
a sí misma en esta forma. Naturalmente que una vez interiorizada
así la norma pierde su carácter de validez universal,
pues no hay imperativo alguno que sea igualmente obligatorio para
todos los hombres, si se exceptúa una generalización
puramente formal o desprovista de todo contenido. La finalidad
de Aristóteles es la de unir la idea de la completa obediencia
a la norma con la mayor variedad individual. La persona moral
es “una ley para sí misma”. De esta manera
entra la idea de la autonomía moral de la persona, que
había sido extraña a Platón, por primera
vez en la conciencia griega.
© Werner JAEGER: SEMBLANZA DE ARISTÓTELES;
Fondo de Cultura Económica. Madrid, 1998, pp.74-80.