Introducción a René Girard
               
              
               
              BIOGRAFÍA
              René  Girard (Aviñón, 1923) ha sido el antropólogo, el estudioso de las  religiones y de la mitología, más original y controvertido de los  últimos años de siglo 20. Antiguo alumno de la ‘Ecole des  Chartes’ (la base de la escuela de los Anales), Girard se define  como un antropólogo de la violencia y de las religiones. En 1947,  parece ser que tras algún enfrentamiento con Claude Lévi-Strauss  que hizo imposible su carrera universitaria en Francia, marchó con  una beca a Estados Unidos, donde ha realizado toda su obra y donde se  le ha considerado una especie de cónsul de la ‘french theory’,  es decir, de la retórica filosófica francesa de base fenomenológica  y estructuralista, en oposición a la filosofía analítica y al  pragmatismo anglosajón. De hecho, el Coloquio internacional que  organizó en octubre de 1966 sobre ‘Los lenguajes de la crítica y  las ciencias del hombre’, en el que participaron Barthes, Derrida y  Lacan, marcó el inicio de la moda estructuralista en América. 
              En  Estados Unidos, Girard se convirtió al cristianismo y tras presentar  su doctorado en la Universidad de Indiana en 1950 comenzó a enseñar  literatura comparada en esa universidad para pasar después a Johns  Hopkins (Baltimore) y, desde 1980 hasta su jubilación en 1995, a la  universidad de Stanford donde vive todavía aunque conserva un  ‘pied-à-terre’ en París. Es miembro de la ‘Académie’ desde  2005. 
              Girard  es, muy específicamente, un analista de lo que denomina ‘deseo  mimético’, el mecanismo que considera central en la construcción  de las relaciones humanas. Y sobre esa idea ha construido toda una  teoría de la civilización y una explicación (cristiana) del  nihilismo. Tanto por la originalidad de su obra como por su crítica  a las tesis de Lévi-Strauss (que en público siempre le ignoró y  jamás le cita), seguramente Girard mercería ser más divulgado.  Pero es también un pensador cristiano, hecho que no deja de producir  cierta prevención en algunos ámbitos, y especialmente es un crítico  de la idea de progreso; además su forma de entender la mitología se  ha forjado en los estudios literarios comparados más que en la  etnología. Se hace difícil introducirse en su lectura sin  prescindir del progresismo esquemático y conviene estar, como  mínimo, algo familiarizado con los elementos básicos del  pensamiento cristiano, especialmente con el papel redentor de Cristo  como víctima inocente, que para Girard es un elemento (¿simbólico?)  esencial en su oposición al nihilismo de la modernidad.
               
              ALGUNOS  TEMAS CENTRALES EN LA OBRA DE GIRAD
              De  una manera provisional, su obra puede resumirse en cuatro temas o  ejes de reflexión sobre los cuales, en cualquier caso, convendría  profundizar más extensamente: 
              El  	descubrimiento de la importancia central del deseo mimético en las  	relaciones humanas, que Girard lleva a cabo a partir del análisis  	de la gran literatura europea, donde la cuestión del ‘deseo de  	ser otro’ se refleja extensamente, desde el Quijote a Proust  	pasando por la novela rusa. 
              
- La  	síntesis del criterio arcaico de religión, que gira sobre el  	mecanismo victimario del chivo expiatorio y que se encuentra en la  	mitología (Dionisos, Edipo), hasta ser resuelto por el sacrificio  	de Cristo.
 
 
- La  	apología del cristianismo (no de la Iglesia) como revelación y  	superación del mito fundador, es decir, como propuesta que resuelve  	la violencia y replantea las relaciones humanas.
 
 
- El  	análisis apocalíptico de las formas de violencia contemporáneas,  	que presenta como una vuelta atrás (neopagana) hacia mecanismos de  	agresión sin redención, que de la mano del nietzscheanismo pueden  	parecer muy ‘modernas’ pero en realidad rebrotan desde la  	religión primitiva que ya puso en crisis el primer cristianismo. 
 
 
- La  propuesta de Girard no conlleva una novedad radical en términos de  antropología. A finales del siglo 19, Gabriel Tarde había planteado  ya el papel de los comportamientos miméticos en el establecimiento  de las relaciones sociales y esa tesis fue rechazada frontalmente por  Durkheim que propuso analizar los hechos sociales como ‘cosas’  para defender el método sociológico ante lo que él consideraba una  tentación de subjetivismo. Pero el análisis de las sociedades  exclusivamente en términos de estructuras y de mecanismos lógicos  (más o menos ciegos) y la extensión del relativismo metodológico  sólo trajo consigo resultados devastadores desde el punto de vista  sociopolítico, al olvidar la importancia de la subjetividad en las  relaciones sociales. 
Resultaba  tentador para la sociología funcionalista (de Durkheim a los  fundadores de la Escuela de Chicago), abolir la significatividad del  deseo y de la subjetividad en las relaciones humanas (porque lo  ‘humano’ parecía poco ‘científico’). Pero esa opción  metodológica abrió paso, sin proponérselo —y al principio sin  una excesiva conciencia sobre las consecuencias que ello acabó por  tener—, al totalitarismo en las ciencias sociales. Si primero se  hacía desaparecer al hombre como concepto resultaba mucho más fácil  destruirlo luego, en la realidad social, en aras del consumismo  neocapitalista, o conducirlo al campo de concentración. En  definitiva, cuando se logra convencer a los sabios que el hombre no  existe (o que es una ‘realidad reciente’), resulta posible hacer  cualquier cosa con los humanos concretos. Al fin y al cabo se trata  sólo de fantasmas…
              
              En  tal sentido se puede considerar la obra de Girard como un intento de  reconstrucción (o de rescate) del humanismo —aunque la palabra no  le gusta especialmente— en las condiciones del nihilismo extremo  del post-68, cuyo recorrido va de Lévi-Strauss a Foucault o a  Derrida (con quien Girard simpatiza más, por su común interés en  las fuentes judías). Sin embargo, puede considerarse también a  Girard emparentado con la ola estructuralista en la medida en que no  deja de haber en su obra una estructura, ‘mítica’ en su caso,  que pretende explicar la historia humana. Hay que recordar que Girard  no se considera a sí mismo un filósofo. Como los estructuralistas,  no propone tampoco una teoría ‘pura’ de matriz fenomenológica o  hermenéutica sino que llega a la filosofía desde la historia y des  de la teoría de la religión, es decir, desde ámbitos no  tradicionales. Sus tesis desbordan, sin embargo, con mucho la  antropología filosófica y la teoría de la religión y tienen algo  de hegeliano en su intento de justificar una especie de historia  global interpretada con criterios cristocéntricos (no se olvide que  Hegel era ateo, es decir, que su única religión era la Razón en la  historia).
                          
              Aunque  sus críticos reprochan a Girard (y no sin razón) que tiende a usar  como un comodín dos de sus temas básicos, la teoría del «deseo  mimético» y el concepto de «chivo expiatorio», es también un  hecho que ambos conceptos han sido aprovechados ampliamente otros  ámbitos del conocimiento social. Sus tesis no sólo se usan hoy para  explicar la teoría bíblica o la mitología griega, sino que hay  economistas que las han aplicado para describir los mecanismos de  manipulación del deseo en el marketing y el desencadenamiento de las  crisis económicas. El exceso de consumo sería, en su opinión, una  consecuencia del hecho que la modernidad ha exacerbado el deseo  mimético. Y todo sea dicho, aunque Girard es todo lo contrario de un  revolucionario, y resulta demasiado pesimista como para creer que el  hombre pueda ser cambiado, tal vez sus tesis habrían interesado  mucho al joven Marx.
                          
              Uno  de los discípulos más importantes de Girard es Peter Thiel,  filósofo y coautor del libro ‘El mito de la diversidad’, un  texto neoconservador y contrario al multiculturalismo, pero que es  mucho más conocido por ser también uno de los propietarios de  Facebook y administrador de fondos de inversión por valor de más de  2.000 millones de dólares [en cifras de 2009]. Thiel afirma haber  tomado de Girard, profesor suyo en Stanford, la idea de que en estos  momentos, el valor económico sólo existe en las cosas imaginarias.  Aprender a convertir en dinero el deseo de reconocimiento aplicando  la tesis del deseo mimético en Facebook parece la versión moderna  de un viejo dicho referido a Tales de Mileto que ya aprovechó su  conocimiento de los astros para hacerse rico alquilando molinos de  aceite…
                          
              Girard  es además uno de los pocos humanistas a cuya obra se acude hoy como  marco explicativo en las ciencias positivas, especialmente en el  ámbito de las neurociencias (a través de su influencia en las ideas  de Vittorio Galese, el investigador italiano que junto a Giacomo  Rizzolatti descubrió las ‘neuronas espejo’). Hay también  psicólogos que usan el concepto de deseo mimético en terapias  cognitivas para ayudar en el reconocimiento de los traumas. Incluso  el mismo ha sucumbido a la tentación de proponer una explicación,  tal vez demasiado unilateral, de la anorexia como deseo mimético.
               
              ALGUNAS  OBRAS BÁSICAS
              
              En  los últimos años han proliferado los libros de Girard en el  mercado, de acuerdo con una moda que para muchos tiene hasta un punto  de secta. Como le sucedió en su momento a Borges (y a Lévi-Strauss…)  hay ya demasiados libros-entrevista que nada aportan de substancial  al conocimiento de la obra pero que tienen un valor de ‘gadgets’  culturales. En su caso, por desgracia, esos libros hablan mucho de  teología y demasiado poco sobre su teoría del deseo. Especialmente  a partir de la década de 1980, el propio Girard ha insistido mucho  más en su posición como autor cristiano, lo que tal vez no ayuda  especialmente a valorarlo en su aspecto más interesante como  antropólogo filosófico y como crítico literario. Pero, en  cualquier caso, hay cinco libros centrales en la bibliografía de  Girard, que básicamente seguiremos en estos apuntes: 
              (1) MENTIRA  ROMÁNTICA Y VERDAD NOVELESCA (1961),  en que expone su teoría del deseo mimético;
                          
              (2) LA  VIOLENCIA Y LO SAGRADO (1972),  su libro más conocido y en el que aparecen sus tesis sobre el  sacrificio, el deseo mimético y la víctima fundadora; 
              (3) COSAS  ESCONDIDAS DESDE LA CREACIÓN DEL MUNDO (1978),  un diálogo extraordinariamente clarificador y su primer best-seller  en Francia, en que se explica especialmente el mecanismo victimario y  se defiende que el objetivo del judeocristianismo reside en la lucha  contra la fatalidad sangrienta del deseo;
                          
              (4) EL  CHIVO EXPIATORIO (1982),  tal vez su obra más ‘accesible’ en una primera lectura;
                          
              (5) LA  RUTA ANTIGUA DE LOS HOMBRES PERVERSOS (1985),  dedica al análisis del libro de Job, al tema del ‘logos  no-violento’ y al Dios de las víctimas de la historia.
                          
              En  estos textos la preocupación de fondo es la misma: se trata de  entender al Leviatán para descabezarlo, si tal cosa es posible. Su  punto de partida axiomático, por así llamarle, supone que la  violencia es contagiosa y toda su obra se pregunta sobre cómo  explicar esa violencia y, muy particularmente, sobre cómo debe  gestionarse para no que no termine por destruir el cuerpo social. La  violencia contagiosa que nace del deseo mimético y que necesita de  chivos expiatorios para evitar volverse generalizada, constituye la  clave para entender el conflicto humano según Girard y el  cristianismo es la única fuerza capaz de romper con la maldición de  lo mimético porque nos permite entender la estructura misma del  pecado. 
              
                          
              INFLUENCIAS:  CONTRA NIETZSCHE Y CON SAN AGUSTÍN
                          
              La  obra de René Girard proviene de un contexto cultural muy obvio: la  Biblia y San Agustín. Le gusta repetir que no ha inventado nada,  sino que «todo cuanto yo he dicho está en San Agustín» y que su  fidelidad básica es la que debe a Atenas y a Jerusalén, en la  medida que interpreta el mito griego desde tradición cristiana y  viceversa. Como profesor universitario, su metodología ha sido  siempre la propia de un comparatista (una tradición académica  ampliamente denostada en el siglo 20 por poco ‘moderna’, en la  medida en que el criterio de analogía resulta muy discutible  metodológicamente). Es comprensible que una obra que no pretende  explicar la cultura por causas económicas o estructurales, sino a  través de una motivación religiosa, produzca una reacción de  perplejidad. Más que en la filosofía clásica, Girard ha bebido en  la gran novela rusa y francesa del siglo 19 y en las crisis  existenciales de cristianos como Pascal o de Kierkegaard.
                          
              Los  autores cuya herencia rechaza son, sin embargo, paradójicamente, los  que le han marcado con mayor profundidad. Se podría leer toda su  obra como un combate contra Nietzsche. Girard (autor cristiano, no se  olvide) es claramente un adversario —y a la vez un admirador— de  Nietzsche cuya teoría del eterno retorno le parece sombría y un  retroceso respeto al cristianismo. Nietzsche, sin embargo, le resulta  admirable porque ha puesto las cosas difíciles al cristianismo pero  también porque al presentarlo como religión de esclavos ha revelado  lo mejor y más verdadero de la opción cristiana. Y ello aunque de  sus tesis —del ‘Dios ha muerto’ y del ‘eterno retorno’—  sólo puede derivarse desesperanza y angustia, en la medida que ello  conlleva que nadie puede escapar a la necesidad y que el mal resulta  invencible absolutamente.
                          
              Como  cristiano y como crítico del nihilismo, Girard es un adversario de  la idea de progreso, que considera una forma de mitología  contemporánea que nos conduce a la idolatría del consumo  autodestructivo; el progreso y la falta de memoria de la modernidad  conducen directamente, según Girard, al colapso ecológico y a una  comprensión del hombre como herramienta que nada tienen de  ‘progresista’ en realidad.
                          
              En  su concepción del mito, Girard se opone directamente a las tesis que  derivan de Lévi-Strauss y la suya ha sido la disensión central en  los últimos años de la antropología filosófica y de la etnología  en sentido amplio. Para Lévi-Strauss los mitos de un pueblo  constituyen una secuencia puramente lógica. En todas partes hay  símbolos y los mitos no son nada más que un tipo de símbolos entre  otros. En definitiva, en un mito concreto ‘nunca pasa nada’ que  no sucediera si el mito fuese otro, pues el mito no es un  acontecimiento del ámbito de lo real. Por eso el estructuralismo se  interesa poco o nada por los rituales, convencido que el ritual es en  si mismo ineficaz y arbitrario. Pero la ritualización tiene  consecuencias reales en las vidas de los humanos porque marca su  conducta de una manera muy concreta, por ejemplo en la determinación  de la ‘pureza’ o ‘impureza’ de individuos, grupos u oficios.  Girard siempre ha deplorado que para el Lévi-Strauss de  ‘Mitológicas’ o de Tristes trópicos’: «todo se sitúa en el  mismo plano. Nunca se gana o se pierde nada esencial. La flecha del  tiempo no existe». 
              
                          
              EL  LOGOS DE HERÁCLITO Y EL LOGOS DE JUAN
                          
              Una  manera de comprender hasta que punto el pensamiento de Girard es  teología cristiana para tiempos postnihilistas es leer su afirmación  en COSAS ESCONDIDAS DESDE LA FUNDACIÓN DEL MUNDO sobre el hecho de  que la palabra ‘Logos’ en Heráclito y en Juan no mantienen  absolutamente ninguna relación. Para los pensadores cristianos —dice  Girard—, los filósofos griegos no son más que teólogos que se  ignoran. Para los postcristianos, al contrario, la idea de un Logos  específicamente cristiano es una falsificación imprudente que  recubre una imitación grosera de la filosofía’. Incluso Heidegger  ve ambos ‘Logos’ como antagónicos (lo que es ir mucho más allá  de lo que habrían dicho los primeros cristianos). Pero según  Girard, lo que habría hecho Jesús, o por lo menos el Cristo del  Evangelio de Juan, no es romper con el mito sacrificial, sino  ‘recomenzarlo’. O en palabras de Girard: «… hay que reconocer  en el Verbo de verdad el saber de la víctima emisaria, siempre  expulsada por los hombres. Mientras no tenga lugar ese  reconocimiento, la inteligencia racional de la relación objetiva que  une ambos Testamentos continua siendo imposible.»
                          
              Entender  la novedad y a la vez la continuidad de la tesis cristiana sobre la  superación de la violencia mediante el sacrificio del chivo  expiatorio (la víctima inocente y sin revancha que es Cristo) lleva  a Girard a considerar —además— que la superación de la  violencia no pasa de ninguna manera por negar la existencia de Dios,  sino todo lo contrario. Sin el papel moderador de lo sagrado, la  violencia sería imparable, según Girard. Por lo tanto hay que  asumir la existencia de un Dios que comprende la tiranía del deseo y  a la vez nos libera de ello, para proponer una vida según el Amor.  Lo que habría hecho Cristo es ‘desmitificar’ el amor (Agapé) y  el Nuevo Testamento debería leerse, pues, como una «epistemología  del amor» (sic.), cuya formulación más clara se encuentra en la  primera epístola de Juan (9-11). 
              
                          
              EL  DESEO MIMÉTICO
                          
              El  hombre substancialmente es deseo. Pero lo es de una manera peculiar:  el deseo para formularse tiene que percibir la amenaza de otro. Somos  constitutivamente seres miméticos Deseamos lo que los otros desean  y, recíprocamente, los otros desean lo que nosotros deseamos. El  deseo es un drama existencial que se juega a tres bandas, nosotros,  los otros y cosa deseada — que no sería tal si otros no la  deseasen también.
                          
              La  palabra ‘mímesis’ (copia, imitación) fue usada ya por  Aristóteles en la Poética, cuando observó que: «el hombre difiere  de otros animales en que es el más apto para la imitación».  Analizando las obras novelescas clásicas (Cervantes, Stendhal,  Proust, Dostoievski, Malraux), Rene Girard observa que la imitación  no sigue un esquema lineal (sujeto-objeto / imitador-imitado), sino  que el esquema del deseo es triangular: sujeto-modelo-objeto. Para  ser un perfecto caballero, Don Quijote copia un caballero perfecto:  Amadís de Gaula. Pero Don Quijote no imita a Amadís de Gaula sino  lo que él imagina, cree o desea, que sea Amadís.
                          
              En  la hipótesis girardiana es central un tercer elemento mediador del  deseo: el ‘Otro’. En la medida en que el individuo que he tomado  como modelo desea un objeto, me pongo también a desear ese otro y al  objeto deseado por el otro. Presentado así todo parece muy propio de  la ‘french theory’ pero Girard es más claro: el individuo  (romántico) desea pero no sabe qué desea. Cree que el otro posee  una plenitud que a él le falta. Esa es la mentira romántica. Más  sencillo: presentado como objeto de deseo un automóvil deja de ser  un instrumento que sirve para desplazarse, (para eso valdría  ‘cualquier’ automóvil) para convertirse en el objeto que nos  permite convertirnos en aquello que es nuestro modelo: un hombre de  éxito, el jefe de la empresa, etc. Lo que deseamos nos lleva  inevitablemente al enfrentamiento con el otro. Ahí se encuentra el  origen del conflicto humano. Sin romper con «el deseo copiado sobre  otro deseo» (MENTIRA ROMÁNTICA Y VERDAD NOVELESCA) puede entreverse  que el futuro de lo humano es el drama.
                          
              El  deseo mimético constituye la gran tragedia de nuestra miseria en  tanto que humanos y se halla en la fuente de la violencia. Caín y  Abel serían el ejemplo bíblico de la fuerza de ese deseo mimético  que engendra el asesinato y la destrucción y que los humanos  llevamos explícitamente en la propia estructura biológica (como  mostrarían los descubrimientos de la neurología en el ámbito de  las neuronas espejo). En la medida en que imitamos el modelo de  nuestros deseos, deseamos también la misma cosa que el otro y esa  rivalidad mimética se resuelve en lo fundamental en violencia,  física o mental.
                          
              La  exacerbación del deseo mimético —que aunque ha existido siempre  resulta definidora peculiarmente de la vida moderna— nos conduce a  la miseria moral (nos volvemos desgraciados ante el solo hecho de  pasarnos la vida comparándonos), porque sencillamente no podemos  vencer nunca: siempre inevitablemente habrá alguien más joven, más  listo, más rico y más guapo. O por lo menos siempre alguien nos lo  parecerá. Hoy por hoy la publicidad y el marketing se encargan todos  los días de recordárnoslo para que no dejemos de ser unos  disciplinados consumidores. La paradoja es que en nuestro deseo de  ser diferentes somos iguales. De hecho el deseo mimético más fuerte  se da entre los prójimos (Freud ya habló sobre ‘el narcisismo de  las pequeñas diferencias’ que atenaza a los hermanos), pero eso en  última instancia resulta autodestructivo. El deseo instaura la  violencia como ley. Eso nos conduce al tema del «chivo expiatorio». 
              
                          
              EL  CHIVO EXPIATORIO
                          
              El  chivo expiatorio es una de las cuestiones centrales del pensamiento  de Girard y el tema de LA VIOLENCIA Y LO SAGRADO (1972). Se trata de  un rito muy habitual en todas las religiones primitivas, mediante el  cual se trata de apaciguar la cólera de los dioses y, al mismo  tiempo, de poner a prueba la devoción y el sacrificio de los  creyentes obligándoles a participar conjuntamente en el sacrificio  ritual es decir, más llanamente, a ‘hacerse cómplices’. Solo  ofreciendo un chivo expiatorio, una víctima inocente, se logra  detener el ciclo de agresión y de venganzas interminables a que  nos  conduce el deseo mimético. El sacrificio en común de una víctima  inocente (y especialmente de un cierto precio, o de un cierto  prestigio), crea comunidad. Véase, por ejemplo, cómo se desarrolla  la secuencia en el mito de Edipo, un «héroe fracasado», — según  lo presenta Sófocles:
                          
              1.-  Hay peste en Tebas.
              2.-  La ciudad necesita entender el ‘por qué’ de esa peste.
              3.-  Se busca una víctima, una causa del mal que azota a la ciudad.
              4.-  Se ‘descubre’ a Edipo, que al fin y al cabo es un personaje  ‘extraño’ (aunque ha liberado a Tebas nadie sabe de dónde ha  salido e incluso su nombre significa ‘pies inflados’).
              5.-  El oráculo dice: ‘no os preocupéis; desembarazaos de él y  estaréis curados’.
              6.-  La ciudad se desembaraza de él.
              7.-  La ciudad está curada (en principio).
                          
              Girard  se pregunta qué puede incitar a los humanos a matar a un inocente en  un gesto brutal e irreflexivo. Y más todavía, cómo ha sido posible  que el chivo expiatorio se haya convertido en un ritual codificado  común en las religiones antiguas. Su tesis es que el chivo  expiatorio permite superar la desunión de grupo: matando al  inocente, el grupo olvida sus diferencias y se hace cómplice. El  conflicto que enfrentaría a todos contra todos se resuelve en el  ‘todos contra uno’, contra el diferente (contra el que habla en  catalán, por ejemplo, hoy mismo). La polarización de la mayoría  contra la minoría es un mecanismo de cohesión.
                          
              Para  que la acusación parezca sensata se necesita seleccionar a un grupo  pequeño y preciso. Pero cuando se busca se acaba encontrándolo. Las  brujas cumplían ese papel en la Europa del siglo 17, los bosnios  musulmanes lo fueron en Serbia hace cuatro días, y los catalanes lo  pueden ser en el imaginario de la ‘España eterna’. Sólo así el  diferente, el extraño, puede ser acusado de algo tremendo y  estereotipado (parricidio, incesto, asesinato) y nadie dará por  supuesta su inocencia. Haberse atrevido a ser diferente es ya una  culpa en sí misma. La sola acusación crea la víctima y la masacre  compartida resulta inevitable porque la acusación se convierte en  eficaz mediante el solo hecho de pronunciarse. Es el ‘todos  contra…’ —y cada cual puede poner en los puntos suspensivos lo  que le parezca.
                          
              Hay  también otra condición indispensable: para que el proceso tenga  éxito es preciso que la víctima asuma su culpa y crea en el  veredicto estúpido de la masa sin revelarse. Es típico de todas las  víctimas que por un momento lleguen a creerse que sus perseguidores  tienen razón (al fin y al cabo sus perseguidores son más). Así el  delirio de persecución se convierte en verdad consensuada.
                          
              El  ritual cumple aquí un papel muy preciso. El chivo expiatorio no  puede morir de cualquier forma y todas las religiones establecen de  una manera muy precisa y hasta el mínimo detalle. Para poder  justificar que alguien sea realmente una víctima se debe poder  justificar de alguna manera (todo chivo expiatorio lleva una marca,  ‘de nacimiento’ muchas veces). Además eliminando al diferente,  se puede logar una vuelta a la normalidad. Da lo mismo si luego la  víctima es divinizada (incluso Atenas levantó una estatua a  Sócrates), el mecanismo de culpa también sirve para unir a los  culpables. Conviene no olvidar que en griego la palabra ‘pharmakos’  significa a la vez veneno y remedio.
                          
              El  mitema de la ‘víctima inocente’ se encuentra en Grecia (Dionisos  muerto y resucitado, Edipo…), y en el Antiguo Testamento (el  sacrificio de Abraham). También forma parte de la base misma del  cristianismo (Jesús como ‘cordero de Dios’). Pero Girard ha  insistido en que ambas formas de comprender el papel de la víctima y  el proceso victimario —la griega y la judeocristiana— resultan  perfectamente contradictorias. Edipo es una víctima más entre  tantas otras, cumple con su papel y asume su supuesta ‘culpa’. El  Dios de Abraham, en cambio, ordenó detener el sacrificio de Isaac y  reemplazarlo por el de un animal. Job se mantuvo fiel a su verdad  contra el entorno hostil. Y Jesús se presenta como la última  víctima precisamente para romper con el esquema victimario: su  resurrección indica que la muerte no es la última palabra y da  esperanza, así, a todas las víctimas. En el cristianismo lo central  es la piedad ante el dolor de la víctima, lo que —en la lectura de  Girard— introduce el germen del pensamiento crítico en la  historia. Surge, pues, una nueva concepción, radicalmente distinta  del tiempo y de la historia a partir del sacrificio cristiano.
                          
              El  cristianismo es la primera religión que saca a la luz el mecanismo  sacrificial sobre el que se fundan las relaciones humanas. Cuando  Jesús dice a Pablo «yo soy aquel a quien persigues» está diciendo  que la persecución, el linchamiento colectivo, la persecución de  diferente, la Inquisición, el Gulag, els uso de técnicas policiales  (y propagandísticas) para lograr la adhesión ‘espontánea’ de  los condenados, etc., es el mecanismo del mal. Y que la propuesta  cristiana es única que reivindica la razón de las víctimas  —y  por extensión, la única que permite reivindicar al hombre frente al  totalitarismo cotidiano. 
              
                          
              VIOLENCIA  Y DESEO
                          
              Girard  ha dicho en multitud de entrevistas que vivimos a la vez en el mejor  y en el peor de los mundos, porque de una parte los progresos de la  humanidad son reales: nuestras leyes son las más justas, pero, al  mismo tiempo, somos los más ciegos ante las consecuencias  catastróficas del progreso técnico y ante las consecuencias de la  idea misma de ‘progreso’ que es la forma en que la modernidad ha  expresado su deseo de potencia. Según la opinión dominante el deseo  es una opción autónoma que el hombre toma por su cuenta y el  progreso sería bueno en sí mismo porque muestra la fuerza de la  autonomía moral de los humanos. Desear algo (un coche, una mujer,  tanto da) nos da fuerza para vivir, nos obliga a mejorar y a  mejorarnos, etc. Pero esa es una concepción extremadamente lineal  del deseo que no explica suficientemente fenómenos como la envidia o  los celos. El deseo, interpretado por Girard es otra cosa: constituye  una especie de maldición porque nos obliga constantemente a vivir  comparándonos. No deseamos ser nosotros mismos, sino ser ‘otro’  y ello nos conduce a la infelicidad, convirtiendo nuestro deseo en  ídolo.
                          
              Hemos  provocado en la modernidad —tal vez convendría matizar que se  refiere específicamente a la modernidad freudiana— una confusión  entre lo natural y el artificio, y hemos confundido nuestro deseo con  algo ‘natural’. Los falsos dioses, los ídolos que ya se  denuncian en el Antiguo Testamento (el dinero, el prestigio, el  sexo), siguen ahí y nos exigen cada vez nuevas víctimas. Así el  progreso avanza sobre el sacrificio constante de los inocentes  (incluso sobre el sacrificio de nuestra propia estabilidad emocional  en aras de un consumo excesivo y no placentero). De ahí que la  humanidad deba plantearse seriamente el tema de la gestión del  deseo. La religión, por arcaica que nuestros modernos puedan  considerarla, era cuanto menos un buen cortafuego que ahora hemos  perdido, porque nos impedía absolutizar nuestro deseo e imponía un  cierto nivel de jerarquía. Pero ante una democracia que nos iguala y  que nos da ‘igual derecho’ incluso el intercambio deja de tener  sentido.
                          
              Ese  fenómeno solo puede parecer extraño en apariencia. Si lo observamos  con más atención vemos que el intercambio sólo puede producirse  cuando tenemos cosas diferentes para intercambiar. Cuando todos somos  iguales y tenemos lo mismo, el intercambio simplemente no es posible.  La modernidad al igualarnos nos ha hecho paradójicamente  desgraciados. Se exacerba el deseo, la competición consumista y la  envidia, de manera que aumenta la infelicidad: cada vez hay que  trabajar más para lograr menos.
                          
              Algo  debe haber funcionado mal en la modernidad si en nombre del bienestar  humano se produce malestar emocional y pobreza. El calentamiento  global, la manipulación genética o la proliferación de armas  nucleares (y podríamos añadir también el uso de técnicas  psicológicas agresivas para incentivar el consumo), revelan que la  violencia está presente hoy con más peligro que nunca aunque en  apariencia vivamos contentos y satisfechos. De ahí que necesitemos  lo sagrado para mostrar a los humanos el peligro que acecha en el  deseo y la necesidad de regularlo para sobrevivir. Lo sagrado está  ahí para alertarnos ante las consecuencias de un progreso que se ha  vuelto autodestructivo
              
                          
               RENÉ  GIRARD COMO PENSADOR CRISTIANO
                          
              Con  lo que llevamos dicho se puede colegir que para Girard, el  ‘humanismo’ es estrictamente una forma de impotencia. Con la sola  fuerza del hombre que es por naturaleza violento y vive en el deseo  mimético no se puede destruir la rivalidad entre los humanos. Para  lograrlo se necesitaba ni más ni menos el sacrificio de un hombre  que era Dios. Lo innovador del cristianismo, según Girard, es el  sacrificio de Cristo que inauguró una nueva manera de gestionar la  condición humana, especialmente en su relación con la violencia.
                          
              Cristo  era explícitamente inocente; para justificar su sacrificio no se le  podía considerar un enemigo de nadie y se lo sacrifica precisamente  por ser inocente. Pero si el mal no está en la víctima, entonces  debe hallarse en la sociedad. Y eso es lo que descubren los hombres:  ese es el significado de la revelación cristiana. Para Girard el  cristianismo es la religión que desvela la auténtica naturaleza del  hombre, desvelando su violencia. Lo que el sacrificio de Cristo  habría aportado es el descubrimiento de la inocencia radical (y no  el resentimiento de los débiles hacia los fuertes). Es de la  debilidad de donde nace la fuerza.
                          
              El  sentido antropológico del cristianismo se halla en su oposición al  mensaje victimario. Con el cristianismo, y aunque los propios  cristianos no logran entenderlo y están lejos de realizarlo en la  práctica, habría caducado la mentalidad sacrificial. Allí donde  Nietzsche veía una moral de esclavos, Girard (que sabe que  efectivamente el cristianismo es en su origen mismo una religión de  parias) encuentra la confirmación misma de la verdad del mensaje  cristiano en el hecho de que el sacrificio del Cristo ha puesto al  desnudo el mecanismo victimario. El cristianismo necesitaba ser una  religión de parias porque son ellos los únicos que pueden  comprender lo absurdo de la violencia y lo inútil de buscar víctimas  propiciatorias; el mecanismo de la venganza queda explícitamente  desvelado y por ello mismo se hace impracticable.
                          
              Sólo  podemos participar de la condición de Jesucristo si renunciamos,  pues, al mecanismo (mundano) de la violencia sacralizada. Con Cristo  ha terminado la gestión de la violencia mediante la víctima y, por  ello, el Gulag soviético, el campo de concentración nazi y el  holocausto son expresiones del paganismo contemporáneo, como lo  sería cualquier teoría antihumanista. Los hombres que han  comprendido el sentido del sacrificio de Cristo son los que pueden  tener una alternativa al nihilismo violento de la modernidad.
                          
              El  cristianismo es la religión que, mediante el sacrificio de la  víctima inocente, ha desvelado el mal que se origina en el deseo  mimético. Pero el cristianismo también ha explicitado otra cuestión  fundamental: las condiciones de su propio fracaso. Cristo sabía muy  bien que su reino no es de este mundo, porque ‘este mundo’ es el  de la violencia. Pero los hombres no renunciarán a su violencia  originaria y por ello el cristianismo tiene plena consciencia de que  fracasará. No por casualidad el Evangelio termina con el libro del  Apocalipsis, que indica el fracaso mismo de la religión cristiana.  Los textos apocalípticos están ahí para decirnos que el hombre que  no quiera escuchar sucumbirá ante su propio Satán, ante su propia  violencia.
                          
              Para  Girard, al fin y al cabo un adversario firme del progresismo de  salón, el Apocalipsis no es en modo alguno una teoría, sino el  anuncio de lo que ya viene sucediendo en Europa desde hace doscientos  años (es decir, desde las Luces). Los humanos están hoy avisados de  que su propia violencia puede ser apocalíptica y que le puede llevar  a su desaparición como especie. El Apocalipsis no es, sin embargo,  una profecía sino un aviso y en tal sentido debe comprenderse. Son  los humanos quienes deben decidir si escuchan el mensaje apocalíptico  y obran en consecuencia. La paradoja es que, precisamente, cuando los  tiempos son apocalípticos, el Apocalipsis deja de leerse. 
              
                          
              APÉNDICE:  PARA UNA CRÍTICA DE LA TEORÍA DE RENÉ GIRARD
                          
              Sin  embargo, la teoría de René Girard tiene un punto débil en su  lectura del mito. Muchas veces parece que Girard tenga una sola llave  y que intenta abrir con ella demasiadas puertas. Tal vez no todos los  mitos puedan leerse de manera única y exclusiva desde la hipótesis  del chivo expiatorio, como supone sin que aporte demasiadas pruebas.  ¿Y si la función del mito no fuese sacrificial sino, sencillamente,  pedagógica?, ¿y si la culpa de Edipo fueses, tan solo, la de haber  nacido, como diría un existencialista sartriano?, ¿y si el  Apocalipsis no fuese un aviso sino un texto profundamente revanchista  y, sencillamente, una profecía contra Roma, sin más? Esas y otras  preguntas quedan abiertas, y no está demasiado claro si pueden  responderse desde el modelo de pensamiento que propone Girard. Pero  su esfuerzo por pensar la violencia —y por conjurarla mediante un  acto de conocimiento y, en su caso, también de fe— queda como un  testimonio del tiempo nihilista que es nuestro presente histórico. 
               
              