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Pensar la esperanza como apocalipsis.

Conversación con René Girard

 

 

El problema de las víctimas de la violencia humana tiene una gran significación en el pensamiento antiguo y moderno, tanto para las antiguas instituciones jurídicas como para la reflexión moderna, por ejemplo en torno al Holocausto. En su último libro usted habla de Levinas como de aquel pensador judío moderno que, de manera coincidente con su teoría del deseo mimético, advirtió la necesidad de ir más  allá de la afirmación solipsista del yo, de la identidad.

Conocí a Levinas de manera azarosa en los encuentros con editores y en algunas presentaciones de libros en París, pero siempre lamenté no tratarlo con mayor cercanía. En mi último libro subrayo la proximidad con su planteamiento de la alteridad1 como solución al deseo mimético en estos términos: «Levinas es importante para ayudarnos a pensar la rivalidad. No se trata de un autor belicista ya que no cree en una regeneración por medio de la guerra [...] Incluso podemos ver en su posición una crítica al pacifismo. Él acaba con Hegel, como nosotros intentamos acabar con Clausewitz. Llega hasta las últimas consecuencias de una tendencia filosófica, como nosotros vamos hasta el final de una tendencia antropológica. Más allá de la guerra, Levinas piensa una relación con el otro que estaría purificada de toda reciprocidad. Más allá de la indiferencia y de su lógica implacable, ambos intentamos pensar el Reinado de Dios. Cuando él habla de la guerra en términos de ‘rechazo de pertenencia a una totalidad’2 parece inquietante si se lee como una apología de la guerra. En cambio es una reflexión interesante si se lee como pensamiento de la trascendencia3, en el sentido etimológico del término, es decir como salida de la totalidad. Levinas apunta directo al Estado y al totalitarismo. Es claro que el hegelianismo está en su mira. «[…] Un pensamiento del Otro hace enloquecer a la totalidad revelando su esencia guerrera. Y al afirmar que la lucha a duelo es ya por sí misma una relación con el Otro, revela que la relación habita en el corazón de la reciprocidad violenta» (p. 178.180).


El problema de fondo que considero en mi obra es precisamente cómo interpretar la salida de la totalidad. En este sentido, «Levinas llegó tal vez al corazón de esta misteriosa semejanza entre la violencia y la reconciliación. Pero a condición de subrayar claramente que el amor hace violencia a la totalidad, hace estallar en pedazos a los Principados y a las Potestades. Para mí la totalidad sería más bien el mito, aunque también el sistema reglamentado de intercambios, todo lo que disimule el principio de reciprocidad. ‘Salir de la totalidad’ quiere decir por tanto para mí dos cosas: o bien regresar hacia el caos original de la violencia indiferenciada, o bien dar un salto hacia la comunidad armónica de ‘los otros en tanto otros’» (p. 181).

La crisis actual del sujeto posmoderno, desencantado de las grandes teorías y de las utopías históricas, está en relación directa con esta crítica de la totalidad. Gianni Vattimo y algunos filósofos posmodernos han pensado este tema en términos de un cierto nihilismo místico. Para otros, como el teólogo anglicano John Milbank, la salida a este impasse radica en volver a la teología para superar el reduccionismo de la razón secular propio de la modernidad. ¿Cómo ubica usted su propia obra en este debate?

Habría que preguntar a estos autores cuál es el papel de la encarnación del Verbo de Dios en sus propuestas. Porque ahí se juega, a mi juicio, el aporte del cristianismo al enigma del deseo violento y de lo religioso arcaico y, en consecuencia, la salida de la totalidad. Vattimo, por ejemplo, no parece darle una importancia capital a esa encarnación del Logos divino. Pienso por otra parte que Milbank tiene razón al señalar las insuficiencias de la modernidad ilustrada y su racionalismo reductor. Ambos extremos de pensamiento son los más vivos en nuestra época. Por mi parte, no me canso de insistir en que lo real no es racional como lo pretendía Hegel y como lo leyeron sus discípulos idealistas, sino que lo real es religioso, como lo he subrayado en mi último libro; y religioso arcaico, es decir, violento y sacrificial. Ahí radica la comprensión de la historia, de la condición humana y del sentido de la existencia.

¿Se trata entonces de recuperar cierto realismo teológico indispensable en esta hora incierta para el porvenir de la humanidad y del planeta? .- Usted me hace preguntas que me sobrepasan porque no soy teólogo. Inicié mi carrera como antropólogo muy lejos de la teología. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que, si hacemos antropología mediante cierta observación atenta de los fenómenos, en lugar de alejarnos de lo religioso, ese camino nos lleva a ese centro. No se trata de proponer tesis que intelectualicen lo religioso, haciendo de ello un objeto de observación porque entonces lo ‘des-antropologizamos’, como lo hizo Augusto Comte en Francia. Él veía en lo religioso una interpretación del universo. Pensaba lo religioso a partir de la ciencia empírica de su tiempo, de una ciencia atea. Tal es la visión común de muchos autores en nuestros días, como Hopkins en el mundo anglosajón, cuyos libros tienen un gran éxito en el mercado editorial.Pero a mi parecer ese tipo de obras atestiguan, en el fondo, cierta inquietud existente ante la autosuficiencia del pensamiento científico moderno y la conciencia de sus callejones sin salida. Dicha inquietud se encuentra presente en muchos otros círculos, por ejemplo, entre los masones de la Logia Francesa que no son anti-espiritualistas, un poco como los ingleses o estadounidenses. He encontrado en ellos una extraordinaria sed de espiritualidad. Incluso mis obras que hablan explícitamente del aporte del cristianismo, de la mística y de la oración, son muy bien recibidas en esos medios, a diferencia de la recepción agria en algunos medios católicos progresistas en Francia. Incluso en los medios masones ateos como la Orden del Gran Oriente en Francia se encuentra viva esta inquietud.

Podemos así constatar ahora una situación paradójica porque el ateísmo de inicios del siglo XXI se encuentra abiertamente en movimiento hacia lo religioso. Lo paradójico radica en constatar que los medios católicos en Francia se quedaron bloqueados en el progresismo de los años sesenta, cayendo en cierto modo en la trampa del racionalismo. Pareciera haber una implacable ley de la historia que hace que los católicos, a fuerza de ideas fijas y estáticas, lleguemos siempre tarde a lo que sucede en cada época, quedando paralizados ante los cambios evidentes. Tiene uno ganas de decirles que reaccionen y se pongan en movimiento.

Provengo de una familia típica del catolicismo occidental: una madre piadosa, en cierto modo conservadora, marcada por las costumbres de sus ancestros, incluida la simpatía por la tradición de la monarquía católica e incluso con algunos tintes de racismo. Mi padre, por el contrario, pertenecía a la tradición radical socialista cercana al ateísmo. En mi juventud me alejé de la Iglesia y regresé a ella justo antes del Concilio Vaticano II, pero ahora buscando vincularme con la larga tradición cristiana. Y dadas mis tendencias estéticas y antropológicas fue la Iglesia antigua la que me llamó la atención. Por estos motivos, por ejemplo en Stanford, me gusta participar en una Misa gregoriana, pues el canto pleno preserva con gran vigor ese dinamismo místico propio de la fe. Al mismo tiempo debo decir que eso no significa que me sitúe del lado de una teología conservadora. Cristo es quien ha mostrado el fracaso de la religión arcaica, sacrificial, desmontando sus mecanismos victimarios y llamando a la humanidad a romper el círculo de la violencia mimética. Creo que por eso su mensaje es universal y trascendente.

Aunque usted dice no ser teólogo, en realidad su obra, y en particular sus últimos libros a partir de Veo a Satán caer como el relámpago, contienen ideas verdaderamente teológicas. Por cierto, es de subrayar la preferencia que usted muestra allí por las tradiciones de san Pablo y san Lucas, quizás por su común insistencia en el dramatismo de la salvación. Se echa de menos, por ejemplo, la influencia de san Juan, más inspirada por la divinización de la creación que por la redención del pecado.

En realidad mi último libro hubiese querido trabajarlo aun más, sobre todo con respecto a los textos apocalípticos sinópticos porque son la consecuencia directa de la lectura mimética de lo real. Hubiese querido detenerme más para mostrar cómo los textos apocalípticos primitivos del cristianismo, desde un punto de vista estrictamente lógico, son la consecuencia directa del mimetismo. El pasaje esencial de la historia que el cristianismo descubre consiste en la revelación de la verdad de la víctima. Así lo he explicado con anterioridad: «El tiempo lineal en el que Cristo nos hace entrar hace ya imposible el eterno retorno de los dioses, lo mismo que imposibilita las reconciliaciones que se construyen sobre las espaldas de las víctimas inocentes. Privados del sacrificio, nos encontramos frente a una alternativa inevitable: o reconocer la verdad del cristianismo, o bien contribuir a la montée aux extrêmes4 --“llegada a los extremos”— rechazando la Revelación.

Nadie es profeta en su tierra, porque ningún país quiere entender la verdad de su propia violencia. Cada uno buscará disimularla para obtener la paz. Y la mejor manera de tener esa paz es haciendo la guerra. Tal es la razón por la que Cristo padeció la suerte de los profetas. Se acercó a la humanidad provocando el enloquecimiento de su violencia al mostrarla en su desnudez. En cierto modo él no podía triunfar. Sin embargo, el Espíritu continúa su obra en el tiempo. Es el Espíritu quien nos hace comprender que el cristianismo histórico fracasó y que los textos apocalípticos ahora nos hablarán como nunca lo han hecho» (p. 188).

Pero se devela entonces el otro aspecto de la verdad de Cristo. La manifestación de la víctima impide a la mentira del chivo expiatorio ser la realidad fundadora. En suma, la crisis ya no es tal. De ahí que aquella misteriosa palabra de Cristo, ‘Veo a Satán caer como el relámpago’ transmitida por Lucas en su evangelio (Lc 10:18), resume de manera magistral esta revelación. La perpetuidad de la crisis mimética ha quedado puesta en entredicho: «Cristo enciende la mecha revelando la esencia de la totalidad. Por tanto pone la totalidad en estado febril porque el  secreto de esta totalidad ha sido revelado a plena luz» (p. 180).Por eso hay algo radicalmente más importante: la crisis no es ya la última palabra sobre la humanidad. Como lo escribí en mi último libro: «Cristo retiró a los hombres sus muletas sacrificiales dejándoles así frente a una terrible elección: creer en la violencia o no creer ya más en ella. El cristianismo es la increencia. […] Tarde o temprano, o bien los hombres renunciarán a la violencia sin sacrificio, o bien harán estallar el planeta: estarán en estado de gracia o de pecado mortal. Se puede decir, por tanto, que si lo religioso inventó el sacrificio, el cristianismo lo anuló. […] Habrá que volver siempre sobre esta salida de lo religioso que solamente puede realizarse en el seno de lo religioso desmitificado, es decir, del cristianismo» (pp. 58, 60, 64).Esta verdad es, a mi parecer, la que aporta la apocalíptica cristiana primitiva, en especial los textos apocalípticos sinópticos ya que son los más completos al revelar la verdad de la víctima: «la destrucción sólo concierne al mundo. Satán no tiene poder sobre Dios» (p. 190). Esos textos describen así con gran dramatismo cómo la violencia siempre se da como rivalidad entre dobles miméticos: ciudad contra ciudad, nación contra nación, padres contra hijos. Hablan de una catástrofe inminente, pero precedida por un tiempo intermedio, de duración casi infinita, que alarga la llegada del día final. Por ello me parece que tales textos son de una actualidad extraordinaria.

Aunque esa demora del día final genera impaciencia y hasta desánimo puesto que no sabemos entonces qué esperar ni hasta cuándo.

¡Eso es precisamente lo que reprochaban los tesalonicenses a Pablo! Le interrogaban por lo que sucede entonces cuando la Parusía se retrasa. Es lo que Lucas, que al fin y al cabo fue compañero de Pablo en sus viajes, llama ‘el tiempo de los paganos’, cuya demora es muy larga e incierta, terrible. En ese sentido, la Segunda Carta a los Tesalonicenses habla de lo que retrasa la Parusía: el Katéjon (2 Tes 2: 5) o personaje que ‘retiene’ la manifestación del Anticristo es el orden arcaico representado por el Imperio Romano en ese contexto de decadencia que viven los tesalonicenses. Habría que leer también a Agustín en este sentido apocalíptico cuando escribe sobre el retraso del día final.

La paciencia es entonces la respuesta de los cristianos al ‘tiempo de los paganos’ (Lc 21: 24): «La gran paradoja en este asunto es que el cristianismo provoca la ‘montée aux extrêmes’ al revelar a los hombres su propia violencia. Impide a los hombres endosar a los dioses esa violencia y los coloca delante de su propia responsabilidad. San Pablo no es para nada un revolucionario, en el sentido moderno que se ha dado a este término: dice a los tesalonicenses que deben ser pacientes, es decir, obedecer a los Principados y Potestades que de todos modos serán destruidos. Esta destrucción llegará un día a partir del hecho del imperio creciente de la violencia, privada ya de su altar sacrificial, incapaz de hacer reinar el orden sino a través de más violencia: serán necesarias cada vez más víctimas para crear un orden cada vez más precario. Tal es el devenir enloquecido del mundo del que los cristianos llevan sobre sí la responsabilidad. Cristo habrá buscado hacer pasar a la humanidad al estado adulto, pero la humanidad habrá rechazado esta posibilidad. Utilizo adrede el futuro anterior porque existe ahí un fracaso profundo» (p. 212).

De aquí se puede pasar al ámbito de la fe y la religión no arcaica, en el que es posible la experiencia de habitar un mundo violento y apocalíptico, pero acompañados de la principal revelación cristiana, de acuerdo con el desarrollo que usted ha hecho de la teoría del sacrificio: la fuerza de la víctima que perdona.

Este apocalipsis no es verdaderamente terror porque lo verdaderamente terrible es la ausencia de sentido. Al fin y al cabo, para la mayoría de los seres humanos de nuestros tiempos, esta violencia está visiblemente en aumento en el mundo. Y en la medida en que esta violencia no tiene sentido es cada vez más terrible. Por eso el anuncio apocalíptico del cristianismo no es una amenaza, sino por el contrario la esperanza de la realización de la promesa cristiana: Cristo ve en el mundo cosas que el mundo no ve. «Cristo es ese Otro que viene y quien, en su misma vulnerabilidad, provoca el enloquecimiento del sistema. En las pequeñas sociedades arcaicas, ese Otro era el extranjero que trae consigo el desorden y que termina siendo siempre el chivo expiatorio. En el mundo cristiano es Cristo el Hijo de Dios quien representa a todas las víctimas inocentes y cuyo retorno es llamado por los efectos mismos de la ‘montée aux extrêmes’. ¿Entonces qué podrá constatar? Que los hombres se han vuelto locos y que la edad adulta de la humanidad, esa edad que él anunció por medio de la Cruz, ha fracasado» (p. 191).

Por eso, aunque parezca paradójico, el apocalipsis es reconfortante en cuanto satisface el deseo de significación. Las pruebas y dificultades actuales no son insignificantes porque siempre se encuentra escondido detrás  de ellas el Reino de Dios.

Pero entonces, ¿las masacres como Acteal en México y tantas en el mundo pueden tener otro sentido que el solo equilibrio del antagonismo entre rivales mediante el deseo de aniquilación de unos contra otros? ¿No es predicar a las víctimas una resignación ante sus verdugos? ¿Qué memoria cristiana es posible hacer de esas víctimas que no signifique pasividad ante la injusticia, la violencia y la muerte?

Solamente es posible recuperar esa memoria de la masacre sin atribuirle un sentido sacrificial arcaico. Frente al sufrimiento del inocente no nos queda sino la indignación. Este tipo de acontecimientos trágicos no me es ajeno, aunque debo decir que tampoco es parte de la problemática inmediata en la que he construido mi pensamiento. Pero hay que insistir en la importancia de actuar para superar las causas de ese sufrimiento y muerte, sin ceder al resentimiento que se expresa como deseo de venganza.

Con lo anterior no quiero decir que haya que renunciar a la acción para intentar cambiar el sentido de la violencia mimética. La cuestión consiste en saber si el uso de la violencia para mejorar el mundo puede ser legítimo. Este aspecto de la teología de la liberación fue puesto en entredicho hace un par de décadas por algunas declaraciones del magisterio de la Iglesia. El pensamiento cristiano que procede como respuesta inteligente a una situación de injusticia y violencia a la que son sometidas naciones enteras es totalmente razonable y legítimo, con las nuevas expresiones que el cristianismo pueda tomar en estas circunstancias. Quizás haya que reconocer que los pueblos latinoamericanos tienen razón al indignarse por no palpar un sentido de esperanza en las acciones del Estado ni en las actitudes tradicionales de las Iglesias. No hay que olvidar que en Occidente el cristianismo fracasó tanto como el racionalismo moderno, y por eso ahora nos encontramos en medio de esta violencia extrema que amenaza no solamente a la humanidad sino también al planeta entero.

Acerca de la violencia extrema Hegel propuso, con gran ingenuidad según usted, la instauración de una dimensión intersubjetiva de relación entre sujetos opuestos como solución a la dialéctica de los contrarios: el mutuo reconocimiento superando la rivalidad. Usted toma distancia de esta visión dialéctica porque a su juicio implica necesariamente la destrucción de uno de los rivales.

Hegel es un autor complejo, porque es al mismo tiempo un ilustrado y un pensador que también desconfía de la Ilustración en la que fue educado. Lo explico así en mi libro: «Hegel retomará de la revelación cristiana la necesidad de una doble reconciliación (Aufhebung): la de los hombres entre sí y la de los hombres con Dios. La paz y la salvación son por tanto dos movimientos conjuntos; porque Hegel piensa que las Iglesias fracasaron en la reglamentación del juego de voluntades humanas y asignará esta tarea al Estado, ‘universal concreto’, que nada tiene que ver con los estados particulares. La universalidad racional de dicho Estado debe, en efecto, devenir una organización mundial. Pero mientras tanto, los estados particulares continuarán manteniendo relaciones guerreras: hay en esta sucesión una contingencia esencial de la historia. […] El racionalismo hegeliano busca entonces conjurar la dialéctica, haciendo salir a la razón de los espejismos de la omnipotencia. Del cristianismo retoma la reconciliación, que es la única que permite evitar la abstracción, la única que puede aportar a los hombres la salvación y la paz. Pero lo que Hegel no ve es que la oscilación de las posiciones contrarias que devienen equivalentes puede con facilidad llegar a los extremos, que el desacuerdo puede perfectamente acercarse a la hostilidad, la alternancia convertirse en reciprocidad de rivalidad» (pp. 68-70).

En este contexto de la búsqueda de superar el racionalismo ingenuo, quisiera decir algo, en cierto modo retórico, sobre mi insistencia en lo apocalíptico. Pienso que la gente no tiene suficiente temor sobre la violencia desencadenada ‘desde la fundación del mundo’ hasta la violencia extrema que vivimos en estos tiempos inciertos. Y yo no quiero tranquilizar a nadie: «Es urgente tomar en cuenta la tradición profética con su implacable lógica que escapa a nuestro racionalismo extendido. Si el Otro se acerca, y si un pensamiento del Otro radicalmente otro es aún posible, es tal vez porque los tiempos están llegando a su cumplimiento» (p. 195).

Reitero lo que ya he escrito recientemente: «Es necesario pensar el cristianismo como esencialmente histórico y Clausewitz nos ayuda a ello. El juicio de Salomón lo dice ya todo al respecto: existe el sacrificio del otro y existe el sacrificio de sí mismo; el sacrificio arcaico y el sacrificio cristiano. Pero siempre se trata del sacrificio. Nosotros estamos sumergidos en el mimetismo y es necesario renunciar a las trampas de nuestro deseo, que siempre radica en el deseo de lo que posee el otro. Lo repito una vez más, no hay saber absoluto posible, estamos todos obligados a permanecer en el corazón de la historia, de actuar en el corazón de la violencia, porque comprendemos cada vez más sus mecanismos. ¿Sabremos sin embargo desmontarlos? Lo dudo.» (p. 80).

Sin embargo, pienso que para encontrar la salida hemos de volver la mirada hacia poetas y filósofos como Pascal, quien vio con claridad lo que estaba sucediendo: «Pascal tiene razón: existe una intensificación recíproca de la violencia y de la verdad, ella aparece hoy ante nuestros ojos, al menos ante los ojos en quienes el amor aun no se apaga…» (p. 206).  Lo mismo nos puede enseñar Hölderlin, quien se retiró a la torre del ebanista de Tubinga en un silencio total ante el poderío del dios de la guerra que campeaba en Europa. Porque «la presencia de lo divino crece en la medida que eso divino se retira: es la retirada lo que salva, no la promiscuidad. Hölderlin comprende súbitamente que esa promiscuidad divina sólo puede ser catastrófica. El retiro de Dios es así pasaje, en Jesucristo, de la reciprocidad a la relación, de la proximidad a la distancia. Tal es la intuición fundamental del poeta, lo que ha descubierto en el momento mismo en el que inicia su misma retirada. Un dios del que podemos apropiarnos es un dios que destruye. Nunca los griegos buscaron imitar algún dios. Hubo que esperar al cristianismo para que esta perspectiva mimética se impusiese como la única redención posible, habida cuenta de la locura revelada de los hombres […] Hölderlin siente por lo tanto que la Encarnación es el único medio dado a la humanidad para afrontar el muy saludable silencio de Dios: Cristo mismo interrogó ese silencio en la Cruz para luego él mismo imitar la retirada de su Padre y volverse a encontrar con él en la mañana de la Resurrección. Cristo salva a los hombres ‘destrozando su propio cetro solar’. Se retira en el momento mismo en que podría dominar. De ahí nos es dado a nosotros probar dicho peligro de la ausencia de Dios, experiencia moderna por excelencia –porque es el momento de la tentación sacrificial, de la regresión posible a los extremos– pero también experiencia redentora. Imitar a Cristo consiste en rechazar el deseo de imponerse como modelo, siempre borrarse frente a los otros. Imitar a Cristo es hacer todo para no ser imitado.» (p. 218).

Lo que no podemos olvidar –y lo quiero reiterar con insistencia– es que el cristianismo logró descubrir esta verdad de la víctima y también desenmascaró la mentira del sacrificio, quizás con más radicalidad que otras tradiciones religiosas de la humanidad. Tal es la herencia que deseo perpetuar.

 

 LETRAS LIBRES, abril de 2008. Reproducción exclusiva para uso escolar.

NOTAS:

1 La alteridad, término contrario a identidad, designa la realidad personal que está más allá del sujeto aislado en su egoísmo. Posee al menos tres dimensiones: 1) la apertura del yo al mundo, 2) la apertura del yo a los otros como semejantes, y 3) la apertura del yo a la realidad última que en filosofía se llama Absoluto y que las religiones llaman Dios.

2 En un sentido filosófico, el término totalidad indica las teorías que pretenden abarcar el conjunto de los fenómenos, y que en ocasiones se han traducido en sistemas sociales y políticos como el totalitarismo. Esta pretensión ha sido rechazada por algunos pensadores del siglo XX (como Heidegger, Levinas y Vattimo), quienes, para liberar a los conceptos de cualquier sueño de omnipotencia, han preferido utilizar el término infinito. Girard retoma esta discusión para analizar las ideas de Hegel y abordar el deseo mimético como otra expresión de la totalidad.

3 La trascendencia es el término opuesto a inmanencia (la realidad que caracteriza la existencia humana en el espacio y el tiempo); designa la realidad perenne, el sentido pleno, el cumplimiento de la historia o la relación armoniosa del mutuo reconocimiento, según las diferentes corrientes filosóficas.

4 Esta frase emblemática de Girard se inspira en la expresión crucial de Clausewitz para definir el sentimiento de hostilidad que preside la guerra: […] so gibt jeder dem anderen das Gesetz, es entsteht eine Wechselwirkung, die dem Begriff nach zum äusseresten führen muss, que Girard traduce por : Chacun des adversaires fait la loi de l’autre, d’où résulte une action réciproque qui, en tant que concept, doit aller aux extrêmes (Cada uno de los adversarios hace la ley del otro, de donde resulta una acción recíproca que, en tanto concepto, debe llegar a los extremos).


 

 

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