MICHEL FOUCAULT (1926-1984):
EL ALGODÓN DE LAS MENINAS
Severo
SARDUY*
Con Michel Foucault desaparece no sólo un pensamiento,
sino más bien el arte de descomponer el pensamiento, la
demostración de que en él nada, absolutamente nada,
es natural ni eterno. Ni siquiera la idea de verdad.
¿Quién
piensa, de dónde surge lo pensado, y qué es? Para
responder a esta pregunta Foucault comienza al revés: ¿sobre
qué se debe pensar? Su respuesta: ante todo sobre lo más
evidente, sobre eso que se nos impone como una verdad absoluta.
Su
obra demuestra que precisamente lo más neto –digamos
la noción de locura, la de castigo, la de deseo y hasta
la de Hombre– no es eterno ni ha estado presente en todos
los tiempos, sino que es un fenómeno de cultura, incluso
de otra cultura: un efecto de civilización.
La
continuidad histórica, por ende, es una ilusión.
Lo que cuenta no es trazar un hilo desde el pasado, sino marcar
rupturas diferenciadas.
Hay
que buscar, pues, escarbar en nuestra cultura para saber de dónde
surgen nuestras certitudes, qué otro saber las produjo
o que grupo humano las inventó.
En
resumen: Foucault fue un arqueólogo, alguien que escrutaba,
que leía –como en una vista aérea– bajo
el suelo aparentemente liso y sin texturas de nuestra lógica,
la red inaparente, las vetas de nuestro saber.
El
concepto de Razón, por ejemplo, nos aparece hoy como lo
más indiscutible, y en función de él determinamos
la capacidad de un individuo para formar parte o no del intrincado
tejido social; sin embargo esa Razón hubo que forjarla,
fabricarla, excluyendo a la locura, encerrándola, expulsándola
fuera de la ciudad donde hasta entonces –lo que se excluía
era la lepra– sobrevivía y coexistía con la
lógica al uso.
Lo
mismo sucede con “la buena conducta” en el sentido
legal del término. A la constatación de que la prisión
fracasa al tratar de reducir los crímenes, había
que sustituir la hipótesis de Foucault: la prisión
ha logrado producir la delincuencia y los delincuentes, que forman
un medio aparentemente marginal pero controlado por ese centro
supervisor que se manifiesta hasta en la construcción de
las prisiones. Es el ojo que lo ve todo, ese que desde la torre
central vigila y controla lo que ocurre en el interior de cada
celda, hasta el sueño: el amo panóptico. El medio
de la delincuencia queda determinado precisamente por el hecho
de estar totalmente bajo vigilancia. Con estos análisis,
Foucault no sólo elucidó un medio sino que esbozó
reformas que hoy se efectúan; los jóvenes disidentes
de nuestra sociedad lo siguieron, vieron en él una verdadera
salida: la invención de otra moral.
Se
borra así en esta arqueología de Foucault, cuyas
ruinas están en lo más profundo de lo evidente,
de la verdad de una época, hasta la noción de Hombre,
que Foucault, por cierto, consideraba como una invención
muy reciente. Y lo que es más, de esta noción Foucault
anunciaba también el próximo fin.
¿Cómo
era Michel Foucault? Sobre todo alegre, con una carcajada inimitable,
casi siempre irónica.
Y
tan ágil que, a gatas, en su apartamento, traía
como un felino orgulloso de la caza, precisamente el libro buscado,
en las inestables pirámides que de modo mágico aún
dejaban por dónde pasar.
Llegó
a escribir no sobre un buró imperio, como éste en
que garabateo estas líneas póstumas, sino sobre
dos planchas de madera que soportaba un urgente andamiaje.
Algo
lo horrorizaba en estos últimos tiempos, y era que lo elogiaran,
aun si era merecidamente, y al mismo tiempo, o con ese pretexto,
atacaran a otro.
Sospecho
que siempre quiso instalarse, mudarse, en California o aquí
en París, a un espacio puro, de tranquilidad y de placer.
Pero, cosa importante: este espacio, este lugar sin nombre, no
se encontraba bajando sin freno la vertiente del hedonismo, sino
al contrario, subiendo –aunque parezca paradójico–
la de la moral: liberarse del yo, para llegar al dominio, como
querían los griegos que él evoca en su último
libro, EL USO DE LOS PLACERES, a la plena maestría de sí.
Señalo
algo último, que es una vuelta de significante. En Madrid,
en una comida, hace unos días, el pintor Gironella me contaba
cómo había limpiado Las meninas, cómo eran
ahora un cuadro luminoso y nítido. Quise conservar –y
aún quiero– por puro fetichismo, un algodón
de esa limpieza como el cartílago que se venera del esqueleto
disperso de un santo.
Yo
había pensado, ya que le debemos la lectura más
penetrante de ese cuadro, enseñarle ese algodón
a Michel Foucault.
Severo
SARDUY* (Camagüey, 1937) escritor cubano exiliado en París.
Murió de SIDA en 1993. Texto aparecido en el diario El
País (27 de junio de 1984). Reimpreso en Basilio BALTASAR
(ed.): NECROLÓGICAS, 20 AÑOS DE MUERTOS ILUSTRES.
Ed. Bitzoc, Palma de Mallorca, 1997 pp. 47-49.