ÉMILE
DURKHEIM (1858-1917)
Fragmentos
de
"Determinación del hecho moral"
capítulo
II de
SOCIOLOGÍA Y FILOSOFÍA
(1906)
Tesis
La
realidad moral, como toda clase de realidad, puede ser estudiada
desde dos puntos de vista diferentes. Podemos tratar de conocerla
y de comprenderla; o bien podemos proponernos juzgarla. El primero
de estos problemas, que es enteramente teórico, debe necesariamente
preceder al segundo y será el único que trataremos
aquí. Sólo al terminar se hará ver como el
método seguido y las soluciones adoptadas dejan por completo
el derecho de abordar el problema práctico.
Por
otra parte, para poder estudiar teóricamente la realidad
moral, es indispensable determinar previamente en qué consiste
el hecho moral; pues, para poder observarlo, es preciso saber
lo que lo caracteriza, por qué signos se lo reconoce. Esta
cuestión es la que se tratará en primer lugar. Se
averiguará luego si es posible encontrar una explicación
satisfactoria de estas características.
I
¿Cuáles
son los caracteres distintivos del hecho moral? Toda moral se
nos presenta como un sistema de reglas de conducta. Pero todas
las técnicas son igualmente regidas por máximas
que prescriben al agente de qué manera debe conducirse
en circunstancias determinadas. ¿Qué es, pues, lo
que diferencia las reglas morales de las demás?
1)
Demostraremos que las reglas morales están investidas de
una autoridad especial, en virtud de la cual son obedecidas porque
ordenan. Encontraremos así, por un análisis puramente
empírico, la noción de deber, de la cual daremos
una definición muy vecina de la que ha dado Kant. La obligación
constituye, pues, uno de los primeros caracteres de la regla moral.
2)
Pero contrariamente a lo que ha dicho Kant, la noción del
deber no agota la noción de lo moral. Es imposible que
realicemos un acto únicamente porque nos es ordenado y
haciendo abstracción de su contenido. Para que podamos
hacernos su agente, es preciso que interese, en cierta medida,
a nuestra sensibilidad, que se nos presente, bajo algún
aspecto como "deseable". La obligación o el deber
no expresa, pues, sino uno de los aspectos, y un aspecto abstracto,
de lo moral. Una cierta "deseabilidad" es otro carácter,
no menos esencial que el primero.
Solamente
algo de la naturaleza del deber se encuentra en esta deseabilidad
del aspecto moral. Si es verdad que el contenido del acto nos
atrae, sin embargo, está en su naturaleza el no poder ser
realizado sin esfuerzo, sin una cierta violencia. El impulso,
aunque entusiasta, con el cual podemos obrar moralmente nos saca
fuera de nosotros mismos, nos eleva por sobre nuestra naturaleza,
lo que no se hace sin dificultad, sin contención. Es esta
deseabilidad sui generis lo que se llama corrientemente "el
bien".
El
bien y el deber son las dos características sobre las cuales
creemos útil insistir particularmente, sin que queramos
negar que pueda haber otras. Nos dedicaremos a demostrar que todo
acto moral presenta estos dos caracteres, aunque pueden estar
combinados según proporciones variables.
Para
hacer entrever de qué modo la noción del hecho moral
puede presentar estos dos aspectos en parte contradictorios, los
compararemos con la noción de lo sagrado, que presenta
la misma dualidad. El ser sagrado es, en un sentido, el ser prohibido,
que no nos atrevemos a violar; es también el ser bueno,
amado, buscado. La comparación entre estas dos nociones
será justificada: 1) históricamente, por las relaciones
de parentesco y filiación existentes entre ellas. 2) por
ejemplos tomados de nuestra moral contemporánea. La personalidad
humana es cosa sagrada; no nos atrevemos a violarla, nos mantenemos
a distancia del recinto de la persona, al mismo tiempo que el
bien por excelencia es la comunión con los demás.
II
Determinadas
estas características, quisiéramos explicarlas,
es decir, encontrar un medio de hacer comprender por qué
existen preceptos a los cuales debemos obedecer a causa de que
mandan y que reclaman de nosotros actos deseables a este título
particular que hemos definido anteriormente. A decir verdad, una
respuesta metódica a esta cuestión supone un estudio
lo más completo posible de las reglas particulares cuyo
conjunto constituye nuestra moral. Pero, a falta de este método,
inaplicable en esta circunstancia, es posible llegar, mediante
procedimientos más sumarios, a resultados que no dejan
de tener su valor.
Interrogando
la conciencia moral contemporánea (cuyas respuestas pueden,
por lo demás, ser confirmadas por lo que sabemos sobre
la moral de todos los pueblos conocidos), podemos ponernos de
acuerdo sobre los puntos siguientes:
1)
Jamás, en realidad, la calificación de moral ha
sido aplicada a un acto que haya tenido como objetivo el interès
o la perfección del individuo, entendida de una manera
puramente egoista.
2) Si el individuo que soy no constituye un fin que tiene por
sí mismo un carácter moral, sucede necesariamente
lo mismo con los individuos que son mis semejantes y que difieren
de mi solamente en grados, ya en más, ya en menos.
3)
De donde se inferirá que si hay una moral, no puede tener
por objetivo sino el grupo formado por una pluralidad de ndividuos
asociados, es decir, la sociedad, bajo la condición, no
obstante, de que la sociedad pueda ser considerada como una personalidad
cualitativamente diferente de las personalidades individuales
que la componen. La moral comienza, pues, allí donde comienza
el apego a un grupo, cualquiera que sea.
Planteado
esto, las características del hecho moral son explicables:
1)
Demostraremos cómo la sociedad es una cosa buena, deseable
para el individuo que no puede negarla sin negarse: cómo
al mismo tiempo, porque ella sobrepasa al individuo, este no puede
quererla y desearla sin violentar su naturaleza de individuo.
2)
Haremos ver enseguida, de que modo la sociedad, al mismo tiempo
que es una cosa buena, es una autoridad moral que, al comunicarse
a ciertos preceptos de conducta que le interesan particularmente,
les confiere un carácter obligatorio.
Nos
dedicaremos, además, a establecer cómo ciertos fines
(la abnegación interindividual, la abnegación del
sabio por la ciencia) que no son fines morales por sí mismos,
participan no obstante de este carácter de una manera indirecta
y por derivación. Por último, un análisis
de los sentimientos colectivos explicará el carácter
sagrado que se atribuye a las cosas morales; análisis que,
por lo demás, no será sinó una confirmación
del anterior.
III
Se
objeta a esta concepción el someter el espíritu
a la opinión moral reinante. No es así. Pues la
sociedad que la moral nos prescribe desear o querer, no es la
sociedad tal como aparece ante ella misma, sino la sociedad tal
como tiende realmente a ser. Pues bien, la conciencia que la sociedad
tiene de sí misma, en y por la opinión, puede ser
inadecuada a la realidad subyacente. Puede suceder que la opinión
esté llena de supervivencias, atrasada con respecto al
estado real de la sociedad; puede suceder que, bajo la influencia
de circunstancias pasajeras, algunos principios esenciales de
la moral existente sean, por un tiempo, arrojados al inconsciente
y sean desde entonces considerados como si no existiesen. La ciencia
de la moral permite rectificar estos errores de los que daremos
ejemplos. Pero dejaremos claro que jamás se puede querer
otra moral que la que es reclamada por el estado social del tiempo.
Aspirar a otra moral que la que está implicada en la naturaleza
de la sociedad es negar ésta y por consiguiente negarse
a sí mismo.
Quedaría
por examinar si el hombre debe negarse; la cuestión es
legítima pero no será examinada. Se postulará
que tenemos razón de querer vivir.
Discusión
E.
Durkheim: Ante todo debo exponer brevemente la dificultad en que
me encuentro. Al aceptar tractar ex-abrupto una cuestión
tan general como la que se anuncia en la segunda parte del programa
que se os ha distribuido, debo violentar un poco mi método
habitual y mi acostumbrada manera de proceder. Ciertamente, en
el curso que prosigo desde hace cuatro años en la Sorbona,
sobre la ciencia de las costumbres, teórica y aplicada,
no temo abordar esta cuestión; solamente que mientras que
en los libros clásicos es ella la que se aborda en primer
lugar, yo no la encuentro sino al fin de la investigación.
No trato de explicar las características generales del
hecho moral, sino después de haber pasado cuidadosamente
revista al detalle de las reglas morales (moral doméstica,
moral profesional, moral cívica, moral contractual), después
de haber mostrado las causas que les han dado nacimiento y las
funciones que desempeñan, en la medida en que los datos
de la ciencia lo permiten actualmente. Recojo así, en el
camino, muchas nociones que se desprenden directamente del estudio
de los hechos morales, y, cuando llego a plantear el problema
general, su solución ya está preparada: se apoya
en realidades concretas, y en la mente que está ejercitada
en ver las cosas desde el punto de vista que le conviene. Por
eso, al exponer aquí mis ideas sin hacerlas preceder de
un sistema de pruebas, me veo obligado a producirlas un poco desarmadas,
y a menudo deberé reemplazar la demostración científica,
que es imposible desarrollar aquí, por una argumentación
puramente dialéctica.
Pero
creo que entre personas de buena fe, la dialéctica jamás
es cosa vana, sobre todo en este dominio moral, donde a pesar
de todos los hechos que se puedan reunir, las hipótesis
conservan siempre un lugar importante. Además me ha tentado
el aspecto pedagógico de la cuestión; creo que desde
este punto de vista las ideas que voy a exponer pueden encontrar
un lugar en la enseñanza de la moral, enseñanza
que actualmente está lejos de tener la vida y la acción
que serían deseables.
I
La
realidad moral se nos presenta bajo dos aspectos diferentes, que
es necesario distinguir claramente: el aspecto objetivo y el aspecto
subjetivo. Para cada pueblo en un momento determinado de su historia,
existe una moral, y en nombre de esa moral reinante los tribunales
condenan y la opinión juzga. Para un grupo dado, hay cierta
moral muy definida. Postulo, pues, apoyándome en los hechos,
que hay una moral común, general a todos los hombres que
pertenecen a una colectividad.
Ahora,
fuera de esa moral, hay una multitud de otras, una multitud indefinida.
En efecto, cada individuo, cada conciencia moral, expresa la moral
común a su manera; cada individuo, la comprende, la ve
bajo una luz diferente; ninguna conciencia es quizás enteramente
adecuada a la moral de su tiempo, y podríamos decir que,
en cierta manera, no hay conciencia moral que no sea inmoral por
ciertos aspectos.
Bajo
la influencia del medio, de la educación, de la herencia,
cada conciencia ve las reglas morales bajo una luz particular;
tal individuo sentirá vivamente las reglas de moral cívica,
y débilmente las reglas de moral doméstica, o a
la inversa. Tal otro tendrá el sentimiento profundo del
respeto por los contratos, de la justicia, pero no tendrá
sino una representación pálida e ineficaz de los
deberes de la caridad. Hasta los aspectos más esenciales
de la moral son advertidos de distinta manera por las diferentes
conciencias.
No
trataré aquí de estas dos clases de realidad moral,
sino solamente de la primera. No me ocuparé más
que de la realidad moral objetiva, de la que sirve de punto de
partida común e impersonal para juzgar las acciones. La
diversidad misma de las conciencias morales individuales muestra
que es imposible considerar este aspecto cuando se quiere considerar
lo que es la moral. Investigar qué condiciones determinan
estas variaciones individuales de la moral, sería sin duda
un objeto interesante para un estudio psicológico, pero
que no podría servir al objetivo que aquí perseguimos.
Por
lo mismo que me despreocupo de la manera en que tal o cual individuo
se represente a sí mismo la moral, dejo a un lado la opinión
de los filósofos y de los moralistas. No tomo en cuenta
sus ensayos sistemáticos hechos para explicar o construir
la realidad moral, salvo en la medida en que hay razón
para ver en ellos una expresión, más o menos adecuada,
de la moral de su tiempo. Un moralista es, ante todo, una conciencia
más ámplia que las conciencias medias, en la cual
las grandes conciencias morales vienen a encontrarse, y que abarca,
en consecuencia, una porción más considerable de
la realidad moral. Pero me niego a considerar sus doctrinas como
explicaciones, como expresiones científicas de la realidad
moral, pasada o presente.
He
ahí, pues, determinado el objecto de la investigación,
he ahí definida la especie de realidad moral que vamos
a estudiar. Pues esta realidad misma puede ser considerada desde
dos puntos de vista diferentes: 1) podemos tratar de conocerla
y comprenderla, o 2) podemos proponerlos juzgarla, apreciar en
un momento dado el valor de una moral determinada.
No
me voy a ocupar hoy de este segundo problema; hay que comenzar
por el primero. Dado el desarrollo actual de las ideas morales,
es indispensable proceder con método, empezar por el principio,
partir de hechos sobre los cuales podamos entendernos, para ver
dónde se manifiestan las divergencias. Para poder juzgar
y apreciar el valor de la moral, como para juzgar el valor de
la vida o el valor de la naturaleza (pues los juicios de valor
pueden aplicarse a toda realidad), hay que comenzar por conocer
la realidad moral.
Pues
bien, la primera condición para poder estudiar teóricamente
la realidad moral es saber donde está. Es preciso poder
reconocerla, distinguirla de las demás realidades; en resumen,
es necesario definirla. No es que pueda tratarse de dar una definición
filosófica de ella, tal como podremos hacer una vez avanzada
la investigación. Todo lo que es posible y útil
hacer es dar de ella una definición inicial, provisoria,
que nos permita entender la realidad de que nos ocupamos, definición
indispensable, so pena de no saber de qué hablamos.
La
primera cuestión que se plantea, como al comienzo de toda
investigación científica y racional, es, pues, la
siguiente: ¿por qué características podemos
reconocer y distinguir los hechos morales?
La
moral se nos presenta como un conjunto de máximas, de reglas
de conducta. Pero hay otras reglas, fuera de las morales, que
nos prescriblen maneras de proceder. Todas las técnicas
utilitarias son gobernadas por sistemas de reglas análogos.
Hay que buscar la característica diferencial de las reglas
morales. Considreremos, pues, el conjunto de las reglas que rigen
la conducta en todas sus formas, y preguntémonos si no
hay algunas que presenten caracteres particulares especiales.
Si comprobamos que las reglas que presentan las características
así determinadas responden bien a la concepción
que todo el mundo tiene vulgarmente de las reglas morales, podremos
aplicarles la rúbrica usual y decir que son éstas
las características de la realidad moral.
Para
llegar a un resultado cualquiera en esta investigación,
no hay más que una manera de proceder. Es preciso que descubramos
las diferencias intrínsecas que separan las reglas morales
de las demás, según las diferencias que se revelan
en sus manifestaciones exteriores; pues, al comienzo de la investigación,
solamente lo exterior nos es accesible. Es preciso que encontremos
un reactivo que obligue, en cierto modo, a las reglas morales
a traducir exteriormente su carácter específico.
El reactivo que vamos a emplear es éste: vamos a buscar
lo que sucede cuando estas diversas reglas son violadas, y veremos
si nada diferencia al respecto las reglas morales de las reglas
de las técnicas.
Cuando
una regla es violada, se producen generalmente consecuencias negativas
para el agente. Pero entre estas consecuencias perjudiciales,
podemos distinguir dos clases:
1)
Las que resultan mecánicamente del acto de violación.
Si violo la regla de higiene que me ordena preservarme de los
contactos peligrosos, las consecuencias de este acto se producen
automáticamente, a saber: la enfermedad. El acto realizado
engendra por sí mismo la consecuencia que de él
resulta y, analizando el acto, podemos saber de antemano la consecuencia
que en él está analíticamente implicada.
2) Pero cuando violo la regla que me ordena no matar, aunque analice
mi acto, no encontraré jamás en él la censura
o el castigo; hay entre el acto y sus consecuencias una completa
heterogeneidad; es imposible separar analíticamente de
la noción de asesinato o de homicidio la menor nocion de
censura, de deshonra. El lazo que une el acto y su consecuencia
es aquí un lazo sintético.
Llamo sanción a las consecuencias así ligadas al
acto por su lazo sintético. No sé todavía
de dónde viene este lazo ni cuál es su origen, ni
su razón de ser; compruebo su existencia y su naturaleza
sin ir, por el momento, más lejos.
Pero
podemos profundizar esta noción. Puesto que las sanciones
no resultan analíticamente del acto al cual están
ligadas es, pues, posible que yo no sea castigado, ni censurado,
"porque" he cometido tal acto. No es la naturaleza intrínseca
de mi acto lo que entraña la sanción. Ésta
no viene de que el acto es tal o cual, sino de que no es conforme
a la regla que lo prescribe. Y, en efecto, un mismo acto, hecho
de los mismos movimientos, que tiene los mismos resultados materiales,
será censurado según exista, o no, una regla que
lo prohiba. Luego es la existencia de esta regla y la relación
que el acto tiene con ella, lo que determina la sanción.
Así, el homicidio, castigado en tiempos ordinarios, no
lo es en tiempos de guerra, porque entonces no hay precepro que
lo prohiba. Un acto intrínsecamente el mismo, censurado
hoy en un pueblo europeo, no lo era en Grecia, porque en Grecia
no violaba ninguna ley preestablecida.
Hemos
llegado así a una noción más profunda de
la sanción; la sanción es una consecuencia del acto,
que no resulta del contenido del acto, sino del hecho de que este
no es conforme a una regla preestablecida. Porque hay una regla
anteriormente establecida, y porque el acto no es un acto de rebelión
contra esta regla, es por lo que entraña una sanción.
Así
hay reglas que presentan este carácter particular: estamos
obligados a no realizar los actos que ellas nos prohiben, simplemente
porque nos los prohiben. Esto es lo que se llama el carácter
obligatorio de la regla moral. He ahí, pues, encontrada,
por un análisis rigurosamente empírico, la noción
de deber y obligación, y esto poco más o menos como
Kant la entendía.
Es
verdad que hasta aquí no hemos encontrado sino las sanciones
negativas (censura, pena) porque el carácter obligatorio
de la regla se manifiesta en ellas más claramente. Pero
hay sanciones de otra clase. Los actos ejecutados en conformidad
a la regla moral son alabados; quienes los realizan son honrados.
La conciencia moral pública obra entonces de otra manera;
la consecuencia del acto es favorable al agente; pero el mecanismo
del fenómeno es el mismo. La sanción, en este caso
como en el anterior, no proviene del acto mismo como, sino del
hecho de ser conforme a la regla que lo prescribe. Sin duda, esta
especie de obligación es de un matiz diferente de la anterior;
pero son dos variedades del mismo grupo. Luego, no hay aquí
dos clases de reglas morales, las unas que prescriben y las otras
que orientan y mandan; son dos especies de un mismo género.
La
obligación moral está, pues, definida y esta definición
no carece de interès, pues hace ver hasta qué punto
las morales utilitarias más recientes y más perfeccionadas
han desconocido el problema moral. En la moral de Spencer, por
ejemplo, hay una ignorancia competa de lo que constituye la obligación.
Para él la pena no es otra cosa que la consecuencia mecánica
del acto (esto se ve en particular en su obra de pedagogía,
a propósito de las penas escolares). Esto es desconocer
radivalmente los caracteres de la obligación moral. Y esta
idea absolutamente inexacta está aún muy difundida.
En una encuesta reciente sobre la moral sin Dios, se podía
leer en la carta de un sabio aficionado a la filosofía,
que el único castigo de que el moralista laico puede hablar
es el que consiste en las malas consecuencias de los actos inmorales
(que la intemperancia arruina la salud, etc.). En estas condiciones,
dejamos de lado el problema moral que es precisamente hacer ver
lo que es el deber, sobre qué descansa, en qué no
es una alucinación, y a qué corresponde en la realidad.
Hasta
aquí hemos seguido a Kant bastante de cerca. Pero si su
análisis del acto moral es parcialmente exacto, es, no
obstante, insuficiente e incompleto, pues no nos muestra más
que uno de los aspectos de la realidad moral. En efecto, no podemos
realizar un acto que no nos dice nada y únicamente porque
es ordenado. Perseguir un fin que no nos parece bueno, que no
toca a nuestra sensibilidad, es algo psicológicamente imposible.
Luego, al lado de su carácter obligatorio, es necesario
que el fin moral sea deseado y deseable; esta "deseabilidad"
es un segundo carácter de todo acto moral.
Sólo
la deseabilidad particular de la vida moral participa del carácter
de obligación; no se parece a la deseabilidad de los objetos
a los cuales ser refieren nuestros deseos ordinarios. Deseamos
el acto ordenado por la regla de una manera especial. Nuestro
impulso y aspiración hacia él no se presentan jamás
sin cierto trabajo, sin algún esfuerzo. Aun cuando realizamos
el acto moral con un ardor entusiasta, sentimos que salimos de
nosotros mismos, que nos dominamos, que nos elevamos por sobre
nuestro ser natural, lo que no se hace sin cierta tensión,
sin cierta violencia. Tenemos conciencia de que violentamos toda
una parte de nuestra naturaleza. Así, es necesario hacer
cierto lugar al eudaimonismo y se podría mostrar que hasta
en la obligación entran el placer y la deseabilidad; encontramos
cierto encanto en realizar el acto moral que nos es ordenado por
la regla, y sólo porque nos es ordenado. Experimentamos
un placer sui generis en cumplic con nuestro deber, porque es
el deber. La noción del bien penetra hasta en la noción
de deber, como la noción de deber y obligación penetran
en la de bien. El eudaimonismo existe en todas partes en la vida
moral, lo mismo que su contrario.
El
deber, el imperativo kantiano, no es, pues, sino un aspecto abstracto
de la realidad moral; de hecho, la realidad moral presenta siempre
y simultáneamente estos dos aspectos que no se pueden separar.
Jamás ha habido un acto que sea puramente realizado por
deber; siempre ha sido necesario que aparezca como bueno en alguna
manera. A la inversa, posiblemente no hay ningún acto que
sea puramenre deseable, pues siempre reclama un esfuerzo.
Así
como la noción de obligación, primera característica
de la vida moral, permitía criticar el utilitarismo, la
noción de bien, segunda característica, permite
poner de relieva la insuficiencia de la explicación que
Kant ha dado de la obligación moral. La hipótesis
kantiana, según la cual el sentimiento de la obligación
sería debido a la heterogeneidad radical de la Razón
y de la Sensibilidad, es difícilmente conciliable con el
hecho de que los fines morales son, por uno de sus aspectos, objetos
de deseos. Si la sensibilidad tiene, en cierta medida, el mismo
fin que la razón, no se humilla sometiéndose a esta
última.
Tales
son las dos características de la realidad moral. ¿Son
éstas las únicas? De ningún modo, y podría
indicar otra. Pero las que acabo de señalar me parecen
las más importantes, las más constantes, las más
universales. No conozco moral, ni regla moral, en que no se encuentren.
Sólo que están combinadas, según los casos,
en proporciones muy variables. Hay actos que se realizan casi
exclusivamente por entusiasmo, actos de heroísmo moral,
en los que el papel en los que el papel de la obligación
es muy insignificante y quizá reducido al mínimo
y en los cuales predomina la noción de bien. Hay otros
en que la idea del deber encuentra en la sensibilidad un mínimo
de apoyo. La relación de estos dos elementos varía
también según los tiempos: así, en la Antigüedad,
parece que la noción de deber haya sido muy pequeña;
en los sistemas y quizás hasta en la moral realmente vivida
por los pueblos, es la idea del Soberano Bien la que predomina.
De manera general, lo mismo sucede, según creo, dondequiera
que la moral es esencialmente religiosa. Por último, la
relación de los dos elementos varía también
profundamente, en una misma época, según los individuos.
Según las conciencias, uno u otro elemento es experimentado
más o menos vivamente, y es muy raro que los dos tengan
la misma intensidad. Cada uno de nosotros tiene su daltonismo
moral especial. Hay conciencias para las cuales el acto moral
parece sobre todo bueno, deseable; hay otras que tienen el sentido
de la regla, que buscan la consigna, la disciplina, que tienen
horror a lo indeterminado, que quieren que su vida se desarrolle
según un plan riguroso y que su conducta sea constantemente
regida según un conjunto de reglas sólidas y firmes.
Y
hay en esto una razón más para mantenernos en guardia
contra las sugestiones de nuestras conciencias personales. Se
concibe cuáles son los peligros de un método individual,
subjetivo que reduce la moral al sentimiento que cada uno de nosotros
tiene de ella, puesto que casi siempre ha habido aspectos esenciales
de la realidad moral que no sentimos en absoluto, o que sentimos
sólo débilmente.
Pero,
dado que estas dos características de la vida moral se
encuentran dondequiera que hay un hecho moral, ¿se puede
decir, sin embargo, que están en el mismo plano? ¿No
hay una a la cual sea preciso dar la primacía y de la cual
derive la otra? ¿No seria oportuno investigar, por ejemplo,
si la idea de deber, de obligación, no ha salido de la
idea de bien, de fin deseable que perseguir? He recibido una carta
que me plantea esta cuestión y me someto a esta hipótesis.
Siento un rechazo radical a admitirla. Dejo a un lado las razones
que militan contra ella; puesto que en todas las épocas,
por alto que podamos remontarnos, encontramos siempre los dos
caracteres coexistentes, no hay ninguna razón objetiva
para admitir entre ellas un orden de prioridad, aunque sea lógico.
Pero aun desde el punto de vista teórico y dialéctico,
¿No vemos que si tenemos deberes solamente porque el deber
es deseable, desaparecerá la noción misma de deber?
Jamás de lo deseable se podrá sacar la obligación,
puesto que el carácter específico de la obligación
es hacer, en cierta medida, violencia al deseo. Es tan imposible
derivar el deber del bien -o a la inversa- como deducir el altruismo
del egoísmo.
Se
objetará que es incomprensible que seamos obligados a realizar
un acto, de otro modo que no sea en virtud del contenido intrínseco
de este acto. Pero ante todo, ni en el estudio de los fenómenos
morales, ni en el estudio de los fenómenos psíquicos
u otros, hay razón para negar el hecho constante, aun cuando
ne se pueda dar por el momento una explicación satisfactoria
de él. Enseguida, para que el carácter obligatorio
de las reglas sea fundado, basta que la noción de autoridad
moral sea también fundada, pues a una autoridad moral,
legítima a los ojos de la razón, le debemos obediencia
simplemente porque ella es autoridad moral, por respeto a la disciplina.
Pero quizás se vacilará en negar toda autoridad
moral. Que su noción sea mal analizada no es una razón
para desconocer su existencia y su necesidad. Por otra parte,
veremos más adelante a qué realidad observable corresponde
esta noción. Guardémonos, pues, de simplificar artificialmente
la realidad moral. Por el contrario, conservémosle con
cuidado estos dos aspectos que acabamos de reconocerle, sin preocuparnos
de lo que parezcan tener de contradictorio. Esta contradicción
se explicará en su momento.
Por
otra parte hay otra noción que presenta la misma dualidad:
és la noción de lo "sagrado". El objeto
sagrado nos inspira, si no temor, al menos un respeto que nos
aleja de él, que nos mantiene a distancia; y al mismo tiempo
es objeto de amor y de deseo; tendemos a acercarnos a él,
aspiramos a él. He ahí, pues un doble entimiento
que parece contradictorio, pero que no por eso deja de existir
en la realidad.
El
ser humano se nos presenta bajo el doble aspecto que acabamos
de distinguir. Por una parte nos inspira en el prójimo
un sentimiento religioso que nos mantiene a distancia. Toda intromisión
en el dominio en que se mueven legítimamente nuestros semejantes
nos parece un sacrilegio. Está como rodeada de una aureola
de santidad que la coloca aparte... Pero al mismo tiempo, ella
es el objeto eminente de nuestra simpatía; nuestros esfuerzos
tienden a descubrirla. Es el ideal que nos esforzamos por realizar
en nosotros tan completamente como es posible.
Y
si comparo la noción de lo sagrado con la de lo moral,
no es sólo por hacer un paralelo más o menos interesante;
es porque resulta muy difícil comprender la vida moral
si no se la compara con la vida religiosa. Durante siglos, la
vida moral y la vida religiosa han estado íntimamente ligadas,
y hasta absolutamente confundidas; aún hoy nos vemos obligados
a comprobar que esta estrecha unión subsiste en la mayoría
de las conciencias. Es evidente que la vida moral no ha podido
ni podrá jamás despojarse de todos los caracteres
que le eran comunes con la vida religiosa. Cuando dos órdenes
de hechos han estado ligados tan profundamente y durante tanto
tiempo, cuando ha habido entre ellos, y durante tanto tiempo,
tan estrecho parentesco, es imposible que se disocien absolutamente
y lleguen a ser extraños el uno al otro. Para ello sería
preciso que se transformaran enteramente, que cesaran de ser ellos
mismos. Luego, debe de haber moral en la religión y religión
en la moral. Y de hecho, la vida moral actual está llena
de religiosidad. No es que este fondo de religiosidad no se transforme;
es cierto que la religiosidad moral tiende a hacerse enteramente
diferente de la religiosidad teológica. El carácter
sagrado de la moral no es tal que deba sustraerla a la crítica,
como sustrae a la religión. Pero ésta es sólo
una diferencia de grado y todavía es muy débil;
pues, para la mayoría de los espíritus, lo sagrado
de la moral no se distingue mucho de lo sagrado de la religión.
Lo prueba la repugnancia que se tiene aún hoy para aplicar
a la moral el método científico ordinario; parece
que se profana la moral al atreverse a pensarla y estudiarla con
los procedimientos de las ciencias profanas. Parece que se atenta
a su dignidad. Nuestros contemporáneos no admiten todavía
sin resistencia que la realidad moral, como las demás realidades,
sea sometida a la discusión de los hombres.